El prior, ufano, me pidió que lo acompañara al otro extremo del convento. Deseaba mostrarme algo. Y pronto.
A paso ligero, atravesamos el altar mayor, dejamos atrás el coro y la tribuna que estaban terminando de adornar para los funerales por donna Beatrice, y enfilamos el largo pasillo que desembocaba en el Claustro de los Muertos. El convento era un lugar sobrio; con muros de ladrillo visto y columnas de granito ordenadas de forma impecable a lo largo de corredores cuidadosamente pavimentados. De camino a nuestro misterioso destino, fray Vicenzo hizo una seña al padre Benedetto, el copista tuerto, que como de costumbre paseaba sin rumbo entre las arquerías, con la mirada perdida en un breviario que no acerté a identificar.
– ¿Y bien? -gruñó al sentirse reclamado por su superior-. ¿Otra vez de visita a la Opus Diaboli? ¡Más os valdría que la sepultarais bajo una capa de cal!
– ¡Por favor, hermano! Necesito que nos acompañéis -le ordenó el prior-. Nuestro huésped precisa de alguien que sepa contarle historias de este lugar, y nadie mejor que vos para hacerlo. Sois el fraile más antiguo de la comunidad. Más aún que los muros de esta casa.
– ¿Historias, eh?
El único ojo del anciano brilló de emoción al ver mi interés. Estaba hechizado por aquel hombre que parecía disfrutar mostrando su deformidad al mundo, exhibiendo con orgullo la llaga que le había dejado en el rostro el órgano perdido.
– En esta casa se cuentan muchas historias, desde luego. ¿A que no sabéis por qué llamamos a este patio el Claustro de los Muertos? -interrogó mientras se sumaba a nuestro paso-. Es fácil: porque aquí inhumamos a nuestros frailes para que regresen a la tierra tal y como vinieron al mundo. Ya sabéis, sin honores ni placas que los recuerden. Sin vanidades. Sólo con el hábito de nuestra orden. Llegará un día en el que todo este patio estará sembrado de huesos.
– ¿Es vuestro cementerio?
– Es mucho más que eso. Es nuestra antesala al cielo.
Bandello se había plantado ya frente a un enorme portón de madera de doble hoja. Era una compuerta de aspecto recio que exhibía una firme cerradura de hierro en la que el prior no tardó en encajar otra de las llaves que llevaba encima. Benedetto y yo nos miramos. El pulso se me aceleró: al verlo, intuí qué era exactamente lo que quería mostrarme el abad. Fray Alessandro me había puesto ya tras su pista y, naturalmente, me preparé para el gran momento. Ahí detrás, en una gran sala situada justo bajo el suelo de la biblioteca, debía de estar el famoso refectorio de Santa Maria delle Grazie al que Leonardo había restringido el acceso de los monjes. Si no me equivocaba, aquélla era la razón última de mi presencia en Milán y el motivo que había llevado al Agorero a escribir sus amenazadoras cartas a la Casa de la Verdad.
Una nueva duda me asaltó: ¿acaso compartíamos Bandello y yo el mismo enigma sin saberlo?
– Si este lugar ya estuviera bendecido -el rostro del prior se iluminó mientras empujaba el portón-, nos lavaríamos antes las manos y vos esperaríais aquí afuera a que yo os diera la venia para entrar…
– ¡Pero no lo está! -chilló el tuerto.
– No. Todavía no. Aunque eso no impide que su atmósfera sacra nos impregne el alma.
– Atmósfera sacra, ¡bobadas!
Y diciendo esto, entramos los tres.
Tal como supuse, acababa de poner el pie en el futuro refectorio del convento. Era un lugar oscuro y frío, cubierto con grandes cartones que descansaban apoyados en las paredes y dominado por el caos. Cuerdas y ladrillos, mamparas, cubos y -cosa curiosa- una mesa dispuesta para un almuerzo, servida y cubierta por un gran mantel de hilo blanco, completaban un recinto que parecía llevar mucho tiempo en el olvido. La mesa fue lo que más me llamó la atención porque era, con seguridad, el único rastro de orden en medio de aquel desorden. Nada indicaba que hubiera sido usada. Los platos estaban limpios y toda la vajilla aparecía cubierta por una fina capa de polvo, fruto de semanas de abandono.
– Os ruego que no os asustéis por el lamentable estado de nuestro comedor, hermano Agustín -dijo Bandello mientras se arremangaba el hábito y sorteaba parte de aquel mar de tablas-. Éste será nuestro refectorio. Llevamos casi tres años así, ¿podéis imaginarlo? Los frailes apenas pueden acceder al recinto por orden expresa del maestro Leonardo, que lo mantiene cerrado hasta que termine su trabajo. Pero mientras tanto, nuestro mobiliario se echa a perder en ese rincón de allá, en medio de la suciedad y de este detestable olor a pintura.
