Al día siguiente los viajeros emprendieron la marcha de vuelta a Tapirawa-teri. Al aproximarse vieron el brillo de los helicópteros entre los árboles y supieron que la civilización de los nahab había finalmente alcanzado a la aldea. Walimaí decidió quedarse en el bosque; toda su vida se había mantenido alejado de los forasteros y no era ése el momento de cambiar sus hábitos. El chamán, como toda la gente de la neblina, poseía el talento de volverse casi invisible y durante años había rondado a los nahab, acercándose a sus campamentos y pueblos para observarlos, sin que nadie sospechara su existencia. Sólo lo conocían Nadia Santos y el padre Valdomero, su amigo desde los tiempos en que el sacerdote vivió con los indios. El brujo había encontrado a la «niña color de miel» en varias de sus visiones y estaba convencido de que era una enviada de los espíritus. La consideraba de su familia, por eso le dio permiso para llamarlo por su nombre cuando estaban solos, le contó los mitos y leyendas de los indios, le regaló su talismán y la condujo a la ciudad sagrada de los dioses.
Alex tuvo un sobresalto de alegría al ver de lejos a los helicópteros: no estaba perdido para siempre en el planeta de las Bestias, podría regresar al mundo conocido. Supuso que los helicópteros habían recorrido el Ojo del Mundo durante varios días buscándolos. Su abuela debió haber armado un lío monumental cuando él desapareció, obligando al capitán Ariosto a peinar la inmensa región desde el aire. Posiblemente vieron el humo de la pira funeraria de Mokarita y así descubrieron la aldea.
Walimaí explicó a los muchachos que esperaría oculto entre los árboles para ver qué pasaba en la aldea. Alex quiso darle un recuerdo, a cambio del remedio milagroso para devolver la salud a su madre, y le entregó su navaja del ejército suizo. El indio tomó ese objeto metálico pintado de rojo, sintió su peso y su extraña forma, sin imaginar para qué servía. Alex abrió uno a uno los cuchillos, las pinzas, las tijeras, el sacacorchos, el destornillador, hasta que el objeto se transformó en un reluciente erizo. Le enseñó al chamán el uso de cada parte y cómo abrirlas y cerrarlas.
Walimaí agradeció el obsequio, pero había vivido más de un siglo sin conocer los metales y, francamente, se sentía un poco viejo para aprender los trucos de los nahab; pero no quiso ser descortés y se colgó la navaja suiza al cuello, junto a sus collares de dientes y sus otros amuletos. Luego recordó a Nadia el grito de la lechuza, que les servia para llamarse, así estarían en contacto. La muchacha le entregó la cesta con los tres huevos de cristal, porque supuso que estarían más seguros en manos del anciano. No quería aparecer con ellos ante los forasteros, pertenecían a la gente de la neblina. Se despidieron y en menos de un segundo Walimaí se esfumó en la naturaleza, como una ilusión.
Nadia y Alex se acercaron cautelosamente al sitio donde habían aterrizado los «pájaros de ruido y viento», como los llamaban los indios. Se ocultaron entre los árboles, donde podían observar sin ser vistos, aunque estaban demasiado lejos para oír con claridad. En medio de Tapirawa-teri estaban los pájaros de ruido y viento, además había tres carpas, un gran toldo y hasta una cocina a petróleo. Habían tendido un alambre del cual colgaban regalos para atraer a los indios: cuchillos, ollas, hachas y otros artículos de acero y aluminio, que refulgían al sol. Vieron varios soldados armados en actitud de alerta, pero ni rastro de los indios. La gente de la neblina había desaparecido, tal como hacia siempre ante el peligro. Esa estrategia había servido mucho a la tribu, en cambio otros indios que se enfrentaron con los nahab fueron exterminados o asimilados. Los que fueron incorporados a la civilización estaban convertidos en mendigos, habían perdido su dignidad de guerreros y sus tierras, vivían como ratones. Por eso el jefe Mokarita nunca permitió que su pueblo se acercara a los nahab ni tomara sus regalos, sostenía que, a cambio de un machete o un sombrero, la tribu olvidaba para siempre sus orígenes, su lengua y sus dioses.
