EL JAGUAR NEGRO

Antes de partir, los miembros de la expedición fueron invitados al campamento de Mauro Carías. La doctora Omayra Torres se disculpó, dijo que debía enviar a los jóvenes mormones de vuelta a Manaos en un helicóptero del Ejército, porque habían empeorado. El campamento se componía de varios remolques, transportados mediante helicópteros y colocados en círculo en un claro del bosque, a un par de kilómetros de Santa María de la Lluvia. Sus instalaciones eran lujosas comparadas con las casuchas de techos de cinc de la aldea. Contaba con un generador de electricidad, antena de radio y paneles de energía solar.

Carías tenía recintos similares en varios puntos estratégicos del Amazonas para controlar sus múltiples negocios, desde la explotación de madera hasta las minas de oro, pero vivía lejos de allí. Decían que en Caracas, Río de Janeiro y Miami poseía mansiones dignas de un príncipe y en cada una mantenía a una esposa. Se desplazaba en su jet y su avioneta, también usaba los vehículos del Ejército, que algunos generales amigos suyos ponían a su disposición. En Santa María de la Lluvia no había un aeropuerto donde pudiera aterrizar su jet, de manera que utilizaba su avioneta bimotor, que comparada con el avioncito de César Santos, un decrépito pájaro de latas oxidadas, resultaba impresionante. A Kate Coid le llamó la atención que el campamento estuviera rodeado de alambres electrificados y custodiado por guardias.

– ¿Qué puede tener este hombre aquí que requiera tanta vigilancia? -le comentó a su nieto.

Mauro Carías era de los pocos aventureros que se habían hecho ricos en el Amazonas. Miles y miles de garimpeiros se internaban a pie o en canoa por la selva y los ríos buscando minas de oro o yacimientos de diamantes, abriéndose paso a machetazos en la vegetación, comidos de hormigas, sanguijuelas y mosquitos. Muchos morían de malaria, otros a balazos, otros de hambre y soledad; sus cuerpos se pudrían en tumbas anónimas o se los comían los animales.

Decían que Carías había comenzado su fortuna con gallinas: las soltaba en la selva y después les abría el buche de un cuchillazo para cosechar las pepitas de oro que las infelices tragaban. Pero ése, como tantos otros chismes sobre el pasado de ese hombre, debía ser exagerado, porque en realidad el oro no estaba sembrado como maíz en el suelo del Amazonas. En todo caso, Carías nunca tuvo que arriesgar la salud como los míseros garimpeiros, porque tenía buenas conexiones y ojo para los negocios, sabía mandar y hacerse respetar; lo que no obtenía por las buenas, lo obtenía por la fuerza. Muchos murmuraban a sus espaldas que era un criminal, pero nadie se atrevía a decirlo en su cara; no se podía probar que tuviera sangre en las manos. De apariencia nada tenía de amenazador o sospechoso, era hombre simpático, apuesto, bronceado, con las manos cuidadas y los dientes blanquísimos, vestido con fina ropa deportiva. Hablaba con una voz melodiosa y miraba directo a los ojos, como si quisiera probar su franqueza en cada frase.

El empresario recibió a los miembros de la expedición del International Geographic en uno de los remolques acondicionado como salón, con todas las comodidades que no existían en el pueblo. Lo acompañaban dos mujeres jóvenes y atractivas, quienes servían los tragos y encendían los cigarros, pero no decían ni media palabra. Alex pensó que no hablaban inglés. Las comparó con Morgana, la chica que le robó la mochila en Nueva York, porque tenían la misma actitud insolente. Se sonrojó al pensar en Morgana y volvió a preguntarse cómo pudo ser tan inocente y dejarse engañar de esa manera. Ellas eran las únicas mujeres a la vista en el campamento, el resto eran hombres armados hasta los dientes. El anfitrión les ofreció un delicioso almuerzo de quesos, carnes frías, mariscos, frutas, helados y otros lujos traídos de Caracas. Por primera vez desde que salió de su país, el muchacho americano pudo comer a gusto.

– Parece que conoces muy bien esta región, Santos. ¿Cuánto hace que vives aquí? -preguntó Mauro Carías al guía.

– Toda la vida. No podría vivir en otra parte -replicó éste.

