16.

Aguardamos a las primeras luces del sábado 14 de enero para abandonar el interior del convento y recorrer con tranquilidad el frontis enladrillado de Santa Maria delle Grazie. Fray Alessandro, que había demostrado tener cierta astucia natural para los acertijos, estaba otra vez exultante. Era como si las heladas que horas antes petrificaban aquella parte de la ciudad no fueran con él. A las seis y media, justo después de los oficios, el bibliotecario y yo estábamos preparados para salir a la calle. Iba a ser una operación sencilla, que nos llevaría poco más de dos minutos y que, sin embargo, me turbaba profundamente.

Fray Alessandro lo notó, y aun así decidió callar.

No ignoraba que fuera cual fuese la «cifra del nombre» que obtuviéramos contando los óculos de la fachada, seguiríamos sin haber resuelto el problema. Tendríamos un número; quizá el del valor del nombre de nuestro anónimo informante, aunque no podíamos estar seguros de ello. ¿Y si se trataba de la cifra total de las letras de su apellido? ¿O su número de celda? ¿O…?

– He olvidado deciros algo -me interrumpió al fin.

– ¿De qué se trata, hermano?

– Es algo que tal vez os alivie: cuando tengamos ese bendito número, todavía quedará mucho trabajo por hacer si queremos llegar al fondo de su acertijo.

– Es cierto.

– Pues bien, debéis saber que Santa Maria acoge a la comunidad de frailes más avezada en resolver adivinanzas de toda Italia.

Sonreí. El bibliotecario, como tantos otros siervos de Dios, jamás había oído hablar de Betania. Era mejor así. Pero fray Alessandro insistió en explicarme las razones de su orgullosa sentencia: me aseguró que el pasatiempo favorito de aquella treintena de dominicos de élite era, precisamente, el resolver jeroglíficos. Los había bastante diestros en ese arte, e incluso no pocos disfrutaban creándolos para los demás.

– Los bosques paren hijos que después los destruyen. ¿Qué son? -enunció cantarín, ante mi inapetencia para sumar juegos a nuestra misión-. ¡Los mangos de las hachas!

Fray Alessandro no fue parco en detalles. De todo lo que me dijo, lo que más llamó mi atención fue saber que el uso de enigmas en Santa Maria no era sólo recreativo. A menudo, los frailes los empleaban en sus sermones, convirtiéndolos en instrumentos para adoctrinar. Si lo que aquel fraile decía no era una exageración, sus muros albergaban el mayor campo de adiestramiento de creadores de enigmas de la cristiandad, aparte de Betania. Por esa razón, si el Agorero había salido de algún sitio, ése era el lugar perfecto.

– Hacedme caso, padre Leyre -el bibliotecario se adelantó a mis cábalas-: cuando tengáis el número y no sepáis qué hacer con él, consultad a cualquiera de nuestros hermanos. Quien menos penséis tendrá una solución para vos.

– ¿A cualquiera, decís?

El bibliotecario torció el gesto.

– ¡Pues claro! ¡A cualquiera! Seguro que quien haga el turno en las cuadras sabe más de adivinanzas que un romano como vos. ¡Preguntad sin miedo al prior, al padre cocinero, a los responsables de la despensa, a los copistas, a todos! Eso sí, cuidad de que no os oigan demasiado y os amonesten por romper el voto de silencio que todo monje debe respetar. Y diciendo esto, retiró la tranca que bloqueaba el acceso principal del convento.

Una pequeña avalancha de nieve cayó del tejado, estrellándose con estruendo sordo a nuestros pies. Si he de ser sincero, no esperaba que algo tan banal como recorrer la fachada de una iglesia al alba resultara un ejercicio delicado. El intenso frío de la madrugada había convertido la nieve en una peligrosa pista de hielo. Todo estaba blanco, desierto y envuelto en un silencio que intimidaba. La sola idea de arrimarse al muro de ladrillo del maestro Solari y bordear la valla que circundaba el tercer claustro, habría asustado al más valiente: un resbalón a destiempo podría desnucarnos o dejarnos cojos para el resto de nuestros días. Y eso por no hablar de lo difícil que sería explicar a los frailes qué hacíamos a esas horas lejos de nuestras oraciones, jugándonos la vida extramuros del convento.

No lo pensamos más. Con cautela, tratando de mojar las sandalias sólo lo necesario, avanzamos despacio entre las placas de hielo rumbo al centro de la fachada, en paralelo a la calle. La cruzamos casi a gatas y cuando fray Alessandro y yo nos supimos a una distancia prudencial, con perspectiva sobre el conjunto del edificio, las contemplamos. Una iluminación tenue procedente del interior las hacía brillar como los ojos de un dragón. Allí, en efecto, se desplegaban una pequeña serie de ventanas redondas, de óculos, que adornaban la iglesia cuan larga era. Su fachada quedaba a la vuelta de la esquina, unos pasos más allá, con la «cara» vuelta hacia otro lado.

– Pero no le mires a la cara… -castañeteé. Helado de frío, escondiendo las manos en las mangas del hábito de lana, conté: uno, dos, tres… siete.

Y aquel siete me desconcertó. Siete versos, siete óculos… La cifra del nombre del anónimo remitente era, sin duda, ese maldito y recurrente siete.

– Pero ¿siete qué? -preguntó el bibliotecario.

Me encogí de hombros.

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