37

Ritos de paso

Dedicó mucho rato a pensar cuál sería el precio justo de la tierra de Quim. Varias generaciones de agricultores habían abandonado y desatendido la viña de los Torras, así que no le pareció justo que aquella parcela costara lo mismo que su propia tierra, cultivada con mimo. Al mismo tiempo, sabía que Quim le estaba traspasando su tierra en condiciones de increíble generosidad. Al fin, valoró la viña de los Torras al mismo precio que había pagado por la de su padre, sin el descuento fraternal que había exigido y recibido de Donat como derecho de la parte que le tocaba, y copió el primer acuerdo de venta palabra por palabra, salvo por cuatro cambios. Los nombres del comprador y del vendedor cambiaban, también la fecha, y omitió cualquier mención a la frecuencia en que debían cumplirse los pagos y la indicación de que, en su ausencia, se estableciera penalización alguna.


Quim no sabía leer. Josep le leyó el documento lentamente, en voz demasiado alta. De vez en cuando se paraba y le preguntaba si tenía alguna duda, pero no tuvo ninguna. Quim había aprendido a escribir su nombre y, cuando Josep terminó de leer, cogió la pluma, mojó la punta en la tinta y garabateó las letras en las dos copias.

Josep firmó también y después contó los billetes del primer pago y se los pasó. La transacción parecía irreal y acaso injustificada; se sentía culpable, como si le estuviera estafando a su vecino la propiedad de la familia Torras.

– ¿Estás seguro, Quim? Aún estamos a tiempo de romperlo y olvidarnos de esto.

– Estoy seguro.

Josep dio a Quim la copia escrita en el papel más blanco y se quedó la amarronada.


Dos días después, ató a Orejuda al arnés y llevó a Quim a Sitges, donde éste pensaba tomar la diligencia tirada por bueyes que salía hacia el oeste. Hacía muchas paradas y era bastante más lenta que el tren, pero también resultaba mucho más barata. La conducía su propietario, Faustino Cadafalch, viejo amigo de Quim, que se encargó de presentarlos.

– Cuando quieras hacerme llegar un mensaje -le dijo, y Josep entendió que quería decir cuando pretendiera hacerle un pago-, se lo das a Faustino y él se encargará de que llegue a mis manos.

Nunca habían sido grandes amigos, pero Josep sintió una curiosa emoción cuando se despidieron. Como agricultor, Quim era malo y descuidado, además de borrachín, pero también era buena gente, de espíritu alegre, vecino indulgente y cómodo, y representaba un eslabón en la cadena que lo unía a su padre y a su infancia. Intercambiaron un largo y fuerte abrazo.

Luego Quim dio a Faustino su bolsa y montó en la diligencia junto con otro hombre y un par de monjas ancianas. Faustino trepó a su asiento, tomó las riendas, hizo restallar el látigo y los bueyes empezaron a tirar del carruaje.


Al volver a casa, Josep se encargó de acomodar a Orejuda y luego entró en la viña.

Era extraño.

Un papel firmado, un poco de dinero que cambiaba de manos, y la invisible frontera entre la viña de los Álvarez y la de los Torras había desaparecido.

Sin embargo, sabía en su interior que aquella frontera permanecería allí para siempre, aunque su presencia fuera más leve y ya no implicara prohibición alguna, y seguiría marcando una división entre la tierra de su padre…

… Y su propia tierra.

Se aventuró en la viña que hasta entonces había pertenecido a su vecino e inspeccionó la ciénaga de hierbajos crecidos con renovado desánimo. Una cosa era percibir con un rechazo desapasionado el maltrato de una cosecha ajena, y otra bien distinta enfrentarse al hecho de que ahora la responsabilidad de aquellas malas hierbas desenfrenadas que chupaban la humedad y el alimento de las vides era suya.

Quim se había ido, dejando atrás múltiples problemas, con sus aperos desafilados y desengrasados, la casa hecha un apestoso desastre y las vides boqueando en busca de aire y luz.

Josep tendría que encargarse de todo, pero sabía bien cuál era su prioridad. Encontró en su cuarto de herramientas una guadaña y una lima y la afiló tanto que ya resultaba peligroso pasar el dedo por el filo para comprobarlo.