– Me han dicho que tu mujer se enfermó aquí. Lo lamento mucho… No me extraña, muy pocos extranjeros sobreviven en este aislamiento y este clima. ¿Y esta niña, no va a la escuela? -Y Carías estiró la mano para tocar a Nadia, pero Borobá le mostró los dientes.

– No tengo que ir a la escuela. Sé leer y escribir -dijo Nadia enfática.

– Con eso ya no necesitas más, bonita -sonrió Carías.

– Nadia también conoce la naturaleza, habla inglés, español, portugués y varias lenguas de los indios -añadió el padre.

– ¿Qué es eso que llevas al cuello, bonita? -preguntó Carías con su entonación cariñosa.

– Soy Nadia -dijo ella.

– Muéstrame tu collar, Nadia -sonrió el empresario, luciendo su perfecta dentadura.

– Es mágico, no me lo puedo quitar.

– ¿Quieres venderlo? Te lo compro -se burló Mauro Carías.

– ¡No! -gritó ella apartándose.

César Santos interrumpió para disculpar los modales ariscos de su hija. Estaba extrañado de que ese hombre tan importante perdiera el tiempo embromando a una criatura. Antes nadie se fijaba en Nadia, pero en los últimos meses su hija empezaba a llamar la atención y eso no le gustaba nada. Mauro Carías comentó que si la chica había vivido siempre en el Amazonas, no estaba preparada para la sociedad. ¿Qué futuro la esperaba? Parecía muy lista y con una buena educación podría llegar lejos, dijo. Incluso se ofreció para llevársela con él a la ciudad, donde podría mandarla a la escuela y convertirla en una señorita, como era debido.

– No puedo separarme de mi hija, pero se lo agradezco de todos modos -replicó Santos.

– Piénsalo, hombre. Yo sería como su padrino… -agregó el empresario.

– También puedo hablar con los animales -lo interrumpió Nadia.

Una carcajada general recibió las palabras de Nadia. Los únicos que no se rieron fueron su padre, Alex y Kate Coid.

– Si puedes hablar con los animales, tal vez puedas servirme de intérprete con una de mis mascotas. Vengan conmigo -los invitó el empresario con su suave entonación. Siguieron a Mauro Carías hasta un patio formado por los remolques colocados en círculo, en cuyo centro había una improvisada jaula hecha con palos y alambrado de gallinero. Adentro se paseaba un gran felino con la actitud enloquecida de las fieras en cautiverio. Era un jaguar negro, uno de los más hermosos ejemplares que se había visto por esos lados, con la piel lustrosa y ojos hipnóticos color topacio. Ante su presencia, Borobá lanzó un chillido agudo, saltó del hombro de Nadia y escapó a toda velocidad, seguido por la niña, quien lo llamaba en vano. Alex se sorprendió, pues hasta entonces no había visto al mono separarse voluntariamente de su ama. Los fotógrafos de inmediato enfocaron sus lentes hacia la fiera y también Kate Coid sacó del bolso su pequeña cámara automática. El profesor Leblanc se mantuvo a prudente distancia.

– Los jaguares negros son los animales más temibles de Sudamérica. No retroceden ante nada, son valientes -dijo Carías.

– Si lo admira, ¿por qué no lo suelta? Este pobre gato estaría mejor muerto que prisionero -apuntó César Santos.

– ¿Soltarlo? ¡De ninguna manera, hombre! Tengo un pequeño zoológico en mi casa de Río de Janeiro. Estoy esperando que llegue una jaula apropiada para enviarlo allá.

Alex se había aproximado como en trance, fascinado por la visión de ese enorme felino. Su abuela le gritó una advertencia que él no oyó y avanzó hasta tocar con ambas manos el alambrado que lo separaba del animal. El jaguar se detuvo, lanzó un formidable gruñido y luego fijó su mirada amarilla en Alex; estaba inmóvil, con los músculos tensos, la piel color azabache palpitante. El muchacho se quitó los lentes, que había usado desde los siete años, y los dejó caer al suelo. Se encontraban tan cerca, que pudo distinguir cada manchita dorada en las pupilas de la fiera, mientras los ojos de ambos se trababan en un silencioso diálogo. Todo desapareció: se encontró solo frente al animal en una vasta planicie de oro, rodeado de altísimas torres negras, bajo un cielo blanco donde flotaban seis lunas transparentes, como medusas. Vio que el felino abría las fauces, donde brillaban sus grandes dientes perlados, y con una voz humana, pero que parecía provenir del fondo de una caverna, pronunciaba su nombre: Alexander. Y él respondía con su propia voz, pero que también sonaba cavernosa: Jaguar. El animal y el muchacho repitieron tres veces esas palabras, Alexander, Jaguar, Alexander, Jaguar, Alexander, Jaguar, y entonces la arena de la planicie se volvió fosforescente, el cielo se tomó negro y las seis lunas empezaron a girar en sus órbitas y desplazarse como lentos cometas.

