44.

Fray Benedetto estornudó otra vez sobre el bacín, escupiendo un nuevo grumo de sangre.

Tenía mal aspecto. Muy malo.

Desde que permaneciera seis horas a la intemperie en el llano de Santo Stefano, tumbado, sin sentido y descalzo sobre la nieve, el tuerto no había vuelto a respirar con normalidad. Tosía. Sus pulmones estaban encharcados y le resultaba cada vez más difícil moverse.

Fue el prior quien dispuso que lo enviaran al hospital. Allí lo encamaron y aislaron del resto de los enfermos, le recetaron vapores aromáticos, sangrías diarias, y rezaron fervorosamente por su recuperación. Pero Benedetto dormía mal. La fiebre le subía de modo inexorable y hacía temer a todos por su vida.

El último día de enero, exhausto, el más hosco de los frailes de Santa Maria rogó que se le administrara la extremaunción. Había pasado la tarde delirando, profiriendo frases ininteligibles en lenguas extrañas e increpando a sus hermanos para que prendieran fuego al refectorio si aún querían salvar su alma.

Fray Nicola Zessatti, deán con cincuenta años de servicio en la comunidad, viejo amigo de Benedetto, fue quien le impuso los santos óleos. Antes le había pedido que se confesara, pero el tuerto se negó. No quería decir ni palabra de lo que había ocurrido en Santo Stefano. Todos sus intentos resultaron inútiles. Ni él ni el prior pudieron arrancarle una sola palabra sobre mi paradero, y menos aún sobre los hombres que nos asaltaron.

Sé que fueron días de desconcierto. Por raro que parezca, tampoco fray Jorge les sirvió de gran ayuda. El limosnero apenas recordaba a aquellos extraños monjes de negro que nos salieron al paso. Era corto de vista y la edad lo traicionaba. Por eso, cuando narró que el tuerto la había emprendido a cuchilladas con uno de ellos, lo tomaron por loco. Jorge fue ingresado en el hospital de Santa Maria, en la misma ala que Benedetto, con las manos quemadas por el hielo y un resfriado del que, por milagro, tardó poco en recuperarse.

En cuanto a mi tercer hermano, fray Mauro, llevaba días mudo de la impresión. Su juventud aguantó bien el embate del frío, pero desde su regreso a Santa Maria nadie lo había visto fuera de su celda. Los que lo visitaron, se horrorizaron ante su mirada perdida. El fraile apenas ingería alimento alguno y era incapaz de mantener la atención cuando se le hablaba. Había perdido el juicio.

Fue, pues, fray Jorge quien alertó al prior del empeoramiento del padre Benedetto. Ocurrió el 31 de enero, martes. El limosnero encontró a Bandello en el refectorio, revisando con Leonardo los últimos avances en el Cenacolo.

Después del entierro de donna Beatrice y de mi desaparición, el toscano había retomado con un ímpetu desacostumbrado sus trabajos. De repente, parecía tener prisa por ultimar su obra. Sin ir más lejos, aquella jornada acababa de dar las postreras pinceladas al rostro adolescente de san Juan, y se lo mostraba orgulloso a un prior que lo miraba todo con desconfianza.

El apóstol había quedado magnífico. Lucía una larga cabellera rubia que le caía sobre los hombros, una mirada lánguida, ojos entornados, y cabeza desplomada hacia su derecha, en actitud de sumisión. Su cara desprendía luz. Un brillo sobrenatural, mágico, que invitaba a la contemplación y a la vida mística.

– Me han dicho que habéis utilizado a una muchacha como modelo para ese rostro.

El reproche del prior fue lo primero que oyó Jorge al entrar en el refectorio. Desde su posición no vio sonreír al maestro.

– Los rumores vuelan -ironizó.

– Y llegan más lejos que vuestros pájaros de madera.

– Está bien, prior. No os lo negaré. Pero antes de que os enojéis conmigo, debéis saber que sólo he empleado a la muchacha para darle ciertos retoques al discípulo amado.

Jorge reconoció el humor ácido del maestro en el acto.

– Luego es cierto.

