Fray Benedetto y el prior Bandello tardaron un buen rato en reanimar a Matteo. Se despertó nervioso. Le era muy difícil articular palabra y, cuando lo hacía, su cuerpo se estremecía de frío y de miedo. Toda su obsesión era que salieran del refectorio lo antes posible. «Es una obra de Satanás», balbuceaba entre sollozos para asombro del tuerto y de su tío. Como era imposible calmarlo, accedieron a sus súplicas buscando refugio en la biblioteca. Allí, al calor de su calefacción, el niño fue volviendo en sí poco a poco.
Al principio no quiso hablar. Se agarraba al brazo del prior con todas sus fuerzas, y negaba con la cabeza cada vez que le dirigían la palabra. El niño no presentaba heridas ni hematomas visibles; aunque sucio y con su hábito manchado de barro, no parecía haber sido agredido. ¿Y entonces? Benedetto bajó a la cocina a por un poco de leche caliente y algo de mazapán de Siena que guardaban para las ocasiones especiales. Con el estómago reconfortado y el cuerpo entrado en calor, Matteo fue soltando la lengua.
Lo que les contó los dejó mudos de asombro.
Como era su costumbre, el novicio había acudido aquella jornada a la plaza de la Mercadería a comprar algunas vituallas para la despensa del convento. Los jueves era el mejor día para aprovisionarse de grano y verduras, así que tomó algunas monedas de la bolsa de fray Guglielmo y se dispuso a resolver su misión lo más veloz posible. Al pasar por delante del palacio de la Razón, el solemne inmueble de piedra y ladrillo de tres plantas que preside la Mercadería, se tropezó con un corro enorme de gente. Parecían extasiados. Escuchaban sin pestañear las arengas de un orador que había improvisado un escenario justo debajo de los soportales del palacio. Al principio, la escena no le llamó demasiado la atención. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de dar la espalda al gentío, algo terminó por cautivarlo. Matteo conocía a aquel predicador.
– ¡Aquí mismo, en estos corredores, dio la vida por Dios un verdadero creyente! -Lo oyó vociferar-. ¡Un bonhomme que se sacrificó por su fe y por vosotros! ¡Como Cristo! ¿Y para qué? ¡Para nada! ¡Ni siquiera os inmutáis cuando lo recuerdo! ¿No advertís que cada vez nos parecemos más a los animales? ¿No veis que con vuestra actitud pasiva estáis dando la espalda a Dios?
El prior y el tuerto ahogaron su asombro. Bajo aquel porche que les estaba describiendo Matteo habían encontrado ahorcado a fray Alessandro. Entre sorbo y sorbo de leche, el novicio continuó con su relato. Cuando les desveló la identidad de aquel orador, se quedaron todavía más perplejos. Matteo titubeó. El hombre que acusaba a los paseantes de haber perdido su alma por no reconocer a los enviados del Altísimo era fray Giberto. El sacristán germano, el del pelo de calabaza, el hombre que guardaba las puertas de Santa Maria, había abandonado aquella misma mañana sus funciones para lanzarse a predicar justo donde el bibliotecario había puesto fin a sus días. ¿Por qué?
Pero lo más extraño de su descripción estaba aún por llegar:
– ¡Vais a condenaros todos si no renunciáis a la Iglesia de Satanás y regresáis a la auténtica religión! -clamaba el sacristán fuera de sí-. ¡No comáis nada que proceda del coito! ¡Rechazad la carne de animales! ¡Abominad de los huevos y la leche! ¡Preservaos de los falsos sacramentos! ¡No comulguéis ni os bauticéis en falso! ¡Desobedeced a Roma y revisad vuestra fe si aún queréis salvaros!
El tuerto sacudió la cabeza. «¿Fray Giberto dijo eso?» El prior lo animó a seguir. Matteo, más sereno, les contó que cuando el sacristán lo descubrió entre la muchedumbre, bajó como una centella de su improvisado altar y lo cogió por el pescuezo, mostrándolo a todo el mundo.
– ¿Lo veis bien? -dijo zarandeándole como un saco-. Es el sobrino del prior de Santa Maria delle Grazie. Si ahora que es un niño nadie lo educa en la verdadera fe, ¿qué será de él? ¡Yo os lo diré! -bufó-. ¡Se convertirá en un servidor de Satanás como su tío! ¡En un maldito renegado de Dios! ¡Y arrastrará a cientos de borregos como vosotros a la condenación eterna!
El rostro del prior se arrugó, severo.
