28.

El señor, en efecto, no tardó en regresar al patio. Sus sirvientes ya habían hecho desaparecer casi todas las huellas del duelo y la mansión recobraba poco a poco su confortable y desaliñado aspecto.

El padre de María no podía ocultar su satisfacción. Se había aseado y perfumado, y regresaba cubierto con una toga de lana nueva que le llegaba hasta los pies. Saludó a su hija con un cumplido y enseguida me invitó a pasar a su estudio. Quería hablarme en privado.

– Sé que mi trabajo no gusta a los hombres de fe como vos, padre Leyre.

Su primera frase me desconcertó. Aquel sujeto hablaba una mezcla de español y dialecto milanés, que le conferían un halo ciertamente peculiar. En verdad era tan extraño como su estudio; un lugar único, atestado de instrumentos musicales, lienzos y restos de capiteles antiguos.

– ¿Os admira lo que veis? -Su pregunta interrumpió mi examen del lugar-. Dejadme que os lo explique, padre: mi trabajo consiste en rescatar del olvido cosas que nuestros antepasados dejaron bajo tierra. A veces son monedas, otras simples huesos y a menudo efigies de dioses paganos que, según personas como vos, jamás deberían haber vuelto a la luz. Adoro esas esculturas de la Roma imperial. Son hermosas, proporcionadas… perfectas. Y caras. Muy caras. Mi negocio, a qué negarlo, va mejor que nunca.

Jacaranda escanció vino en las copas de plata y me ofreció una, antes de continuar jactancioso:

– Creo que María os habrá dicho que el Santo Padre bendice mis actividades. De hecho, hace años que se reservó el privilegio de ver mis piezas antes que nadie. Las elige desde que era cardenal y las paga generosamente.

– Lo dijo, cierto. Aunque -torcí el gesto-, dudo que me hayáis mandado llamar para ponerme al corriente de vuestros asuntos. ¿O me equivoco?

El señor del palacio dejó escapar una risita cínica.

– Sé muy bien quién sois, padre Leyre. Hace unos días os acreditasteis como inquisidor ante los funcionarios del dux, y pretendisteis presentarle vuestros respetos antes de los funerales por donna Beatrice. Venís de Roma. Os habéis alojado en el convento de Santa Maria y pasáis la mayor parte de vuestro tiempo resolviendo enigmas en latín. Como veis, apenas tenéis secretos para mí, padre.

El anticuario bebió de aquel caldo rojo y con cuerpo antes de matizar:

– Apenas…

– No os entiendo.

– Permitidme que vaya directamente al grano. Parecéis un hombre inteligente y quizá podáis ayudarme a resolver un problema que tenemos en común. Se trata de fray Alessandro Trivulzio, padre.

Al fin sacó a colación la muerte del bibliotecario.

– Mucho antes de que vos llegarais a Milán, él y yo éramos buenos amigos. Incluso podríamos decir que éramos socios. Trivulzio actuaba como intermediario entre algunas familias importantes de Milán y mi negocio. A través de él, les hacía llegar mis ofertas de anticuario sin levantar sospechas entre la curia, y fray Alessandro recibía ciertas compensaciones por ello.

Di un paso atrás.

– ¿Os extraña, padre Leyre? Otros frailes en Bolonia, Ferrara o Siena me ayudan en esta clase de tareas. No matamos a nadie; sólo burlamos prohibiciones y escrúpulos absurdos que, estoy seguro, un día los recordaremos como algo risible, propio de mentes anticuadas. ¿Qué hay de malo en recuperar fragmentos de nuestro pasado y entregarlos a los ricos para su disfrute? ¿Acaso no luce un obelisco egipcio en la plaza de San Pedro de Roma?

– Os estáis metiendo en la boca del lobo, señor -repliqué muy serio-. Os recuerdo que formo parte de esa curia a la que evitáis.

