36.

El buen prior no debió de pegar ojo en toda la noche. Nada más verlo delante de sus monjes, de pie, con los ojos enrojecidos y ojerosos, supuse que la había pasado dándole vueltas al dichoso Oculos ejus dinumera. Casi me dio lástima haberlo cargado con aquella nueva responsabilidad. Y es que, a su obligación de desenmascarar quiénes de entre sus monjes profesaban creencias heréticas, o de determinar qué clase de provocador mensaje se estaba escondiendo en la decoración de su propio refectorio, estaba en esos momentos la de localizar al fraile que había instigado ya varias muertes, convencido de obrar por una causa justa.

Sus hermanos lo miraron desconcertados. El capítulo iba a comenzar.

– Hermanos -el prior lo abrió solemne, en pie, con la voz dura y los puños apretados sobre la mesa-: Hace casi treinta años que vivimos entre estos muros, y nunca hasta ahora nos habíamos enfrentado a una situación como ésta. Dios Nuestro Señor ha puesto a prueba nuestra templanza, permitiéndonos ser testigos de la muerte de dos de nuestros hermanos más queridos y revelándonos que sus almas estaban ennegrecidas por el hedor de la herejía. ¿Cómo creéis que se siente el Padre Eterno al ver nuestra flaqueza? ¿Con qué disposición vamos a rogarle si nosotros, con nuestra actitud, no hemos sido capaces de ver sus errores y hemos permitido que murieran en pecado? Los difuntos que hoy repudiamos comían de nuestro pan y bebían de nuestro vino. ¿No nos hace eso cómplices de sus faltas?

Bandello tomó aire:

– Pero Dios, queridos hermanos, no nos ha abandonado en este trance terrible. En su infinita misericordia, ha querido que esté entre nosotros uno de sus más sapientísimos doctores.

Un murmullo se extendió entre los presentes, mientras el prior me señalaba con su índice.

– Por eso él está aquí -dijo-. He pedido a nuestro ilustre padre Agustín Leyre, del Santo Oficio romano, que nos ayude a comprender los tortuosos senderos por los que discurrimos en estos momentos de dolor.

Me levanté para que pudieran verme, y saludé con una ligera reverencia. En tono conciliador, el prior continuó con su sermón, haciendo verdaderos esfuerzos para no intimidar a sus frailes:

– Todos convivisteis con fray Giberto y fray Alessandro -dijo-. Los conocíais bien. Y, sin embargo, ninguno denunció irregularidades en sus comportamientos, ni supo ver su funesta adscripción al catarismo. Dormíamos tranquilos creyendo que esa doctrina se había apagado hacía más de cincuenta años, y pecamos de soberbia al creer que nunca más volveríamos a enfrentarnos a ella. Y no ha sido así. El mal, queridos hermanos, es reacio a disolverse. Se aprovecha de nuestra ignorancia. Se nutre de nuestra torpeza. Por eso, para prevenirnos de nuevos ataques, he rogado al padre Leyre que nos ilumine sobre la más pérfida de las desviaciones cristianas. Es probable que en sus palabras identifiquéis hábitos y costumbres que tal vez hayáis practicado sin conocer su origen. No temáis: muchos procedéis de familias lombardas cuyos antepasados tuvieron algún contacto con los herejes. Mi firme propósito es que antes de que el sol se ponga, antes de que abandonéis esta sala, abjuréis de todo ello y os reconciliéis con la Santa Iglesia de Roma. Escuchad a nuestro hermano, meditad sus palabras, arrepentíos y pedid confesión. Quiero saber si nuestros difuntos hermanos no fueron los únicos infectados por la peste catara, y tomar las medidas oportunas.

El prior me cedió la palabra, haciéndome un gesto para que me acercara a la cabecera de la mesa. Nadie pestañeó. Los frailes más viejos, Luca, Jorge y Esteban, demasiado ancianos ya para asumir ninguna tarea activa en el convento, estiraron sus cuellos para escucharme. Los demás, lo sé, siguieron mis pasos con auténtico pavor. No tuve más que mirarlos a los ojos.

– Estimados hermanos, laudetur Jesús Christus.

– Amén -respondieron a coro.

– Ignoro, hermanos, hasta qué punto tenéis presente la vida de santo Domingo de Guzmán. -Un murmullo se extendió en la asamblea-. No importa. Hoy será un día excelente para que juntos reavivemos su recuerdo y el de su obra.

Un suspiro de alivio recorrió la mesa.

