11.

Poco antes de los laudes fray Alessandro acudió puntual a mi celda. Risueño y feliz como un novicio recién ingresado. Debía de pensar que no todos los días un doctor llegado de Roma compartiría con él un enigma importante, y estaba decidido a saborear su jornada de gloria. Sin embargo, me dio la impresión de que quería hacerlo poco a poco, como si temiera que la «revelación» se acabara de repente y le dejara insatisfecho. Por eso, no sé si por cortesía o por dilatar más el placer que le producía tenerme en sus manos, el frailuco consideró que la madrugada sería un buen momento para la confesión; eso sí, después de presentarme al resto de su comunidad.

El reloj de la cúpula de Bramante dio las cinco casi al tiempo que el bibliotecario me conducía, entre tinieblas y a rastras, hacia la iglesia. El templo, situado en el extremo opuesto de las celdas, muy cerca de la biblioteca y del refectorio, constaba de una nave rectangular de dimensiones modestas, disponía de una bóveda de cañón sostenida por columnas de granito arrancadas de algún mausoleo romano y estaba cubierto del suelo al techo por frescos con motivos geométricos, ruedas radiadas y soles. El conjunto resultaba algo recargado para mi gusto.

Llegamos tarde. Apiñados contra el altar mayor, los hermanos de Santa Maria rezaban ya el tedeum bajo la tenue luz de dos enormes candelabros. Hacía frío y el vaho que expelían los frailes difuminaba sus rostros como una espesa y misteriosa niebla. Alessandro y yo nos arrimamos a una de las pilastras del templo y los observamos desde una cómoda distancia.

– Ese de la esquina -murmuró el bibliotecario señalando un fraile canijo, de ojos almendrados y pelo blanco encrespado- es el prior Vicenzo Bandello. Ahí donde lo veis, es docto entre los doctos. Lleva años combatiendo contra los franciscanos y su idea de la inmaculada concepción de la Virgen… Aunque, la verdad, muchos creen que lleva las de perder.

– ¿Estudió teología?

– Desde luego -asintió con firmeza-. A su derecha, el mozo moreno y de cuello largo es su sobrino Matteo.

– Sí, lo he visto.

– Todos creen que algún día será un escritor de renombre. Y un poco más allá, junto a la puerta de la sacristía, están los hermanos Andrea, Giuseppe, Lucca y Jacopo. No son sólo hermanos en el sentido metafórico; también son hijos de la misma madre. Miré aquellos rostros uno a uno, tratando de memorizar sus nombres.

– Me dijisteis que sólo unos pocos leen y escriben con fluidez, ¿verdad? -inquirí.

Fray Alessandro no pudo apreciar la intención que escondía mi pregunta. Si era capaz de responder con precisión me permitiría descartar de golpe a un buen número de sospechosos. El perfil del Agorero se correspondía con un hombre culto, instruido en múltiples disciplinas y bien situado en la corte del dux. A esas alturas creía que las probabilidades de que fracasaran mis esfuerzos por reventar la clave eran elevadas -aún me dolía la proverbial torpeza con la que examiné la adivinanza musical de Leonardo-, y si todo salía mal no me quedaría otro remedio que encontrar a su autor por la vía de la deducción. O de la suerte.

El bibliotecario paseó su mirada por los congregados, tratando de recordar sus habilidades con el alfabeto:

– Veamos… -barruntó-: fray Guglielmo, el cocinero, lee y recita poesía. Benedetto, el tuerto, trabajó como copista muchos años. El buen monje perdió su ojo tratando de escapar de un asalto a su anterior convento, en Castelnuovo, mientras protegía una copia de un libro de horas. Desde entonces siempre está de malhumor. Protesta por todo, y nada de lo que hagamos por él parece satisfacerle.

– ¿Y el niño?

– Matteo, ya os lo dije, escribe como los ángeles. Tiene sólo doce años, pero es un joven despierto y muy inquieto… Y dejadme ver -el bibliotecario titubeó de nuevo-: Adriano, Esteban, Nicola y Jorge aprendieron a leer conmigo. Y Andrea y Giuseppe también.