Los dos jóvenes se preguntaron qué pretendían esos soldados. Si eran parte del plan para eliminar a los indios del Ojo del Mundo, era mejor no acercarse. Recordaban cada palabra de la conversación que habían escuchado en Santa María de la Lluvia entre el capitán Ariosto y Mauro Carías y comprendieron que sus vidas estaban en peligro si osaban intervenir. Empezó a llover, como ocurría dos o tres veces al día, unos chaparrones imprevistos, breves y violentos, que empapaban todo por un rato y cesaban de pronto, dejando el mundo fresco y limpio. Los dos amigos llevaban casi una hora observando el campamento desde su refugio entre los árboles, cuando vieron llegar a la aldea una partida de tres personas, que evidentemente habían salido a explorar los alrededores y ahora volvían corriendo, mojados hasta los huesos. A pesar de la distancia, las reconocieron al punto: eran Kate Coid, César Santos y el fotógrafo Timothy Bruce. Nadia y Alex no pudieron evitar una exclamación de alivio: eso significaba que el profesor Leblanc y la doctora Omayra Torres también andaban cerca. Con la presencia de ellos en la aldea, el capitán Ariosto y Mauro Carías no podrían recurrir a las balas para quitar a los indios -o a ellos- del medio.
Los jóvenes dejaron su escondite y se aproximaron con cautela a Tapariwa-teri, pero al poco de andar fueron vistos por los centinelas y de inmediato se vieron rodeados. El grito de alegría de Kate Coid cuando vio a su nieto fue sólo comparable al que dio César Santos al ver a su hija. Los dos corrieron al encuentro de los chicos, que venían cubiertos de arañazos y magulladuras, inmundos, con la ropa en harapos y extenuados. Además Alexander se veía diferente con un corte de pelo de indio, que dejaba expuesta la coronilla, donde tenía una larga cortadura cubierta por una costra seca. Santos levantó a Nadia en sus fornidos brazos y la estrechó con tanta fuerza, que estuvo a punto de romperle las costillas a Borobá, que también cayó en el abrazo. Kate Coid, en cambio, logró controlar la oleada de afecto y alivio que sentía; apenas tuvo a su nieto al alcance de la mano le plantó una bofetada en la cara.
– Esto es por el susto que nos has hecho pasar, Alexander. La próxima vez que desaparezcas de mi vista, te mato -dijo la abuela. Por toda respuesta Alex la abrazó.
Llegaron de inmediato los demás: Mauro Carías, el capitán Ariosto, la doctora Omayra Torres y el inefable profesor Leblanc, quien estaba picado de abejas por todas partes. El indio Karakawe, huraño como siempre, no dio muestras de sorpresa al ver a los muchachos.
– ¿Cómo llegaron ustedes hasta aquí? El acceso a este sitio es imposible sin un helicóptero -preguntó el capitán Ariosto.
Alex contó brevemente su aventura con la gente de la neblina, sin dar detalles ni explicar por dónde habían subido. Tampoco mencionó su viaje con Nadia al tepui sagrado. Supuso que no traicionaba un secreto, puesto que los nahab ya sabían de la existencia de la tribu. Había señas evidentes de que la aldea había sido desocupada por los indios apenas unas horas antes: la mandioca estilaba en los canastos, las brasas aún estaban tibias en los pequeños fogones, la carne de la última cacería se llenaba de moscas en la choza de los solteros, algunas mascotas domésticas todavía rondaban. Los soldados habían matado a machetazos a las apacibles boas y sus cuerpos mutilados se pudrían al sol.
– ¿Dónde están los indios? -preguntó Mauro Carías.
– Se han ido lejos -replicó Nadia.
– No creo que anden muy lejos con las mujeres, los niños y los abuelos. No pueden desaparecer sin dejar rastro.
– Son invisibles.
– ¡Hablemos en serio, niña! -exclamó él.
– Yo siempre hablo en serio.
– ¿Vas a decirme que esa gente también vuela como las brujas?
– No vuelan, pero corren rápido -aclaró ella.
– ¿Tú puedes hablar la lengua de esos indios, bonita?
– Mi nombre es Nadia Santos.
– Bueno, Nadia Santos, ¿puedes hablar con ellos o no? -insistió Carías, impaciente.
– Si.
La doctora Omayra Torres intervino para explicar la necesidad imperiosa de vacunar a la tribu. La aldea había sido descubierta, era Inevitable que dentro de un plazo muy breve hubiera contacto con los forasteros.
– Como sabes, Nadia, sin quererlo podemos contagiarles enfermedades mortales para ellos. Hay tribus completas que han perecido en cuestión de dos o tres meses por culpa de un resfrío. Lo más grave es el sarampión. Tengo las vacunas, puedo inmunizar a estos pobres indios. Así estarán protegidos. ¿Puedes ayudarme? -suplicó la bella mujer.
