34.

Roma, tres días después


El guardia pontificio señaló al frente, tenso como una ballesta, indicando al maestro general de los dominicos el camino que debía seguir. Las medidas de seguridad le parecieron extremas incluso al padre Torriani, a quien los hombres del Papa conocían de sobra. Pero sus órdenes eran estrictas: acababa de morir de indigestión el tercer cardenal en sólo seis meses, y el Pontífice, a quien muchos incriminaban de aquellas repentinas muertes, había ordenado un simulacro de investigación que incluía el riguroso control de los accesos al palacio pontificio.

El ambiente no era bueno. Roma tenía razones suficientes para temblar cuando Alejandro VI nombraba cardenal a algún prohombre de su comunidad. Todos sabían que si el Santo Padre ambicionaba sus posesiones, todo lo que tenía que hacer era nombrarlo cardenal primero y asesinarlo discretamente después. Las leyes lo asistían: el Papa era el único y legítimo heredero de los bienes de su curia. Y con Su Eminencia el cardenal Michieli, riquísimo patriarca de Venecia cuyo cuerpo se enfriaba ya en el depósito pontificio, la ley había vuelto a ejecutarse con absoluta precisión.

Torriani se sometió a las nuevas normas de acceso a las estancias Borgia sin rechistar. Al cabo de unos minutos, justo al dejar atrás la puerta de oro de la capilla del Santo Sacramento, los distinguió claramente: estaban en la tercera sala, con los ojos clavados en el techo y un extraño gesto de triunfo dibujado en sus rostros. Allí, junto a las ventanas del ala este, a resguardo de los rigores del invierno romano, el maestre Annio de Viterbo y Su Santidad departían animadamente bajo unos frescos que parecían recién terminados. De hecho, todavía olían a barniz y resina.

El Pontífice, rasurado y con el pelo mitad castaño mitad cano, disimulaba su barriga bajo una sotana color vino que lo cubría de pies a cabeza. Por el contrario, Annio tenía el aspecto de una comadreja, nariz afilada de la que colgaba un bosque de pelillos negros e hirsutos y manos largas y huesudas, casi de espantapájaros, con las que hacía ampulosos aspavientos en dirección a las pinturas.

El verbo encendido de Nanni, que era como todos llamaban a aquel sabio, retumbaba como los truenos de una tormenta de verano:

– ¡El arte es la más necesaria de vuestras armas, Santo Padre! ¡Tenedlo siempre a vuestro servicio, y dominaréis a la cristiandad! ¡Perdedlo, y fracasaréis en vuestra tarea pastoral!

Torriani vio a Alejandro VI asentir sin articular palabra, mientras notaba cómo su estómago iba agriándosele poco a poco. Había escuchado aquel discurso muchas veces. Esa idea peregrina había invadido Roma y, con ella, la flor y nata de las artes florentinas. El Papa en persona había arrebatado un verdadero ejército de artistas a Lorenzo de Médicis, el Magnífico, sólo para satisfacer los deseos ocultos de Annio. Y eso por no hablar de los sufrimientos de Torriani ante el imparable ascenso de los privilegios de pintores y escultores, siempre en detrimento de los de frailes y cardenales. Molesto, celoso de la influencia que aquel pernicioso monje de Viterbo ejercía sobre el Santo Padre, el general de los dominicos se hizo el distraído y se dirigió al jefe de guardia para que anunciara su llegada. El máximo responsable de la Orden de Santo Domingo estaba allí tal y como Alejandro VI había solicitado.

El Papa sonrió:

– ¡Celebro veros por fin, querido Gioacchino! -exclamó tendiendo su anillo al visitante, que lo besó con respeto-. Llegáis en el momento oportuno. Justo hace un momento Nanni y yo hablábamos de ese asunto que tanto os preocupa…

El dominico levantó la vista del aro pontificio.

– ¿Qué… qué sabéis de ello?

– ¡Oh, vamos, maestro Torriani! No es necesario que guardéis tanta discreción conmigo. Lo sé prácticamente todo: incluso que habéis enviado un espía en mi nombre a Milán para comprobar ciertos rumores que hablan de una herejía que está tomando cuerpo en la corte del Moro.

– Yo… -el anciano predicador titubeó-. Precisamente venía para poneros al tanto de lo que nuestro hombre ha descubierto.

– Me alegro -rió-. Soy todo oídos.

