39.

Roma, días más tarde.


– Debemos darnos prisa. Pronto serán las doce.

Giovanni Annio de Viterbo jamás abandonaba su palacete de la ribera oeste del Tíber sin su coche de caballos y su fiel secretario Guglielmo Ponte. Era uno más de los privilegios que la comadreja había merecido de Su Santidad Alejandro VI. Sin embargo, tanto boato le nublaba la razón. Annio de Viterbo era incapaz de sospechar que el joven Guglielmo, además de culto y refinado, era sobrino del padre Torriani. Y mucho menos que serían sus ojos los que iluminarían a Betania sobre las actividades de uno de los personajes más ambiguos y tramposos que recuerdan los siglos.

– ¡Las doce! -repitió-. ¿Me has oído? ¡Las doce!

– No tenéis de que preocuparos -respondió Guglielmo, cortés-. Llegaremos a tiempo. Vuestro cochero es muy rápido.

Nunca había visto a la comadreja tan nerviosa. Las prisas eran raras en alguien como él. Desde que se afincara en las inmediaciones de las estancias Borgia por expreso deseo de Su Santidad, Annio campaba por Roma como si la ciudad fuera suya. No debía explicaciones a nadie. Sus horas de entrada y de salida no vulneraban ningún protocolo; todo lo que él hacía era dado por bueno. Las malas lenguas decían que sus prerrogativas las ganó gracias a las ansias del Pontífice por ilustrar su antiquísima, nobilísima y divinísima extirpe familiar con cuentos que justificaran su grandeza. Y era cierto que Annio había sabido contárselos como ningún otro. Del Papa valenciano llegó a predicar cosas increíbles. Se inventó que era descendiente del dios Osiris, que visitó Italia en la noche de los tiempos para enseñar a sus habitantes a roturar sus tierras, a fabricar cerveza e incluso a podar los árboles. Siempre apoyaba sus mentiras en textos clásicos, y a menudo recitaba pasajes enteros de Diodoro de Sicilia para justificar su extraña obsesión por la mitología de los faraones.

Ni Betania ni el Santo Oficio pudieron nunca atajar tales fantasías. El Papa adoraba a aquel charlatán. Incluso compartía con él su odio visceral contra el esplendor de las cultas cortes de Florencia o Milán, en cuyas bibliotecas la comadreja veía una seria amenaza a sus ideas descabelladas. Sabía que las traducciones de Marsilio Ficino de textos atribuidos al gran dios egipcio Hermes Trismegisto, también conocido como Toth, el dios de la Sabiduría, echaban por tierra la mayor parte de sus invenciones. Ni hablaban de la visita de Osiris a Italia, ni vinculaban los montes Apeninos a Apis, ni la ciudad de Osiricella a una remotísima visita de ese dios a los alrededores de Treviso.

Hasta aquel día, Guglielmo imaginaba que sólo el recuerdo de Ficino era capaz de sacar de quicio al maestro Annio. Pero era evidente que estaba equivocado.

– ¿Has visto ya la decoración de los apartamentos del Papa?

Guglielmo negó con la cabeza. Llevaba un buen rato absorto en el repiqueteo de los cascos de los caballos contra los adoquines, tratando de imaginar adonde iba tan aprisa la comadreja.

– Yo te los mostraré -le dijo entusiasta-. Hoy, Guglielmo, conocerás al gran artífice de esas pinturas.

– ¿De veras?

– ¿Acaso te he mentido alguna vez? Si hubieras visto las escenas de las que te hablo, entenderías lo importantes que son. Muestran al dios Apis, el buey sagrado de los egipcios, como el icono profético de los tiempos que vivimos. ¿O no te has fijado que en el escudo de nuestro Papa también hay un buey?

– Un toro… diréis.

– ¿Y qué más da? ¡Lo importante es el símbolo, Guglielmo! Junto a Apis también está representada la diosa Isis. Es solemne como la reina católica de España, y aparece sentada en su trono celeste con un libro abierto en el regazo, enseñando a Hermes y a Moisés las leyes y las ciencias. ¿Puedes imaginártelo?

Guglielmo cerró los ojos, como si se concentrara en las palabras de su maestro.

– Lo que quieren decir esos frescos, querido, es que Moisés recibió de Egipto todo su saber, y que de él lo hemos heredado los cristianos. ¿Comprendes la genialidad del arte? ¿Entiendes ahora la sublime enseñanza de lo que te estoy diciendo? Nuestra fe, querido Guglielmo, procede de allá, del remoto Egipto. Igual que la familia de nuestro Papa. Incluso los Evangelios dicen que Jesús huyó a ese país para librarse de Herodes. ¿No lo entiendes? ¡Todo procede del Nilo!