– Trataré -prometió la muchacha.
– ¿Cómo puedes comunicarte con la tribu?
– No sé todavía, tengo que pensarlo. Alexander Coid trasladó el agua de la salud a una botella con una tapa hermética y la puso cuidadosamente en su bolso. Su abuela lo vio y quiso saber qué hacía.
– Es el agua para curar a mi mamá -dijo él-. Encontré la fuente de la eterna juventud, la que otros buscaron durante siglos, Kate. Mi mamá se pondrá bien.
Por primera vez desde que el muchacho podía recordar, su abuela tomó la iniciativa de hacerle un cariño. Sintió sus brazos delgados y musculosos envolviéndolo, su olor a tabaco de pipa, sus pelos gruesos cortados a tijeretazos, su piel seca y áspera como cuero de zapato; oyó su voz ronca nombrándolo y sospechó que tal vez su abuela lo quería un poco, después de todo. Apenas Kate Coid se dio cuenta de lo que hacía, se separó con brusquedad, empujándolo hacia la mesa, donde lo aguardaba Nadia. Los dos chicos, hambrientos y fatigados, atacaron los frijoles, el arroz, el pan de mandioca y unos pescados medio carbonizados y erizados de espinas. Alex devoró con un apetito feroz, ante los ojos sorprendidos de Kate Coid, quien sabía cuán fastidioso era su nieto para la comida.
Después de comer los amigos se bañaron largamente en el río. Se sabían rodeados por los indios invisibles, que seguían desde la espesura cada movimiento de los nahab. Mientras ellos chapoteaban en el agua, sentían sus ojos encima igual que si los tocaran con las manos. Concluyeron que no se acercaban por la presencia de los desconocidos y los helicópteros, que habían vislumbrado en el cielo, pero jamás habían visto de cerca. Trataron de alejarse un poco, pensando que si estaban solos la gente de la neblina se mostraría, pero había mucho movimiento en la aldea y les fue imposible retirarse al bosque sin llamar la atención. Por suerte los soldados no se atrevían a apartarse ni un paso del campamento, porque las historias sobre la Bestia y la forma en que destripó a uno de sus compañeros los tenían aterrorizados. Nadie había explorado antes el Ojo del Mundo y habían oído de los espíritus y demonios que rondaban esa región. Temían menos a los indios, porque contaban con sus armas de fuego y ellos mismos tenían sangre indígena en las venas.
Al anochecer todos menos los centinelas de turno se sentaron en grupos en torno a una fogata a fumar y beber. El ambiente era lúgubre y alguien solicitó un poco de música para levantar los ánimos. Alex debió admitir que había perdido la célebre flauta de Joseph Coid, pero no podía decir dónde sin mencionar su aventura en el interior del tepui. Su abuela le lanzó una mirada asesina, pero nada dijo, adivinando que su nieto le ocultaba muchas cosas. Un soldado sacó una armónica y tocó un par de melodías populares, pero sus buenos propósitos cayeron en el vacío. El miedo se había apoderado de todos.
Kate Coid se llevó aparte a los chicos para contarles lo ocurrido en su ausencia, desde que se los llevaron los indios. Cuando se dieron cuenta que se habían evaporado, iniciaron al punto la búsqueda y, provistos de linternas, salieron por el bosque llamándolos durante casi toda la noche. Leblanc contribuyó a la angustia general con otro de sus atinados pronósticos: habían sido arrastrados por los indios y en ese momento seguro se los estaban comiendo asados al palo. El profesor aprovechó para ilustrarlos sobre la forma en que los indios caribes cortaban pedazos de los prisioneros vivos para devorarlos. Cierto, admitió, no estaban entre caribes, quienes habían sido civilizados o exterminados hacía más de cien años, pero nunca se sabe cuán lejos llegan las influencias culturales. César Santos había estado a punto de arremeter a puñetazos contra el antropólogo.
Por la tarde del día siguiente apareció finalmente un helicóptero a rescatarlos. El bote con el infortunado Joel González había llegado sin novedad a Santa María de la Lluvia, donde las monjas del hospital se encargaron de atenderlo. Matuwe, el guía indio, consiguió ayuda y él mismo acompañó al helicóptero, donde viajaba el capitán Ariosto. Su sentido de orientación era tan extraordinario, que sin haber volado nunca pudo ubicarse en la interminable extensión verde de la selva y señalar con exactitud el sitio donde aguardaba la expedición del International Geographic. Apenas descendieron, Kate Coid obligó al militar a pedir por radio más refuerzos para organizar la búsqueda sistemática de los chicos desaparecidos.