– Juan fue una criatura dulce, padre Bandello -prosiguió-. Vos sabéis que era el menor de los discípulos, y Jesús lo quería como a un hermano. O aún más: como a un hijo. Y también sabréis que no he sido capaz de hallar entre vuestros frailes ninguno que me inspirara ese candor con el que es descrito en los Evangelios. ¿Qué importancia tiene haber recurrido a una jovencita inocente para completar su retrato? ¿Qué veis de malo en ello, a la vista del resultado que os presento?

– ¿Y quién es esa doncella, si puede saberse?

– Claro que puede saberse. -Se inclinó Leonardo cortés hacia su patrón-. Pero dudo que la conozcáis. Se llama Elena Crivelli. Es de noble familia lombarda, Visitó mi bottega, acompañada del maestro Luini, no hará muchos días. En cuanto la vi por primera vez, supe que me había sido enviada por Dios para ayudarme a concluir el Cenacolo.

El prior lo miró de soslayo.

– ¡Ah, si la vierais! -prosiguió-. Su belleza es cautivadora, pura, perfecta para el rostro de Juan. Ella me regaló esa aura de beatitud que ahora desprende nuestro Juan.

– Pero no hubo doncellas en la cena pascual, maestro.

– ¿Y quién puede estar seguro de eso, padre? Además, de Elena sólo he tomado las manos, la mirada, la mueca entregada de sus labios y sus pómulos. Sus atributos más inocentes.

– Reverendo padre…

La irrupción de fray Jorge, que esperaba impaciente una pausa en la conversación, no dio posibilidad de réplica a Bandello. Tras una genuflexión apresurada, el monje se le acercó al oído y le transmitió las malas nuevas sobre la salud del tuerto.

– Debéis acompañarme -susurró-. Los médicos dicen que no le queda ya mucho tiempo de vida.

– ¿Qué le ocurre?

– Apenas puede respirar, y su piel pierde color por momentos, prior.

Leonardo observó con curiosidad las manos vendadas de Jorge, y dedujo que debía de tratarse de uno de los frailes que fueron asaltados días atrás extramuros de Milán.

– Si os interesa mi opinión -terció en su confidencia-, creo que lo que aqueja a vuestro hermano es tuberculosis. Una enfermedad mortal, sin cura.

– ¿Cómo decís?

– Los síntomas que habéis descrito son los de una tuberculosis. Si lo tienen a bien, hermanos, pueden disponer de mis conocimientos médicos para aliviar su sufrimiento. Conozco lo suficiente el cuerpo humano como para proponeros un tratamiento eficaz.

– ¿Vos? -terció Bandello-. Pensé que odiabais a…

– Vamos, prior. ¿Cómo voy a desear el mal a alguien con quien estoy en deuda? Recordad que fray Benedetto posó como santo Tomás en el Cenacolo. ¿Odiaría yo a Elena, que me iluminó al pintar a Juan? ¿Al bibliotecario que prestó su rostro a Judas? No. A vuestro hermano le debo el rostro de uno de los apóstoles más importantes del Cenacolo.

El prior agradeció su cortesía inclinando la cabeza, sin apercibirse de la ironía que encerraban aquellas palabras. Era seguro que santo Tomás reunía todas las características de un fray Benedetto rejuvenecido. Incluso el toscano se había tomado la molestia de pintarlo de perfil para enmascarar su grave deformidad. Pero no era menos cierto que hacía tiempo que Benedetto y el maestro no se llevaban bien.

Con la bendición de Bandello, Leonardo recogió a toda prisa sus pinceles, cerró los frascos con las últimas mezclas de colores, y salió a paso ligero hacia el vecino hospital. En el camino recogieron a fray Nicola, que llevaba ya en un hatillo el recipiente con agua bendita, un tarro con los santos óleos y un hisopo de plata.

Hallaron a fray Benedetto tumbado en un camastro del segundo piso, en una de las escasas habitaciones independientes del recinto, a solas, con el catre cubierto con un gran paño de lino que colgaba del techo. Al llegar a su puerta, el maestro pidió a los frailes que lo aguardaran en el jardín. Les explicó que la primera fase de su tratamiento requería cierta intimidad, y que eran muy pocos los hombres que, como él, estaban a salvo de los mortales efluvios de la tuberculosis.

Cuando Leonardo se quedó a solas frente a la cama del tuerto, apartó la tela que los separaba y contempló al viejo gruñón. «¿Por qué no habría inventado aún una máquina que lo librara de sus enemigos?», pensó. Haciendo de tripas corazón, el gigante de Vinci lo zarandeó para despertarlo.

