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Grietas

Durante casi una semana el jabalí que destrozaba las parras se convirtió en tema de conversación cada vez que se encontraban dos aldeanos, pero no volvió a aparecer y pronto fue reemplazado en sus charlas por las acaloradas discusiones sobre la puerta de la iglesia, que estaba abollada, agujereada y destartalada. Según la leyenda local, la habían destrozado las culatas de los mosquetes de los soldados de Napoleón, pero el padre de Josep le había contado, con conocimiento de causa, la historia de un borracho del pueblo y la piedra que sostenía en su mano. La madera tenía también una grieta larga y dentada, una abertura superficial que no afectaba a la integridad estructural de la puerta pero sí amenazaba con dividir en dos la comunidad del pueblo. Los parroquianos habían intentado rellenarla varias veces con argamasas de diversos materiales, pero la brecha era demasiado amplia y profunda, y todos aquellos antiestéticos intentos habían fracasado. La iglesia tenía dinero suficiente para comprar una puerta nueva y algunos consideraban que debía hacerlo, mientras que otros se negaban a gastar los fondos si no se trataba de alguna urgencia de importancia mayor. Una minoría dirigida por Quim Torras consideraba que un sacerdote tan sensible como el padre López merecía que su iglesia tuviera una puerta más elegante. Quim propuso una puerta artística con tallas de motivos religiosos, y urgió al pueblo entero a reunir fondos para pagarla.

Una mañana, Josep iba buscar agua al pozo y se encontró con Ángel Casals.

– Bueno, ¿qué opinas tú sobre la puerta de la iglesia?

Josep se frotó la nariz. En verdad, había dedicado poco tiempo a pensar en eso, pero la mera idea de que sus exiguos fondos sufrieran una derrama inesperada le asustaba. La gente decía que durante años Ángel había conservado unos pequeños ahorros del pueblo sin hacer pública la cantidad de dinero que atesoraba y sin querer gastar jamás un céntimo, porque ninguna urgencia le parecía suficientemente grave para disponer de ella.

– No creo que deba haber un impuesto para recoger fondos, alcalde.

– ¡Nada de impuestos para financiar a la iglesia! -gruñó Ángel-. Nadie lo quiere pagar. Es como intentar sacar vino de una piedra.

– Creo que no necesitamos una puerta de catedral. Tenemos una bonita iglesia campestre. Necesita una puerta lisa de madera, robusta y de buen aspecto. Si dependiera de mí, gastaría algo de dinero para comprar madera. Deberíamos ser capaces de hacer una puerta adecuada y que la iglesia conserve una parte de sus ahorros.

El alcalde lo miró con interés.

– ¡Tienes razón, Álvarez! ¡Mucha razón! ¿Sabes dónde comprar la madera?

– Creo que sí -respondió Josep-. Al menos, sé dónde preguntar.

– Pues pregunta, por favor -concluyó Ángel con satisfacción.


A última hora de la tarde siguiente, cuando el sol bajaba ya por el cielo y el cuerpo de Josep le advertía que pronto sería buen momento para poner fin a una larga jornada de trabajo, oyó el temido ruido.

Paró de podar de inmediato y se quedó totalmente quieto. Escuchó…

Escuchó y volvió a oír el mismo ruido, un crujido enérgico de la vegetación que le hizo salir corriendo al instante hacia la casa. Nadie había tocado el LeMat desde que lo dejara sobre la repisa de la chimenea. Llevó el revólver a la viña y empezó a recorrer aquella hilera tan silenciosamente como pudo. El ruido le llegaba ahora algo más quedo. Llevaba el revólver apuntando hacia abajo, listo para tirar, pero se dijo que tampoco debía disparar demasiado rápido, por si acaso era Francesc, o tal vez Quim, el responsable de aquel ruido.

Sin embargo, al instante siguiente vio al jabalí, más grande de lo que había imaginado por el atisbo de la última vez.

El jabalí tenía un pellejo grueso, de un negro amarronado, distinto del de los cerdos domésticos. El cuerpo era rollizo y denso, la cabeza aterradoramente desproporcionaba y las piernas cortas pero gruesas y de aspecto fuerte. El animal lo miró fijamente, sin miedo aparente pero atento, con sus ojos pequeños y oscuros, justo encima de la parte plana del hocico de piel negra.

«Sólo es un cerdo», se dijo Josep.

¡Colmillos!

Josep los vio con claridad, dos colmillos pequeños que apuntaban hacia abajo desde la mandíbula superior, y otros dos más largos que se alzaban desde la inferior, de unos doce o quince centímetros, curvados y rematados por puntas malvadas. El jabalí soltó un gruñido parecido a una tos y alzó la cabeza con un largo empujón. Josep sabía que solían luchar así, sirviéndose de los colmillos para destripar a sus víctimas.

El jabalí arrancó hacia un lado para salir huyendo, pero de repente Josep se comportó con una frialdad y una crueldad perfectas.