– Ya, ya, pero dejadme continuar. Por desgracia, no es sólo vuestra severa curia la que pone trabas a nuestro trabajo. Como podréis suponer, vendo obras de arte y piezas antiguas a ricas señoras de la corte, aun a espaldas de sus maridos, que tampoco aprueban esta clase de tratos. Fray Alessandro fue clave en algunas de mis operaciones más importantes. Tenía la exquisita habilidad de invitarse a cualquier mansión de Milán con el pretexto de una confesión o unos ejercicios espirituales, y después era capaz de cerrar un trato en las mismas barbas de los nobles lombardos.

– ¿Y qué obtenía a cambio? ¿Dinero?… Permitid que lo dude.

– Libros, padre Leyre. Recibía libros escritos a mano, o impresos, según fuera el valor de la venta. Obras copiadas con delicadeza o fabricadas con planchas modernas en Francia o Alemania. Cobraba en especie, si es que preferís llamarlo así. Toda su obsesión era reunir volúmenes y más volúmenes para la biblioteca de Santa Maria. Aunque supongo que eso ya lo sabíais.

– Lo que no acabo de entender es por qué me contáis esto. Si el hermano Alessandro era vuestro amigo, ¿por qué mancháis su memoria con vuestras confidencias?

– Nada más lejos de mi intención -rió nervioso-. Permitid que os explique algo más, padre: poco antes de morir, vuestro bibliotecario participó en un encargo muy especial. Estaba relacionado con una de mis mejores dientas, así que puse el asunto en sus manos sin dudarlo un minuto. La verdad, era la primera vez que alguien de alcurnia no me pedía la estatua de algún fauno para decorar una villa. Su pedido, por extraño, nos entusiasmó a los dos.

Miré a Jacaranda intrigado.

– Mi dienta sólo necesitaba que le despejara un pequeño enigma, casi doméstico. Como experto en antigüedades, pensó que podría identificar cierto objeto precioso del que poseía una descripción exterior bastante precisa.

– ¿Una joya, tal vez?

– No. Nada de eso. Era un libro.

– ¿Un libro? ¿Como los que vos utilizabais para pagar a…?

– Ése no había sido impreso jamás -me atajó-. Al parecer, se trataba de un antiguo manuscrito de una rareza y un valor excepcionales. Un ejemplar único, cuya existencia había llegado a sus oídos por fuentes bien diversas, y que mi dienta ansiaba poseer más que cualquier otro tesoro en el mundo.

– ¿Y qué libro era ése?

– ¡Nunca lo supe! Únicamente me proporcionó algunos detalles de su aspecto: un tomo de pastas azules, de pocas páginas, con la cubierta remachada por cuatro clavos de oro y el perfil de sus hojas iluminado con el mismo metal precioso. Una pequeña joya con aspecto de breviario, sin duda importada de Oriente.

– Y os pusisteis manos a la obra con ayuda de fray Alessandro -tercié.

– Teníamos dos valiosas pistas que seguir. La primera era la persona a la que mi dienta había oído hablar por primera vez de aquel texto: el maestro Leonardo da Vinci. Por fortuna, vuestro bibliotecario lo conocía bien, y no le sería difícil acceder a él y averiguar si el pintor lo tenía o no en su poder.

– ¿Y la segunda?

– Me entregó un dibujo exacto del libro que debía recuperar.

– ¿Vuestra dienta tenía un dibujo del libro?

– Así es. Figuraba en un juego de naipes muy querido por ella. En una de sus cartas, la que mostraba el retrato de una gran mujer, aparecía representada esa obra. No era gran cosa, cierto, pero muchas veces había iniciado negocios con bastante menos información. En el naipe se identificaba a una religiosa que sostenía ese libro en sus manos. Un libro cerrado, sin título en la cubierta ni ningún otro signo identificativo.

«¿Un libro en un juego de naipes?», me alarmé. «¿No había sido fray Bandello quien me había hablado antes de algo parecido?»

– ¿Puedo preguntaros quién era vuestra dienta? -le interrogué.

– Claro. Por eso precisamente os he convocado a esta reunión: la princesa Beatrice d'Este.

Mis ojos se abrieron de par en par.