– Dejadme que os cuente algo. A principios del año mil doscientos, los primeros cátaros se habían extendido por buena parte del Mediterráneo occidental. Predicaban la pobreza, el regreso a las costumbres de los cristianos primitivos y abogaban por una religión simple, que no requería iglesias, ni diezmos o privilegios para los ministros del Señor. Sus seguidores rechazaban el culto a los santos y a la Virgen, como si fueran salvajes o, aún peor, musulmanes. Renegaban del bautismo. Y esas alimañas no titubeaban al afirmar que el creador de este mundo no había sido Dios, sino Satán. ¡Qué perversión de la doctrina! ¿Podéis imaginarlo? Para ellos Yahvé, el Dios Padre del Antiguo Testamento, fue en realidad un espíritu diabólico que lo mismo expulsaba a Adán y Eva del Paraíso que destrozaba ejércitos al paso de Moisés. En sus manos, los hombres apenas éramos marionetas incapaces de discernir el bien del mal. El pueblo llano acogió aquellas calumnias con entusiasmo. Veía en ellas una fe que les disculpaba del pecado y les hacía fácil entender que hubiera tanto sufrimiento en un mundo creado por el Maligno. ¡Qué anatema! ¡Situaban a Dios y al Diablo, al bien y al mal, a la misma altura, con competencias y poderes idénticos!

» La Iglesia -proseguí- quiso corregir a aquellos bastardos desde los púlpitos, pero su remedio no funcionó. Sus cada vez más numerosos simpatizantes se dieron cuenta de lo desproporcionada que era su lucha y la mayoría terminó apiadándose de los herejes, a los que muchos consideraban vecinos ejemplares. Argumentaban que los cátaros les predicaban con el ejemplo, dándoles muestras de humildad y pobreza, mientras que los clérigos se revestían de finas casullas y oropeles para condenarlos desde altares cubiertos de costosos adornos. Así, lejos de desterrar la herejía, lo que consiguió la Iglesia fue extenderla como la peste. Santo Domingo fue el único que comprendió el error y decidió bajar al terreno de los «puros», pues eso significa katharos en griego, para predicarles desde la misma pobreza apostólica que admiraban. El Espíritu Santo lo hizo fuerte. Le dio valor para adentrarse en los bastiones herejes de Francia, allá donde los cátaros eran multitud, donde les replicó uno por uno. Domingo desmontó sus absurdas tesis y proclamó a Dios como único Señor de la creación. Pero incluso semejante esfuerzo fue inútil. El mal estaba muy extendido.

Bandello me interrumpió: también él había estudiado esa historia durante sus años de preparación teológica y sabía que el catarismo no sólo había ganado adeptos entre campesinos y artesanos, sino también entre reyes y nobles que lo consideraron la fórmula perfecta para evitar el pago de impuestos y las cesiones de privilegios a los eclesiásticos.

– Eso es cierto -admití-. No cumplir con los diezmos que la Biblia (Génesis 14, 20. Amos 4, 4. I Macabeos 3, 49) estableció para los sacerdotes era despreciar las leyes de Dios. Roma no podía quedarse cruzada de brazos. A nuestro amado Domingo le preocupó tanto aquella desviación que decidió ponerse manos a la obra. Por eso fundó un grupo de predicadores con los que volver a evangelizar amplios territorios como el Languedoc francés. Hoy somos los herederos de esa orden y de su divina misión. Sin embargo, a su muerte, viendo que era imposible combatir el mal sólo con la palabra, el Papa y las coronas fieles a Roma decidieron poner en marcha una represión militar a gran escala que terminara con los malditos. Sangre, muerte, ciudades enteras pasadas a fuego y cuchillo, persecución y dolor sacudieron durante años los cimientos del pueblo de Dios. Cuando las tropas del Papa entraban en una ciudad en la que se había instalado la herejía, los mataban a todos sin discernir entre cátaros o cristianos. Dios, decían, ya distinguiría a los suyos cuando llegaran al cielo.

Alcé la vista hacia la mesa antes de continuar. Mi silencio debió de sobrecogerlos.

– Hermanos -proseguí-, aquélla fue nuestra primera cruzada. Parece increíble que ocurriera hace menos de doscientos años, y tan cerca de aquí. Entonces no dudamos en alzar las espadas contra nuestras propias familias. Los ejércitos administraron la justicia de las armas, dividieron a los «puros», terminaron con muchos de sus líderes y obligaron a exiliarse a cientos de herejes lejos de las tierras que un día dominaron.