– ¿Eso dijo? ¿Estás seguro, hijo?
El novicio asintió.
– Luego me desnudó.
– ¿Te desnudó?
– Y me levantó en volandas para que todo el mundo pudiera verme.
– ¿Y por qué, Matteo? ¿Por qué?
Los ojos del niño se humedecieron al recordar aquella parte.
– No lo sé, tío. Yo… yo sólo le oí gritar al gentío que no creyeran que un niño es puro sólo porque no ha perdido su inocencia. Que todos venimos a este mundo para purgar nuestros pecados y que si no lo hacemos en esta existencia, regresaremos de nuevo a este valle de lágrimas de materia ruin a una vida aún peor que la primera.
– ¡La reencarnación no es una doctrina cristiana! -protestó el tuerto.
– Pero sí cátara -lo atajó el prior-. Dejadlo continuar, hermano.
Matteo se enjugó los ojos y prosiguió:
– Luego… luego dijo que aunque los frailes de este convento profesan en la Iglesia de Satán, y siguen a un Papa que adora a dioses antiguos, prometió que esta casa no tardaría en convertirse en el faro que guiaría al mundo hasta su salvación.
– ¿Eso dijo? -El tuerto frunció el gesto-. ¿Y explicó por qué?
– No lo atosiguéis, hermano.
El novicio se agarró otra vez a su tío.
– No es cierto, ¿verdad? -Lloriqueó-. No es cierto que somos la Iglesia de Satán.
– Claro que no, Matteo. -Bandello le acarició la cabeza-. ¿Por qué dices eso?
– Es que… es que fray Giberto se enfadó mucho cuando dije que eso no era verdad. Me abofeteó y gritó que sólo cuando os echaran del Cenacolo y éste se abriera a la contemplación de todo el mundo, podría volver a brillar la verdadera Iglesia.
Una sensación creciente de rabia invadió al prior.
– ¡Te puso la mano encima! -concluyó indignado.
Matteo no hizo caso.
– Fray Giberto decía que cuanto más miráramos el Cenacolo, más nos acercaríamos a su Iglesia. Que el muro del maestro Leonardo escondía el secreto de la salvación eterna. Que por eso tanto él como fray Alessandro aceptaron que los retratara junto a Cristo.
– ¿Eso dijo?
– Sí… -Ahogó un sollozo-. Allí pintados ya se habían ganado la gloria.
El niño escrutó los serios semblantes de sus dos superiores. Fue el tuerto quien lo sacó de dudas: no fue sólo el bibliotecario el que había posado para Judas. Otros frailes, como Giberto, se dejaron retratar por él haciendo las veces de apóstoles. El germano encarnó a Felipe, pero también Bartolomé, los dos Santiagos o Andrés tenían rostros cedidos por los monjes. Hasta el mismo Benedetto se prestó a dejarse retratar como Tomás. «Estoy de perfil, para que no se me vea el ojo perdido», explicó.
El tuerto acarició al impresionado Matteo.
– Eres un joven valiente -dijo-. Has hecho bien en querer sacarnos de ahí dentro. El mal puede hacernos perder la razón, como la serpiente a Eva.
Algo debía de barruntar sobre las verdaderas identidades de los apóstoles, porque sin casi venir a cuento, Benedetto interpeló a Matteo con una pregunta que sorprendió hasta al mismo prior:
– Hace un momento dijiste que sabías quién era de verdad el apóstol Simón. ¿Se lo oísteis decir al sacristán?
El novicio desvió la vista hacia los pupitres vacíos del scriptorium y asintió.
– Mientras me tenía allí desnudo, colgado para que me vieran todos, contó la historia de un hombre que vivió antes de Cristo y que predicó sobre la inmortalidad del alma.
– ¿De veras?
– Dijo que ese hombre aprendió de los sabios más antiguos del mundo. También predicó cosas sobre el ayuno, la oración y el frío.
– ¿Qué fue lo que dijo exactamente? -insistió Benedetto.
– Que esas tres cosas nos ayudan a abandonar el cuerpo, que es donde viven todos los pecados y ruindades, y a identificarnos sólo con el alma… Y también dijo que en el Cenacolo ese varón sigue impartiendo aún sus enseñanzas vestido de blanco inmaculado.
– Sólo uno de los trece viste así en el mural -observó Bandello-. Y ése es Simón.
– ¿Y dio el nombre de sabio tan grande? -insistió el tuerto.
– Sí. Lo llamó Platón.
