El primer invierno de Josep como propietario de las tierras empezó con un clima insulso, y el brillo de la satisfacción por haber obtenido su primera cosecha fue atenuándose hasta desaparecer. Las vides habían perdido casi todas sus bellas hojas y se habían convertido en esqueletos secos y quebradizos. Estaba llegando la hora de empezar a podar en serio. Caminó hasta la viña y la miró con espíritu crítico. Vio que había cometido algunos errores y se concentró en aprender de ellos.
Por ejemplo, las vides que con tanta petulancia había plantado en la sección vacía de la ladera empinada, creyéndose más imaginativo y listo que su padre y sus antepasados, se habían secado bajo el ardiente calor del verano, pues -tal como sin duda había entendido su padre- en esa zona la insustancial capa de suelo cultivable quedaba directamente encima de una roca impenetrable. Para que las cepas sobrevivieran allí había que montar un regadío, y tanto el río como el pozo del pueblo quedaban demasiado lejos para que tal pretensión fuera pragmática.
Josep se preguntó qué otras cosas había sido incapaz de aprender sobre la tierra al hacerse mayor, de entre las muchas que su padre sí conocía.
No tenía ningún deseo de dedicarse a cazar, pero cuando volvió a encontrarse con Jaumet recordó el sermón de Nivaldo sobre la necesidad de comer mejor.
– ¿Me puedes conseguir un conejo? -le preguntó.
Jaumet exhibió su lenta sonrisa y asintió. A la tarde siguiente apareció en su casa con un conejo pequeño al que había disparado en el cuello y pareció quedarse encantado con las monedas que Josep le dio a cambio. Le enseñó a despellejarlo y prepararlo.
– ¿A ti cómo te gusta guisarlos? -le preguntó Josep.
– Los frío en manteca -respondió Jaumet.
Al irse, se llevó la cabeza y el pellejo como premio. Josep recordó lo que su padre solía hacer con los conejos. Fue a la tienda de comestibles y compró ajo, una zanahoria y un pimiento rojo picante bien grande. Nivaldo enarcó las cejas mientras le cobraba.
– Qué, cocinando, ¿no?
De vuelta en casa, empapó una tela en vino agrio y frotó todo el cuerpo por dentro y por fuera antes de cuartearlo. Dispuso las piezas en una olla con vino y aceite de oliva, añadió media docena de dientes de ajo aplastados y cortó las verduras antes de dejar la olla encima de una pequeña hoguera para que arrancara a hervir a fuego lento.
Horas más tarde, cuando se comió dos piezas del guiso, la carne era tan tierna y sabrosa que se sintió santificado. Rebañó la salsa especiada, permitiendo que los trozos de pan duro se ablandaran hasta quedar casi líquidos y tan suculentos que casi se los tragaba sin masticar.
Cuando hubo terminado de comer llevó la olla a la tienda, donde Nivaldo picaba una col para su guiso.
– Para que lo pruebes -le dijo.
Mientras Nivaldo comía, Josep leyó El Cascabel.
A su pesar, como consecuencia de aquellos sucesos en los que se había visto enredado, tenía ahora más interés en cuestiones de política relacionadas con la monarquía. Siempre leía el periódico con atención, pero casi nunca encontraba la información que buscaba. Poco después de su regreso al pueblo, El Cascabel había publicado una noticia sobre el general Prim coincidiendo con el cuarto aniversario de su asesinato. El artículo revelaba que después del asesinato habían detenido a mucha gente, pero que la policía los había soltado después de interrogarlos.
Nivaldo masticaba y tragaba muy afanosamente.
– Aún no he leído el periódico. ¿Hay algo interesante?
– …Sigue habiendo duras luchas. Podemos dar gracias de que no hayan llegado hasta aquí. En Navarra, los carlistas atacaron a las fuerzas armadas y se hicieron con armas y piezas de artillería, además de tomar trescientos prisioneros. ¡Por Dios! -Agitó el periódico-. Casi capturan a nuestro nuevo Rey.
Nivaldo lanzó una mirada a Josep.
– ¿Y entonces? ¿Qué hace el rey Alfonso con sus tropas?
– Dice que se formó en Sandhurst, la escuela militar británica, y que participará activamente en los intentos de sofocar la guerra civil.
– Ah, ¿sí? Qué interesante -concedió Nivaldo.
