29.

Porta Romana era el barrio elegante de la ciudad. Transitado día y noche por los carruajes más espléndidos de la Lombardía, presumía de ser el único acceso monumental a Milán. Sus pórticos estaban siempre atestados de gentes de buena presencia y las damas gustaban de pasar bajo ellos para tomarle el pulso diario a la ciudad. Nuncios papales, legaciones extranjeras o caballeros, todos procuraban dejarse ver por allí, aspirando a sentirse admirados. Su situación junto al principal canal de la ciudad hacía de Porta Romana una galería de vanidades sin igual.

Justo en la mitad de la calle se alzaba el Palazzo Vecchio. Era un edificio público querido por los milaneses, foro habitual de fraternidades, gremios e incluso de jueces. Tenía tres plantas, seis amplios salones y un laberinto de despachos que cambiaban de dueño con facilidad.

Pues bien, la noche que pasé en casa de Oliverio Jacaranda, todas sus estancias hervían de expectación. Más de trescientas personas hacían cola en la calle para admirar la última obra del maestro Leonardo; muchos de los prohombres de la ciudad se habían citado con tan oportuno pretexto para comentar los últimos acontecimientos de la corte. No había ciudadano o ciudadana que no quisiera invitación para aquel acto.

El toscano organizó su muestra a toda prisa, tal vez a instancias del propio dux, que a sólo cuarenta y ocho horas del entierro de su esposa ya pensaba en reactivar la vida pública milanesa.

El maestro Luini acudió acompañado por una radiante Elena Crivelli. Había insistido tanto que el joven maestro accedió a llevarla consigo. Todavía se sonrojaba al pensar en lo que había ocurrido entre ambos hacía sólo un par de días, y su interior seguía agitado como mar en tormenta. Para ponérselo más difícil, la hija de donna Lucrezia había elegido un impresionante atuendo para la ocasión: un vestido azul guarnecido de pieles, tocado con un corpino de escote cuadrado, bordado con hilo de oro. El pelo recogido en una redecilla de pedrería y el tono carmín de sus labios la elevaban a la categoría de diosa. Luini se esforzaba por mantener las distancias; por no rozarla siquiera.

– ¡Maestro Bernardino! -El vozarrón de Leonardo los detuvo al poco de subir a la segunda planta del Palazzo Vecchio-. Qué alegría veros. ¡Y tan bien acompañado! Decidme, ¿a quién traéis con vos?

Luini inclinó ceremonioso la cabeza, sorprendido por la descarada curiosidad del maestro:

– Es Elena Crivelli, meser -respondió sin dilación-. Una joven que os admira y que ha insistido en acompañarme a vuestra presentación.

– ¿Crivelli? ¡Vaya sorpresa! ¿Sois acaso familia del pintor Cario Crivelli?

– Soy su sobrina, señor.

Los ojos claros de Elena removieron ciertos recuerdos del toscano. Leonardo parecía embriagado.

– Sois, por tanto, hija de…

– De Lucrezia Crivelli, a la que bien conocéis.

– Donna Lucrezia! ¡Claro! -dijo mirando otra vez a Luini- Y habéis venido con el maestro Bernardino, al que sin duda habéis conocido durante vuestras sesiones de posado. ¡Vos sois su nueva Magdalena!

– Así es.

– ¡Magnífico! Habéis llegado en un momento más que oportuno.

Leonardo examinó de nuevo a la joven, en busca de los rasgos que tanto lo habían impresionado en su progenitora. Un rápido vistazo le bastó para identificar una misma arquitectura de frente, idéntica nariz, incluso pómulos y barbilla gemelos. El prodigio geométrico del rostro de donna Lucrezia había logrado una noble continuación en el de su hija.

– Si disponéis de tiempo, me gustaría que me acompañarais a la estancia que he preparado para mostrar mi retrato. Pronto estará llena de invitados, y ya no tendremos ocasión de admirarlo en privado.

El maestro les señaló una habitación pequeña, contigua al gigantesco distribuidor de la escalera. El habitáculo había sido habilitado con mimo. Cada una de sus paredes estaba cubierta con enormes telas negras que dejaban sólo visible una pequeña tabla de nogal, de 63 x 45 centímetros, enmarcada por una cenefa de madera clara de pino, lisa.

