22.

Busqué al bibliotecario por todas partes. En su pupitre descansaban aún los dos tomos del obispo De la Vorágine que me había mostrado la tarde anterior. Repujados en letras grandes destacaban el nombre del autor y el título latino del libro: Legendi di Sancti Vulgari Storiado. Del otro libro, sin embargo, el de las artes secretas del padre Bacon, no había ni rastro. Si fray Alessandro lo custodiaba en su colección, debía de tenerlo a buen recaudo.

¿Eran imaginaciones mías o el bibliotecario había pretendido desviar mi atención de aquel tratado? ¿Por qué?

Las preguntas se acumulaban. Necesitaba que fray Alessandro me explicara algunas cosas. Sin embargo, por más que lo reclamé en la iglesia, en la cocina o en el edificio de las celdas, nadie supo darme cuenta de su paradero. Tampoco pude insistir demasiado. Con la creciente marea de gente que se arrimaba a Santa Maria para ver de cerca la comitiva fúnebre, no era difícil perder de vista al bibliotecario. Sabía que antes o después me lo toparía de bruces y que entonces me aclararía qué demonios estaba pasando allí.

A eso de las diez de la mañana, la plaza situada frente a la iglesia y todo el camino que separaba Santa Maria del castillo estaban ocupados por una muchedumbre silenciosa. Todos vestían sus mejores galas, y venían provistos de velas y palmas secas que agitarían al paso del féretro de la princesa. No cabía un alfiler en el recorrido. En la iglesia, en cambio, la entrada se había restringido a los invitados y embajadas por expreso deseo del dux. Bajo la tribuna se había erigido una tarima revestida de terciopelo y cruzada de cordones de oro terminados en borlas, en la que el Moro y sus hombres de confianza entonarían sus oraciones. Toda el área estaba bajo la protección de la guardia personal del duque y sólo los monjes de Santa Maria gozábamos de cierta libertad para entrar y salir de ella.

Me dirigí hacia la zona noble de la iglesia no tanto con la esperanza de encontrarme con fray Alessandro como con la idea de ver por primera vez al maestro Leonardo. Si sus ayudantes habían abierto el refectorio esa mañana, era probable que su mentor no anduviera muy lejos de allí.

Mi instinto no falló.

Al toque de las once, un repentino revuelo alteró la calma del templo de Santa Maria. La puerta principal, situada bajo el óculo más grande de todos, se abrió con gran estruendo. Las trompetas del exterior bramaron anunciando la llegada del Moro y su séquito. El aviso arrancó una muda ovación entre los fieles a los que se les había permitido el acceso. Fue entonces cuando una docena de hombres de rostro severo y miradas vacías, cubiertos con largas capas y adornos de piel negra, se adentraron con paso marcial rumbo a la tribuna. Ahí lo vi. Aunque cerraba el grupo, el maestro Leonardo destacaba como Goliat entre los filisteos. Pero no fue su altura lo único que llamó mi atención. El toscano, a diferencia de los brocados de piedras preciosas y mantos de seda que vestían el resto de los caballeros, iba cubierto de blanco de pies a cabeza, lucía unas barbas largas, rubias y bien recortadas que le caían lacias sobre el pecho, y mientras caminaba miraba a uno y otro lado, como si buscara rostros conocidos entre la concurrencia. Bien vista, su figura parecía la de un fantasma de otra época. Y comparada con la del Moro, que iba tres pasos por delante, la piel oscura y los cabellos como el betún cortados a tazón del dux eran lo opuesto al perfil solar del gigante. Todo el mundo reparaba en él. Los gonfalonieros, los portaestandartes de las diferentes casas reales que habían acudido al sepelio, percibían antes su presencia que la del propio Ludovico. Y, sin embargo, el toscano parecía vivir ajeno a todo ello.

– Sed bienvenidos a la casa del Señor -los recibió desde el altar el prior Bandello, rodeado de monjes ataviados para la ocasión. Junto a él se encontraban el arzobispo de Milán, el superior de los franciscanos y una docena de clérigos de la corte.

