Aquella revelación cambió mi vida.
No fue algo brusco, sino una alteración pausada e imparable, semejante a la que vive un bosque cuando se acerca la primavera. Al principio no me di cuenta, y cuando quise reaccionar era ya demasiado tarde. Supongo que mis charlas sosegadas en Concorezzo y la confusión en la que navegué durante esas primeras jornadas en Milán obraron el milagro.
Aguardé a que pasaran aquellos días de puertas abiertas en Santa Maria delle Grazie para retornar al Cenacolo y colocarme bajo las manos de Cristo. Deseaba recibir la bendición de esa obra viva, que palpitaba, y que había visto crecer casi imperceptiblemente. Aún no sé muy bien por qué lo hice. Ni por qué no me presenté al prior y le conté dónde había estado y qué cosas había descubierto durante mi cautiverio. Pero, como digo, algo había cambiado muy dentro de mí. Algo que terminaría enterrando para siempre a aquel Agustín Leyre, predicador y hermano de la Secretaría de Claves de los Estados pontificios, oficial del Santo Oficio y teólogo.
¿Iluminación? ¿Llamada divina? ¿O tal vez locura? Es probable que muera en este risco de Yabal al-Tarif sin saber qué nombre poner a aquella actitud.
Poco importa ya.
Lo cierto es que el hallazgo del sacramento de los cátaros expuesto a contemplación y veneración en el centro mismo de la casa de los dominicos, patrones de la Inquisición y guardianes de la ortodoxia de la fe, tuvo un efecto deslumbrante sobre mi alma. Descubrí que la verdad evangélica se había abierto paso entre las tinieblas de nuestra orden, anclándose en el refectorio como un poderoso faro en la noche. Era una verdad bien distinta a la que había creído durante cuarenta y cinco años: Jesús nunca, jamás, instauró la eucaristía como única vía para comunicarnos con Él. Más bien al contrario. Su enseñanza a Juan y a María Magdalena fue la de mostrarnos cómo encontrar a Dios en nuestro interior, sin necesidad de recurrir a artificios exteriores. Él fue judío. Vivió el control que los sacerdotes del templo hacían de Dios al encerrarlo en el tabernáculo. Y luchó contra ello. Quince siglos más tarde, Leonardo se había convertido en el secreto responsable de esa revelación, y la había confiado a su Cenacolo.
Tal vez me volví loco en ese instante, lo admito. Pero todo ocurrió tal y como aquí lo he relatado.
Han pasado ya tres décadas de aquellos hechos y Abdul, que ha subido la cena hasta mi cueva como de costumbre, me ha traído también una extraña noticia: un grupo de ermitaños seguidores de san Antonio ha llegado a su aldea con la intención de afincarse cerca de aquí. He escrutado las riberas del Nilo tratando de localizarlos, pero mis castigados ojos no han logrado distinguir su campamento. Ellos, lo sé, podrían ser mi última esperanza. Si alguno mereciera mis confidencias en esta recta final de la vida, depositaría en sus manos estos pliegos y le haría comprender la importancia de conservarlos en lugar adecuado hasta que llegara el tiempo de darlos a conocer. Pero mis fuerzas flaquean y no sé si seré siquiera capaz de descender este risco y acercarme hasta ellos.
Además, aunque lo hiciera, tampoco sería fácil que me entendieran.
Oliverio Jacaranda, por ejemplo, jamás comprendió el secreto del Cenacolo pese a haberlo tenido delante de sus narices. Que sus trece protagonistas encarnaran las trece letras del Consolamentum, el único sacramento admitido por los hombres puros de Concorezzo -un sacramento espiritual, invisible, íntimo- no le dijo gran cosa. Ignoraba lo ligado que estaba aquel símbolo a su anhelado «libro azul», que jamás llegaría a tener entre sus manos. Y por supuesto nunca sospechó que su sirviente Mario Forzetta lo traicionó por culpa de aquel volumen. Un libro que durante generaciones se había utilizado en ceremonias cátaras para sumergir a los neófitos en la Iglesia del espíritu, la de Juan, e iniciarlos en la búsqueda del Padre por su propia cuenta.
Sé que Oliverio regresó a España, que se instaló cerca de las ruinas de Tarraco, y que siguió explotando sus negocios con el papa Alejandro. En ese tiempo Leonardo confió La Cena Secreta a su discípulo Bernardino Luini, quien a su vez la entregó a un artista del Languedoc que terminó por llevársela a Carcasona, donde fue interceptada por el Santo Oficio galo, que nunca supo interpretarla. Luini jamás pintó una hostia. Como tampoco lo haría Marco d'Oggiono, ni ninguno de sus queridos discípulos.