– ¿También la persona con la que estáis citado, maestro?

– No. Ella no. Pero sabe mucho de ese lugar. Me ha conseguido muchas cosas de ese paraíso de sabiduría.

Annio enmudeció. Hablar de los orígenes egipcios del cristianismo le provocaba sensaciones contradictorias. Por un lado le reconfortaba saber que cada día había más sabios que, como aquel Leonardo de Milán, conocían el secreto y lo plasmaban en obras como la Maesta, que narraba un encuentro plausible entre Juan y Jesús durante su huida al país de los faraones; por otro, una divulgación imprudente de esas verdades podría poner en peligro la estabilidad moral de la Iglesia y hacerle perder algunos de sus privilegios. ¿Cómo iba a reaccionar el pueblo cuando supiera que Cristo no fue el único hombre-dios que volvió de entre los muertos? ¿Acaso no formularían preguntas incómodas al conocer los enormes paralelismos entre su vida y la de Osiris? ¿No interrogarían al Papa con acusaciones molestas, señalando a los Padres de la Iglesia como vulgares copistas de una historia sagrada que no les pertenecía?

Nanni se removió en su asiento.

– ¿Sabes, Guglielmo? Toda la sabiduría oculta en los frescos de palacio no es nada comparado con la que hoy espero recibir.

El asistente bajó la mirada, temiendo que su maestro descubriera la curiosidad que sus palabras le producían.

– Si me entrega lo que de él espero, tendré la llave de cuanto os he contado. Lo sabré todo…

Annio calló al notar que el coche perdía velocidad. Echó un vistazo a través de las cortinas y vio que estaban fuera de Roma, muy cerca de su destino.

– Creo que estamos llegando, padre Annio -anunció su asistente.

– Magnífico. ¿Distingues a alguien que esté esperándonos?

Guglielmo sacó la cabeza del carro para curiosear la enorme fachada encalada de El Gigante Verde, una posada de las afueras famosa por ser punto de encuentro tanto de peregrinos como de fugitivos de la justicia. En efecto. Un caballero solitario enfundado en una capa marrón los saludaba desde la puerta del establecimiento.

– Hay un hombre que parece haberos reconocido -dijo.

– Entonces debe de ser él. Oliverio Jacaranda. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.

– ¿Jacaranda? -El joven asistente titubeó-. ¿Lo conocéis, maestro?

– Oh, sí. Es un viejo amigo. No tienes de que preocuparte.

– Con el debido respeto, maestro: éste no es un lugar especialmente seguro para alguien como vos. Si os reconocieran, podríamos ser asaltados o quién sabe si secuestrados…

Annio sonrió divertido. Guglielmo ignoraba cuántas veces había estado cerrando negocios en ese mismo lugar. Y es que, desde mucho antes de ocupar su cargo protocolario junto a Alejandro VI, El Gigante Verde había sido uno de sus «despachos» favoritos. Los dueños lo conocían bien y lo respetaban. No tenía nada que temer. En sus mesas, estatuas, pinturas, estelas antiguas, escritos, ropas, perfumes y hasta ajuares funerarios completos se habían trocado por suculentas bolsas de oro de los tesoros pontificios. Jacaranda era uno de sus mejores proveedores. Las piezas que le había comprado lo habían hecho escalar más de un peldaño en su carrera. Por eso, si el español había regresado a Roma y había pedido verlo con urgencia, era porque tenía algo importante que ofrecerle.

Al poner pie en tierra, Annio tembló de emoción: ¿habría conseguido al fin el viejo tesoro? ¿Traería la pieza final que tanto había ambicionado?

La fértil imaginación del maestre se desbocó. Mientras Guglielmo abría la puerta del coche para que descendiera, la comadreja se regocijaba pensando en lo cerca que estaba el más grande de sus éxitos. ¿Para qué si no le habría hecho ir hasta allí su fiel «conseguidor»?

Jacaranda llegaba en un momento más que oportuno. La tarde anterior, Nanni había vuelto a reunirse con el general de los dominicos, el cascarrabias de Gioacchino Torriani, para escuchar de sus labios las últimas novedades sobre aquel asunto de La Última Cena. En audiencia privada con Su Santidad Alejandro VI, admitió haber encontrado el mensaje oculto tras aquel impresionante mural. «Leonardo -dijo- ha escondido entre sus personajes una frase, una invocación escrita en una lengua extraña que ahora nos proponemos descifrar. Una carta recibida desde Milán nos ha resuelto el misterio.»