Entretanto Mauro Carías había impartido una orden y uno de sus empleados trajo un mono arrastrándolo de una cuerda. Al ver al jaguar el mono tuvo una reacción similar a la de Borobá, empezó a chillar y dar saltos y manotazos, pero no pudo soltarse. Carías lo cogió por el cuello y antes que nadie alcanzara a adivinar sus intenciones, abrió la jaula con un solo movimiento preciso y lanzó el aterrorizado animalito adentro.

Los fotógrafos, cogidos de sorpresa, debieron hacer un esfuerzo para recordar que tenían una cámara en las manos. Leblanc seguía fascinado por cada movimiento del infeliz simio, que trepaba por el alambrado buscando una salida, y de la fiera, que lo seguía con los ojos, agazapado, preparándose para el salto. Sin pensar lo que hacia, Alex se lanzó a la carrera, pisando y haciendo añicos sus lentes, que estaban todavía en el suelo. Se abalanzó hacia la puerta de la jaula dispuesto a rescatar a ambos animales, el mono de una muerte segura y el jaguar de su prisión. Al ver a su nieto abriendo la cerradura, Kate corrió también, pero antes que ella lo alcanzara dos de los empleados de Carías ya habían cogido al muchacho por los brazos y forcejeaban con él. Todo sucedió simultáneamente y tan rápido, que después Alex no pudo recordar la secuencia de los hechos. De un zarpazo el jaguar tumbó al mono y con un mordisco de sus temibles mandíbulas lo destrozó. La sangre salpicó en todas direcciones. En el mismo momento César Santos sacó su pistola del cinto y le disparó a la fiera un tiro preciso en la frente. Alex sintió el impacto como si la bala le hubiera dado a él entre los ojos y habría caído de espaldas si los guardias de Carías no lo hubieran tenido por los brazos prácticamente en vilo.

– ¡Qué hiciste, desgraciado! -gritó el empresario, desenfundando también su arma y volviéndose hacia César Santos.

Sus guardias soltaron a Alex, quien perdió el equilibrio y cayó al suelo, para enfrentar al guía, pero no se atrevieron a ponerle las manos encima porque éste aún empuñaba la pistola humeante.

– Lo puse en libertad -replicó César Santos con pasmosa tranquilidad.

Mauro Carías hizo un esfuerzo por controlarse. Comprendió que no podía batirse a tiros con él delante de los periodistas y de Leblanc.

– ¡Calma! -ordenó Mauro Carías a los guardias.

– ¡Lo mató! ¡Lo mató! -repetía Leblanc, rojo de excitación. La muerte del mono y luego la del felino lo habían puesto frenético, actuaba como ebrio.

– No se preocupe, profesor Leblanc, puedo obtener cuantos animales quiera. Disculpen, me temo que éste fue un espectáculo poco apropiado para corazones blandos -dijo Carías.

Kate Coid ayudó a su nieto a ponerse en pie, luego tomó a César Santos por un brazo y lo condujo a la salida, sin dar tiempo a que la situación se pusiera más violenta. El guía se dejó llevar por la escritora y salieron, seguidos por Alex. Fuera encontraron a Nadia con el espantado Borobá enrollado en su cintura. Alex intentó explicar a Nadia lo que había ocurrido entre el jaguar y él antes que Mauro Carías introdujera al mono en la jaula, pero todo se confundía en su mente. Había sido una experiencia tan real, que el muchacho podía jurar que por unos minutos estuvo en otro mundo, en un mundo de arenas radiantes y seis lunas girando en el firmamento, un mundo donde el jaguar y él se fundieron en una sola voz. Aunque le fallaban las palabras para contar a su amiga lo que había sentido, ella pareció comprenderlo sin necesidad de oír los detalles.

