LA EXCÉNTRICA ABUELA

Alexander Coid se encontraba en el aeropuerto de Nueva York en medio de una muchedumbre apurada que pasaba por su lado arrastrando maletas y bultos, empujando, atropellando. Parecían autómatas, la mitad de ellos con un teléfono celular pegado en la oreja y hablando al aire, como dementes. Estaba solo, con su mochila en la espalda y un billete arrugado en la mano. Llevaba otros tres doblados y metidos en sus botas. Su padre le había aconsejado cautela, porque en esa enorme ciudad las cosas no eran como en el pueblito de la costa californiana donde ellos vivían, donde nunca pasaba nada. Los tres chicos Coid se habían criado jugando en la calle con otros niños, conocían a todo el mundo y entraban a las casas de sus vecinos como a la propia.

El muchacho había viajado seis horas, cruzando el continente de un extremo a otro, sentado junto a un gordo sudoroso, cuya grasa desbordaba el asiento, reduciendo su espacio a la mitad. A cada rato el hombre se agachaba con dificultad, echaba mano a una bolsa de provisiones y procedía a masticar alguna golosina, sin permitirle dormir o ver la película en paz. Alex iba muy cansado, contando las horas que faltaban para terminar aquel suplicio, hasta que por fin aterrizaron y pudo estirar las piernas. Descendió del avión aliviado, buscando a su abuela con la vista, pero no la vio en la puerta, como esperaba.

Una hora más tarde Kate Coid todavía no llegaba y Alex comenzaba a angustiarse en serio. La había hecho llamar por el altoparlante dos veces, sin obtener respuesta, y ahora tendría que cambiar su billete por monedas para usar el teléfono. Se felicitó por su buena memoria: podía recordar el número sin vacilar, tal como recordaba su dirección sin haber estado nunca allí, sólo por las tarjetas que le escribía de vez en cuando. El teléfono de su abuela repicó en vano, mientras él hacia fuerza mental para que alguien lo levantara. ¿Qué hago ahora?, musitó, desconcertado. Se le ocurrió llamar a larga distancia a su padre para pedirle instrucciones, pero eso podía costarle todas sus monedas. Por otra parte, no quiso portarse como un mocoso. ¿Qué podía hacer su padre desde tan lejos? No, decidió, no podía perder la cabeza sólo porque su abuela se atrasara un poco; tal vez estaba atrapada en el tráfico, o andaba dando vueltas en el aeropuerto buscándolo y se habían cruzado sin verse.

Pasó otra media hora y para entonces sentía tanta rabia contra Kate Coid, que si la hubiera tenido por delante seguro la habría insultado. Recordó las bromas pesadas que ella le había hecho durante años, como la caja de chocolates rellenos con salsa picante que le mandó para un cumpleaños. Ninguna abuela normal se daría el trabajo de quitar el contenido de cada bombón con una jeringa, reemplazarlo con tabasco, envolver los chocolates en papel plateado y colocarlos de vuelta en la caja, sólo para burlarse de sus nietos.

También recordó los cuentos terroríficos con que los atemorizaba cuando iba a visitarlos y cómo insistía en hacerlo con la luz apagada. Ahora esas historias ya no eran tan efectivas, pero en la infancia casi lo habían matado de miedo. Sus hermanas todavía sufrían pesadillas con los vampiros y zombies escapados de sus tumbas que aquella abuela malvada invocaba en la oscuridad. Sin embargo, no podía negar que eran adictos a esas truculentas historias. Tampoco se cansaban de escucharla contar los peligros, reales o imaginarios, que ella había enfrentado en sus viajes por el mundo. El favorito era de una pitón de ocho metros de largo en Malasia, que se tragó su cámara fotográfica. «Lástima que no te tragó a ti, abuela», comentó Alex la primera vez que oyó la anécdota, pero ella no se ofendió. Esa misma mujer le enseñó a nadar en menos de cinco minutos, empujándolo a una piscina cuando tenía cuatro años. Salió nadando por el otro lado de pura desesperación, pero podría haberse ahogado. Con razón Lisa Coid se ponía muy nerviosa cuando su suegra llegaba de visita: debía doblar la vigilancia para preservar la salud de sus niños.

