20.

Bernardino casi no se atrevía a mirar por encima del caballete. Aunque ya no era un adolescente y había superado de lejos el umbral de los treinta, esa clase de trabajos lo ponían nervioso. Jamás conoció mujer, tal vez era el único del gremio que no lo había hecho, y a Dios juró que nunca lo haría. Se lo había prometido también a su padre nada más cumplir los catorce, y aun antes a su maestro al ingresar como aprendiz en la bottega más prestigiosa de Milán. Sin embargo, ahora se arrepentía. Y es que la hija de los Crivelli llevaba dos semanas poniendo a prueba su débil naturaleza. Desnuda, con sus rizos de oro cayéndole por los costados, erguida en el borde del sofá y con su mirada azul clavada en el techo, aquella condesita de dieciséis años era la viva imagen del deseo. Cada vez que abandonaba su mueca de ángel y clavaba sus ojos en él, Bernardino se sentía morir.

– Maestro Luini -la voz de donna Lucrezia le habló en sordina, como si también ella se le insinuara-, ¿cuándo creéis que estará el retrato de la niña?

– Pronto, señora condesa. Muy pronto.

– Recordad que el plazo de nuestro contrato expira la semana que viene -insistió.

– Bien que lo sé, señora. No existe en mi vida fecha tan presente como ésa.

La madre de la Afrodita vigilaba a menudo las sesiones de Posado. No es que desconfiara de Bernardino, un hombre de reputación intachable al que rara vez se le veía trabajar fuera de un convento, pero había oído tanto sobre la voracidad de los canónigos y hasta de la del propio Papa, que no estimaba de más supervisar aquellas veladas. Además, Bernardino era un varón de gran atractivo, tal vez algo afeminado, y el único gentilhombre al que su marido dejaba entrar en casa sin temer por su honor. El conde tenía sobradas razones para recelar: los rumores de una relación sentimental entre su bellísima esposa y el dux llevaban tiempo en boca de todos. Lucrezia era la deseada. La mujer liberada a la que toda novedad le excitaba. Y Elena, su hija, se perfilaba ya como su digna sucesora.

– ¿Verdad que es hermosa? -observó con orgullo la condesa-. Esas manzanas que tiene por pechos, tan firmes, tan duras… No os podéis imaginar, maestro, cuántos hombres han enloquecido por ellas.

«¿Enloquecido?» El pintor contuvo a duras penas el temblor del pincel. Su tela ya recogía casi todos los detalles del cuerpo de Elena: aunque la había imaginado con cabellos más oscuros y largos, una cascada de éstos acariciaba su vientre hasta tapar aquel maravilloso rincón de placeres a los que el artista había renunciado.

– Lo que no entiendo, maestro, es por qué habéis elegido el tema de la Magdalena para retratar a mi hija, precisamente ahora. Es como si quisierais llamar la atención del Santo Oficio. Además, todas las Magdalenas son mujeres afligidas, tétricas. Y no se qué me parece esa horrible calavera entre sus manos…

Bernardino depositó el pincel sobre la paleta y se volvió hacia donna Lucrezia. La luz de la tarde iluminaba su diván, dando relieve a formas que le resultaban vagamente familiares: las mechas rubias y sinuosas eran idénticas a las de Elena; los pómulos marcados, exactos, los mismos labios húmedos y carnosos.

Y otros pechos grávidos latían bajo un corpiño ajustadísimo de tela holandesa. Viéndola allí tumbada podía entender el apetito desmedido del Moro por semejante beldad. Hasta era lógico que su parloteo sobre la Inquisición le pasara desapercibido.

– Condesa -dijo-, os recuerdo que vos disteis libertad a meser Leonardo para que dispusiera el tema y os enviara al discípulo de su elección.

– Sí. Es una lástima que el maestro esté tan ocupado con ese dichoso Cenacolo.

– ¿Qué puedo deciros yo? Meser me pidió que os pintara una Magdalena, y eso hago. Además, viniendo de él, el tema elegido debería enorgullecer a vuestra familia.

– ¿Enorgullecer? ¿No fue María Magdalena una puta? -exclamó-. ¿Por qué no ha podido encargar un retrato al natural como el que vuestro maestro pintó para mí? ¿Por qué insistir en estigmatizar a mi familia con una sombra que lleva siglos persiguiéndonos?

Bernardino Luini calló. La familia Crivelli era un clan de origen veneciano venido a menos que ahora, confiando en la destreza del taller de Leonardo, creía posible encontrar un buen partido para su hija gracias a un retrato que ensalzara sus virtudes. Y con una Magdalena así, no les iba a resultar difícil. De hecho, había sido su magra economía, y no su criterio, lo que había dejado vía libre al maestro para elegir el tema del lienzo. Y no desaprovechó su oportunidad. Bernardino guardó su sorna al recordar la astucia del toscano. Donna Lucrezia llevaba años posando en su bottega del corso Magenta, dando vida a algunas de sus tablas más notables. Si ahora había accedido a pintar a su hija como la favorita de Jesús era porque pronto pensaba iniciarla en sus misterios.