Apenas siguió al animal, con el brazo rígido y bajo control, y el dedo apenas acarició el gatillo. El estallido fue estridente. Vio que la bala agujereaba la piel justo detrás del hombro izquierdo antes de que el jabalí se detuviera para darse la vuelta y dar un paso en su dirección, momento en que Josep le disparó de frente otros dos tiros del revólver.

Tres disparos.

«Estallidos secos como ladridos. El hombre del carruaje asaltado, con la condena ya escrita en el rostro, retorciéndose y haciendo muecas de dolor mientras las balas encontraban el camino hacia su cuerpo. Corcoveo de caballos, el carruaje inclinado. El chillido estridente de Enric, como una mujer. Correr, todo el mundo a correr.»

Había olvidado el penacho de humo que salía después de cada disparo y el olor a quemado.

El cerdo salvaje se dio la vuelta y salió corriendo hacia la única cobertura disponible, un montón de maleza al pie de la colina. De pronto se hizo un gran silencio. Josep se quedó plantado, tembloroso, y miró fijamente hacia la zona de maleza por donde había desaparecido el animal.


El tiempo pasaba muy despacio, quizá llevara media hora con la mirada nerviosamente fija en la maleza y el arma lista. Pero el jabalí no salió.

Al poco apareció por allí Jaumet con su rifle.

– He oído los disparos. -Jaumet observó el rastro de sangre brillante que se dirigía hacia la maleza-. Será mejor que esperemos.

Josep asintió, aliviado por su presencia.

– Juntos -susurró al fin Jaumet, gesticulando con el rifle.

Con las dos armas apuntadas, ambos caminaron hacia la espesura.

A Josep le latía con fuerza el corazón. Se imaginó al jabalí a punto de cargar contra ellos en cuanto Jaumet abriera el follaje.

Pero allí no había nada.

Desde la maleza, el rastro de sangre llevaba a la base de la colina, donde vieron un hueco bajo un saledizo de rocas y tierra. Jaumet señaló el refugio.

– Una especie de madriguera. Está ahí dentro.

– ¿Crees que estará vivo? -Jaumet se encogió de hombros-. Dentro de un par de horas será de noche.

Estaba preocupado. Si el jabalí herido seguía vivo y se les escapaba durante la noche, podía ser muy peligroso.

– Necesitamos una vara -dijo Jaumet.

Josep fue a su casa y cogió el hacha. Caminó hasta el río, taló un pimpollo y le dio forma.

Al ver la vara, Jaumet asintió. Dejó el rifle apoyado en una parra y gesticuló para que Josep lo siguiera hasta la madriguera.

– Estate listo -dijo antes de agacharse delante del hueco.

Metió la vara, empujó y pegó un salto hacia atrás. Luego se rió, retomó la posición y empujó una y otra vez con la vara.

– El gamberro ha muerto.

– ¿Estás seguro?

Jaumet alargó un brazo dentro del agujero y se puso a tironear, gruñendo de tanto esfuerzo.

Josep mantenía el LeMat apuntado hacia el cuerpo que empezaba a asomar por el agujero; primero las pezuñas de las patas traseras y la cola, luego la grupa hirsuta.

Miraron las heridas ensangrentadas.

No cabía duda de que el jabalí estaba muerto, pero de algún modo parecía inconquistable y feroz, y Josep seguía temiéndolo. Sus dientes eran verdes y parecían muy afilados. Uno de los colmillos inferiores estaba rajado como la puerta de la iglesia, con una brecha que iba desde la punta afilada hasta hundirse en la carne.

– Ese colmillo debía de dolerle -dijo Josep.

Jaumet asintió.

– Su carne es buena, Josep.

– No es buena temporada para descuartizar. Todo el mundo está ocupado en las viñas. Yo mismo lo estoy. Y si mañana hace calor…

Jaumet asintió. Sacó su navaja grande de la vaina. Josep lo observó mientras practicaba un largo corte en diagonal por la espalda del jabalí, luego dos verticales; luego arrancó un buen retal del pellejo y una capa de grasa. Recortó de debajo dos generosos fragmentos cuadrados de carne rosada.

– El lomo, la mejor parte. Una pieza para ti, la otra para mí.

Los restos ensangrentados, con dos boquetes en la espalda, parecían maltratados. Sin embargo, cuando Josep entró en su casa para guardar la carne, Jaumet encontró dos palas entre sus utensilios y lo esperaba ya para que escogiera en qué parte de su propiedad se podía cavar.


Josep dio su trozo de carne a Maria del Mar, quien al principio no parecía encantada de recibirlo. También ella había tenido una dura jornada de trabajo y no le entusiasmaba la idea de cocinar el cerdo. Sin embargo, no dejaba de suponer un alivio que hubiera desaparecido la amenaza del jabalí, o sea que fue sincera en su agradecimiento.

– Ven mañana y te lo comes con nosotros -le propuso a regañadientes.

Así que a la mañana siguiente Josep se sentó a la mesa con Maria del Mar y Francesc. Ella había estofado el lomo con tubérculos y ciruelas pasas y Josep tuvo que admitir que el resultado era incluso mejor que el obtenido por él con el conejo.

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