A la hora y media de espera en el aeropuerto, Alex no sabia ya qué hacer. Imaginó cuánto gozaría Kate Coid al verlo tan angustiado y decidió no darle esa satisfacción; debía actuar como un hombre. Se colocó el chaquetón, se acomodó la mochila en los hombros y salió a la calle. El contraste entre la calefacción, el bullicio y la luz blanca dentro del edificio con el frío, el silencio y la oscuridad de la noche afuera, casi lo voltea. No tenía idea que el invierno en Nueva York fuera tan desagradable. Había olor a gasolina, nieve sucia sobre la acera y una ventisca helada que golpeaba la cara como agujas. Se dio cuenta que con la emoción de despedirse de su familia, había olvidado los guantes y el gorro, que nunca tenía ocasión de usar en California y guardaba en un baúl en el garaje, con el resto de su equipo de esquí. Sintió latir la herida en su mano izquierda, que hasta entonces no le había molestado, y calculó que debería cambiar el vendaje apenas llegara donde su abuela. No sospechaba a qué distancia estaba su apartamento ni cuánto costaría la carrera en taxi. Necesitaba un mapa, pero no supo dónde conseguirlo. Con las orejas heladas y las manos metidas en los bolsillos caminó hacia la parada de los buses.

– Hola, ¿andas solo? -se le acercó una muchacha.

La chica llevaba una bolsa de lona al hombro, un sombrero metido hasta las cejas, las uñas pintadas de azul y una argolla de plata atravesada en la nariz. Alex se quedó mirándola maravillado, era casi tan bonita como su amor secreto, Cecilia Burns, a pesar de sus pantalones rotosos, sus botas de soldado y su aspecto más bien sucio y famélico. Como único abrigo usaba un chaquetón corto de piel artificial color naranja, que apenas le cubría la cintura. No llevaba guantes. Alex farfulló una respuesta vaga. Su padre le había advertido que no hablara con extraños, pero esa chica no podía representar peligro alguno, era apenas un par de años mayor, casi tan delgada y baja como su madre. En realidad, a su lado Alex se sintió fuerte.

– ¿Dónde vas? -insistió la desconocida encendiendo un cigarrillo.

– A casa de mi abuela, vive en la calle Catorce con la Segunda Avenida. ¿Sabes cómo puedo llegar allá? -inquirió Alex.

– Claro, yo voy para el mismo lado. Podemos tomar el bus. Soy Morgana -se presentó la joven.

– Nunca había oído ese nombre -comentó Alex.

– Yo misma lo escogí. La tonta de mi madre me puso un nombre tan vulgar como ella. Y tú, ¿cómo te llamas? -preguntó echando humo por las narices.

– Alexander Coid. Me dicen Alex -replicó, algo escandalizado al oírla hablar de su familia en tales términos.

Aguardaron en la calle, pataleando en la nieve para calentarse los pies, durante unos diez minutos, que Morgana aprovechó para ofrecer un apretado resumen de su vida: hacía años que no iba a la escuela -eso era para estúpidos- y se había escapado de su casa porque no aguantaba a su padrastro, que era un cerdo repugnante. -Voy a pertenecer a una banda de rock, ése es mi sueño -agregó-. Lo único que necesito es una guitarra eléctrica. ¿Qué es esa caja que llevas atada a la mochila?

– Una flauta.

– ¿Eléctrica?

– No, de pilas -se burló Alex. Justo cuando sus orejas se estaban transformando en cubitos de hielo, apareció el bus y ambos subieron. El chico pagó su pasaje y recibió el vuelto, mientras Morgana buscaba en un bolsillo de su chaqueta naranja, luego en otro.

– ¡Mi cartera! Creo que me la robaron… -tartamudeó.

– Lo siento, niña. Tendrás que bajarte -le ordenó el chofer.