No en vano, Lucrezia era la última exponente de una larga extirpe de mujeres a las que se creía herederas de la auténtica María de Magdala. Una saga de hembras de rasgos claros y suaves, que llevaban generaciones inspirando a poetas y pintores y que no siempre habían sido conscientes de la herencia que transmitían.

Luini dio un par de pinceladas más tratando de evitar la sonrisa contagiosa de Elena. Luego, meditabundo, retomó su conversación:

– Creo que os precipitáis en vuestro juicio, señora. María Magdalena… Santa María Magdalena -corrigió sobre la marcha- fue una mujer valiente como pocas. La llamaron casta meretrix y a diferencia del resto de los discípulos, que, salvo Juan, huyeron de Jerusalén cuando crucificaron a Nuestro Señor, ella lo acompañó hasta el mismo pie del Gólgota. Ahí, señora, tenéis el porqué de la calavera que sostiene vuestra hija. Pero, además, la Magdalena fue la primera a la que se le apareció Jesucristo después de resucitado, demostrando el profundo cariño que sentía por ella.

– ¿Y por qué creéis que hizo algo así?

Luini sonrió satisfecho:

– Para premiarla por su valor, naturalmente. Muchos creemos que Jesús resucitado confió entonces a la Magdalena un gran secreto. María le había demostrado que era merecedora de esa distinción, y nosotros, cada vez que la pintamos, tratamos también de acercarnos a aquella revelación.

– Ahora que lo mencionáis, también yo he oído a meser Leonardo hablar de ese secreto, aunque evita dar demasiadas explicaciones sobre él. Ciertamente, vuestro maestro es un hombre lleno de enigmas.

– A la inteligencia, señora, muchos la consideran un misterio. Tal vez un día decida contároslo. O quizá escoja a vuestra hija para hacerlo…

– Todo podría ser con ese hombre. Lo conozco desde que llegó a Milán en 1482, y nunca han dejado de sorprenderme sus intrigas. Es tan imprevisible…

Lucrezia se detuvo un instante, como si su mente repasara viejos recuerdos. Luego preguntó con vivo interés:

– ¿No conoceréis vos, por ventura, el secreto de la Magdalena?

Luini devolvió la mirada al lienzo.

– Pensad en esto, señora: la verdadera enseñanza de Cristo a los hombres sólo pudo llegar después de que el Señor superara el trance de la Pasión y resucitara con la ayuda del Padre Eterno. Sólo entonces, tuvo certeza absoluta de la existencia del Reino de los Cielos. Y cuando regresó de entre los muertos, ¿a quién encontró primero? A María Magdalena, la única que tuvo el valor de esperarlo, aun contraviniendo las órdenes del sanedrín y de los romanos.

– Las mujeres siempre hemos sido más valientes que los varones, maestro Luini.

– O más imprudentes…

Elena seguía muda, asistiendo divertida a la conversación. De no ser por la chimenea bien cargada que tenía justo detrás, haría rato que habría cogido un buen resfriado.

– Admiro tanto como vos la tenacidad de las mujeres, condesa dijo Bernardino, volviendo a tantear el pincel-. Por eso es bueno que sepáis que María Magdalena disfrutó, a partir de aquella revelación, de virtudes aún más notables.

– ¿Ah sí?

– Si algún día se os revelan, veréis con cuánta fidelidad se reflejan en el retrato de vuestra Elena. Entonces quedaréis más que satisfecha con este lienzo.

– Meser Leonardo nunca me habló de tales virtudes.

– Meser Leonardo es muy prudente, señora. Las bondades de la Magdalena son asunto delicado. Incluso asustaron a los discípulos en tiempos de Nuestro Señor. ¡Ni los evangelistas quisieron contarnos demasiadas cosas sobre ellas!

La mirada de la condesa centelleó maliciosa:

– ¡Natural! ¡Porque era una puta!

– María jamás escribió una línea. Ninguna mujer de aquel tiempo lo hizo -prosiguió el maestro Luini, ignorando sus provocaciones-. Por eso, quien quiera saber de ella debe seguir los pasos de Juan. Como os he dicho, el amado fue el único que estuvo a la altura de las circunstancias cuando crucificaron a Cristo. Quien admira a la Magdalena, también admira a Juan y tiene su evangelio por el más hermoso de los cuatro.

– Perdonad si insisto: ¿hasta qué punto la Magdalena fue alguien especial para Cristo, maestro Luini?

– Hasta el punto de besarla en la boca ante el resto de los discípulos.

Donna Lucrezia se sobresaltó. Su corpino crujió al encogérsele el pecho.