Torriani entonó aquella sentencia ante el Papa y la comadreja. Nadie entendió una palabra. Sin embargo, a Nanni la oración escondida en el Cenacolo le resultó inequívocamente egipcia.

– Mut-nem-a-los-noc -susurró.

¿Acaso no estaba claro su origen? ¿No citaba por ventura a la diosa Mut, esposa de Amón, reina de Tebas? ¿No resultaba providencial que Oliverio Jacaranda, un auténtico experto en jeroglíficos, llegara casi al tiempo que aquel mensaje? ¿Acaso no lo había mandado Dios mismo para ayudarle a resolver aquel acertijo y ganarse así el respeto eterno del Papa?

Sí. La providencia, pensó, estaba de su lado.

Frente a las caballerizas de El Gigante Verde, Jacaranda besó el anillo de Annio y lo invitó a pasar al interior del establecimiento. Hablarían del viejo tesoro y del jeroglífico.

Guiado hasta el vientre de la posada, la comadreja tomó asiento en uno de sus pequeños reservados. Fue una suerte inesperada para Betania que Guglielmo tuviera acceso a lo que se habló allá dentro.

– Mi querido Nanni -dijo el español, ya apoltronado en su asiento mientras se servía una generosa jarra de cerveza-, espero no haberos asustado con esta repentina visita.

– Todo lo contrario. Sabéis que siempre las aguardo con impaciencia. Es una lástima que no os prodiguéis más por esta corte, en la que tanto se os valora.

– Es mejor así.

– ¿Mejor?

Oliverio decidió no dar más rodeos:

– Esta vez traigo noticias que no os complacerán -dijo.

– Vuestra sola visita me complace. Qué más puedo pedir.

– El viejo tesoro, naturalmente.

– ¿Y bien?

– Se resiste a caer en mis manos.

Annio torció el gesto. Sabía que conseguir aquella pieza no iba a ser fácil. A fin de cuentas, su tesoro había llegado a Italia hacía ya más de cien años y llevaba demasiado tiempo de mano en mano, esfumándose en los momentos más inesperados. No era una joya, ni una reliquia venerable, ni nada que satisficiera los costosos gustos de un rey. Su tesoro era un libro. Un viejo tratado oriental, encuadernado en tafilete y atado con correas de cuero, con el que esperaba encontrar la verdad sobre la resurrección del Mesías y su vínculo con la poderosa y ancestral magia egipcia. [16] (Y Leonardo era, que supieran ambos, su último poseedor. De hecho, la mejor prueba estaba en la misteriosa frase que el padre Torriani había encontrado en su Cenacolo. Una invocación egipcia como no podía proceder de otra fuente.

– Me decepcionáis, Oliverio -resopló la comadreja-. Si no lo traéis con vos, ¿para qué me habéis citado?

– Os lo explicaré: no sois el único que ambiciona ese tesoro, maestro Annio. Incluso la princesa d'Este lo deseó antes de perder la vida.

– ¡Eso es agua pasada! -protestó-. Sé que la muy ingenua recurrió a vos, pero ahora está muerta. ¿Qué os detiene, entonces?

– Hay alguien más, maestro.

– ¿Otro competidor? -La comadreja se encendió. El marchante parecía amedrentado-. ¿Qué es lo que queréis, Jacaranda? ¿Más dinero? ¿Es eso? ¿Os ha ofrecido más dinero y venís a subirme vuestros honorarios?

El español sacudió la cabeza. Su cara redonda y sus ojos amoratados denotaban una gravedad rara vez vista en él.

– No. No se trata de dinero.

– Entonces, ¿qué?

– Necesito saber a quién me enfrento. Quien busca vuestro tesoro está dispuesto a matar para conseguirlo.

– ¿A matar, decís?

– Hace casi diez días acabó con la vida de uno de mis intermediarios: el bibliotecario del monasterio de Santa María delle Grazie. ¿Y sabéis? El muy bastardo ha seguido eliminando a cuantos han mostrado interés por vuestra obra. Por eso he venido a veros: para que me aclaréis a quién me enfrento.

– Un asesino… -La comadreja dio un respingo.

– No es un criminal cualquiera. Es un hombre que firma sus crímenes; se burla de nosotros. En la iglesia de San Francesco ha terminado con la vida de varios peregrinos y siempre ha dejado con los cadáveres una baraja del tarot Visconti-Sforza a la que sólo le faltaba una carta.

– ¿Una carta?

– La sacerdotisa. ¿Lo entendéis ya?

Annio enmudeció.

– Así es, Nanni. El mismo naipe que tanto donna Beatrice como vos me entregasteis para llegar hasta vuestro tesoro.