Otro destino curioso fue el de Elena, a la que nunca conocí en persona. Después de posar para el maestro, la inteligente condesita comprendió que tal vez la Iglesia de Juan no llegaría a instaurarse nunca. Por eso se alejó de la bottega, dejó de perseguir al infortunado Bernardino, e ingresó en un convento de hermanas clarisas cerca de la frontera con Francia. Leonardo, sorprendido por su inteligencia despierta, terminó revelándole el gran secreto al que estaba vinculada su estirpe: María Magdalena, su remota antepasada, vio a Jesús resucitado, hecho luz, fuera de la tumba que José de Arimatea había preparado para El. Durante siglos, la Iglesia se negó a escuchar su relato completo, cosa que Leonardo hizo. A fin de cuentas, en aquella remota jornada de hace quince siglos Magdalena vio a Jesús vivo, pero no en cuerpo mortal. Su cadáver -inerte y frío-, descansaba aún en su tumba cuando ella se tropezó con su «cuerpo de luz». Impresionada, decidió robar los restos del Galileo, los ocultó en su casa, donde los embalsamó con esmero, y se los llevó a Francia cuando comenzaron las persecuciones del sanedrín.
Ése y no otro era el secreto: Cristo no resucitó en cuerpo mortal. Lo hizo en la luz, mostrándonos el camino hacia nuestra propia transmutación cuando nos llegue el día.
Supe que Elena, impresionada por esta revelación, permaneció con las clarisas sólo cinco años más, hasta que un buen día desapareció de su celda sin que nadie volviera a verla. Dicen que acompañó a Leonardo a su exilio en Francia, que se instaló en la corte de Francisco I como dama de compañía de la reina y que ocasionalmente siguió posando para el maestro. Parece que el toscano la requirió a su vera hasta el día de su muerte y que le pidió prestados su rostro y sus manos para retocar el retrato inacabado de una doncella a la que todos conocían por Gioconda. De hecho, quienes la han visto dicen que las similitudes entre el Juan del Cenacolo y la mujer de ese pequeño lienzo son más que elocuentes. Yo, por desgracia, no puedo juzgarlo.
Pero si Elena accedió o no a más secretos de esa Iglesia de Juan y Magdalena que Leonardo planeó restaurar, lo cierto es que se los llevó a la tumba. Pues antes de que decidiera venirme a Egipto a rendir mis últimos días en este lugar, Elena falleció de fiebres.
Sólo, pues, me resta explicar por qué recalé aquí, en Egipto, para escribir estas líneas. Y por qué no denuncié jamás la existencia de una comunidad de perfectos en Concorezzo, vinculada al maestro Leonardo.
La culpa, una vez más, la tuvo ese gigante de ojos azules y hábitos albos.
No volví a verlo después de la presentación del Cenacolo. Es más, tras descubrir su significado oculto regresé a Roma y llamé a las puertas de la Casa de la Verdad, en Betania, donde me incorporé a mi trabajo sin que nadie hiciera demasiadas preguntas. Así fue como supe que Leonardo huyó de Milán al año siguiente, en cuanto las tropas francesas atravesaron las defensas del dux y se hicieron con el control de la ciudad. Se refugió en Mantua, luego en Venecia y finalmente en Roma, donde trabajó al servicio de César Borgia, el hijo del papa Alejandro VI. Para Borgia fue architecto e ingegnere genérale, desaprovechando sus otras virtudes. Tampoco ese destino le duró mucho, aunque sí el tiempo suficiente como para terminar encontrándose con el responsable del Palazzo Sacro, Annio de Viterbo.
Annio quedó muy afectado por aquel encuentro. Su secretario, Guglielmo Ponte, informó puntualmente a Betania de la reunión que mantuvieron en la primavera de 1502. Hablaron de la función suprema del arte, de sus aplicaciones para preservar la memoria y de su todopoderosa influencia en la mente del pueblo. Pero fueron dos frases del toscano las que, según fray Guglielmo, más lo impresionaron:
– Todo lo que yo he averiguado sobre el verdadero mensaje de Jesús no es nada en comparación con lo que queda por ser revelado -respondió muy solemne a una pregunta de la comadreja-. Y al igual que para mi arte he bebido de fuentes egipcias, y he accedido a los secretos geométricos que tradujeran Ficino o Pacioli, os auguro que a la Iglesia le queda mucho por beber de los Evangelios que aún reposan en las orillas del Nilo.
Giovanni Annio de Viterbo murió cinco días más tarde, probablemente envenenado por César Borgia.
Un mes después, conmocionado y sospechando que pronto sufriría represalias de quienes temían el regreso de esa Iglesia de Juan, abandoné Betania para siempre en busca de esos Evangelios.
Sé que están cerca, pero todavía no los he encontrado. Juro que los buscaré hasta el final de mis días.
En 1945, en un pago cercano a la aldea egipcia de Nag Hammadi, en el Alto Nilo, aparecieron trece Evangelios perdidos encuadernados en cuero. Estaban escritos en copto y mostraban unas enseñanzas de Jesús inéditas para Occidente. Su descubrimiento, mucho más importante que el de los célebres Rollos del mar Muerto en Qumrán, demuestra la existencia de una importante corriente de primitivos cristianos que esperaban el advenimiento de una Iglesia basada en la comunicación directa con Dios y en los valores del espíritu. Hoy se los conoce como Evangelios Gnósticos, y es seguro que copias de los mismos llegaron a Europa a finales de la Alta Edad Media, influyendo en ciertos ambientes intelectuales.
La cueva de Yabal el-Tarif donde murió el padre Leyre en agosto de 1526 estaba a sólo treinta metros del nicho donde se encontraron esos libros.