César Santos interrumpió a la escritora para agregar que ella había amenazado al capitán Ariosto con la prensa, la embajada americana y hasta la CIA si no cooperaba; así obtuvo el segundo helicóptero, donde llegaron más soldados y también Mauro Carías. No pensaba salir de allí sin su nieto, había asegurado, aunque tuviera que recorrer todo el Amazonas a pie.
– ¿Cierto que dijiste eso, Kate? -preguntó Alex, divertido.
– No por ti, Alexander. Por una cuestión de principio -gruñó ella.
Esa noche Nadia Santos, Kate Coid y Omayra Torres ocuparon una tienda, Ludovic Leblanc y Timothy Bruce otra, Mauro Carías la suya, y el resto de los hombres se acomodaron en hamacas entre los árboles. Pusieron guardias en los cuatro costados del campamento y mantuvieron luces de petróleo encendidas. Aunque nadie lo mencionó en voz alta, supusieron que así mantendrían alejada a la Bestia. Las luces los convertían en blanco fácil para los indios, pero hasta entonces nunca las tribus atacaban en la oscuridad, porque temían a los demonios nocturnos que escapan de las pesadillas humanas.
Nadia, quien tenía el sueño liviano, durmió unas horas y despertó pasada la medianoche con los ronquidos de Kate Coid. Después de comprobar que la doctora tampoco se movía, ordenó a Borobá que permaneciera en su sitio y se deslizó silenciosa fuera de la tienda. Había observado con suma atención a la gente de la neblina, decidida a imitar su facultad de pasar inadvertida, así descubrió que no consistía sólo en camuflar el cuerpo, sino también en una firme voluntad de volverse inmaterial y desaparecer. Requería concentración para alcanzar el estado mental de invisibilidad, en el cual era posible colocarse a un metro de otra persona sin ser visto. Sabía cuándo había alcanzado ese estado porque sentía su cuerpo muy ligero, luego parecía disolverse, borrarse del todo. Necesitaba mantener su propósito sin distraerse, sin permitir que los nervios la traicionaran, único modo de permanecer oculta ante los demás. Al salir de su carpa debió deslizarse a corta distancia de los guardias que rondaban el campamento, pero lo hizo sin ningún temor, protegida por ese extraordinario campo mental que había creado a su alrededor.
Apenas se sintió segura en el bosque, vagamente iluminado por la luna, imitó el canto de la lechuza dos veces y esperó. Un rato después percibió a su lado la silenciosa presencia de Walimaí. Pidió al brujo que hablara con la gente de la neblina para convencerla de acercarse al campamento y vacunarse. No podrían ocultarse indefinidamente en las sombras de los árboles, dijo, y si intentaban construir una nueva aldea, serían descubiertos por los «pájaros de ruido y viento». Le prometió que ella mantendría a raya al Rahakanariwa y que jaguar negociaría con los nahab. Le contó que su amigo tenía una abuela poderosa, pero no trató de explicarle el valor de escribir y publicar en la prensa, supuso que el chamán no entendería a qué se refería, porque desconocía la escritura y nunca había visto una página impresa. Se limitó a decir que esa abuela tenía mucha magia en el mundo de los nahab, aunque su magia de poco servía en el Ojo del Mundo.
Por su parte, Alexander Coid se acostó en una hamaca al aire libre, un poco separado de los demás. Tenía la esperanza de que durante la noche los indios se comunicaran con él, pero cayó dormido como una piedra. Soñó con el jaguar negro. El encuentro con su animal totémico fue tan claro y preciso, que al día siguiente no estaba seguro de si lo había soñado o si sucedió en realidad. En el sueño se levantaba de su hamaca y se alejaba cautelosamente del campamento, sin ser visto por los centinelas. Al entrar al bosque, fuera del alcance de la luz de la hoguera y las lámparas de petróleo, veía al felino negro echado sobre la gruesa rama de un inmenso castaño, su cola moviéndose en el aire, sus ojos brillando en la noche como deslumbrantes topacios, tal como apareció en su visión, cuando bebió la poción mágica de Walimaí. Con sus dientes y garras podía destripar a un caimán, con sus poderosos músculos corría como el viento, con su fuerza y valor podía enfrentar a cualquier enemigo. Era un animal magnífico, rey de las fieras, hijo del Sol Padre, príncipe de la mitología de América. En el sueño el muchacho se detenía a pocos pasos del jaguar y, tal como en su primer encuentro en el patio de Mauro Carías, escuchaba la voz cavernosa saludándolo por su nombre: Alexander… Alexander… La voz sonaba en su cerebro como un gigantesco gong de bronce, repitiendo una y otra vez su nombre. ¿Qué significaba el sueño? ¿Cuál era el mensaje que el jaguar negro deseaba transmitirle?