En pocos segundos, la nómina de candidatos se había desbordado. Debía probar otra estrategia.

– Y, decidme, ¿quién es el fraile guapo, ese alto y fuerte de la izquierda? -pregunté curioso.

– ¡Ah! Ése es Mauro Sforza, el enterrador. Siempre se esconde detrás de algún hermano, como si temiera que lo reconociesen.

– ¿Sforza?

– Bueno… Es un primo lejano del Moro. Hace tiempo que el dux nos pidió el favor de que lo admitiéramos en el convento y lo tratáramos como a uno más. Nunca habla. El aspecto de asustado que le veis lo acompaña siempre, y dicen las malas lenguas que es por lo que le pasó a su tío materno Gian Galeazzo.

– ¿Gian Galeazzo? -salté-. ¿Queréis decir Gian Galeazzo Sforza?

– Sí, sí. El legítimo duque de Milán, muerto hace tres años. El mismo al que envenenó el Moro para quedarse con el trono. El pobre fray Mauro era quien cuidaba de Gian Galeazzo antes de que lo enviaran aquí, y seguro que fue él quien le administró el brebaje de leche caliente, vino, cerveza y arsénico que le fundió el estómago y lo mató en tres días de agonía.

– ¿El lo mató?

– Digamos que lo usaron para cometer el crimen. Pero eso -sopló entre dientes, satisfecho de poder sorprenderme- es secreto de confesión; ya me entendéis.

Observé a Mauro Sforza con disimulo, compadeciéndome de su triste destino. Abandonar la vida palaciega a la fuerza y cambiarla por otra en la que sólo disponía de un hábito de lana áspera, una muda y dos pares de sandalias debía de haber sido un duro trago para el muchacho.

– ¿Y escribe?

Alessandro no respondió. Me empujó hasta el corrillo no sólo para integrarnos en los rezos sino para beneficiarnos del calor del grupo. El abad inclinó la cabeza a modo de saludo nada más verme y prosiguió con sus oraciones. Éstas se prolongaron hasta que el primer rayo de sol atravesó el rosetón de ladrillo y vidrio que se abría sobre la puerta principal. No puedo decir que mi llegada causara sensación en la comunidad porque, aparte del prior, de perfil aguileño y aspecto vigilante, dudo que ningún otro fraile reparase en mí. Sí noté que el padre Bandello taladró con un gesto a mi atento guía, que, incómodo, desvió sus pasos hacia otro lado.

Es más, en cuanto el prior impartió su bendición desde el altar a todos los presentes, fray Alessandro me urgió a despegarnos del grupo y a seguirlo hasta el claustro del hospital.

A aquellas horas, los pocos enfermos que pernoctaban en él dormían aún, confiriendo al patio de ladrillo rojo un aspecto lóbrego.

– Ayer dijisteis que conocíais bien al maestro Leonardo… -comenté. Estaba seguro de que la tregua que me había concedido antes de comenzar a asaetearme a preguntas estaba a punto de expirar.

– ¡Y quién no lo conoce aquí! Ese hombre es un prodigio. Un prodigio extraño, una criatura de Dios única.

– ¿Extraño?

– Bueno, digamos que es anárquico en sus costumbres. Nunca sabes si viene o se va, si tiene intención de pintar en el refectorio o sólo desea reflexionar frente a su obra y rastrear nuevos fallos en el revoque o errores en los rasgos de sus personajes. Se pasa el día con sus taccuini [8] encima, anotándolo todo.

– Meticuloso…

– No, no. Es desordenado e impredecible, pero tiene una curiosidad insaciable. Al tiempo que trabaja en el refectorio, imagina todo tipo de locuras para mejorar la vida del convento: palas automáticas para roturar el huerto, conducciones de agua hasta las celdas, palomares que se limpien solos…

– Lo que está pintando es una Última Cena, ¿verdad? -le interrumpí.