– ¡No es mi culpa si me robaron! -exclamó ella casi a gritos, ante el desconcierto de Alex, quien sentía horror de llamar la atención.

– Tampoco es culpa mía. Acude a la policía -replicó secamente el chofer.

La joven abrió su bolsa de lona y yació todo el contenido en el pasillo del vehículo: ropa, cosméticos, papas fritas, varias cajas y paquetes de diferentes tamaños y unos zapatos de taco alto que parecían pertenecer a otra persona, porque era difícil imaginarla en ellos. Revisó cada prenda de ropa con pasmosa lentitud, dando vueltas a la ropa, abriendo cada caja y cada envoltorio, sacudiendo la ropa interior a la vista de todo el mundo. Alex desvió la mirada, cada vez más turbado. No quería que la gente pensara que esa chica y él andaban juntos.

– No puedo esperar toda la noche, niña. Tienes que bajarte -repitió el chofer, esta vez con un tono amenazante. Morgana lo ignoro. Para entonces se había quitado el chaquetón naranja y estaba revisando el forro, mientras los otros pasajeros del bus empezaban a reclamar por el atraso en partir.

– ¡Préstame algo! -exigió finalmente, dirigiéndose a Alex.

El muchacho sintió derretirse el hielo de sus orejas y supuso que se le estaban poniendo coloradas, como le ocurría en los momentos culminantes. Eran su cruz: esas orejas lo traicionaban siempre, sobre todo cuando estaba frente a Cecilia Burns, la chica de la cual estaba enamorado desde el jardín de infancia sin la menor esperanza de ser correspondido. Alex había concluido que no existía razón alguna para que Cecilia se fijara en él, pudiendo elegir entre los mejores atletas del colegio. En nada se distinguía él, sus únicos talentos eran escalar montañas y tocar la flauta, pero ninguna chica con dos dedos de frente se interesaba en cerros o flautas. Estaba condenado a amarla en silencio por el resto de su vida, a menos que ocurriera un milagro.

– Préstame para el pasaje -repitió Morgana.

En circunstancias normales a Alex no le importaba perder su plata, pero en ese momento no estaba en condición de portarse generoso. Por otra parte, decidió, ningún hombre podía abandonar a una mujer en esa situación. Le alcanzaba justo para ayudarla sin recurrir a los billetes doblados en sus botas. Pagó el segundo pasaje. Morgana le lanzó un beso burlón con la punta de los dedos, le sacó la lengua al chofer, que la miraba indignado, recogió sus cosas rápidamente y siguió a Alex a la última fila del vehículo, donde se sentaron juntos.

– Me salvaste el pellejo. Apenas pueda, te pago -le aseguró.

Alex no respondió. Tenía un principio: si le prestas dinero a una persona y no vuelves a verla, es dinero bien gastado. Morgana le producía una mezcla de fascinación y rechazo, era totalmente diferente a cualquiera de las chicas de su pueblo, incluso las más atrevidas. Para evitar mirarla con la boca abierta, como un bobo, hizo la mayor parte del largo viaje en silencio, con la vista fija en el vidrio oscuro de la ventana, donde se reflejaban Morgana y también su propio rostro delgado, con lentes redondos y el cabello oscuro, como el de su madre. ¿Cuándo podría afeitarse? No se había desarrollado como varios de sus amigos; todavía era un chiquillo imberbe, uno de los más bajos de su clase. Hasta Cecilia Burns era más alta que él. Su única ventaja era que, a diferencia de otros adolescentes de su colegio, tenía la piel sana, porque apenas le aparecía un grano su padre se lo inyectaba con cortisona. Su madre le aseguraba que no debía preocuparse, unos estiran antes y otros después, en la familia Coid todos los hombres eran altos; pero él sabía que la herencia genética es caprichosa y bien podía salir a la familia de su madre. Lisa Coid era baja incluso para una mujer; vista por detrás parecía una chiquilla de catorce años, sobre todo desde que la enfermedad la había reducido a un esqueleto. Al pensar en ella sintió que se le cerraba el pecho y se le cortaba el aire, como si un puño gigantesco lo tuviera cogido por el cuello.