Despertó cuando ya todo el mundo en el campamento estaba en pie. El vívido sueño de la noche anterior lo angustiaba, estaba seguro de que contenía un mensaje, pero no podía descifrarlo. La única palabra que el jaguar había dicho en sus apariciones era su nombre, Alexander. Nada más. Su abuela se acercó con un tazón de café con leche condensada, algo que antes él no hubiera probado, pero ahora le parecía un desayuno delicioso. En un impulso, le contó su sueño.
– Defensor de hombres -dijo su abuela.
– ¿Qué?
– Eso significa tu nombre. Alexander es un nombre griego y quiere decir defensor.
– ¿Por qué me pusieron ese nombre, Kate?
– Por mí. Tus padres querían ponerte Joseph, como tu abuelo, pero yo insistí en llamarte Alexander, como Alejandro Magno, el gran guerrero de la antigüedad. Tiramos una moneda al aire y yo gané. Por eso te llamas como te llamas -explicó Kate.
– ¿Cómo se te ocurrió que yo debía tener ese nombre?
– Hay muchas víctimas y causas nobles que defender en este mundo, Alexander. Un buen nombre de guerrero ayuda a pelear por la justicia.
– Te vas a llevar un chasco conmigo, Kate. No soy un héroe.
– Veremos -replicó ella, pasándole el tazón. La sensación de ser observados por cientos de ojos tenía a todos nerviosos en el campamento. En años recientes varios empleados del Gobierno, enviados para ayudar a los indios, habían sido asesinados por las mismas tribus que pretendían proteger. A veces el primer contacto era cordial, intercambiaban regalos y comida, pero de súbito los indios empuñaban sus armas y atacaban por sorpresa. Los indios eran impredecibles y violentos, dijo el capitán Ariosto, quien estaba totalmente de acuerdo con las teorías de Leblanc, por lo mismo no se podía bajar la guardia, debían permanecer siempre alertas. Nadia intervino para decir que la gente de la neblina era diferente, pero nadie le hizo caso.
La doctora Omayra Torres explicó que durante los últimos diez años su trabajo de médico había sido principalmente entre tribus pacificadas; nada sabía de esos indios que Nadia llamaba gente de la neblina. En todo caso, esperaba tener más suerte que en el pasado y alcanzar a vacunarlos antes que se contagiaran. Admitió que en varias ocasiones anteriores sus vacunas llegaron demasiado tarde. Los inyectaba y de todos modos se enfermaban a los pocos días y morían por centenares.
Para entonces Ludovic Leblanc había perdido por completo la paciencia. Su misión había sido inútil, tendría que volver con las manos vacías, sin noticias de la famosa Bestia del Amazonas. ¿Qué les diría a los editores del International Geographic? Que un soldado había muerto destrozado en misteriosas circunstancias, que habían sido expuestos a un olor bastante desagradable y él se había dado un involuntario revolcón en el excremento de un animal desconocido. Francamente no eran pruebas muy convincentes de la existencia de la Bestia. Tampoco tenía nada que agregar sobre los indios de la región, porque ni siquiera los había vislumbrado. Había perdido su tiempo miserablemente. No veía las horas de regresar a su universidad, donde lo trataban como héroe y estaba a salvo de picaduras de abejas y otras incomodidades. Su relación con el grupo dejaba mucho que desear y con Karakawe era un desastre. El indio contratado como su asistente personal dejó de abanicarlo con la hoja de banano apenas salieron de Santa María de la Lluvia y, en vez de servirlo, se dedicó a hacerle la vida más difícil. Leblanc lo acusó de poner un escorpión vivo en su bolso y un gusano muerto en su café, también de haberlo llevado de mala fe al sitio donde lo picaron las abejas. Los otros miembros de la expedición toleraban al profesor porque era muy pintoresco y podían burlarse en sus narices sin que se diera por aludido. Leblanc se tomaba tan en serio, que no podía imaginar que otros no lo hicieran.