– ¿Sabéis? -prosiguió Leonardo-. Pensé que ésta era la mejor ocasión para mostrarla. La muerte de donna Beatrice nos ha ensombrecido tanto que necesitamos toda la belleza posible para recuperar el ánimo. El maestro Luini quizá os lo haya dicho ya: necesito alegría a mi alrededor. Vida. Y como siempre que he sacado de mi taller alguna tabla, ha tenido tanta aceptación…

– Habéis pensado que mostrar una nueva obra vuestra podría devolver la gente a las calles -aplaudió Bernardino.

– Exacto. Y aun a pesar del frío, parece que lo conseguiré. ¿Y bien? -El toscano cambió de tercio, señalando ahora su composición-. ¿Qué os parece?

Los tres clavaron sus miradas en la pared señalada. El óleo era sensacional. Una mujer joven, ataviada con un vestido rojo al que Leonardo había conseguido exprimirle no sólo los tonos del terciopelo, sino incluso las puntadas del brocado del cuello, les miraba serena desde su misma altura. Tenía el cabello recogido en una larga cola y una fina diadema abrazaba sus sienes con ternura infinita. Era un retrato increíble. Otra obra cumbre del maestro. Si en vez de un marco lo rodeara una ventana, nadie podría decir que aquella dama no estaba realmente ahí, observándolos. [14] Elena y Bernardino se miraron perplejos, sin saber qué decir.

– Creíamos… -balbució Luini-. Creíamos que ibais a mostrar un retrato de donna Beatrice, maestro.

– ¿Y por qué habría de hacerlo? -Sonrió-. La princesa d'Este nunca encontró el momento de posar para mí.

Los ojos de Elena se humedecieron de emoción.

– Pero ella es… es…

– Es vuestra madre, donna Lucrezia. Sí -dijo el toscano, arrugando su enorme nariz-. Sin duda, una de las mujeres más hermosas que he conocido. Y belleza, armonía, es justo lo que precisamos en estos momentos de duelo, ¿no os parece?

La joven Elena no podía apartar la mirada del retrato.

– Jamás hubiera mostrado en público este trabajo si no hubiera sido necesario. Debéis creerme.

– ¿Es…? -dudó-. ¿Es acaso por vuestra teoría de la luz? Bernardino me ha explicado lo importante que es para vos.

– ¿De veras?

Un brillo de malicia destelló en los ojos del toscano.

– Para vos, la luz es la esencia de lo divino. Su presencia o su ausencia en un cuadro lo revelan todo sobre el propósito final del artista. ¿No es cierto?

– Vaya… Me sorprendéis, Elena. Y decidme: ¿qué clase de propósito oculto adivináis en este retrato?

La condesita examinó el lienzo una vez más. Al rostro refulgente de su madre sólo le faltaba empezar a hablar.

– Es como una señal, maestro.

– ¿Una señal?

– Oh, sí. Estáis enviando señales en medio de la oscuridad. Como lo haría un faro en la noche. Enviáis señales a los hombres con fe. A los que prefieren la luz a las sombras.

El maestro quedó confundido.

De repente, su sorpresa se había tornado en preocupación. Y Elena lo notó. Vio al maestro cerciorarse de que nadie más escuchaba su conversación y solicitó a la condesita que les concediera a Bernardino y a él un minuto para conversar a solas. La dama, solícita, se alejó hasta uno de los ventanales con vistas a Porta Romana.

– Pero ¿se puede saber qué habéis hecho, maestro Luini?

El susurro de Leonardo se clavó como una daga en los oídos de su discípulo.

– Maestro, yo…

– ¡Le habéis hablado de la luz! ¡A una niña!

– Pero…

– Nada de peros. ¿Sabe también que la luz es uno de los atributos de su familia? ¿Qué más le habéis revelado, insensato?

Luini estaba paralizado de terror. De repente comprendía la terrible equivocación que suponía el que Elena le hubiera acompañado a aquel acto. Sofocado, agachó la cabeza sin saber qué decir.

– Ya veo -prosiguió Leonardo-. Ahora lo comprendo todo.

– ¿Qué comprendéis, maestro?

Un nudo le aprisionó la garganta, como si fuera a estrangularlo.

– Habéis yacido con ella. ¿No es cierto?

– ¿Yacido?

– ¡Contestadme!

– Yo… Lo siento, maestro.

– ¿Lo sentís? ¿No os dais cuenta de lo que habéis hecho?

Leonardo trató de sofocar sus palabras para no llamar la atención de la condesita.