Morgana se había quitado la chaqueta de piel naranja. Debajo llevaba una blusa corta de encaje negro que le dejaba la barriga al aire y un collar de cuero con puntas metálicas, como de perro bravo.

– Me muero por un pito -dijo.

Alex le señaló el aviso que prohibía fumar en el bus. Ella echó una mirada a su entorno. Nadie les prestaba atención; había varios asientos vacíos a su alrededor y los otros pasajeros leían o dormitaban. Al comprobar que nadie se fijaba en ellos, se metió la mano en la blusa y extrajo del pecho una bolsita mugrienta. Le dio un breve codazo sacudiendo la bolsa delante de sus narices.

– Hierba -murmuró.

Alexander Coid negó con la cabeza. No se consideraba un puritano, ni mucho menos, había probado marihuana y alcohol algunas veces, como casi todos sus compañeros en la secundaria, pero no lograba comprender su atractivo, excepto el hecho de que estaban prohibidos. No le gustaba perder el control. Escalando montañas le había tomado el gusto a la exaltación de tener el control del cuerpo y de la mente. Volvía de esas excursiones con su padre agotado, adolorido y hambriento, pero absolutamente feliz, lleno de energía, orgulloso de haber vencido una vez más sus temores y los obstáculos de la montaña. Se sentía electrizado, poderoso, casi invencible. En esas ocasiones su padre le daba una palmada amistosa en la espalda, a modo de premio por la proeza, pero nada decía para no alimentar su vanidad. John Coid no era amigo de lisonjas, costaba mucho ganarse una palabra de elogio de su parte, pero su hijo no esperaba oírla, le bastaba esa palmada viril.

Imitando a su padre, Alex había aprendido a cumplir con sus obligaciones lo mejor posible, sin presumir de nada, pero secretamente se jactaba de tres virtudes que consideraba suyas: valor para escalar montañas, talento para tocar la flauta y claridad para pensar. Era más difícil reconocer sus defectos, aunque se daba cuenta de que había por lo menos dos que debía tratar de mejorar, tal como le había hecho notar su madre en más de una ocasión: su escepticismo, que lo hacía dudar de casi todo, y su mal carácter, que lo hacía explotar en el momento menos pensado. Esto era algo nuevo, porque tan sólo unos meses antes era confiado y andaba siempre de buen humor. Su madre aseguraba que eran cosas de la edad y que se le pasarían, pero él no estaba tan seguro como ella. En todo caso, no le atraía el ofrecimiento de Morgana. En las oportunidades en que había probado drogas no había sentido que volaba al paraíso, como decían algunos de sus amigos, sino que se le llenaba la cabeza de humo y se le ponían las piernas como lana. Para él no había ningún estímulo mayor que balancearse de una cuerda en el aire a cien metros de altura, sabiendo exactamente cuál era el paso siguiente que debía dar. No, las drogas no eran para él. Tampoco el cigarrillo, porque necesitaba pulmones sanos para escalar y tocar la flauta. No pudo evitar una breve sonrisa al acordarse del método empleado por su abuela Kate para cortarle de raíz la tentación del tabaco. Entonces él tenía once años y, a pesar de que su padre le había dado el sermón sobre el cáncer al pulmón y otras consecuencias de la nicotina, solía fumar a escondidas con sus amigos detrás del gimnasio. Kate Coid llegó a pasar con ellos la Navidad y con su nariz de sabueso no tardó en descubrir el olor, a pesar de la goma de mascar y el agua de colonia con que él procuraba disimularlo.

– ¿Fumando tan joven, Alexander? -le preguntó de muy buen humor. Él intentó negarlo, pero ella no le dio tiempo-. Acompáñame, vamos a dar un paseo -dijo.