– ¡Platón! -Benedetto dio un salto-. ¡Claro! ¡El filósofo de donna Beatrice! ¡El busto que mandó traerse desde Florencia era suyo…! (Existe en los Uffizi de Florencia un busto de Platón atribuido al escultor griego Silanión, que fue, que sepamos, el único que retrató en vida al filósofo por orden del rey Mitrídates, en 325 a.C. Es probable que el busto florentino al que se alude en estas líneas sea ése o una copia ya que, en efecto, presenta una asombrosa similitud con el apóstol Simón de La Última Cena.)
El prior se rascó sus sienes, perplejo:
– ¿Y por qué habría de pintarse Leonardo atendiendo a Platón en vez de a Cristo?
– ¿Cómo? ¿Aún no lo veis, padre? ¡Si está clarísimo! Leonardo está indicándonos en su mural de dónde vienen sus conocimientos. Leonardo, prior, como fray Giberto y fray Alessandro, es cátaro. Vos lo dijisteis antes. Y tenéis razón. Platón, como los cátaros después, defendió que el verdadero conocimiento humano se obtiene directamente del mundo espiritual, sin mediadores; sin Iglesias, ni misas. A eso lo llamaba gnosis, prior, la peor de las herejías posibles.
– ¿Cómo podéis estar tan seguro? Un testimonio así no bastará para acusarlo de herejía.
– ¿Ah, no? ¿No veis que Leonardo siempre viste de blanco, como Simón en el Cenáculo! ¿No sabéis que rehusa comer carne y practica el celibato? ¿Acaso le habéis conocido mujer alguna vez?
– Nosotros también vestimos hábitos claros y ayunamos, padre Benedetto. Además, de Leonardo dicen que le gustan los hombres, que no es tan célibe como afirmáis acotó fray Vicenzo ante la desconcertada mirada del joven Matteo.
– ¡Dicen! ¿Y quién lo dice, prior?
No son más que habladurías. Leonardo es una persona solitaria. Rehuyé la idea de emparejarse como si fuera la peste. Apuesto a que es célibe como los parfaits del catarismo… ¡Todo encaja!
El prior no ocultó su desazón.
– Supongamos que estáis en lo cierto. En ese caso, ¿qué debemos hacer?
– Lo primero -prosiguió Benedetto-, convencer de su herejía al padre Leyre. Él es inquisidor, está aquí casi por milagro de Dios, y seguramente sabrá de catarismo más que nosotros.
– ¿Y luego?
– Detener a fray Giberto e interrogarlo, por supuesto -respondió.
– Eso no va a poder ser…
Matteo susurró aquella frase temiendo importunar. Aunque ya se sentía más reconfortado, todavía no había terminado de contar lo que había visto en la Mercadería.
– ¿Cómo dices?
– Que ya no podréis detenerlo.
– ¿Y por qué, Matteo?
– Porque… -titubeó-, después de terminar el sermón, el hermano Giberto prendió fuego a sus hábitos y se quemó a la vista de todos.
– ¡Santo Dios! -El tuerto se tapó la boca horrorizado-. ¿Lo veis, prior? Ya no hay duda. El sacristán prefirió someterse a la endura antes que a nuestro juicio…
– ¿La endura?.
La duda del joven Matteo quedó sin respuesta, flotando en la enrarecida atmósfera de la biblioteca. Benedetto pidió permiso para retirarse a meditar aquello, y abandonó el recinto a toda prisa. Aquella mañana, impresionado por las revelaciones de Matteo, no tardó en venir a contarme que en Santa Maria delle Grazie habían vivido por lo menos dos bonhommes, que era como los antiguos cátaros se llamaban a sí mismos. Un inquisidor debía saberlo. Pero el tuerto puso el acento en un segundo descubrimiento que creyó más de mi incumbencia: por fin había logrado identificar al interlocutor del maestro Leonardo en la mesa pascual del Cenacolo. Ya sabía quién era realmente el hombre del manto blanco y las manos oferentes que distraía la atención de al menos dos discípulos de Cristo: Platón. Su oportuna confidencia llenó una laguna que no acertaba a comprender desde que me reuní con Oliverio Jacaranda.
La presencia del filósofo en el refectorio aclaraba por qué el maestro Da Vinci custodiaba en su biblioteca las obras completas del ateniense. Unos libros que, por cierto, a esas horas debían de estar en algún rincón del palacio de Jacaranda sin que nadie les prestara la atención que merecían.
El círculo, pues, se iba cerrando.