El bibliotecario avanzó hasta el magnífico brocal de granito que adornaba el centro del claustro del hospital y me miró como si fuera un bicho raro:

– Aún no la habéis visto, ¿no es cierto? -sonrió como si ya supiera la respuesta. Casi como si se apiadara de mi condición-. Lo que el maestro Leonardo está terminando en el refectorio no es una Última Cena, padre Agustín; es La Última Cena. Lo entenderéis cuando la tengáis frente a vuestros ojos.

– Entonces, es un ser extraño pero virtuoso.

– Veréis -me corrigió-: cuando meser Leonardo llegó a esta casa hace tres años y comenzó los preparativos para el Cenacolo, el prior desconfiaba de él. De hecho, como encargado de los archivos de Santa Maria y responsable de nuestro futuro scriptorium, me encargó que escribiera a Florencia para averiguar si el toscano era un artista de confianza, cumplidor con los plazos y perfeccionista en su trabajo, o uno de esos buscadores de fortunas que dejan todo a medias y con los que hay que pleitear para conseguir que acaben su obra.

– Pero, si no me equivoco, venía recomendado por el dux en persona.

– Eso es cierto. Aunque para nuestro abad eso no era garantía suficiente.

– Está bien, continuad. ¿Qué descubristeis? ¿Era preciso o caótico?

– ¡Las dos cosas!

Hice ademán de no entender.

– ¿Las dos cosas?

– ¿No os dije que era extraño? Como pintor es, sin duda, el más extraordinario que se haya visto jamás, pero es a la vez el más rebelde. Le cuesta un imperio terminar a tiempo una obra; en realidad, jamás lo ha hecho. Y lo que es peor, le dan igual las instrucciones de sus mecenas. Siempre pinta lo que le viene en gana.

– No puede ser.

– Lo es, padre. Los monjes del monasterio de San Donato a scopeto, muy cerca de Florencia, le encargaron hace quince años un cuadro sobre la Natividad de Nuestro Señor… ¡que aún está por acabar! ¿Y sabéis lo peor? Que Leonardo alteró aquella escena hasta el límite de lo tolerable. En lugar de pintar una adoración de los pastores al niño Jesús, el maestro comenzó una tabla que llamó La Adoración de los Magos (Hoy en los Uffizi de Florencia) y la llenó de personajes retorcidos, de caballos y hombres haciendo extraños gestos al cielo, que no aparecen descritos en los Evangelios.

Contuve un escalofrío.

– ¿Estáis seguro?

– Nunca miento -saltó-. Pero habéis de saber que eso no es nada.

¿Nada? Si lo que fray Alessandro insinuaba era cierto, el Agorero se había quedado corto en sus temores: aquel diablo de Vinci había recalado en Milán dejando atrás graves antecedentes de manipulación de obras de arte. Algunas de las frases lapidarias que había leído en los anónimos comenzaban a retumbar en mi mente como truenos que amenazan tormenta. Lo dejé continuar:

– Aquélla no era una adoración cualquiera. ¡No tenía ni siquiera una estrella de Belén! ¿No os parece raro?

– ¿Y a vos qué os dice eso?

– ¿A mí? -Las mejillas marmóreas de fray Alessandro adquirieron un tibio color melocotón. Le ruborizaba que un hombre ilustrado llegado de Roma le preguntara con un nada disimulado interés por su sincera opinión sobre algo-. La verdad, no sé qué pensar. Leonardo, ya os lo he dicho, es una criatura fuera de lo común. No me extraña que la Inquisición se haya fijado en él…

– ¿ La Inquisición?

Otra punzada me atravesó el estómago. En el poco tiempo que llevábamos tratándonos, fray Alessandro había desarrollado una habilidad innata para sobresaltarme. ¿O quizá me había vuelto más susceptible? Su mención al Santo Oficio me hizo sentir culpable. ¿Cómo no lo pensé antes? ¿Cómo no se me había ocurrido consultar los archivos generales de la Sacra Congregazione antes de viajar a Milán?