Luego se quitó la camisa y cargó con la guadaña hasta la viña de Quim. Pronto empezó a desbrozar. Alzaba bien la cuchilla y trazaba un arco con los brazos para emitir luego un zumbido al descender y cortar; levantaba de nuevo mientras la guadaña pasaba por los hierbajos y la volvía a alzar, a punto ya de dibujar un nuevo arco. Josep se movía con suavidad: zuuum… zuuum… zuuum. Avanzó lenta y regularmente, dejando a sus espaldas un espacio despejado entre las hileras de las vides.


Al día siguiente, enganchó el arado a Orejuda y removió y labró la tierra en las zonas que había segado. Sólo entonces pudo dedicarse a la faena más laboriosa, arrancar a mano las hierbas y la maleza que habían crecido más cerca de las vides. Poco a poco, las plantas iban saliendo a medida que él tironeaba sin cesar, y le sorprendió comprobar lo viejas que eran en su mayoría. La mayor parte de los agricultores que él conocía renovaban las cepas más o menos cada veinticinco años, cuando -desde la perspectiva de una vida humana- habían alcanzado la mediana edad y habían ofrecido ya sus años de mayor producción de uva. Su padre las había cambiado en las hileras de más fácil acceso y había conservado las antiguas en las zonas a las que resultaba difícil llegar, por empinadas o arrinconadas. La familia de Quim apenas había renovado ninguna planta. Josep estimó que algunas de las parras que iba liberando de malas hierbas tendrían cien años. Aunque todavía producían uvas pequeñas con un sabor asombrosamente profundo, las vides estaban retorcidas y llenas de nudos, como esos troncos que la marea abandona en las playas tras deslucirlos, como ancianos tumbados a tomar el sol.


Le costó unos cuantos días desbrozar a mano hasta que llegó al límite de la viña. Se detuvo para sacar un pañuelo del bolsillo y secarse el sudor de la cara, y miró hacia atrás con satisfacción al ver la viña transformada, con sus parras liberadas ya de la jungla.

Echó un vistazo al viñedo contiguo, a la limpieza de la propiedad de los Valls, similar a la suya. No había rastro de Maria del Mar ni de Francesc. El día anterior había visto cómo ella paraba de trabajar para mirarlo, y se habían saludado de lejos. Debía de estar muerta de ganas de saber por qué Josep se ocupaba ahora de la viña de los Torras, y acaso preocupada por la posibilidad de que a Quim le hubiera ocurrido alguna calamidad. Josep sabía que, si se volvían a ver, la mujer se acercaría a preguntarle. Tenía curiosidad por saber cómo se sentiría ella al saber que ahora eran vecinos.


Ahora que tenía doble faena, se acostumbró pronto a caminar por las largas hileras sin detenerse al llegar al fin de la viña de los Álvarez y a entrar en aquellas tierras que para él siempre serían de los Torras.

A medida que los días se iban volviendo más largos y calurosos, mientras crecían y se formaban las uvas, Josep entendió que era mejor enfrentarse a la casa abandonada de Quim antes de que se le echara encima la ansiosa estación de la vendimia.

La casa era un desastre.

Arrastró la basura de un sitio a otro: una cesta llena de uva estropeada y fermentada en el desván, ropa sucia, trapos tan renegridos que no merecía la pena lavarlos, dos esteras de dormir apestosas. Todo fue a parar a una pila a la que prendió fuego tras rociarla de aceite. Afiló los aperos de Quim y engrasó los mangos de azadas, palas y rastrillos. Salvó lo que pudo: un par de barriles que parecían enteros, pedazos de madera partidos para echar a la lumbre en invierno, una cesta llena de clavos, tornillos, dos punzones, un dedal y una bisagra oxidada; un saco grande medio lleno de corchos; una ollita de cobre y una sartén de hierro oxidada; y treinta y una botellas de formas y diseños distintos, algunas recubiertas todavía de lodo del río, de donde las había sacado Quim. Luego encontró una caja con siete copas de vino llenas de polvo. Una vez limpias, le parecieron antiguas y hermosas, de un frágil cristal verde. Una tenía una grieta y se vio obligado a tirarla. Guardó las otras seis como un tesoro.