– ¿Beatrice d'Este? ¿La esposa del Moro? ¿Queréis decir que fray Alessandro y donna Beatrice se conocían?

– Y mucho. Y ahora, ya lo veis, ambos están muertos.

– ¿Qué insinuáis?

Jacaranda buscó asiento detrás de su escritorio, satisfecho de haber captado toda mi atención:

– Veo que comenzáis a entender mi preocupación, padre Leyre. Decidme, ¿hasta qué punto habéis conocido a meser Leonardo?

– Sólo he hablado con él una vez. Esta mañana.

– Debéis saber que se trata de una persona extraña, la más extravagante y oscura que haya venido jamás a estas tierras. Emplea cada minuto del día en trabajar, leer, dibujar y pensar sobre los asuntos más absurdos que uno pueda imaginar. Lo mismo inventa recetas de cocina con las que divierte al dux, que modela en mazapán máquinas de guerra de aspecto extravagante para sus banquetes. También es un hombre desconfiado. Tiene un gran celo por sus cosas, sus propiedades. Nunca deja que nadie curiosee en sus notas y mucho menos que husmee en su biblioteca, que no es difícil de imaginar grande y valiosa. ¡Incluso escribe de derecha a izquierda, como los judíos!

– ¿De veras?

– No os mentiría sobre algo así. Si quisierais leer alguno de sus cuadernos deberíais recurrir a un espejo. Sólo reflejando en él sus páginas lograríais comprender lo que ha escrito en ellas. ¿No es un ardid endiablado? ¿Quién conocéis vos capaz de escribir invertido, como si tal cosa? Ese hombre, creedme, esconde secretos terribles.

– Sigo sin comprender por qué me contáis esto -insistí.

– Porque… -hizo una pausa teatral-, estoy seguro de que han acabado con nuestro común amigo el padre Alessandro por orden de Leonardo da Vinci. Y creo que la culpa de todo la tiene la posesión de ese maldito libro, el mismo que ambicionó la princesa y que también ha terminado por costarle la vida.

Debí de palidecer.

– ¡Esa es una acusación muy grave!

– Comprobadla -me instó-. Vos sois el único que podéis. Vivís en Santa Maria delle Grazie, pero no estáis vendido al dux como los demás. El prior desea que el monasterio se termine con los dineros del Moro, y dudo que se atreva a arremeter contra su artista favorito y que peligren sus subvenciones. Os invito a resolver este enigma conmigo: conseguid ese libro y no sólo arrojaréis luz sobre las muertes de la princesa y de fray Alessandro, sino que os haréis con pruebas para acusar a Leonardo de asesinato.

– No me gustan vuestros métodos, señor Jacaranda.

– ¿Mis métodos? -rió-. ¿Os habéis fijado en el hombre que he derrotado en duelo?

– ¿Forzetta?

– Ese mismo. Pues os diré algo más de mis métodos: trabajaba para mí. Le ordené que se hiciera con el «libro azul» de la bottega de Leonardo. Forzetta había sido un viejo discípulo del toscano y conocía bien los lugares en los que podría estar escondido.

– ¿Le ordenasteis robar a Leonardo da Vinci?

– Quería resolver este asunto, padre. Pero reconozco mi fracaso. Ese inútil tomó de su estudio una obra distinta: la Divini Platones Opera Omnia. Un libro impreso hace unos años en Venecia, de escasísimo valor. Y pretendió estafarme con él, vendiéndomelo como si fuera el incunable que buscaba.

– Divini Platones… -murmuré-. Conozco esa obra.

– ¿De veras?

Asentí:

– Es la famosa traducción de las obras completas de Platón que hizo Marsilio Ficino para Cosme el Viejo de Florencia.

– Pues el muy bribón asegura que Leonardo la tenía en gran aprecio. Que llevaba días usándola para dar forma a uno de los apóstoles del Cenacolo. ¡Y a mí qué diablos me importa eso! He perdido a un amigo por culpa suya y quiero saber por qué. ¿Me ayudaréis?

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