Annio de Viterbo y el Santo Padre abandonaron la contemplación de los frescos para tomar asiento en dos grandes sillas de tiras de cuero que sendos camareros acababan de disponer para ellos. Torriani, nervioso, prefirió permanecer de pie. Llevaba un cartapacio bajo el brazo en el que guardaba una extensa carta que yo mismo le había escrito al descubrir una cepa cátara en el corazón de Milán.

– Desde hace meses -comenzó a explicarse Torriani, todavía impresionado por mis averiguaciones- venimos recibiendo informes que insinúan que el dux de Milán utiliza a un célebre maestro florentino, Leonardo da Vinci, para difundir ideas heréticas en una obra majestuosa que prepara sobre la Última Cena de Cristo.

– ¿Leonardo, decís?

El Papa miró a Nanni, aguardando alguno de sus sabios apuntes:

– Leonardo, Santidad -repitió éste-. ¿No lo recordáis?

– Vagamente.

– Es natural -la comadreja lo disculpó-. Su nombre no figuraba en la lista de artistas que os recomendó la casa Médicis para embellecer Roma cuando vos aún erais cardenal. Por lo que sabemos de él, se trata de un varón orgulloso, irascible y, ciertamente, poco amigo de nuestra Santa Madre Iglesia. Los Médicis lo sabían y, con buen criterio, evitaron recomendároslo.

El Papa suspiró:

– Otro hombre problemático, ¿no?

– Sin duda, Santidad. Leonardo se sintió desairado por no haber sido recomendado para trabajar en Roma, así que en 1482 abandonó Florencia, dio la espalda a los Médicis, y se instaló en Milán para trabajar como inventor, cocinero, y a ser posible no como pintor.

– ¿En Milán? ¿Y cómo acogieron a un hombre así? -El gesto del Papa se tornó burlesco, antes de proseguir-: Aja. Ya entiendo… Por eso decís que el dux no me es fiel, ¿no es cierto, Nanni?

– Eso preguntádselo al maestro dominico, Santidad -respondió secamente-. Al parecer, os trae las pruebas para demostrároslo.

Torriani, aún de pie, protestó:

– Todavía no son pruebas; sólo indicios, Santidad. Leonardo, guiado y protegido por el Moro, se ha embarcado en la elaboración de una obra de proporciones colosales y tema cristiano, pero llena de irregularidades que preocupan al prior de nuestro convento de Santa Maria delle Grazie.

– ¿Irregularidades?

– Sí, Santidad. Se trata de una Última Cena.

– ¿Y qué tiene de rara una obra así?

– Veréis, Santidad: sabemos que sus doce apóstoles no son tales, sino retratos de personajes paganos o de dudosa fe, cuya secreta disposición parece querer transmitir una información que no es cristiana.

El Papa y Nanni se miraron. Cuando el sabio de Viterbo le requirió más detalles, el dominico echó mano de su cartapacio:

– Acabamos de recibir el primer informe de nuestro hombre en la ciudad -dijo esgrimiendo mi carta-. Es un erudito de Betania, un experto en lenguajes cifrados y códigos secretos, que en estos momentos está estudiando tanto la obra como a meser Leonardo. Ha examinado retrato por retrato de esa Ultima Cena y ha buscado concordancias entre ellos. Nuestro experto lo ha probado casi todo: desde comparar cada apóstol con un signo del zodiaco hasta buscar equivalencias entre la posición de sus manos y las notas musicales. Las conclusiones no tardarán en llegarnos y lo que hoy son indicios mañana tal vez sean pruebas.

Nanni se exasperó.

– Pero ¿ha descubierto algo concreto o no?

– Desde luego, padre Annio. La verdadera identidad de tres de los apóstoles ha sido totalmente desvelada. Sabemos que el rostro de Judas Iscariote, por ejemplo, se corresponde con el de cierto fray Alessandro Trivulzio, un dominico que murió poco después del día de Reyes ahorcado en el centro de Milán…

– ¡Vaya! Como el auténtico Judas -susurró el Pontífice.

– Así es, Santidad. Todavía no hemos podido determinar si se suicidó o fue asesinado, pero nuestro informante cree que pertenecía a una comunidad de cátaros infiltrada en nuestro convento.

– ¿Cátaros?

El Santo Padre dilató sus pupilas de asombro.

– Cátaros, Santidad. Se creen la verdadera Iglesia de Dios. Sólo aceptan el Padre Nuestro como oración y rechazan el sacerdocio o la figura del vicario de Cristo como único representante de Dios en la Tierra…

– ¡Conozco a los cátaros, maestro Torriani! -dijo el Papa, colérico-. Pero creíamos que los últimos ardieron en Carcasona y Tolosa en 1325. ¿No acabó con ellos el obispo de Pamiers?

