35.

Nunca vi rostros tan largos como los de los monjes de Santa María aquella mañana de domingo. Antes de tocar maitines, el prior en persona había recorrido el convento, celda por celda, despertándonos a todos. A gritos ordenó que nos aseáramos cuanto antes y que preparáramos nuestras conciencias para un capítulo extraordinario de la comunidad.

Por supuesto, nadie rechistó. No había fraile que no supiera que la muerte de su sacristán les pasaría factura tarde o temprano. Quizá eso explicara por qué todos habían comenzado a recelar de todos casi de un día para otro. A ojos de un extranjero como yo, la situación se había hecho insostenible. Los frailes se juntaban en pequeños grupos según su origen. Los del sur de Milán no se hablaban con los del norte, quienes, a su vez, evitaban relacionarse con los de los lagos, como si éstos hubieran tenido algo que ver en el desgraciado fin de fray Giberto. Santa Maria estaba dividida… y yo ignoraba por qué.

Esa madrugada, después de lavarme y vestirme en penumbra, comprendí cuan profunda era la crisis. Aunque era cierto que no había fraile que no murmurara contra otro, todos parecían estar de acuerdo en algo: debían mantenerme lo más alejado posible de sus cuitas. Y es que, si había algo que los aterrorizaba era que, en virtud de mis poderes como inquisidor, pudiera abrir un proceso contra su comunidad. El rumor de que fray Giberto había muerto predicando como un cátaro los aterraba. Ninguno, por supuesto, se atrevió a manifestarlo abiertamente. Me miraban como si yo hubiera obligado a fray Alessandro a ahorcarse y hubiera conseguido que su sacristán perdiera el juicio. Tal era el diabólico poder que me conferían.

Aunque lo que más llamó mi atención fue ver el modo en el que Vicenzo Bandello sacó provecho de aquellos miedos.

Tras despertarnos, el prior nos condujo a una gran mesa vacía que él mismo había dispuesto en un salón cerca de las caballerizas. Hacía frío y la estancia estaba aún peor iluminada que nuestras celdas. Pero fue así, casi a tientas, como Bandello nos hizo partícipes del intenso programa que nos había preparado. De maitines a completas, dijo, nos entregaríamos a ejercicios espirituales, revisión de los pecados, actos de contrición y confesión pública. Y para cuando acabara el día, un grupo de hermanos designado por él mismo se ocuparía de acudir al Claustro de los Muertos y exhumar los restos de fray Alessandro Trivulzio. No sólo se arrancarían sus pobres despojos del abrazo de la tierra, sino que se llevarían más allá de los muros de la ciudad para exorcizarlos, quemarlos y aventarlos. Y con ellos, también los huesos del hermano Giberto.

Bandello quería que su monasterio quedara limpio de herejía antes del anochecer. Él, que había creído en la inocencia del hermano bibliotecario y había defendido incluso la existencia de un complot contra su vida, sabía ya que fray Alessandro había vivido de espaldas a Cristo, poniendo en serio peligro la integridad moral de su priorato.

Vi a Mauro Sforza, el enterrador, persignarse nervioso en un extremo de la mesa.

Encontramos al padre Vicenzo más serio y taciturno que nunca. No había dormido bien. Las bolsas de sus ojos caían a plomo sobre sus mejillas, confiriéndole un aspecto desolador. Y en parte, la culpa de aquel deplorable estado la tenía yo. La tarde anterior, mientras el maestro Torriani y el papa Alejandro se entrevistaban en Roma a mis espaldas, Bandello y este humilde siervo de Dios conversamos sobre lo que implicaba haber tenido a dos cátaros infiltrados en la comunidad. Milán -le expliqué- estaba siendo atacada por las fuerzas del mal como nunca en los últimos cien años. Todas mis fuentes lo confirmaban. Al principio, el prior me miró incrédulo, como si dudara de que un recién llegado pudiera comprender los problemas de su diócesis, pero a medida que le fui exponiendo mis argumentos fue mudando de actitud.