– ¿Vos?

Fray Benedetto se incorporó de la impresión.

– Pero ¿qué demonios hacéis aquí?

Leonardo observó al moribundo con curiosidad. Tenía peor aspecto del que esperaba. La sombra azulada que se había instalado en sus mejillas no presagiaba nada bueno.

– Me han dicho que os atacaron en el monte, hermano. Lo lamento de veras.

– ¡No seáis fariseo, meser Leonardo! -Tosió, expulsando una nueva flema-. Sabéis tan bien como yo lo que ha ocurrido.

– Si eso es lo que creéis…

– Fueron vuestros hermanos de Concorezzo, ¿verdad? Esos bastardos que niegan a Dios y rechazan la naturaleza divina del Hijo del Hombre… ¡Largaos de aquí! ¡Dejadme morir en paz!

– He venido a hablaros nada más saber de vuestro mal, Benedetto. Creo que precipitáis vuestro juicio. Siempre lo habéis hecho. Esas gentes a las que os referís, no niegan a Dios. Son cristianos puros, que veneran al Salvador del mismo modo que lo hicieron los primeros apóstoles.

– ¡Basta! ¡No quiero escucharos! ¡No me habléis de eso! ¡Idos!

El tuerto estaba rojo de ira.

– Si lo meditáis por un momento, padre, perdonándoos la vida esos «bastardos» han demostrado una infinita misericordia hacia vos. Sobre todo sabiendo que habéis matado a sangre fría a varios de los suyos.

La ira del fraile se transformó en asombro en un abrir y cerrar de ojos.

– ¿Cómo os atrevéis, Leonardo?

– Porque sé en qué os habéis convertido. Y sé también que habéis hecho todo lo posible por arrancarme de este lugar, y dejar a oscuras la fe de toda esa gente. Primero matasteis a fray Alessandro. Luego le atravesasteis el corazón al hermano Giulio. Aturdisteis con vuestras historias a los hermanos que estaban camino de la pureza…

– De la herejía, más bien -matizó con su único ojo abierto como una luna.

– Y mandasteis mensajes apocalípticos a Roma, anónimos firmados como Augur dixit, únicamente para provocar una investigación secreta contra mí, que os dejara a vos al margen. ¿No es cierto?

– ¡Maldito seáis, Leonardo! -El pecho del monje crujió en un nuevo estertor-. Maldito por siempre.

El pintor, impasible, se desató del cinto su inseparable escarcela de lona blanca y la depositó sobre la cama. Parecía más llena que de costumbre. El maestro la desabrochó ceremonioso y extrajo de ella un pequeño libro de pastas azules que dejó caer sobre el colchón.

– ¿Lo reconocéis? -Sonrió ladino-. Aunque ahora me maldigáis, padre, he venido a perdonaros. Y a brindaros la salvación. Todos somos almas de Dios y la merecemos.

La pupila del tuerto se agrandó de excitación al ver aquel volumen a dos palmos de él.

– Era esto lo que buscabais, ¿verdad?

– «Inte… rrogatio Johan… nis» -descifró Benedetto el título grabado en el lomo-. ¡El testamento final de Juan! El libro con las respuestas que el Señor dio a su discípulo amado en su cena secreta, ya en el reino de los cielos.

– La Cena Secreta, así es. Justo el libro que he decidido abrir al mundo.

Benedetto alargó uno de sus flacos brazos para tocar la cubierta.

– Vais a acabar con la cristiandad si lo hacéis -dijo, deteniéndose a respirar hondo-. Ese libro está maldito. Nadie en este mundo merece leerlo… Y en el otro, a la vera del Padre Eterno, nadie lo necesita. ¡Quemadlo!

– Y, sin embargo, hubo un tiempo en el que quisisteis haceros con él.

– Lo hubo, sí -gruñó-. Pero me di cuenta del pecado de soberbia que ello implicaba. Por eso abandoné vuestra empresa. Por eso dejé de trabajar para vos. Me llenasteis la cabeza de pájaros, como a los hermanos Alessandro y Giberto, pero me di cuenta a tiempo de vuestra estratagema… -boqueó agónico-… y logré zafarme de vos.