El chico subió al coche, se colocó el cinturón de seguridad bien apretado y murmuró entre dientes un conjuro de buena suerte, porque su abuela era una terrorista del volante. Con la disculpa de que en Nueva York nadie tenía auto, manejaba como si la persiguieran. Lo condujo a trompicones y frenazos hasta el supermercado, donde adquirió cuatro grandes cigarros de tabaco negro; luego se lo llevó a una calle tranquila, estacionó lejos de miradas indiscretas y procedió a encender un puro para cada uno. Fumaron y fumaron con las puertas y ventanas cerradas hasta que el humo les impedía ver a través de las ventanillas. Alex sentía que la cabeza le daba vueltas y el estómago le subía y le bajaba. Pronto ya no pudo más, abrió la portezuela y se dejó caer como una bolsa en la calle, enfermo hasta el alma. Su abuela esperó sonriendo a que acabara de vaciar el estómago, sin ofrecerse para sostenerle la frente y consolarlo, como hubiera hecho su madre, y luego encendió otro cigarro y se lo pasó.

– Vamos, Alexander, pruébame que eres un hombre y fúmate otro -lo desafió, de lo más divertida.

Durante los dos días siguientes el muchacho debió quedarse en la cama, verde como una lagartija y convencido de que las náuseas y el dolor de cabeza iban a matarlo. Su padre creyó que era un virus y su madre sospechó al punto de su suegra, pero no se atrevió a acusarla directamente de envenenar al nieto. Desde entonces el hábito de fumar, que tanto éxito tenía entre algunos de sus amigos, a Alex le revolvía las tripas.

– Esta hierba es de la mejor -insistió Morgana señalando el contenido de su bolsita-. También tengo esto, si prefieres -agregó mostrándole dos pastillas blancas en la palma de la mano.

Alex volvió a fijar la vista en la ventanilla del bus, sin responder. Sabía por experiencia que era mejor callarse o cambiar el tema. Cualquier cosa que dijera iba a sonar estúpida y la chica iba a pensar que era un mocoso o que tenía ideas religiosas fundamentalistas. Morgana se encogió de hombros y guardó sus tesoros en espera de una ocasión más apropiada. Estaban llegando a la estación de buses, en pleno centro de la ciudad, y debían bajarse. A esa hora todavía no había disminuido el tráfico ni la gente en las calles y aunque las oficinas y comercios estaban cerrados, había bares, teatros, cafeterías y restaurantes abiertos. Alex se cruzaba con la gente sin distinguir sus rostros, sólo sus figuras encorvadas envueltas en abrigos oscuros, caminando deprisa. Vio unos bultos tirados por el suelo junto a unas rejillas en las aceras, por donde surgían columnas de vapor. Comprendió que eran vagabundos durmiendo acurrucados junto a los huecos de calefacción de los edificios, única fuente de calor en la noche invernal.

Las duras luces de neón y los focos de los vehículos daban a las calles mojadas y sucias un aspecto irreal. Por las esquinas había cerros de bolsas negras, algunas rotas y con la basura desparramada. Una mendiga envuelta en un harapiento abrigo escarbaba en las bolsas con un palo, mientras recitaba una letanía eterna en un idioma inventado. Alex debió saltar a un lado para esquivar a una rata con la cola mordida y sangrante, que estaba en el medio de la acera y no se movió cuando pasaron. Los bocinazos del tráfico, las sirenas de la policía y de vez en cuando el ulular de una ambulancia cortaban el aire. Un hombre joven, muy alto y desgarbado, pasó gritando que el mundo se iba a acabar y le puso en la mano una hoja de papel arrugada, en la cual aparecía una rubia de labios gruesos y medio desnuda ofreciendo masajes. Alguien en patines con audífonos en las orejas lo atropelló, lanzándolo contra la pared. «¡Mira por dónde vas, imbécil!», gritó el agresor.