Torriani conocía aquella historia. No todos perecieron. Después del triunfo de la cruzada contra los cátaros del sur de Francia y de la caída de Montségur en 1244, se produjo una desbandada de familias herejes hacia Aragón, Lombardía y Germania. Los que cruzaron los Alpes se asentaron en las inmediaciones de Milán, donde fuerzas políticas más tibias, como las de los Visconti, los dejaron vivir en paz. Sin embargo, sus ideas extremistas fueron cayendo en desuso y muchos terminaron por desaparecer sin perpetuar sus ritos e ideas heterodoxas.

– La situación puede ser grave, Santidad -prosiguió Torriani muy serio-. Fray Alessandro Trivulzio no era el único sospechoso de profesar el catarismo en nuestro monasterio milanés. Hace tres días otro fraile declaró abiertamente su herejía y después se quitó la vida.

– ¿Endura? -Los ojos de la comadreja chispearon.

– Así es.

– ¡Por todos los santos! -bramó-. La endura fue una de las prácticas más extremas de los cátaros. Hace doscientos años que nadie recurre a ella.

El asistente del Papa miró al Pontífice, que parecía no haber entendido muy bien qué era eso de la endura. Annio lo explicó de inmediato:

– En su versión pasiva -dijo-, consistía en el voto solemne de no ingerir alimentos ni nada que contaminara el cuerpo del cátaro que aspiraba a la perfección. Si moría puro, aquel desgraciado creía aspirante su alma y se integraba en Dios. Aunque también existió una versión activa, la del suicidio por fuego, que sólo se consumó durante el sitio de Montségur. Los habitantes de aquel último bastión militar cátaro prefirieron arrojarse a una gran pira de troncos antes que entregarse a las tropas pontificias.

– Este fraile del que le hablo se inmoló por fuego, padre.

Nanni no salía de su asombro.

– Me cuesta creer que alguien haya resucitado esa vieja fórmula, maestro Torriani. Supongo que dispondréis de otras noticias sobre las que fundamentar vuestra alarma.

– Por desgracia, así es. De hecho, tenemos razones para pensar que las pruebas de la existencia de una comunidad cátara en activo en Milán se esconden en el mural de La Ultima Cena que en estos momentos ultima Leonardo da Vinci. El mismo se ha retratado en su obra conversando con un apóstol que en realidad enmascara a Platón. Ya sabéis, el referente antiguo de esos malditos herejes.

La comadreja dio un brinco en su silla plegable.

– ¿Platón? ¿Estáis seguro de lo que decís?

– Por completo. Lo peor, padre Annio, es que ese vínculo no está exento de una lógica perversa. Como sabéis, Leonardo se formó en Florencia a las órdenes de Andrea del Verocchio, un artista poderoso, bien considerado entre los Médicis y muy cercano a la Academia que Cosme el Viejo puso bajo la dirección de cierto Marsilio Ficino. Y como sabéis también, esa Academia se creó para imitar la de Platón en Atenas.

– ¿Y bien? -El asistente de Alejandro VI torció el gesto, recelando de tanta erudición.

– Nuestra conclusión no puede ser más obvia, padre: si los cátaros compartieron con Platón muchas de sus doctrinas más dudosas, e incluso la Academia de Ficino aún practica costumbres cátaras como no ingerir carne de animal, ¿qué nos impide pensar que Leonardo esté utilizando su obra para transmitir doctrinas contrarias a Roma?

– ¿Y qué nos pedís? ¿Qué lo excomulguemos?

– Aún no. Necesitamos probar sin género de dudas que Leonardo ha introducido sus ideas en ese mural. Nuestro hombre en Milán trabaja para reunir esas evidencias. Después actuaremos.

– Pero, maestro Torriani -lo atajó el de Viterbo antes de que su discurso se encendiera-, muchos artistas como Botticelli o Pinturicchio se formaron en la Academia y sin embargo son excelentes cristianos.

– Sólo lo parecen, maestro Annio. Debéis desconfiar.

– ¡Los dominicos siempre tan suspicaces! Mirad a vuestro alrededor. Pinturicchio ha pintado estos frescos maravillosos para Su Santidad -replicó, señalando al techo-. ¿Acaso veis en ellos sombra de herejía? ¡Vamos! ¿La veis?

El dominico conocía bien aquella decoración. Betania había abierto en secreto un expediente sobre ella que nunca llegó a prosperar.