El tuerto, pálido, se llevó la mano al pecho antes de proseguir con voz ronca:

– Sé lo que queréis, Leonardo. Vinisteis a la católica Milán lleno de ideas extravagantes… Vuestros amigos, Botticelli, Rafael, Ficino, os llenaron la cabeza de ideas vanas sobre Dios. Y ahora queréis dar al mundo la fórmula para comunicarse directamente con Dios, sin necesidad de intermediarios ni de Iglesia.

– Como hizo Juan.

– Si el pueblo creyera en este libro, si supiera que Juan habló con el Señor en el Reino de los Cielos y regresó de él para escribirlo, ¿para qué necesitaría nadie a los ministros de Pedro?

– Veo que habéis comprendido.

– Y entiendo que el Moro os ha apoyado todo este tiempo porque… -tosió-, porque debilitando a Roma él se hará más fuerte. Queréis cambiar la fe de los buenos cristianos con vuestra obra. Sois un diablo. Un hijo de Lucifer.

El maestro sonrió. Aquel fraile moribundo apenas alcanzaba a imaginar la meticulosidad de su plan: Leonardo llevaba meses permitiendo que artistas de Francia e Italia se acercaran al Cenacolo para copiarlo. Maravillados por su técnica y por la disposición inédita de las figuras, maestros como Andrea Solario, Giampietrino, Bonsignori, Buganza y tantos otros, habían duplicado ya su diseño y comenzaban a difundirlo por media Europa. Además, su discutible técnica de pintura a secco, perecedera, convertía el proyecto de copiar su obra en algo urgente. La maravilla del Cenacolo estaba destinada a desaparecer por expreso deseo del maestro, y sólo un esfuerzo continuado, meticuloso y planificado para reproducirlo y difundirlo por doquier lograría salvar su verdadero proyecto… Y de paso diseminar su secreto más allá de lo conseguido por ninguna otra obra de arte en la Historia.

Leonardo no replicó. ¿Para qué iba a hacerlo?

Sus manos aún olían a barniz y a disolvente, el mismo que acababa de aplicar a los pinceles con los que había rematado el rostro de Juan; el hombre que había escrito el Evangelio que ahora yacía abierto sobre el lecho del tuerto. El mismo texto que los Visconti-Sforza, duques de Milán, habían representado cerrado en manos de la sacerdotisa de su baraja, o que aparece en el regazo de santa Maria dei Fiore justo sobre la entrada de la catedral de Florencia. En suma, un libro hermético que ahora Leonardo pretendía desvelar al mundo.

Sin mediar palabra, Leonardo tomó aquel volumen y lo abrió por la primera página. Pidió a Benedetto que recordara la escena de la cena del Señor en el refectorio, y que se dispusiera a comprender su plan. Después, solemne, colocó el volumen bajo sus barbas y leyó:

Yo, Juan, que soy hermano vuestro y que tengo parte en la aflicción para tener acceso al reino de los cielos, mientras reposaba sobre el pecho de nuestro Señor Jesucristo, le dije: «Señor, ¿quién es el que te traicionará?». Y él me respondió: «El que mete la mano conmigo en el plato. Entonces Satán entró en él, y él buscaba ya la manera de entregarme».

Benedetto se sobrecogió:

– Eso es lo que habéis pintado en el Cenacolo… Dios bendito.

Leonardo asintió.

– ¡Maldita víbora! -Tosió Benedetto.

– No os engañéis, padre. Mi obra es mucho más que una escena de este Evangelio. Juan formuló nueve preguntas al Señor. Dos eran sobre Satán, tres sobre la creación de la materia y el espíritu, tres más sobre el Bautismo de Juan y una última sobre los signos que precederán al regreso de Cristo. Preguntas de luz y de sombras, del bien y del mal, de los polos opuestos que mueven al mundo…

– Y todo eso encierra un sortilegio; lo sé.

– ¿Lo sabéis?

La sorpresa brilló en el rostro del maestro. Aquel anciano que se resistía a morir, aún tenía su inteligencia despierta.

– Sí… -jadeó-: Mut-nem-a-los-noc… Y en Roma también lo saben. Yo se lo transmití. Pronto, Leonardo, caerán sobre vos y destruirán lo que habéis armado con tanta paciencia. Ese día, maestro, moriré satisfecho.

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