Alexander sintió que la herida de la mano comenzaba a latir de nuevo. Pensó que se encontraba sumido en una pesadilla de ciencia ficción, en una pavorosa megápolis de cemento, acero, vidrio, polución y soledad. Lo invadió una oleada de nostalgia por el lugar junto al mar donde había pasado su vida. Ese pueblo tranquilo y aburrido, de donde tan a menudo había querido escapar, ahora le parecía maravilloso Morgana interrumpió sus lúgubres pensamientos

– Estoy muerta de hambre. ¿Podríamos comer algo? -sugirió.

– Ya es tarde, debo llegar donde mi abuela -se disculpó él,

– Tranquilo, hombre, te voy a llevar donde tu abuela. Estamos cerca, pero nos vendría bien echarnos algo a la panza -insistió ella.

Sin darle ocasión de negarse, lo arrastró de un brazo al interior de un ruidoso local que olía a cerveza, café rancio y fritanga. Detrás de un largo mesón de formica había un par de empleados asiáticos sirviendo unos platos grasientos Morgana se instaló en un taburete frente al mesón y procedió a estudiar el menú, escrito con tiza en una pizarra en la pared. Alex comprendió que le tocaría pagar la comida y se dirigió al baño para rescatar los billetes que llevaba escondidos en las botas.

Las paredes del servicio estaban cubiertas de palabrotas y dibujos obscenos, por el suelo había papeles arrugados y charcos de agua, que goteaba de las cañerías oxidadas. Entró en un cubículo, cerró la puerta con pestillo, dejó la mochila en el suelo y, a pesar del asco, tuvo que sentarse en el excusado para quitarse las botas, tarea nada fácil en ese espacio reducido y con una mano vendada. Pensó en los gérmenes y en las innumerables enfermedades que se pueden contraer en un baño público, como decía su padre. Debía cuidar su reducido capital.

Contó su dinero con un suspiro; él no comería y esperaba que Morgana se conformara con un plato barato, no parecía ser de las que comen mucho. Mientras no estuviera a salvo en el apartamento de Kate Coid, esos tres billetes doblados y vueltos a doblar eran todo lo que poseía en este mundo; ellos representaban la diferencia entre la salvación y morirse de hambre y frío tirado en la calle, como los mendigos que había visto momentos antes. Si no daba con la dirección de su abuela, siempre podía volver al aeropuerto a pasar la noche en algún rincón y volar de vuelta a su casa al día siguiente, para eso contaba con el pasaje de regreso. Se colocó nuevamente las botas, guardó el dinero en un compartimiento de su mochila y salió del cubículo. No había nadie más en el baño. Al pasar frente al lavatorio puso su mochila en el suelo, se acomodó el vendaje de la mano izquierda, se lavó meticulosamente la mano derecha con jabón, se echó bastante agua en la cara para despejar el cansancio y luego se secó con papel. Al inclinarse para recoger la mochila se dio cuenta, horrorizado, que había desaparecido. Salió disparado del baño, con el corazón al galope. El robo había ocurrido en menos de un minuto, el ladrón no podía estar lejos, si se apuraba podría alcanzarlo antes que se perdiera entre la multitud de la calle. En el local todo seguía igual, los mismos empleados sudorosos detrás del mostrador, los mismos parroquianos indiferentes, la misma comida grasienta el mismo ruido de platos y de música rock a todo volumen. Nadie notó su agitación, nadie se volvió a mirarlo cuando gritó que le habían robado. La única diferencia era que Morgana ya no estaba sentada ante al mesón, donde la había dejado. No había rastro de ella.

Alex adivinó en un instante quién lo había seguido discretamente quién había aguardado al otro lado de la puerta del baño calculando su oportunidad, quién se había llevado su mochila en un abrir y cerrar de ojos. Se dio una palmada en la frente. ¡Cómo podía haber sido tan inocente! Morgana lo había engañado como a una criatura despojándolo de todo salvo la ropa que llevaba puesta. Había perdido su dinero, el pasaje de regreso en avión y hasta su preciosa flauta. Lo único que le quedaba era su pasaporte, que por casualidad llevaba en el bolsillo de la chaqueta Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo por combatir las ganas de echarse a llorar como un chiquillo.

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