Cuando la casa de Quim quedó vacía, dejó la puerta y las ventanas abiertas de par en par durante diez días y luego empezó a usarla como una mezcla de taller de herramientas y almacén. Le resultaría práctico tener más a mano lo que necesitara mientras trabajaba en la parcela de los Torras.


Fue a Sitges a comprar un saco de sulfuro y se encontró con Juan, el anciano operario de la tonelería de Emilio Rivera, y se detuvo educadamente para intercambiar un saludo. Juan habló de los aprietos del trabajo en la tonelería, del calor propio de la estación, de la falta de lluvia. Miró intensamente a Josep.

– Me dijo Emilio que no estás casado. -Josep le devolvió la mirada-. Tengo una sobrina. Pasó seis años de matrimonio, y ahora lleva seis de viuda. Juliana.

Josep carraspeó.

– ¿Hijos?

– No, por desgracia.

– Eh…¿Edad?

– Joven todavía. Fuerte. Aún puede tener hijos, entiéndeme. Puede ayudar a un hombre a trabajar. Es muy buena trabajadora, Juliana… Le he hablado de ti.

Josep lo miró estupefacto.

– ¿Qué? ¿Te gustaría verla?

– Bueno…, ¿por qué no?

– Bien. Trabaja de camarera en un café, muy cerca de aquí. Te invito a un vino -propuso Juan en tono grandilocuente.

Josep lo siguió con nerviosismo.

Era un café de obreros, y estaba lleno. Juan lo llevó hasta una mesa llena de marcas y, al cabo de un rato le tocó una mano.

– Psst.

Josep observó que era mayor que él, con un cuerpo voluptuoso que ya había empezado a decaer y un rostro agradable y jovial. La observó mientras ella intercambiaba chanzas con cuatro hombres en una mesa cercana. Tenía una risa aguda y tosca.

Cuando se volvió hacia ellos, Josep sintió un pánico creciente.

Intentó decirse a sí mismo que se trataba de una oportunidad. Hacía tiempo que quería conocer a una mujer nueva.

Ella saludó a Juan con dos besos cálidos y lo trató de tío. Él los presentó con brusquedad.

– Juliana Lozano. Josep Álvarez.

Ella asintió, sonrió y dio una pequeña cabezada a modo de reverencia. Cuando le pidieron vino, se fue enseguida y volvió con él.

– ¿Te gusta el potaje de alubias blancas? -preguntó a Josep.

Él asintió, aunque no tenía hambre. Pero ella no se refería al menú del café.

– Mañana por la noche. Te haré potaje de alubias blancas, ¿vale?

Le dedicó una sonrisa cálida y natural, y Josep se la devolvió.

– Sí.

– Bien. La casa de la acera de enfrente, segundo piso -dijo ella. Al ver que Josep asentía, añadió-: La puerta del medio.

A la noche siguiente, las nubes ocultaban la luna. La calle estaba apenas iluminada por una farola temblorosa y la escalera de la casa de Juliana resultó ser aún más oscura. Cargado con una gran hogaza de pan como contribución a la cena, subió las escaleras en penumbra hasta llegar a un pasillo estrecho, donde llamó a la puerta del medio.

Juliana le dio la bienvenida de buen humor, aceptó el pan, lo partió con un par de tirones y lo dejó en la mesa.

Le hizo sentar sin ceremonias y sirvió de inmediato la especiada sopa de alubias, que ambos comieron con entusiasmo. Josep alabó sus habilidades culinarias y ella sonrió.

– La he traído del café -aclaró, y se echaron a reír los dos.

Hablaron con moderación de su tío Juan, y Josep contó la amabilidad que le había demostrado en la tonelería.

Muy pronto, antes incluso de que él se acercara a besarla, Juliana lo llevó a la habitación con la misma naturalidad con que le había servido la sopa.

Antes de la medianoche iba ya de camino a casa, con el cuerpo ligero y aliviado, pero la mente curiosamente cargada. Le parecía que había sido algo parecido a comerse una pieza de fruta y comprobar que era comestible y sin defecto alguno, pero indiscutiblemente menos que dulce, así pues, cabalgó encorvado y pensativo a medida que se abría camino a lomos de Orejuda por la carretera que lo llevaba de vuelta al campo.

Загрузка...