– ¡Os habéis acostado con una Magdalena! ¡Vos! ¡Un fiel a la causa de Juan!

El maestro tragó saliva. Necesitaba tiempo para pensar. Su mente trataba de encajar aquella situación de igual modo que buscaba que las piezas de sus máquinas se ajustaran unas con otras. ¿Qué otra cosa podía hacer? El gigante terminaría encajándolo como una señal más de la Providencia. Otra indicación de que los tiempos estaban cambiando a gran velocidad, y de que pronto su secreto se le escaparía de las manos.

¿Cómo había podido ser tan ingenuo? ¿Cómo no había previsto la eventualidad de que el joven discípulo encargado de vigilar de cerca a la hija de donna Lucrezia pudiera acabar en sus brazos? Leonardo, que repudiaba el amor carnal, debía darse prisa. Creo que fue ese día cuando el maestro decidió la conveniencia de iniciar a Elena en los misterios de su apostolado, antes de que otros amantes la desviaran de su camino.

Sí. Fue entonces cuando reclamó a la condesita a su lado e hizo algo que nadie le había visto hacer antes: le habló de sus preocupaciones.

– Disculpad este paréntesis -se excusó-. Quiero deciros que vuestra visita no puede ser más oportuna. Necesitaba hablar con alguien de confianza. Creo que me espían. Que vigilan mis movimientos y los de mis ayudantes.

– ¿A vos, maestro? -Luini se estremeció.

– Veréis -prosiguió-. Llevo años sospechándolo. Vos sabéis, Bernardino, que siempre he recelado de la gente. Hace años que cifro toda mi correspondencia, anoto mis ideas de manera que muy pocos puedan leerlas y desconfío de aquellos que se me aproximan sólo para husmear en mis cosas. Sin embargo, el domingo, el día que enterramos a la princesa, esos viejos temores se confirmaron de un modo dramático. Esa jornada, cerca de aquí, murieron dos hombres de Dios en extrañísimas circunstancias.

Bernardino y Elena sacudieron la cabeza incrédulos. No habían tenido noticias de ello.

– Uno apareció ahorcado en la plaza de la Mercadería. Llevaba encima un naipe que vos, maestro Luini, conocéis tan bien como yo. Pertenece a una baraja diseñada para los Visconti a mediados de la centuria, y que muestra a una hermana de san Francisco, con la cruz del Bautista en una mano y el Libro de Juan en la otra.

– ¡ La Magdalena…!

– Es una de sus muchas representaciones, en efecto -prosiguió-. Los nudos en la cuerda que rodea su vientre hinchado lo evidencian. Pero son pocos, poquísimos, los que conocen el código.

– Continuad, por favor -le instó Bernardino.

– Como podréis imaginar, meser Luini, interpreté el hallazgo del naipe como una señal. Un aviso de que alguien trataba de cercarme. Intenté convencer a los soldados del dux de que el fraile se había suicidado. Quería ganar tiempo para hacer mis averiguaciones, pero la segunda muerte confirmó mis temores.

– ¿Qué temores? -Elena no pestañeó.

– Veréis, Elena, el otro también era un viejo amigo mío.

La condesita dio un respingo.

– ¿Los… conocíais?

– Así es. A los dos. Giulio, la segunda víctima, murió desangrado delante de la Maesta. Alguien le atravesó el corazón con una espada. No le robó dinero, ni ninguna pertenencia, salvo…

– ¿Salvo?

– … salvo el naipe de la franciscana que después encontrarían junto al fraile. Tengo la desagradable impresión de que el asesino quería que yo estuviera al corriente de sus crímenes. A fin de cuentas, la Maesta es obra mía y el fraile ahorcado pertenecía al convento de Santa María.

Aun temiendo importunar, Elena tomó de nuevo la palabra.

– Maestro, ¿y está eso relacionado con vuestro deseo de mostrar ahora el retrato de mi madre? ¿Tiene algo que ver con estas horribles noticias?

– Enseguida lo comprenderéis, Elena -respondió el maestro-. Vuestra madre no sólo posó para mí con ocasión de este retrato. Cuando era más joven, sirvió de modelo para la Virgen de la Maesta. Volví a recurrir a ella cuando la pinté de nuevo hace sólo unos meses. Cuando entregué ese encargo, hace diez días, los franciscanos lo sustituyeron por la vieja versión. Todo fue tan rápido, que no tuve tiempo de advertir a los Hermanos de su sustitución.