– Es un infierno, ¿no os lo había dicho? Un infierno con diablo y todo…
– ¡Benedetto, por Dios! -lo recriminó el prior.
– No os preocupéis -tercié-. En Roma estamos siempre de obras; este ambiente me resulta familiar.
Separada del resto por unas mamparas de madera, en uno de los laterales del inmenso salón, se adivinaba un tablero en forma de «U», sobre el que se habían dispuesto grandes banquetas barnizadas de negro. Los restos de un fino baldaquino de madera descansaban también en aquel hueco oscuro, pudriéndose por culpa del moho. Según íbamos sorteando cachivaches, Bandello decía:
– No hay trabajo de decoración en este convento que no sufra algún retraso. Pero los peores son los de esta sala. Parece imposible ponerles fin.
– La culpa es de Leonardo -volvió a gruñir Benedetto-. Lleva meses jugando con nosotros. ¡Acabemos con él!
– Callad, os lo ruego. Dejadme explicar nuestro problema a fray Agustín.
Bandello miró a diestra y a siniestra, como si se asegurara de que no había nadie más escuchando. La precaución era absurda: desde que dejamos la iglesia no nos habíamos cruzado con ningún hermano a excepción del cíclope, y era poco probable que alguno de ellos estuviera agazapado allí cuando debieran estar preparándose para los funerales o atendiendo sus menesteres diarios. Sin embargo, el prior pareció inseguro, atemorizado. Quizá por eso bajó tanto la voz cuando se inclinó sobre mi oído:
– Enseguida comprenderéis mi precaución.
– ¿De veras?
Fray Vicenzo asintió nervioso.
– Meser Leonardo, el pintor, tiene fama de ser un hombre muy influyente y podría quitarme de en medio si supiera que os he permitido entrar sin su permiso…
– ¿Os referís al maestro Leonardo da Vinci?
– ¡No gritéis su nombre! -siseó-. ¿Tanto os extraña? El duque en persona lo llamó hace cuatro años para que ayudara a decorar este convento. El Moro quiere que el panteón familiar de los Sforza se sitúe bajo el ábside de la iglesia y necesita un entorno magnífico, incontestable, con el que justificar su decisión ante su familia. Por eso lo contrató. Y creedme si os digo que desde que el dux se embarcó en este proyecto no ha habido un solo día de descanso en esta casa.
– Ni uno solo -repitió Benedetto-. ¿Y sabéis por qué? Porque ese maestro que siempre viste de blanco, al que nunca veréis comer carne ni sacrificar un animal, es en realidad un alma perversa. Ha introducido una herejía siniestra en sus trabajos para esta comunidad, y nos ha desafiado a que la encontremos antes de que los dé por terminados. ¡Y el Moro lo apoya!
– Pero Leonardo no es…
– ¿Un hereje? -me atajó-. No, claro. A primera vista no lo parece. Es incapaz de hacerle daño a una mosca, pasa todo el día meditando o tomando notas en sus cuadernos, y da la impresión de ser un varón sabio. Pero estoy seguro de que el maestro no es un buen cristiano.
– ¿Puedo preguntaros algo?
El prior asintió.
– ¿Es cierto que ordenasteis reunir cuanta información fuera posible sobre el pasado de Leonardo? ¿Por qué no os fiasteis nunca de él? El hermano bibliotecario me puso al corriente.
– Veréis, fue justo después de que nos retara. Como comprenderéis, nos vimos obligados a indagar en su pasado para saber a qué clase de hombre nos enfrentábamos. Vos hubierais hecho lo mismo si hubiera desafiado al Santo Oficio.
– Supongo que sí.
– Lo cierto es que encargué a fray Alessandro que trazara un perfil de su obra que nos pudiera servir para adelantarnos a sus pasos. Fue así como averiguamos que los franciscanos de Milán ya habían tenido serios problemas con el maestro Leonardo. Al parecer, había utilizado fuentes paganas para documentar sus cuadros, induciendo a los fieles a graves equívocos.
– Fray Alessandro me habló de eso, y también de cierto libro herético de un tal fray Amadeo.
– El Apocalipsis Nova.
– Exacto.
– Pero ese libro es sólo una pequeña muestra de lo que halló. ¿No os dijo nada de los escrúpulos de Leonardo respecto a ciertas escenas bíblicas?
– ¿Escrúpulos?
– Eso es muy revelador. Hasta la fecha, no hemos sido capaces de localizar una sola obra de Leonardo que recoja una crucifixión. Ni una. Como tampoco ninguna que refleje alguna de las escenas de la Pasión de Nuestro Señor.