– Y fue así, huyendo de las tropas del Santo Padre, como los últimos cátaros llegaron a la Lombardía -añadió Bandello.

– Arribaron a estas tierras muy debilitados. Y aunque todo apuntaba hacia su extinción, tuvieron suerte: la situación política favoreció la reorganización de los herejes. Os recuerdo que ésa fue la época de luchas entre güelfos y gibelinos. Los primeros defendían que el Papa estaba investido de una autoridad superior a la de cualquier rey. Para ellos, el Santo Padre era el representante de Dios en la Tierra y, por tanto, tenía derecho a un ejército propio y a grandes recursos materiales. Los gibelinos, en cambio, con el capitán Matteo Visconti al frente, rechazaban esa idea y defendían la separación del poder temporal y el divino. Roma, decían, debía ocuparse sólo del espíritu. Lo demás era tarea de reyes. Por eso no extrañó a nadie que los gibelinos acogieran a los últimos cátaros en la Lombardía. Era otra forma de desafiar al Papa. Los Visconti los apoyaron en secreto, y más tarde los Sforza continuaron con esa política. Es casi seguro que Ludovico el Moro aún sigue esas directrices, y por eso esta casa que hoy descansa bajo su protección se ha convertido en refugio de esos malditos.

Nicola di Piadena se puso en pie para pedir la palabra.

– Entonces, padre Leyre, ¿acusáis a nuestro dux de ser gibelino?

– No puedo hacerlo formalmente, hermano -repliqué, esquivando su venenosa pregunta-. No sin pruebas. Aunque si sospecho que alguno de vosotros las oculta, no dudaré en recurrir a un tribunal de oficio, o al tormento si fuera necesario, para obtenerlas. Estoy decidido a llegar hasta las últimas consecuencias.

– ¿Y cómo pensáis demostrar que existen «hombres puros» en esta comunidad? -saltó fray Jorge, el limosnero, escudado tras sus envidiables ochenta años-. ¿Pensáis torturar vos mismo a todos estos hermanos, padre Leyre?

– Os explicaré cómo lo haré.

Hice un gesto para que Matteo, el sobrino del prior, acercara a la mesa una jaula de mimbre en la que había encerrado un pollo de corral. Se la había pedido minutos antes de empezar el capítulo. El animal, desconcertado, miraba a todas partes.

– Como sabéis, los cátaros no comen carne y rehusan matar ningún ser vivo. Si vos fuerais un bonhomme, y yo os diera un pollo como éste y os pidiera que lo sacrificarais delante de mí, os negaríais a hacerlo.

Jorge se sonrojó al verme tomar un cuchillo y levantarlo sobre el ave.

– Si uno de vosotros se negara a matarlo, sabrá que lo habré reconocido. Los cátaros creen que en los animales habitan las almas de humanos que murieron en pecado y que regresan así a la vida para purgarlos. Temen que al sacrificarlos estén quitándole la vida a uno de los suyos.

Sujeté al pollo con fuerza sobre la mesa, estiré su cuello para que todos pudieran verlo, y cedí el cuchillo a Giuseppe Boltraffio, el monje que tenía más cerca. A un gesto mío, su filo segó en dos el cuello del animal, salpicando de sangre nuestros hábitos.

– Ya lo veis. Fray Giuseppe -sonreí con ironía- está libre de sospecha.

– ¿Y no conocéis un método más sutil de detectar a un cátaro, padre Leyre? -protestó Jorge, horrorizado por el espectáculo.

– Claro que sí, hermano. Hay muchas formas de identificarlos, pero todas son menos concluyentes. Por ejemplo, si les mostráis una cruz, no la besarán. Creen que sólo una Iglesia satánica como la nuestra es capaz de adorar al instrumento de tortura en el que pereció Nuestro Señor. Tampoco les veréis venerar reliquias, ni mentir, ni tampoco temer a la muerte. Aunque, claro, eso es sólo en el caso de los parfaits.

– ¿Los parfaits? -Algunos frailes repitieron el término francés con extrañeza.

– Los perfectos -aclaré-. Son quienes dirigen la vida espiritual de los cátaros. Creen que observan la vida de los apóstoles como no sabe hacerlo ninguno de nosotros; rechazan cualquier clase de propiedad, porque ni Cristo ni sus discípulos la tuvieron. Son los encargados de iniciar a los aspirantes en el melioramentum, una genuflexión que deberán realizar cada vez que se encuentren con un parfait. Sólo ellos dirigen los apparellamentum, confesiones generales en las que los pecados de cada hereje son expuestos, debatidos y perdonados públicamente. Y, por si fuera poco, sólo ellos pueden administrar el único sacramento que reconocen los cátaros: el consolamentum.