Mauro Carías envió partidas de soldados a explorar en varias direcciones. Los hombres partieron de mala gana y regresaron muy pronto, sin noticias de la tribu. También sobrevolaron la zona con helicópteros, a pesar de que Kate Coid les hizo ver que el ruido espantaría a los indios. La escritora aconsejó esperar con paciencia: tarde o temprano llegarían de vuelta a su aldea. Como Leblanc, ella estaba más interesada en la Bestia que en los indígenas, porque debía escribir su artículo.
– ¿Sabes algo de la Bestia, que no me has dicho, Alexander? -preguntó a su nieto.
– Puede ser y puede no ser… -replicó el muchacho, sin atreverse a mirarla a la cara.
– ¿Qué clase de respuesta es ésa?
A eso del mediodía el campamento se alertó: una figura había salido del bosque y se acercaba tímidamente. Mauro Cañas le hizo señas amistosas llamándola, después de ordenar a los soldados que retrocedieran, para no asustarla. El fotógrafo Timothy Bruce le pasó su cámara a Kate Coid y él tomó una filmadora: el primer contacto con una tribu era una ocasión única. Nadia y Alex reconocieron al punto al visitante, era Iyomi, jefe de los jefes de Tapirawa-teri. Venía sola, desnuda, increíblemente anciana, toda arrugada y sin dientes, apoyada en un palo torcido que le servía de bastón y con el sombrero redondo de plumas amarillas metido hasta las orejas. Paso a paso se aproximó, ante el estupor de los nahab. Mauro Carías llamó a Karakawe y Matuwe para preguntarles si conocían la tribu a la cual pertenecía esa mujer, pero ninguno lo sabía. Nadia salió adelante.
– Yo puedo hablar con ella -dijo.
– Dile que no le haremos daño, somos amigos de su pueblo, que vengan a vernos sin sus armas, porque tenemos muchos regalos para ella y los demás -dijo Mauro Carías.
Nadia tradujo libremente, sin mencionar la parte sobre las armas, que no le pareció muy buena idea, considerando la cantidad de armas de los soldados.
– No queremos regalos de los nahab, queremos que se vayan del Ojo del Mundo -replicó Iyomi con firmeza.
– Es inútil, no se irán -explicó Nadia a la anciana.
– Entonces mis guerreros los matarán.
– Vendrán más, muchos más, y morirán todos tus guerreros.
– Mis guerreros son fuertes, estos nahab no tienen arcos ni flechas, son pesados, torpes y de cabeza blanda, además se asustan como los niños.
– La guerra no es la solución, jefe de los jefes. Debemos negociar -suplicó Nadia.
– ¿Qué diablos dice esta vieja? -preguntó Carías impaciente porque hacía un buen rato que la chica no traducía.
– Dice que su pueblo no ha comido en varios días y tiene mucha hambre -inventó Nadia al vuelo.
– Dile que les daremos toda la comida que quieran.
– Tienen miedo de las armas -agregó ella, aunque en realidad los indios no habían visto nunca una pistola o un fusil y no sospechaban su mortífero poder.
Mauro Carías dio una orden a los hombres para que depusieran las armas como signo de buena voluntad, pero Leblanc, espantado, intervino para recordarles que los indios solían atacar a traición. En vista de eso, soltaron las metralletas, pero mantuvieron las pistolas al cinto. Iyomi recibió una escudilla de carne con maíz de manos de la doctora Omayra Torres y se alejó por donde había llegado. El capitán Ariosto pretendió seguirla, pero en menos de un minuto se había hecho humo en la vegetación. Aguardaron el resto del día oteando la espesura sin ver a nadie, mientras soportaban las advertencias de Leblanc, quien esperaba un contingente de caníbales dispuestos a caerles encima. El profesor, armado hasta los dientes y rodeado de soldados, había quedado tembloroso después de la visita de una bisabuela desnuda con un sombrero de plumas amarillas. Las horas transcurrieron sin incidentes, salvo por un momento de tensión que se produjo cuando la doctora Omayra Torres sorprendió a Karakawe metiendo las manos en sus cajas de vacunas. No era la primera vez que sucedía. Mauro Carías intervino para advertir al indio que si volvía a verlo cerca de los medicamentos, el capitán Ariosto lo pondría preso de inmediato.