Le argumenté por qué creía que la extraña cadena de muertes que habíamos sufrido no obedecía a simples casualidades. Incluso le expliqué el modo en el que estaban vinculadas a las de los peregrinos asesinados en la iglesia de San Francesco. La propia policía del Moro me daba la razón. Sus oficiales concluyeron que también esos desgraciados murieron sin oponer resistencia, igual que fray Alessandro. Es más: el lugar exacto de los crímenes de San Francesco había sido el altar mayor, justo debajo de una tabla del maestro Leonardo a la que llamaban la Maesta. Ese detalle, unido al de que entre sus pertenencias sólo encontraron una hogaza de pan y un mazo de cartones ilustrados, me hizo recelar. Todos los muertos llevaban encima el mismo equipaje. Como si aquello formara parte de algún oscuro ritual. Tal vez, admití, de un ceremonial cátaro hasta entonces desconocido.

Era extraño. Leonardo, tal y como sugerí al prior, era una singular fuente de problemas. Fray Alessandro había muerto después de posar para él como Judas Iscariote, y me constaba que el sacristán también estaba entre los frailes que más simpatizaban con el toscano. Y eso por no hablar de donna Beatrice: desposeída de la vida después de haberle extendido toda su protección. ¿Cómo era posible no ver el hilo sutil que unía aquellos acontecimientos? ¿No resultaba evidente que Leonardo da Vinci estaba rodeado de poderosos enemigos, quizá tan celosos de su heterodoxia como nosotros mismos, pero capaces de llegar a las armas para acabar con él y los suyos?

Fueron las víctimas, y la amenaza de que pudieran sumárseles algunas más, las que me obligaron a hablar a Bandello acerca del Agorero. Y creo que hice bien.

Al principio me miró incrédulo cuando le expliqué que Roma ya estaba advertida sobre este cúmulo de desgracias. De hecho, altas instancias pontificias llevaban tiempo recibiendo noticias de un misterioso comunicante que había anunciado que sucedería todo aquello si no se detenían los trabajos del Cenacolo. El perfil de aquel emisario -le expliqué- era el de un individuo sagaz, inteligente, de probable formación dominica, que escondía su identidad por temor a sufrir represalias del dux. Un hombre que, sin duda, actuaba por despecho contra el maestro y cuya única obsesión parecía la de conducirlo a la ruina y el descrédito. Un varón, en suma, al que había que localizar de inmediato si queríamos detener aquel incesante goteo de muertes y acceder a las clarísimas pruebas incriminatorias contra Leonardo que aseguraba poseer.

– Si no me equivoco, padre, la pasividad de Roma ante sus amenazas le ha obligado a tomarse la justicia por su mano.

– ¿Y por qué, padre Leyre? ¿Qué puede tener ese hombre contra nuestro pintor? -preguntó el prior, atónito.

– He pensado mucho en ello y, creedme, sólo encuentro una explicación posible. -Bandello me miró intrigado, invitándome a proseguir-. Mi hipótesis es que en algún momento del pasado reciente el Agorero fue cómplice de Leonardo da Vinci, e incluso llegó a comulgar profundamente con sus creencias heterodoxas. Pudo ocurrir que por alguna oscura razón, que deberemos determinar, nuestro hombre se sintiera defraudado por el pintor, y decidiera delatarlo. Primero escribió obsesivas cartas a Roma informándonos de sus delitos contra la fe y de las maldades que estaba escondiendo en el Cenacolo, pero ante nuestro escepticismo, se desesperó y decidió pasar a la acción.

– ¿A la acción? No os entiendo.

– No puedo reprochároslo, prior. Tampoco yo tengo todas las claves. Sin embargo, mi hipótesis cobra sentido si concluimos que el Agorero fue tan cátaro como Alessandro o Giberto. Durante un tiempo, también él debió de creerse heredero de los auténticos apóstoles de Cristo y, como ellos, debió de aguardar con paciencia la llegada del día de la Segunda Venida del Mesías. Es el sueño de todo bonhomme. Ellos creen que ese día se confirmará su «verdadera religión» a ojos de la cristiandad. -Aproveché la atención del padre Vicenzo para rematar mi idea en tono solemne-: Lo que yo creo es que tras una larga y vana espera, alterado por algún serio contratiempo, el Agorero perdió los papeles, renegó de sus votos de no violencia y se dispuso a cobrarse en sangre el tiempo que había perdido con los «hombres puros».