– ¿Cómo decís?

– Preguntadle a Leonardo. Él conoce los libros en los que se cuentan estos secretos. Sólo él sabe qué rostro verdadero tuvo Juan, o Pedro, o Mateo… e incluso la Magdalena. ¿No habéis visto aún su maravilloso trabajo en el convento de Santa Maria?

– Sí, claro que lo he visto -respondió con desgana, recordando otra vez que por culpa del Cenacolo no era Leonardo quien estaba ahora en su casa-. Estuve allí hace unos meses. El dux quiso mostrarme los avances del trabajo de su pintor favorito, y me deslumbró con la magnífica ejecución de aquel muro. Recuerdo que aún quedaban por terminar los rostros de algunos apóstoles y en el convento nadie supo decirnos cuándo estarían listos.

– Nadie lo sabe, es cierto -aceptó Luini-. Meser Leonardo no encuentra modelos para algunos apóstoles. Si aun cuando hay muchos rostros siniestros en la corte es difícil retratar la perversidad de un Judas, imaginad lo complicado que resulta encontrar un rostro puro y carismático como el de Juan. ¡Ni sospecháis cuántas caras ha tenido que examinar el maestro para dar con una buena para el discípulo amado! Leonardo sufre mucho cada vez que tropieza con estos obstáculos y se retrasa sin remedio.

– ¡Llevadle entonces a mi hija! -rió-. ¡Y que siente a la Magdalena a la mesa en lugar de a Juan!

La condesa Crivelli, divertida, se levantó de su diván venteando la nube de perfume en la que nadaba por palacio. Majestuosa, se acercó a la espalda del pintor y dejó caer su mano delicada sobre sus hombros.

– Ya está bien de charla por hoy, maestro. Acabad el retrato cuanto antes y recibiréis el resto del pago. Os quedan al menos dos horas de luz antes de que caiga el sol. Aprovechadlas.

– Sí, señora.

Los zapatos de donna Lucrezia repiquetearon sobre el enlosado hasta apagarse. Elena no pestañeaba. Seguía allí delante, magnífica, con la piel sonrosada y limpia, y con el cuerpo recién rasurado por las asistentas de palacio. Cuando ya estaba segura de que su madre había desaparecido en sus aposentos, saltó sobre el diván.

– ¡Sí, sí, maestro! -Aplaudió, soltando el «Gólgota», que rodó hasta los pies de la lumbre-. ¡Eso! ¡Presentadme a Leonardo! ¡Presentádmelo!

Luini la contempló parapetado tras su lienzo.

– ¿De veras queréis conocerlo? -susurró tras dar un par de pinceladas más, cuando ya no pudo fingir indiferencia.

– ¡Claro que quiero! Vos mismo dijisteis antes que tal vez me revelaría a mí su secreto…

– Pues os lo advierto: tal vez no os guste nada lo que encontréis, Elena. Es un hombre de carácter fuerte. Parece distraído pero en realidad es capaz de contemplarlo todo con la precisión de un orfebre. Distingue el número de hojas de una flor con sólo verla de reojo, y se empeña en estudiar las minucias de todo, llevando a sus acompañantes a la desesperación.

La condesita no se desanimó:

– Eso me place, maestro. ¡Al fin un hombre detallista!

– Sí, sí, Elena. Pero a él las mujeres, la verdad os digo, no le gustan demasiado…

– ¡Oh! -un tono de desilusión se coló en su vocecita-. Esa parece ser la norma entre los pintores, ¿no es cierto, maestro?

El pintor se agazapó aún más tras el cuadro cuando la modelo se puso de pie mostrándose cuan hermosa era. Un calor repentino le subió por la cara, tiñéndole el rostro y secándole la garganta.

– ¿Por… por qué decís eso, Elena?

Ella se encaramó al sofá para verlo por encima del caballete. Su cuerpo tembló de satisfacción:

– Porque lleváis casi diez días retratándome desnuda, encerrados vos y yo en esta misma sala, y no habéis hecho ningún intente por aproximaros. Mis damas de compañía dicen que eso no es normal, y hasta se preguntan, las muy zorras, si no seréis un castratti.

Luini no supo qué responder. Levantó la mirada para encontrar la de su interlocutora y la halló a dos palmos de él, oliendo a esencia de nardo y con toda su piel palpitando. Nunca fue capaz de explicar qué sucedió después: la habitación comenzó a dar vueltas a su alrededor mientras una fuerza poderosa, extraña, que nacía de sus visceras, lo dominó por completo. Arrojó el pincel y la paleta a un lado y tiró de la condesita hacia él. El tacto con aquel cuerpo joven aguijoneó su entrepierna.

– ¿Sois… doncella? -titubeó.

Ella rió.

– No. Ya no.

Y descendiendo sobre él, lo besó con un ímpetu que no conocía.

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