Oliverio apuró un nuevo trago de su cerveza, que descendió veloz por su garganta, humedeciéndola. Luego prosiguió:

– ¿Sabéis lo que pienso? Que el asesino sabe de nuestro interés por el libro de la sacerdotisa. Creo que la elección de esa carta no es casual. Nos conoce, y nos eliminará también a nosotros si estorbamos en su camino.

– Está bien, está bien -la comadreja parecía turbada-. Decidme, Oliverio, ¿esos peregrinos asesinados en San Francesco también buscaban mi tesoro?

– He hecho algunas averiguaciones entre la policía del Moro y puedo aseguraros que no eran unos peregrinos cualesquiera.

– ¿Ah no?

– El último fue identificado como el hermano Giulio, un antiguo perfecto cátaro. Lo supe poco antes de partir a veros. La policía de Milán está desconcertada. Al parecer, ese Giulio fue rehabilitado por el Santo Oficio hace algunos años, después de que hubiera regentado una importante comunidad de perfectos en Concorezzo.

– ¿Concorezzo? ¿Estáis seguro?

Jacaranda asintió.

El anticuario no percibió el escalofrío que recorrió la espina dorsal del viejo maestro. El mercader ignoraba que aquella aldea situada a las afueras de Milán, al nordeste de la capital, había sido uno de los principales reductos cátaros de la Lombardía y el lugar en el que, según todas las fuentes, se había custodiado durante más de doscientos años el libro que Annio ambicionaba conseguir. Todo encajaba: las sospechas de Torriani sobre la filiación catara de Leonardo, los perfectos asesinados en Milán, la frase egipcia en el Cenacolo. Si no se engañaba, el origen de todo había que buscarlo en aquel tesoro: un texto de enorme valor teológico y mágico, preñado de referencias ocultas a las enseñanzas que Cristo entregó a la Magdalena tras su resurrección. Un legajo que evidenciaba los impresionantes paralelismos entre Jesús y Osiris, que resucitó gracias a la magia de su consorte Isis, la única que estuvo cerca de él en el momento de su regreso a la vida.

El Santo Oficio había invertido décadas en hacerse con semejante tratado. Lo más que pudieron determinar fue que una copia, tal vez incluso la única existente, debió salir de Concorezzo y acabar en las manos de Cosme el Viejo, durante el Concilio de Florencia de 1439. Y que jamás regresó. De hecho, sólo una oportuna indiscreción de Isabella d'Este, la hermana de donna Beatrice, durante los fastos de coronación del papa Alejandro en 1492 le hizo saber que el libro había estado en Florencia en poder de Marsilio Ficino, el traductor oficial de los Médicis, y que éste se lo regaló a Leonardo da Vinci poco antes de que partiera hacia Milán. No era, pues, improbable que los concorezzanos supieran también de esas noticias y quisieran recuperar su obra.

– Decidme entonces, padre Annio -preguntó Jacaranda sacando al prelado de sus reflexiones-, ¿por qué no me explicáis qué hace tan peligroso a ese libro?

Annio encontró la desesperación impresa en las arrugas de su viejo amigo y comprendió que no tenía elección.

– Es una obra extraordinaria -dijo al fin-. Recoge el diálogo que mantuvieron Juan y Cristo en los cielos acerca de los orígenes del mundo, la caída de los ángeles, la creación del hombre y las vías que tenemos los mortales para lograr la salvación de nuestra alma. Fue escrito justo después de la última visión que tuvo el discípulo amado antes de morir. Dicen que es una narración lúcida, intensa, que muestra detalles de la vida ultraterrena y el orden de lo creado a los que jamás accedió ningún otro mortal.

– ¿Y por qué creéis que una obra así ha interesado a Leonardo? Ese hombre es muy poco amigo de la teología…

La comadreja levantó su índice para callar a Jacaranda:

– El verdadero título del «libro azul», querido Oliverio, os lo dirá todo. Sólo debéis escucharme. Hace doscientos años, Anselmo de Alejandría lo reveló en sus escritos: lo llamó Interrogatio Johannis o La Cena Secreta. Y por la información de que dispongo, Leonardo ha utilizado los misterios contenidos en sus primeras páginas para ilustrar la pared del refectorio de los dominicos. Ni más, ni menos.

– ¿Y ése es el libro que aparece en el naipe de la sacerdotisa?

Nanni asintió.

– Y su secreto ha sido reducido por Leonardo a una sola frase que quiero que me traduzcáis.

– ¿Una frase?

– En egipcio antiguo. Dice: Mut-nem-a-los-noc. ¿La conocéis?

Oliverio sacudió la cabeza.

– No. Pero os la traduciré. Descuidad.

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