– Es una acusación horrible, padre.

– Estudiemos los hechos, prior -lo invité-. Los cátaros conocen muy bien el Nuevo Testamento, así que cuando el Agorero mató a fray Alessandro, lo preparó todo para que pareciera un suicidio. Leonardo, en cambio, se dio cuenta de inmediato y aunque trató de desviar la atención de la policía, aquel día, sin querer, me proporcionó una pista fundamental: Alessandro había muerto de la misma manera que Judas Iscariote lo hizo tras delatar a Jesús.

– ¿Y qué importancia puede tener eso?

– Mucha, prior. El universo cátaro se mueve gracias al poder de los símbolos. Si el Agorero lograba hacer creer a la comunidad de perfectos que estaban reproduciéndose los acontecimientos que precedieron a la muerte de Jesús, podría hacerles ver que la Segunda Venida estaba cerca. ¿Lo entendéis? El «suicidio» del bibliotecario les estaba anunciando que estaban a punto de cumplirse los tiempos proféticos: que Cristo iba a regresar a la Tierra en breve, y que su fe resurgiría triunfante de entre las sombras.

– La Parusía…

– En efecto. Por eso Giberto, impresionado por la revelación, dejó atrás sus miedos y salió a predicar como cátaro, dando su vida sin temor, en la certeza de que cuando regresara el Señor, resucitaría salvado de entre los muertos. El Agorero está consumando su venganza con una inteligencia diabólica.

– Parecéis muy seguro de vuestra hipótesis.

– Y lo estoy -acepté-. Ya os he dicho antes que nuestro comunicante tiene una personalidad compleja; es brillante y no ha dejado nada al azar, ni tan siquiera el lugar que eligió para ahorcar a Alessandro.

– Ah no.

– Creí que os habríais dado cuenta. -Sonreí cínico-. Cuando visité los soportales del palacio de la Razón e inspeccioné la viga de la que colgó a nuestro bibliotecario, vi un bajorrelieve curioso. Pertenece a cierto Orlando da Tressano, antiguo martillo de herejes al que la inscripción describe como «Spada e Tutore della fedeper averfatto bruciare come si doveva i Catari». [15] Curiosa burla, ¿no creéis?

Vicenzo Bandello estaba sorprendido. La peste de la herejía había infectado su convento más allá de lo imaginable.

– Decidme, padre Leyre -preguntó consternado-, ¿hasta qué punto estimáis que el Agorero tiene engañados a los suyos?

– Lo suficiente para haber obligado a esos peregrinos de San Francesco a abandonar sus escondites en las montañas y acudir a la ciudad en busca de la salvación. Han dado la vida dócilmente ante la proximidad de la Parusía. El Agorero ha conseguido así que la comunidad cátara se delate sola. Y debe creer que es sólo cuestión de tiempo que el maestro Leonardo dé un mal paso.

– Entonces… -titubeó el prior- creéis que el Agorero vive aún entre nosotros.

– Estoy convencido. -Sonreí-. Y se esconde porque sabe que es tarde para conseguir vuestro perdón. No sólo ha pecado contra la doctrina de la Iglesia, sino que ha infringido el quinto mandamiento: no matarás.

– ¿Cómo lo identificaremos?

– Por suerte, ha cometido un pequeño error.

– ¿Un error?

– En sus primeras cartas, cuando aún tenía esperanzas en la intervención de Roma, nos entregó una pista para que pudiéramos localizarlo.

La frente arrugada del prior se estiró por la sorpresa. Su mente bien entrenada en relacionar información dispar y en resolver enigmas le dio la solución a la velocidad del rayo:

– ¡Claro! -exclamó, llevándose las manos a la cabeza-. ¡Eso es vuestro acertijo! ¡La firma del Agorero! ¡Por eso estaba escrita en el naipe que encontramos junto al bibliotecario!

– Fray Alessandro quiso descifrar el misterio por su cuenta. Incauto, yo mismo le facilité el texto y tal vez fue su curiosidad lo que aceleró su muerte.

– En ese caso, padre Leyre, ya lo tenemos. Bastará con descifrar su jeroglífico para dar con él.

– Ojalá fuera tan fácil.

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