Se comió el último pedazo de carne y, para mayor satisfacción de Nivaldo, empezó a chupar los huesos.
La mayor parte del tiempo que Maria del Mar pasaba trabajando en sus tierras, Francesc quedaba libre para entretenerse a su aire y con frecuencia aparecía en el viñedo de los Álvarez para seguir a Josep como una sombra. Al principio apenas conversaban; cuando sí lo hacían, siempre era acerca de cosas simples: la forma de una nube, el color de una flor, o sobre por qué no se podía permitir que las malas hierbas prosperaran y creciesen. A menudo Josep trabajaba en silencio y el chiquillo lo miraba embelesado, aunque había visto a su madre ocuparse de tareas similares una y otra vez en su propio viñedo.
Cuando parecía claro que Josep estaba a punto de terminar alguna tarea, el niño siempre decía lo mismo:
– ¿Y ahora qué hacemos, Josep?
– Ahora arrancamos algunos hierbajos -contestaba Josep.
O bien «engrasamos las herramientas».
O «desenterramos una piedra».
Cualquiera que fuera su respuesta, el crío asentía como si le diera permiso y pasaban ambos a la siguiente tarea.
Josep sospechaba que, además de necesitar compañía, a Francesc le atraía oír la voz de un hombre. A veces le hablaba libre y tranquilamente sobre cosas que el niño era demasiado joven para entender, en el mismo tono en que algunas personas hablan consigo mismas mientras trabajan.
Una mañana le explicó por qué estaba trasplantando los rosales silvestres para que quedaran plantados a ambos extremos de cada hilera de las vides.
– Es algo que vi en Francia. Las flores son bonitas, pero además cumplen la función de dar la alarma. Las rosas no son tan fuertes como las vides, así que si algo está mal, si hay algún problema con el suelo, por ejemplo, las rosas darán las primeras muestras de debilidad y yo tendré tiempo de pensar en cómo arreglarlo antes de que afecte a las cepas -explicó.
El muchacho lo miró con seriedad hasta que hubo terminado de trasplantar.
– ¿Y ahora qué hacemos, Josep?
Maria del Mar se acostumbró a dar por hecho que, si no veía a su hijo en casa, lo más probable era que estuviera en el viñedo de los Álvarez.
– Cuando te moleste, lo tienes que enviar a casa -le dijo.
Sin embargo, él era sincero cuando le respondió que disfrutaba con la compañía de Francesc. Josep se daba cuenta de que Maria del Mar albergaba algún resentimiento contra él. No entendía la razón, pero sabía que ella desconfiaba de aceptarle ningún favor por pura desconfianza. Él había decidido adoptar el estricto papel de vecino, una relación que los dos parecían aceptar de buen grado.
Josep se dijo que Nivaldo tenía razón. Necesitaba una esposa. En el pueblo había viudas y mujeres solteras. Tenía que dedicar atención al asunto hasta que encontrara una mujer capaz de compartir el trabajo de las viñas, llevar la casa y cocinarle comidas de verdad. Darle hijos, compartir su cama.
¡Ah, compartir su cama!
Solo y deseoso, un día echó a andar por el campo hacia la casa torcida de Nuria, pero la encontró desierta, con la puerta abierta al viento y a cualquier animal que quisiera entrar. Un hombre que esparcía fertilizante en un campo cercano le dijo que Nuria había muerto dos años antes.
– ¿Y su hija Renata?
– La muerte de su madre la liberó. Se largó.
El hombre se encogió de hombros. Le contó que en aquel campo cultivaba alubias.
– El suelo es muy fino, pero tengo mucha mierda de cabra de los Llobet. ¿Conoces su granja?
– No -respondió Josep, con un repentino interés.
– Es un corral de cabras. Muy antiguo. -Sonrió-. Tienen muchas cabras, y muy grandes, y se ahogan en sus excrementos, viejos y nuevos, los tienen apilados en sus campos. Ya no tienen dónde almacenarlos. Saben que en el futuro tendrán todavía más mierda de cabra. Mucha más. Cuando vamos y nos llevamos una carga, nos besan las manos.
– ¿Dónde está esa granja?
– Es un paseo corto hacia el sur, al otro lado de la colina.
Josep dio las gracias al cultivador de alubias, cuya información aceptó como un golpe de suerte, mucho mejor que si hubiera encontrado a Nuria y a Renata viviendo todavía en la casa.