– El jaguar te reconoció, porque es tu animal totémico -dijo-. Todos tenemos el espíritu de un animal, que nos acompaña. Es como nuestra alma. No todos encuentran su animal, sólo los grandes guerreros y los chamanes, pero tú lo descubriste sin buscarlo. Tu nombre es Jaguar -dijo Nadia.

– ¿Jaguar?

– Alexander es el nombre que te dieron tus padres. Jaguar es tu nombre verdadero, pero para usarlo debes tener la naturaleza del jaguar.

– ¿Y cómo es su naturaleza? ¿Cruel y sanguinaria? -preguntó Alex, pensando en las fauces de la fiera destrozando al mono en la jaula de Carías.

– Los animales no son crueles, como la gente, sólo matan para defenderse o cuando tienen hambre.

– ¿Tú también tienes un animal totémico, Nadia?

– Si, pero no se me ha revelado todavía. Encontrar su animal es menos importante para una mujer, porque nosotras recibimos nuestra fuerza de la tierra. Nosotras somos la naturaleza -dijo ella.

– ¿Cómo sabes todo esto? -preguntó Alex, quien ya dudaba menos de las palabras de su nueva amiga.

– Me lo enseñó Walimaí.

– ¿El chamán es tu amigo?

– Si, Jaguar, pero no le he dicho a nadie que hablo con Walimaí, ni siquiera a mi papá.

– ¿Por qué?

– Porque Walimaí prefiere la soledad. La única compañía que soporta es la del espíritu de su esposa. Sólo a veces se aparece en algún shabono para curar una enfermedad o participar en una ceremonia de los muertos, pero nunca se aparece ante los nahab.

– ¿Nahab?

– Forasteros.

– Tú eres forastera, Nadia.

– Dice Walimaí que yo no pertenezco a ninguna parte, que no soy ni india ni extranjera, ni mujer ni espíritu.

– ¿Qué eres entonces? -preguntó jaguar.

– Yo soy, no más -replicó ella.

César Santos explicó a los miembros de la expedición que remontarían el río en lanchas de motor, internándose en las tierras indígenas hasta el pie de las cataratas del Alto Orinoco. Allí armarían el campamento y, de ser posible, despejarían una franja de bosque para improvisar una pequeña cancha de aterrizaje. El volvería a Santa María de la Lluvia para buscar su avioneta, que serviría de rápido enlace con la aldea. Dijo que para entonces el nuevo motor habría llegado y simplemente sería cuestión de instalarlo. Con el avioncito podrían ir a la inexpugnable zona de las montañas, donde según testimonio de algunos indios y aventureros, podría tener su guarida la mitológica Bestia.

– ¿Cómo sube y baja una criatura gigantesca por ese terreno que supuestamente nosotros no podemos escalar? -preguntó Kate Coid.

– Lo averiguaremos -replicó César Santos.

– ¿Cómo se movilizan los indios por allí sin una avioneta? -insistió ella.

– Conocen el terreno. Los indios pueden trepar una altísima palmera con el tronco erizado de espinas. También pueden escalar las paredes de roca de las cataratas, que son lisas como espejos -dijo el guía.

Pasaron buena parte de la mañana cargando los botes. El profesor Leblanc llevaba más bultos que los fotógrafos, incluyendo una provisión de cajones de agua embotellada, que usaba hasta para afeitarse, porque temía las aguas infectadas de mercurio. Fue inútil que César Santos le repitiera que acamparían aguas arriba, lejos de las minas de oro. Por sugerencia del guía, Leblanc había empleado como su asistente personal a Karakawe, el indio que la noche anterior lo abanicaba, para que lo atendiera durante el resto de la travesía. Explicó que sufría de la espalda y no podía cargar ni el menor peso.