– Tal vez nunca le han encargado algo así.
– No, padre Leyre. El toscano ha evitado pintar esa clase de episodios bíblicos por alguna oscura razón. Al principio pensamos que podía ser judío, pero más tarde descubrimos que no. No guardaba las normas del sabbath, ni tampoco respetaba otras costumbres hebreas.
– ¿Y entonces?
– Bueno… Creo que esa anomalía debe de estar relacionada con el problema que nos ocupa.
– Habladme de él. Fray Alessandro nunca mencionó que Leonardo os hubiera desafiado.
– El bibliotecario no estuvo presente cuando ocurrió. Y en la comunidad apenas conocemos los hechos media docena de frailes.
– Os escucho.
– Fue durante una de las visitas de cortesía que donna Beatrice hacía a Leonardo, hace unos dos años. El maestro había terminado de pintar a santo Tomás en su Última Cena. Lo había representado como un hombre barbudo que levanta su dedo índice hacia el cielo, cerca de Jesús.
– Supongo que es el dedo que después metería en la llaga de Cristo, una vez resucitado, ¿no?
– Eso pensé yo y así se lo manifesté a su alteza, la princesa d'Este. Pero Leonardo se rió de mi interpretación. Dijo que los frailes no teníamos ni idea de simbolismo, y que si quisiera podría retratar una escena del propio Mahoma allí mismo sin que ninguno de nosotros se diera cuenta.
– ¿Eso dijo?
– Donna Beatrice y el maestro rieron, pero a nosotros nos pareció una ofensa. Pero ¿qué podíamos hacer? ¿Indisponernos con la esposa del Moro y con su pintor favorito? Si lo hacíamos, a buen seguro que Leonardo nos inculparía del retraso en sus trabajos con La Última Cena.
El prior prosiguió:
– En realidad, fui yo quien lo desafió. Quise demostrarle que no era tan torpe en el terreno de la interpretación de símbolos como pretendía, pero pisé un terreno que jamás debí hollar.
– ¿A qué os referís, padre?
– Por aquellas fechas, solía visitar el palacio Rochetta. Debía dar cuenta al dux de los avances en las obras de Santa Maria. Y no eran raras las ocasiones en las que sorprendía a donna Beatrice entreteniéndose en la sala del trono con un juego de naipes. Sus grabados eran figuras extrañas, llamativas, pintadas con vivos colores. En ellos se representaban ahorcados, mujeres sosteniendo estrellas, faunos, papas, ángeles con los ojos vendados, diablos…
Pronto supe que aquellas cartas eran un viejo legado de la familia. Las diseñó el antiguo duque de Milán, Filippo Maria Visconti, con la ayuda del condottiero Francesco Sforza, hacia 1441. Más tarde, cuando éste se hizo con el control del ducado, regaló aquel mazo a sus hijos, y una copia terminó en manos de Ludovico el Moro.
– ¿Y qué ocurrió?
– Veréis, una de aquellas cartas representaba a una mujer vestida de franciscana que sostenía un libro cerrado en su mano. Me llamó mucho la atención porque el hábito que llevaba era de varón. Además, parecía preñada. ¿Os la imagináis? ¿Una mujer preñada con hábito de franciscano? Parecía una burla. Pues bien, no sé por qué recordé ese naipe durante aquella discusión con Leonardo y les lancé un farol. «Sé lo que significa la carta de la franciscana», dije. Recuerdo que donna Beatrice se puso muy seria. «¿Qué sabréis vos?», bufó. «Es un símbolo que habla de vos, princesa», dije. Aquello le interesó. «La franciscana es una doncella coronada, lo que significa que tiene vuestra misma dignidad. Y está embarazada. Lo que anuncia la llegada de ese estado de gracia para vos. Ese naipe es un anuncio de lo que os depara el destino.»
– ¿Y el libro? -pregunté.
– Eso fue lo que más le ofendió. Le dije que la franciscana cerraba el libro para ocultar que era una obra prohibida. «¿Y qué obra creéis que es?», me interrogó el maestro Leonardo. «Tal vez el Apocalipsis Nova, que vos conocéis muy bien», respondí no sin sorna. Leonardo se envalentonó y fue cuando lanzó su desafío. «No tenéis ni idea», dijo. «Claro que ese libro es importante. Tanto o más que la Biblia, pero vuestro orgullo de teólogo hará que no lo conozcáis jamás.» Y añadió: «Cuando ese futuro hijo de la duquesa nazca, yo ya habré terminado de incorporar sus secretos a vuestro Cenacolo. Y os aseguro que aunque los tendréis delante mismo de vuestras narices jamás podréis leerlos. Ésa será la grandeza de mi enigma. Y la prueba de vuestra necedad».