– No os conviene exaltaros, maestro Annio. Sobre todo porque, sin querer, me estáis dando la razón. Fijaos en la obra de ese Pinturicchio: dioses paganos, ninfas, animales exóticos y escenas que jamás encontraréis en la Biblia. Sólo a un seguidor de Platón, imbuido en viejas doctrinas paganas, se le ocurriría pintar algo así.

– ¡Es la historia de Isis y Osiris! -protestó la comadreja, casi fuera de sí-. Osiris, por si no lo sabéis, resucitó de entre los muertos como Nuestro Señor. Y su recuerdo, aunque pagano en la forma, nos renueva la esperanza en la salvación de la carne. Osiris aparece aquí como un toro, como toro es nuestro Santo Padre. ¿O es que nunca habéis visto el blasón de los Borgia? ¿No es obvia la relación entre esa figura mitológica, símbolo de fuerza y valor, y el astado que luce en su escudo de armas? ¡Los símbolos no son herejías, maestro!

Cuando fray Gioacchino Torriani iba a responder, la voz aterciopelada y cansina del Pontífice atajó la discusión:

– Lo que no entiendo muy bien -dijo, arrastrando sus palabras, como si aquella discusión lo aburriera- es dónde veis el pecado del Moro en todo esto…

– ¡Eso es porque no habéis examinado la obra de Leonardo, Santidad! -saltó Torriani-. El dux de Milán la está costeando en su totalidad y protege al artista de las recomendaciones de nuestros frailes. El prior de Santa María lleva meses intentando reconducir el esquema del mural hacia una estética más piadosa, pero es imposible. Es el Moro quien ha permitido a Leonardo que se retratara a sí mismo de espaldas a Cristo, entregado a una conversación con Platón.

– Ya, ya… -bostezó el Pontífice-. Habéis mencionado también a Ficino, ¿no?

Torriani asintió con la cabeza.

– ¿Y no es ese el hombre del que tantas veces me habéis hablado, querido Nanni?

– Así es, Santidad -asintió éste con falsa sonrisa-. Se trata de un personaje extraordinario. Único. No creo que sea un hereje como el que pretende pintarnos el maestro Torriani. Es canónigo de la catedral de Florencia que ahora debe rondar los sesenta y cuatro o sesenta y cinco años. Su espíritu iluminado os admiraría.

– ¿Espíritu iluminado? -El Pontífice tosió-. ¿No será otro como ese Savonarola, verdad? ¿O es que acaso ambos no son canónigos de la misma catedral?

El Papa guiñó un ojo a Torriani, que tembló al escuchar el nombre del exaltado dominico que predicaba la llegada del fin de la «Iglesia rica».

– Es verdad que comparten templo, Santidad -se excusó la comadreja, turbado-, pero son varones de personalidades opuestas. Ficino es un estudioso que merece todos nuestros respetos. Un sabio que ha traducido al latín innumerables textos antiguos, como los tratados egipcios que han servido a Pinturicchio para decorar estos techos.

– ¿De veras?

– Antes de trabajar en vuestros frescos, Pinturicchio leyó las obras de Hermes que Ficino acababa de traducir del griego. En ellas se narran estas hermosas escenas de amor entre Isis y Osiris…

– ¿Y Leonardo? -gruñó el Pontífice a Nanni-. ¿También él leyó a Ficino?

– Y trató con él, Santidad. Pinturicchio lo sabe. Ambos fueron discípulos suyos en el taller del Verocchio, y ambos siguieron sus explicaciones sobre Platón y su creencia en la inmortalidad del alma. ¿Puede haber algo más profundamente cristiano que esa idea?

Nanni pronunció aquella última frase desafiando las críticas del maestro Torriani. Sabía de sobra que la mayoría de los dominicos eran tomistas, defensores de la teología de Tomás de Aquino inspirada en Aristóteles, y enemigos de todo lo que significara rescatar a Platón del olvido. Mi maestro general entendió que tenía las de perder contra aquel interlocutor, porque enseguida bajó la mirada y anunció sumiso su despedida:

– Santidad. Venerable Annio -los saludó cortés-. Es inútil que sigamos especulando sobre las fuentes de inspiración de esa Última Cena de Milán, en tanto no concluyan nuestras averiguaciones. Si dais vuestra bendición, la investigación proseguirá tal como hasta ahora y determinará la clase de pecado que Leonardo está cometiendo contra nuestra doctrina.

– Si lo hubiere -matizó el de Viterbo.

El Papa devolvió el saludo a Torriani y, trazando la señal de la cruz en el aire, añadió:

– Os daré un consejo antes de que os retiréis, padre Torriani: en adelante, vigilad bien el terreno que pisáis.

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