«¿Los Hermanos?» Esta vez Elena no lo interrumpió.

– Veo que el maestro Luini no os lo ha contado todo aún -susurró Leonardo-. Esa tabla es como un evangelio para ellos. Era su alivio espiritual, sobre todo después de que la Inquisición los desposeyera de sus libros sagrados. Venían a venerarla por decenas. Sin embargo, cuando los franciscanos se dieron cuenta y empezaron a litigar contra mí, me vi forzado a presentarles una nueva versión, desprovista de los símbolos que la hacían tan especial. He tardado diez años en cumplir con su encargo, pero ya no pude retrasarlo más. Por desgracia, no avisé a los Hermanos para que dejaran de ir a San Francesco a buscar su iluminación, y el último de ellos, mi querido Giulio, pagó con su vida el error. Alguien lo estaba esperando.

– ¿Tenéis idea de quién pudo ser?

– No, Bernardino. Pero su móvil fue el de siempre; el mismo que llevó a santo Domingo a fundar la Inquisición: acabar con los últimos cristianos puros. Pretenden sofocar por la fuerza lo que no consiguieron sofocar en Montségur aplastando a los cátaros.

– Entonces, meser, ¿adonde irán ahora los Hermanos a saciar su fe?

– Al Cenacolo, naturalmente. Pero eso será cuando esté acabado. ¿Por qué creéis que lo pinto sobre muro y no sobre tabla? ¿Acaso pensáis que es por el tamaño? Nada de eso. -Levantó su índice en señal de negación-. Es para que nadie pueda arrancarlo ni obligarme a rehacerlo. Sólo así los Hermanos encontrarán un lugar para su consuelo definitivo. A nadie se le ocurrirá buscarlos bajo las mismas barbas de los inquisidores.

– Es ingenioso, maestro… pero muy arriesgado.

Leonardo sonrió de nuevo:

– Entre los cristianos de Roma y nosotros hay una gran diferencia, Bernardino. Ellos necesitan sacramentos tangibles para sentirse bendecidos por Dios. Ingieren pan, se ungen con aceites o se sumergen en aguas benditas. Sin embargo, nuestros sacramentos son invisibles. Su fuerza radica en su abstracción. Quien llega a percibirlos dentro de sí, nota un golpe en el pecho y una alegría que lo inunda todo. Uno sabe que está salvado cuando siente esa corriente. Mi Última Cena les dispensará semejante privilegio. ¿Por qué creéis que Cristo no ostenta allí la hostia de los romanos? Porque su sacramento es otro…

– Maestro -Luini lo interrumpió-. Habláis ante Elena como si ella ya supiera de vuestra fe. Y lo cierto es que aún no conoce el alcance de cuanto decís.

– ¿Y bien?

– Espero que me concedáis una gracia: que me deis permiso para llevarla al Cenacolo e iniciarla allí en vuestro idioma. En vuestros símbolos. Tal vez así… -Bernardino dudó, como si midiera sus palabras-, tal vez podamos ambos purificarnos y merecer un nuevo lugar junto a vos. Ella así lo desea.

El toscano no pareció muy sorprendido.

– ¿Es eso cierto, Elena?

La joven asintió.

– Pues debes saber que el único modo de conocer mi obra es participar de ella. Y vos lo sabéis mejor que nadie, Bernardino -refunfuñó-. Yo soy el único Omega hacia el que deberéis, en adelante, dirigiros.

– Si vuestra intención es guiarla hacia vos, maestro, entonces, ¿por qué no la tomáis como modelo? Su madre os sirvió para vuestro evangelio de la Maestra. ¿Por qué no habría de serviros su hija para el mural que ultimáis?

Leonardo titubeó.

– ¿Para el Cenacolo?

– ¿Y por qué no? -respondió Luini-. ¿Acaso no precisáis de un modelo para el apóstol amado? ¿Creéis que vais a hallar un rostro más angelical que éste para terminar a Juan?

Elena bajó la mirada, complacida. Aquel santón de hábitos blancos acarició pensativo sus barbas espesas, mientras escrutaba de nuevo a la joven Crivelli. Después soltó una carcajada que retumbó por toda la habitación.

– Sí -tronó-. ¿Y por qué no? A fin de cuentas, no imagino a nadie mejor que ella para ese destino.

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