Su primera tarea en la limpieza general que siempre seguía a la cosecha fue desmontar las dos cubas defectuosas. Las desarmó con el mismo cuidado con que habían sido armadas en su tiempo, probablemente por algún antepasado de los Torras dotado de mucha más habilidad que él. Aquel hombre había usado muy pocos clavos y Josep se esforzó mucho por no doblarlos al arrancarlos de la madera. Si alguno se torcía, lo enderezaba y lo guardaba, porque aquellos clavos -pedazos de hierro torneados a mano para que resultaran duros y eficaces, como la vida de un campesino- eran caros.
A medida que iba liberando tablas, las separaba en dos pilas. Pensaba cortar las que estaban teñidas por la putrefacción para alimentar con ellas el fuego en invierno, pero había unas cuantas sanas y las amontonó aparte, tal como había visto a Emilio apilar la madera en la tonelería, las separó con unos palitos para que el aire las mantuviera secas y sanas.
En menos de un día desaparecieron las dos cubas estropeadas y Josep quedó liberado para empezar la faena que más le gustaba, caminar detrás del arado para dirigir la cuchilla mientras Orejuda tiraba de ella sobre el suelo pedregoso.
Casi había terminado de arar la parcela de los Álvarez cuando pasó por el cúmulo de maleza y cardos en que se había escondido el jabalí después de recibir sus disparos, y entonces se dio cuenta de que quería trabajar allí, desbrozar el animoso sotobosque y arar el suelo para poder plantar unas cuantas vides más; y, ya puestos, apisonar bien el suelo en el espacio que quedaba debajo del saliente para que ninguna criatura salvaje pudiera volver a refugiarse allí y amenazar sus uvas.
Se puso a trabajar con la guadaña en la maleza, tan resistente que, cuando al fin terminó, se alegró de poder descansar. Recordó que el agujero era lo suficientemente grande como para que hubiera cabido el jabalí entero en su interior y se dio cuenta de que tendría que echarle muchas palas de tierra y luego apisonarla bien.
Se puso de rodillas, dobló la cabeza y echó un vistazo al interior, pero sólo alcanzó a ver unos pocos palmos en los que entraba la luz del día. Más allá, todo quedaba a oscuras.
Le llegó un frescor a la cara.
La vara que Jaumet había usado para atosigar al jabalí muerto estaba tirada en el suelo. Josep la empujó bajo el saliente y cupo entera en el agujero.
Algo extraño: cuando alzó la mano tanto como pudo en la oscuridad y flexionó la muñeca, pudo apuntar la vara hacia abajo, más de lo que esperaba.
Cuando apoyó la muñeca en el suelo y movió la vara para apuntar hacia arriba, también recorrió con ella una distancia considerable.
– ¡Hola!
Su voz le sonó hueca.
Orejuda, con el arnés puesto todavía y atada al arado, rebuznó para protestar y Josep se obligó a alejarse de la madriguera para soltar al animal y asegurarse de que estuviera cómodo, cosa que le dio algo de tiempo para pensar. El agujero del monte era emocionante, interesante y alarmante, todo al mismo tiempo; quería compartirlo con alguien, tal vez con Jaumet. Pero también sabía que no debía dirigirse a Jaumet siempre que tuviera un problema al que no quisiera enfrentarse solo.
Fue al taller de herramientas, buscó una lámpara, se aseguró de que tuviera aceite, estiró la mecha, encendió una cerilla y salió con ella, a plena luz del día, hasta la ladera del monte. Cuando se tumbó boca abajo y la metió por el agujero, la luz llegaba bastante más allá.
El saliente natural tenía más o menos el doble de anchura que los hombros de Josep y terminaba a poco más de la distancia de un brazo. Luego empezaba un agujero bastante redondo, que se alargaba tal vez un metro.
Y más allá había un espacio negro, más ancho aún.
Probablemente había hueco suficiente para arrastrarse hacia el interior, empujando la lámpara por delante. Se dijo que el jabalí era tan ancho como él, y más gordo. Sin embargo, la mera idea de quedarse atascado en un espacio tan estrecho, solo y sin ayuda, le helaba la sangre.
Había algunas piedras visibles en el saledizo, pero por lo general parecía compuesto de tierra pedregosa, de la que brotaba toda una variedad de hierbajos. Josep fue a su casa y regresó con una barra de hierro, un cubo, un azadón y una pala, y empezó a cavar.
Tras ampliar el agujero lo suficiente para poder entrar en él de rodillas, se detuvo en la entrada, adelantó la lámpara y miró intensamente el…, ¿el qué?
Se obligó a arrastrarse hacia el interior.
Enseguida, el suelo iniciaba una leve bajada. A medida que Josep avanzaba, la tierra se iba llenando de piedras, pero consiguió levantarse, tembloroso.
No era una cueva. La lámpara revelaba un lugar más reducido que su habitación, no tan grande como para merecer el nombre de gruta: una pequeña burbuja rocosa en la colina hueca, del mismo tamaño que una cuba de fermentación. La pared que quedaba a su izquierda era de una piedra grisácea y trazaba un arco al alzarse.
La luz de la lámpara dibujó sombras alocadas cuando Josep se dio la vuelta, esforzándose por ver, consciente de que allí dentro podía haber criaturas salvajes. Serpientes.
Allí de pie, en aquella caja natural hundida en la tierra, era posible creer que las pequeñas criaturas peludas podían vivir en aquel agujero cuando no estaban ocupadas en cuidar las raíces de las parras.
Se dio la vuelta, se encaró de nuevo hacia el agujero y salió al mundo.
Fuera, el aire era más suave y cálido y empezaba a caer el crepúsculo. Josep se puso en pie, contempló asombrado el agujero y luego sopló la lámpara y recogió los aperos.
Esa noche durmió unas pocas horas y luego pasó largos ratos tumbado, pensando en el agujero de la colina. En cuanto la luz de la siguiente mañana empezó a disolver la oscuridad, se apresuró a confirmar que no había sido un sueño.
La apertura seguía allí.
La pequeña burbuja de la colina era tan pequeña que no le servía de nada.
Pero era un buen lugar para empezar. Y Josep se tomó aquel descubrimiento como un mensaje de que debía ponerse a trabajar.
Regresó a la casa, sacó las herramientas y luego estudió con una nueva mirada el monte que se alzaba sobre el agujero. Era normal y corriente hasta la altura de los ojos, donde una roca grande, más larga que un hombre pero fina y lisa, se alargaba en perpendicular, un soporte natural para el suelo que quedaría por encima del umbral. Empezó a excavar por debajo del montículo de piedra, consciente de que la puerta habría de tener la anchura suficiente para que cupiese su carreta.
Se puso a trabajar con el azadón y, cuando apareció Francesc, estaba ya ocupado en recoger la tierra suelta con la pala. Se saludaron y el muchacho se sentó en el suelo y lo miró trabajar.
– ¿Qué haces, Josep? -preguntó al fin Francesc.
– Estoy cavando una bodega -respondió Josep.