– Dejadme que os lo cuente -dijo entusiasta, como si le encantara rebuscar en su memoria esa clase de cosas-. Después de dejar inconclusa su Adoración de los Magos, Leonardo se mudó a Milán y fue contratado por la Confraternidad de la Inmaculada Concepción, ya sabéis, los franciscanos que regentan San Francesco II Grande y con los que tiene litigios permanentes nuestro prior. Y allí el toscano volvió a tener los mismos problemas que en Florencia.

– ¿Otra vez?

– Desde luego. Meser Leonardo tenía que elaborar un tríptico para la capilla de la Confraternidad con los hermanos Ambrogio y Evangelista de'Predis. Entre los tres cobraron doscientos escudos por adelantado a cuenta del trabajo, y cada uno se entregó a una parte del retablo. El toscano se hizo cargo de la tabla central. Su cometido era pintar una Virgen rodeada de profetas, mientras que los laterales mostrarían un coro de ángeles músicos.

– No continuéis: jamás terminó su trabajo…

– Pues no. Esta vez meser Leonardo concluyó su parte, pero no entregó lo que se le había pedido. En su madero no estaban los profetas por ninguna parte. En cambio, presentó un retrato de Nuestra Señora dentro de una cueva, junto al niño Jesús y a san Juan. (La Virgen de las Rocas, hoy en el Louvre) El muy osado aseguró a los frailes que su tabla representaba el encuentro que ambos niños tuvieron mientras Jesús y su familia huían a Egipto. ¡Pero eso tampoco lo recoge ningún Evangelio!

– Y, claro, le denunciaron al Santo Oficio.

– Sí. Pero no por lo que creéis. El Moro medió para que el proceso no prosperara y lo libraran de un juicio seguro.

Dudé si seguir preguntándole. Al fin y al cabo era él quien quería que le pusiera al corriente de mis acertijos. Pero no podía negar que sus explicaciones me tenían intrigado:

– Entonces, ¿cuál fue la denuncia que interpusieron a la Inquisición?

– Que Leonardo se había inspirado en el Apocalipsis Nova para pintar su obra.

– Nunca oí hablar de semejante libro.

– Se trata de un texto herético escrito por un viejo amigo suyo, un franciscano menorita llamado Joao Mendes da Silva, también conocido como Amadeo de Portugal, que murió en Milán el mismo año en que Leonardo terminó su tabla. El tal Amadeo publicó un libelo en el que insinuaba que la Virgen y san Juan eran los verdaderos protagonistas del Nuevo Testamento, no Cristo.

Apocalipsis Nova. Memoricé aquel dato para añadirlo al eventual sumario que podría abrir contra Leonardo por herejía.

– ¿Y cómo se dieron cuenta los frailes de esa relación entre el Apocalipsis Nova y la pintura de Leonardo?

El bibliotecario sonrió:

– Era muy evidente. El cuadro representaba a la Virgen junto al niño Jesús y al ángel Uriel al lado de Juan Bautista. En condiciones normales, Jesús debería aparecer bendiciendo a su primo Juan, pero en su cuadro ¡sucedía justo lo contrario! Además, la Virgen, en lugar de abrazar a su primogénito, extendía sus brazos protectores sobre el Bautista. ¿Lo entendéis ya? Leonardo había retratado a san Juan no sólo legitimado por Nuestra Señora, sino impartiendo su bendición al mismísimo Cristo, demostrando así su superioridad sobre el Mesías.

Felicité entusiasta a fray Alessandro.

– Sois un observador muy agudo -dije-. Habéis iluminado mucho la mente de este siervo de Dios. Estoy en deuda con vos, hermano.

– Si vos preguntáis, yo os responderé. Es un voto que siempre cumplo.

– ¿Como el ayuno?

– Sí. Como el ayuno.

– Os admiro, hermano. De veras.

El bibliotecario se hinchó como un pavo real y mientras la claridad iba despejando las sombras del claustro, desvelando los relieves y ornamentos que ocultaba, se atrevió por fin a romper la, supongo, provocadora espera que se había impuesto:

– Entonces, ¿me dejaréis que os ayude con vuestros acertijos?

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