Por la tarde, cuando ya sospechaban que la anciana no regresaría, se materializó frente al campamento la tribu completa de la gente de la neblina. Primero vieron a las mujeres y a los niños, impalpables, tenues y misteriosos. Tardaron unos segundos en percibir a los hombres, que en realidad habían llegado antes y se habían colocado en un semicírculo. Surgieron de la nada, mudos y soberbios, encabezados por Tahama, pintados para la guerra con el rojo del onoto, el negro del carbón, el blanco de la cal y el verde de las plantas, decorados con plumas, dientes, garras y semillas, con todas sus armas en las manos. Estaban en medio del campamento, pero se mimetizaban tan bien con el entorno que era necesario ajustar los ojos para verlos con nitidez. Eran livianos, etéreos, parecían apenas dibujados en el paisaje, pero no había duda de que también eran fieros.
Por largos minutos los dos bandos se observaron mutuamente en silencio, a un lado los indios transparentes y al otro los desconcertados forasteros. Por fin Mauro Cañas despertó del trance y se puso en acción, dando instrucciones a los soldados de que sirvieran comida y repartieran regalos. Con pesar, Alex y Nadia vieron a las mujeres y los niños recibir las chucherías con que pretendían atraerlos. Sabían que así, con esos inocentes regalos, comenzaba el fin de las tribus. Tahama y sus guerreros se mantuvieron de pie, alertas, sin soltar las armas. Lo más peligroso eran sus gruesos garrotes, con los cuales podían arremeter en un segundo; en cambio apuntar una flecha demoraba más, dando tiempo a los soldados de disparar.
– Explícales lo de las vacunas, bonita -le ordenó Mauro Cañas a la chica.
– Nadia, me llamo Nadia Santos -repitió ella.
– Es por el bien de ellos, Nadia, para protegerlos -añadió la doctora Omayra Torres-. Tendrán miedo de las agujas, pero en realidad duele menos que una picada de mosquito. Tal vez los hombres quieran ser los primeros, para dar el ejemplo a las mujeres y a los niños…
– ¿Por qué no da el ejemplo usted? -preguntó Nadia a Mauro Carías.
La perfecta sonrisa, siempre presente en el rostro bronceado del empresario, se borró ante el desafío de la chica y una expresión de absoluto terror cruzó brevemente por sus ojos. Alex, quien observaba la escena, pensó que era una reacción exagerada. Sabía de gente que teme las inyecciones, pero la cara de Carías era como si hubiera visto a Drácula.
Nadia tradujo y después de largas discusiones, en las que el nombre del Rahakanariwa surgió muchas veces, Iyomi aceptó pensarlo y consultar con la tribu. En eso estaban en medio de las conversaciones sobre las vacunas, cuando de pronto Iyomi murmuró una orden imperceptible para los forasteros y de inmediato la gente de la neblina se esfumó tan deprisa como había aparecido. Se retiraron al bosque como sombras, sin que se oyera ni un solo paso, ni una sola palabra, ni un solo llanto de bebé. El resto de la noche los soldados de Ariosto montaron guardia, esperando un ataque en cualquier momento. Nadia desperto a medianoche al sentir que la doctora Omayra Torres dejaba la tienda. Supuso que iría a hacer sus necesidades entre los arbustos, pero tuvo una corazonada y decidió seguirla. Kate Coid roncaba con el sueño profundo que la caracterizaba y no se enteró de los trajines de sus compañeras. Silenciosa como un gato, haciendo uso del talento recién aprendido para ser invisible, avanzó. Escondida tras unos helechos vio la silueta de la doctora en la tenue luz de la luna. Un minuto más tarde se aproximó una segunda figura y, ante la sorpresa de Nadia, tomó a la doctora por la cintura y la besó.
– Tengo miedo -dijo ella.
– No temas, mi amor. Todo saldrá bien. En un par de días habremos terminado aquí y podremos regresar a la civilización. Ya sabes que te necesito…
– ¿En verdad me quieres?
– Claro que si. Te adoro, te haré muy feliz, tendrás todo lo que desees.
Nadia regresó furtiva a la tienda, se acostó en su esterilla y se hizo la dormida.
El hombre que estaba con la doctora Omayra Torres era Mauro Carías. Por la mañana la gente de la neblina regresó. Las mujeres traían cestas con fruta y un gran tapir muerto para devolver los regalos recibidos el día anterior. La actitud de los guerreros parecía más relajada y aunque no soltaban sus garrotes, demostraron la misma curiosidad de las mujeres y los niños. Miraban de lejos y sin acercarse a los extraordinarios pájaros de ruido y viento, tocaban la ropa y las armas de los nahab, hurgaban en sus pertenencias, se metían a las tiendas, posaban para las cámaras, se colgaban los collares de plástico y probaban los machetes y cuchillos, maravillados.