– iConsolamentum?. -volvieron a murmurar.

– Servía a la vez de bautismo, comunión y extremaunción -expliqué-. Se administraba mediante la colocación de un libro sagrado sobre la cabeza del neófito. Nunca era la Biblia. A ese acto lo consideraban un «bautismo del espíritu» y quien merecía recibirlo dicen que se convertía en un «verdadero» cristiano. En un consolado.

– ¿Y qué os ha hecho pensar que el sacristán y el bibliotecario fueron consolados? -preguntó fray Stefano Petri, el risueño tesorero de la comunidad, siempre satisfecho de llevar con éxito los asuntos materiales de Santa María-. Si me permitís la observación, jamás les vi abjurar de la cruz, ni creo que fueran bautizados mediante la imposición de un libro sobre sus cabezas.

Algunos frailes asintieron a su alrededor.

– En cambio, hermano Stefano, sí los visteis hacer ayunos extremos, ¿no es cierto?

– Todos los vimos. El ayuno eleva el espíritu.

– No en su caso. Para un cátaro, los ayunos extremos son una vía para ganar el consolamentum. En cuanto a lo de la cruz, conviene no confundirse. A los cátaros les basta con limar los extremos de cualquier crucifijo latino, haciéndolo más romo, para poder llevarlo al cuello sin problemas. Si su cruz es griega, o incluso paté, la toleran. Seguramente, hermano Petri, también los visteis rezar el Pater Noster con vosotros. Pues bien: ésa es la única oración que admiten.

– Sólo dais argumentos circunstanciales, padre Leyre -replicó Stefano antes de tomar asiento.

– Es posible. Estoy dispuesto a admitir que fray Alessandro y fray Giberto sólo eran simpatizantes a la espera del bautismo. Sin embargo, eso no los exime del pecado. No olvido tampoco que el hermano bibliotecario se prestó a colaborar con el maestro Leonardo en su Ultima Cena. Quiso ser retratado como Judas en el centro de una obra sospechosa, y creo saber por qué.

– Decidlo -murmuraron.

– Porque, para los cátaros, Judas Iscariote fue un siervo del plan de Dios. Creen que obró bien. Que delató a Jesús para que así se cumplieran las profecías y pudiera dar su vida por nosotros.

– Entonces, ¿sugerís acaso que Leonardo también es un hereje?

La nueva pregunta de fray Nicola de Piadena hizo sonreír de satisfacción al padre Benedetto, que poco después se ausentó de la mesa para vaciar su vejiga en el patio.

– Juzgad vos mismo, hermano: Leonardo viste de blanco, no come carne, es seguro que jamás daría muerte a un animal, no se le conoce relación carnal alguna y, por si fuera poco, en vuestro Cenacolo ha omitido el pan de la comunión y ha colocado una daga, un arma, en la mano de san Pedro, indicando dónde cree él que está la Iglesia de Satán. Para un cátaro, sólo un siervo del Maligno empuñaría un acero en la mesa pascual.

– Y, sin embargo, el maestro Da Vinci ha respetado el vino -observó el prior.

– ¡Porque los cátaros beben vino! Pero fijaos bien, padre Bandello: en lugar del cordero pascual que según los Evangelios era el alimento que se consumió en aquella velada, el maestro ha pintado pescado. ¿Y sabéis por qué?

El prior negó con la cabeza. A él me dirigí:

– Recordad lo que vuestro sobrino escuchó de boca del sacristán antes de morir: los cátaros no aceptan ningún alimento que proceda del coito. Para ellos, los peces no copulan, así que pueden comerlos.

Un murmullo de admiración se extendió por la sala. Los monjes seguían boquiabiertos mis explicaciones, atónitos por no haber detectado antes aquellas herejías en el muro de su futuro refectorio.

– Ahora, hermanos, necesito que uno a uno respondáis a mi cuestión -dije mudando mi tono descriptivo por otro más severo-. Haced examen de conciencia y responded ante vuestra comunidad: ¿alguno de vosotros ha seguido, por voluntad propia o ajena, alguna de las pautas de comportamiento que os he descrito?

Vi a los frailes contener la respiración.

– La Santa Madre Iglesia será misericordiosa con quien abjure de sus prácticas antes de abandonar esta asamblea. Después, el peso de la justicia caerá sobre él.

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