Desde el comienzo de esa aventura, Alexander tuvo la responsabilidad de cuidar las cosas de su abuela. Ese era un aspecto de su trabajo, por el cual ella le daba una remuneración mínima, que sería pagada al regreso, siempre que cumpliera bien. Cada día Kate Coid anotaba en su cuaderno las horas trabajadas por su nieto y lo hacía firmar la página, así llevaban la cuenta. En un momento de sinceridad, el le había contado cómo rompió todo en su pieza antes de empezar el viaje. A ella no le pareció grave, porque era de la opinión que se necesita muy poco en este mundo, pero le ofreció un sueldo por si pensaba reponer los destrozos. La abuela viajaba con tres mudas de ropa de algodón, vodka, tabaco, champú, jabón, repelente de insectos, mosquitero, manta, papel y una caja de lápices, todo dentro de una bolsa de lona. También llevaba una cámara automática, de las más ordinarias, que había provocado desdeñosas carcajadas en los fotógrafos profesionales Timothy Bruce y Joel González. Kate los dejó que se rieran sin hacer comentarios. Alex llevaba aún menos ropa que su abuela, más un mapa y un par de libros. Del cinturón se había colgado su cortaplumas del Ejército suizo, su flauta y una brújula. Al ver el instrumento, César Santos le explicó que de nada le servida en la selva, donde no se podía avanzar en línea recta.

– Olvídate de la brújula, muchacho. Lo mejor es que me sigas sin perderme nunca de vista -le aconsejó.

Pero a Alex le gustaba la idea de poder ubicar el norte dondequiera que se encontrara. Su reloj, en cambio, de nada servía, porque el tiempo del Amazonas no era como el del resto del planeta, no se medía en horas, sino en amaneceres, mareas, estaciones, lluvias.

Los cinco soldados facilitados por el capitán Ariosto, y Matuwe, el guía indio empleado por César Santos, iban bien armados. Matuwe y Karakawe habían adoptado esos nombres para entenderse con los forasteros; sólo sus familiares y amigos íntimos podían llamarlos por sus nombres verdaderos. Ambos habían dejado sus tribus muy jóvenes, para educarse en las escuelas de los misioneros, donde fueron cristianizados, pero se mantenían en contacto con los indios. Nadie podía ubicarse en la región mejor que Matuwe, quien jamás había recurrido a un mapa para saber dónde estaba. Karakawe era considerado «hombre de ciudad», porque viajaba a menudo a Manaos y Caracas y porque tenía, como tanta gente de la ciudad, un temperamento desconfiado.

César Santos llevaba lo indispensable para montar el campamento: carpas, comida, utensilios de cocina, luces y radio de pilas, herramientas, redes para fabricar trampas, machetes, cuchillos y algunas chucherías de vidrio y plástico para intercambiar regalos con los indios. A última hora apareció su hija con su monito negro colgado de una cadera, el amuleto de Walimaí al cuello y sin más equipaje que un chaleco de algodón atado al cuello, anunciando que estaba lista para embarcarse. Le había advertido a su padre que no pensaba quedarse en Santa María de la Lluvia con las monjas del hospital, como otras veces, porque Mauro Carías andaba por allí y no le gustaba la forma en que la miraba y trataba de tocarla. Tenía miedo del hombre que «llevaba el corazón en una bolsa». El profesor Leblanc montó en cólera. Antes había objetado severamente la presencia del nieto de Kate Coid, pero como era imposible mandarlo de vuelta a los Estados Unidos debió tolerarlo; ahora, sin embargo, no estaba dispuesto a permitir por ningún motivo que la hija del guía viniera también.

– Esto no es un jardín de infancia, es una expedición científica de alto riesgo, los ojos del mundo están puestos en Ludovic Leblanc -alegó, furioso.

Como nadie le hizo caso, se negó a embarcarse. Sin él no podían partir; sólo el inmenso prestigio de su nombre servía de garantía ante el International Geographic dijo. César Santos procuró convencerlo de que su hija siempre andaba con él y que no molestaría para nada, todo lo contrario, podía ser de gran ayuda porque hablaba varios dialectos de los indios. Leblanc se mantuvo inflexible. Media hora más tarde el calor subía de los cuarenta grados, la humedad goteaba de todas las superficies y los ánimos de los expedicionarios estaban tan caldeados como el clima. Entonces intervino Kate Coid.

– A mi también me duele la espalda, profesor. Necesito una asistente personal. He empleado a Nadia Santos para que cargue mis cuadernos y me abanique con una hoja de banano -dijo.

Todos soltaron una carcajada. La chica subió dignamente al bote y se sentó junto a la escritora. El mono se instaló en su falda y desde allí sacaba la lengua y hacia morisquetas al profesor Leblanc, quien se había embarcado también, rojo de indignación.

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