El Moro y su séquito se persignaron y se situaron sobre la tarima reservada para ellos, casi al tiempo que el grupo de músicos con el blasón de los Sforza penetraba en el templo anunciando la llegada del féretro.

El maestro Leonardo, de pie en la tercera fila de la tarima, miraba con ansiedad a todas partes y anotaba deprisa sabe Dios qué cosas en uno de aquellos taccuini que siempre llevaba consigo. Me pareció que lo mismo vigilaba los rostros de la multitud, que atendía los acordes del órgano de Santa Maria o el flamear de los pendones de las comitivas. Alguien me había dicho que la tarde anterior se había quedado extasiado admirando el vuelo de las cuatrocientas palomas que se liberaron en la plaza del Duomo, y hasta me aseguraron que anotó con deleite las salvas de cañón que el nuncio de Su Santidad ordenó disparar bajo las murallas de. la ciudad en honor a la difunta. Para él todo merecía ser registrado. Todo encerraba los trazos de la ciencia secreta de la vida.

Por supuesto, no fui el único en observar sus movimientos durante la ceremonia. A mi alrededor la gente murmuraba sobre el toscano. Cuanto más me perdía en su mirada azul y su porte majestuoso, más necesidad sentía de conocerlo. El Agorero primero y el padre Bandello después habían acrecentado esa sed que ahora me quemaba por dentro.

Los invitados no ayudaron precisamente a sofocar mis ansias. Bisbiseaban como cotorras acerca de la última obcecación del toscano: terminar un tratado sobre la pintura en el que preveía insultar a poetas y escultores con tal de encumbrar la superioridad de sus pinceles. Su mente privilegiada lo mismo empleaba las horas en distraer al Moro de su dolor, que en diseñar puentes levadizos imposibles, torres de asalto que se moverían sin caballos o grúas para descargar barcos de lana desde los navigli (canales artificiales que cruzan Milán y que en época del Moro servían para el transporte de mercancías).

El de Vinci, abstraído, ignoraba las pasiones que encendía. Ahora parecía garabatear en su cuaderno un boceto del extraño traje que el dux llevaba para la ocasión: un manto de seda negra bellísimo, acuchillado por doquier, quizá dando a entender que lo había rasgado con sus propias manos.

Poco podía imaginar entonces lo cerca que estaba de conversar con el maestro.

Fue el hermano Giberto, el sacristán de Santa Maria, quien me propició aquel primer contacto con el pintor, en medio de una circunstancia tan dramática como inesperada.

Ocurrió mientras fray Bandello pronunciaba la fórmula de la consagración. Aquel mocetón del norte, de mofletes sonrosados y pelo de color calabaza, se me acercó por la espalda y tiró con fiereza de mi hábito.

– ¡Padre Agustín! ¡Escuchadme! -suplicó fray Giberto, desesperado. Sus ojos saltones casi no le cabían en la cara. Los tenía inyectados en sangre-. ¡Acaba de ocurrir algo terrible en la ciudad! ¡Debéis saberlo de inmediato!

– ¿Algo terrible?

Las manos del germano temblaban.

– Es un castigo de Dios -siseó-. ¡Un castigo para quienes desafían al Altísimo…!

El sacristán no tuvo ocasión de terminar. Benedetto, el tuerto cascarrabias confesor del prior, y fray Andrea de Inveruno, con sus ademanes alicaídos, se nos acercaron con idéntico gesto de urgencia:

– Debemos ir de inmediato. ¡Y deprisa!

– ¿Nos acompañáis, padre Agustín? -dijo casi sin fuelle el sacristán-. Creo que vamos a necesitar refuerzos.

Tanta premura me desarmó. No sabía adonde debía acompañarlos ni a qué, pero cuando vi a un paje del dux acercarse a Leonardo y susurrarle algo al oído mientras tiraba de él con expresión alarmada, acepté. Allí acababa de ocurrir algo raro. Grave. Y yo quería saber qué era.

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