La doctora Omayra Torres consideró que el clima era adecuado para iniciar su trabajo. Pidió a Nadia que explicara una vez más a los indios la imperiosa necesidad de protegerlos contra las epidemias, pero éstos no estaban convencidos. La única razón por la cual el capitán Ariosto no los obligó a punta de balas fue la presencia de Kate Coid y Timothy Bruce; no podía recurrir a la fuerza bruta delante de la prensa, debía guardar las apariencias. No tuvo más remedio que esperar con paciencia las eternas discusiones entre Nadia Santos y la tribu. La incongruencia de matarlos a tiros para impedir que murieran de sarampión no cruzó por la mente del militar.
Nadia recordó a los indios que ella había sido nombrada por Iyomi jefe para aplacar al Rahakanariwa, quien solía castigar a los humanos con terribles epidemias, así es que debían obedecerle. Se ofreció para ser la primera en someterse al pinchazo de la vacuna, pero eso resultó ofensivo para Tahama y sus guerreros. Ellos serían los primeros, dijeron, finalmente. Con un suspiro de satisfacción ella tradujo la decisión de la gente de la neblina.
La doctora Omayra Torres hizo colocar una mesa a la sombra y desplegó sus jeringas y sus frascos, mientras Mauro Carías procuraba organizar a la tribu en una fila, así se aseguraba que nadie quedara sin vacunarse.
Entretanto Nadia se llevó aparte a Alex para contarle lo que había presenciado la noche anterior. Ninguno de los dos supo interpretar aquella escena, pero se sintieron vagamente traicionados. ¿Cómo era posible que la dulce Omayra Torres mantuviera una relación con Mauro Carías, el hombre que llevaba su corazón en un maletín? Dedujeron que sin duda Mauro Carías había seducido a la buena doctora, ¿no decían que tenía mucho éxito con las mujeres? Nadia y Alex no veían el menor atractivo en ese hombre, pero supusieron que sus modales y su dinero podían engañar a otros. La noticia caería como una bomba entre los admiradores de la doctora: César Santos, Timothy Bruce y hasta el profesor Ludovic Leblanc.
– Esto no me gusta nada -dijo Alex.
– ¿Tú también estás celoso? -se burló Nadia.
– ¡No! -exclamó él, indignado-. Pero siento algo aquí en el pecho, algo como un tremendo peso.
– Es por la visión que compartimos en la ciudad de oro, ¿recuerdas? Cuando bebimos la poción de los sueños colectivos de Walimaí todos soñamos lo mismo, incluso las Bestias.
– Cierto. Ese sueño se parecía a uno que tuve antes de comenzar este viaje: un buitre inmenso raptaba a mi madre y se la llevaba volando. Entonces lo interpreté como la enfermedad que amenaza su vida, pensé que el buitre representaba a la muerte. En el tepui soñamos que el Rahakanariwa rompía la caja donde estaba prisionero y que los indios estaban atados a los árboles, ¿te acuerdas?
– Sí y los nahab llevaban máscaras. ¿Qué significan las máscaras, Jaguar?
– Secreto, mentira, traición.
– ¿Por qué crees que Mauro Carías tiene tanto interés en vacunar a los indios?
La pregunta quedó en el aire como una flecha detenida en pleno vuelo. Los dos muchachos se miraron, horrorizados. En un instante de lucidez comprendieron la terrible trampa en que habían caído todos: el Rahakanariwa era la epidemia. La muerte que amenazaba a la tribu no era un pájaro mitológico, sino algo mucho más concreto e inmediato. Corrieron al centro de la aldea, donde la doctora Omayra Torres apuntaba la aguja de su jeringa al brazo de Tahama. Sin pensarlo, Alex se lanzó como un bólido contra el guerrero, tirándolo de espaldas al suelo. Tahama se puso de pie de un salto y levantó el garrote para aplastar al muchacho como una cucaracha, pero un alarido de Nadia detuvo el arma en el aire.
– ¡No! ¡No! ¡Ahí está el Rahakanariwa! -gritó la chica señalando los frascos de las vacunas.
César Santos pensó que su hija se había vuelto loca y trató de sujetarla, pero ella se desprendió de sus brazos y corrió a reunirse con Alex, chillando y dando manotazos contra Mauro Carías, que le salió al paso. A toda prisa procuraba explicar a los indios que se había equivocado, que las vacunas no los salvarían, al contrario, los matarían, porque el Rahakanariwa estaba en la jeringa.