Mientras Nadia Santos ascendía a la cima del tepui, Alexander Coid bajaba por un pasaje angosto hacia el vientre de la tierra, un mundo cerrado, caliente, oscuro y palpitante, como sus peores pesadillas. Si al menos tuviera una linterna… Debía avanzar a tientas, gateando a veces y arrastrándose otras, en completa oscuridad. Sus ojos no se acostumbraron, porque las tinieblas eran absolutas. Extendía una mano palpando la roca para calcular la dirección y el ancho del túnel, luego movía el cuerpo, culebreando hacia adentro, centímetro a centímetro. A medida que avanzaba el túnel parecía angostarse y pensó que no podría dar la vuelta para salir. El poco aire que había era sofocante y fétido; era como estar enterrado en una tumba. Allí de nada le servían los atributos del jaguar negro; necesitaba otro animal totémico, algo así como un topo, una rata o un gusano. Se detuvo muchas veces con intención de retroceder antes de que fuera demasiado tarde, pero cada vez siguió adelante impulsado por el recuerdo de su madre. Con cada minuto transcurrido aumentaba la opresión en su pecho y el terror se hacia más y más insondable. Volvió a oír el sordo golpeteo de un corazón, que había escuchado en el laberinto con Walimaí. Su mente, enloquecida, barajaba los innumerables peligros que lo acechaban; el peor de todos era quedar sepultado vivo en las entrañas de esa montaña. ¿Cuán largo era ese pasaje? ¿Llegaría hasta el final o caería vencido por el camino? ¿Le alcanzaría el oxigeno o moriría asfixiado?
En un momento Alexander cayó tendido de bruces, agotado, gimiendo. Tenía los músculos tensos, la sangre agolpada en las sienes, cada nervio de su cuerpo adolorido; no podía razonar, sentía que su cabeza iba a explotar por falta de aire. Nunca había tenido tanto miedo, ni siquiera durante la larga noche de su iniciación entre los indios. Trató de recordar las emociones que lo sacudían cuando quedó colgando de una cuerda en El Capitán, pero no era comparable. Entonces estaba en el pico de una montaña, ahora estaba en su interior. Allí estaba con su padre, aquí estaba absolutamente solo. Se abandonó a la desesperación, temblando, extenuado. Por un tiempo eterno las tinieblas penetraron en su mente y perdió el rumbo, llamando sin voz a la muerte, derrotado. Y entonces, cuando su espíritu se alejaba en la oscuridad, la voz de su padre se abrió camino por las brumas de su cerebro y le llegó, primero como un susurro casi imperceptible, luego con más claridad. ¿Qué le había dicho su padre muchas veces cuando le enseñaba a escalar rocas? «Quieto, Alexander, busca el centro de ti mismo, donde está tu fuerza. Respira. Al inhalar te cargas de energía, al exhalar te desprendes de la tensión. No pienses, obedece tu instinto.» Era lo que él mismo le había aconsejado a Nadia cuando subieron al Ojo del Mundo. ¿Cómo lo había olvidado?
Se concentró en respirar: inhalar energía, sin pensar en la falta de oxigeno, exhalar su terror, relajarse, rechazar los pensamientos negativos que lo paralizaban. Puedo hacerlo, puedo hacerlo…, repitió. Poco a poco regresó a su cuerpo. Visualizó los dedos de sus pies y los fue relajando uno a uno, luego las piernas, las rodillas, las caderas, la espalda, los brazos hasta las puntas de los dedos, la nuca, la mandíbula, los párpados. Ya podía respirar mejor, dejó de sollozar. Ubicó el centro de sí mismo, un lugar rojo y vibrante a la altura del ombligo. Escuchó los latidos de su corazón. Sintió un cosquilleo en la piel, luego un calor por las venas, finalmente la fuerza regresó a su cuerpo, sus sentidos y su mente.
Alexander Coid lanzó una exclamación de alivio. El sonido tardó unos instantes en rebotar contra algo y volver a sus oídos. Se dio cuenta que así actuaba el sonar de los murciélagos, permitiéndoles desplazarse en la oscuridad. Repitió la exclamación, esperó que volviera indicándole la distancia y la dirección, así pudo «oír con el corazón», como le había dicho tantas veces Nadia. Había descubierto la forma de avanzar en las tinieblas. El resto del viaje por el túnel transcurrió en un estado de semiinconsciencia, en el cual su cuerpo se movía solo, como si conociera el camino. De vez en cuando Alex se conectaba brevemente con su pensamiento lógico y en un chispazo deducía que ese aire cargado de gases desconocidos debía afectarle la mente. Más tarde pensaría que vivió un sueño.
Cuando parecía que el angosto pasaje no terminaría nunca, el muchacho oyó un rumor de agua, como un río, y una bocanada de aire caliente alcanzó sus agotados pulmones. Eso renovó sus fuerzas. Se impulsó hacia delante y en un recodo del subterráneo percibió que sus ojos alcanzaban a distinguir algo en la negrura. Una claridad, muy tenue al principio, fue surgiendo poco a poco. Siguió arrastrándose, esperanzado, y vio que la luz y el aire aumentaban. Pronto se encontró en una cueva que debía estar conectada al exterior de alguna manera, porque aparecía débilmente iluminada. Un extraño olor le dio en las narices, persistente, un poco nauseabundo, como de vinagre y flores podridas. La cueva tenía las mismas formaciones de relucientes minerales que viera en el laberinto. Las facetas labradas de esas estructuras actuaban como espejos, reflejando y multiplicando la escasa luz que penetraba hasta allí. Se encontró a la orilla de una pequeña laguna, alimentada por un riachuelo de aguas blancas, como leche magra. Viniendo de la tumba donde había estado, esa laguna y ese río blancos le parecieron lo más hermoso que había visto en su vida. ¿Sería ésa la fuente de la eterna juventud? El olor lo mareaba, pensó que debía ser un gas que se desprendía de las profundidades, tal vez un gas tóxico que le embotaba el cerebro.
Una voz susurrante y acariciadora llamó su atención. Sorprendido, percibió algo en la otra orilla de la pequeña laguna, a pocos metros de distancia, y cuando logró ajustar sus pupilas a la poca luz de la cueva, distinguió una figura humana. No podía verla bien, pero la forma y la voz eran de una muchacha. Imposible, dijo, las sirenas no existen, me estoy volviendo loco, es el gas, el olor; pero la muchacha parecía real, su largo cabello se movía, su piel irradiaba luz, sus gestos eran humanos, su voz seductora. Quiso lanzarse al agua blanca para beber hasta saciarse y para lavarse la tierra que lo cubría, así como la sangre de las magulladuras en sus codos y rodillas. La tentación de acercarse a la bella criatura que lo llamaba y abandonarse al placer era insoportable. Iba a hacerlo cuando notó que la aparición era igual a Cecilia Burns, su mismo cabello castaño, sus mismos ojos azules, sus mismos gestos lánguidos. Una parte aún consciente de su cerebro le advirtió que esa sirena era una creación de su mente, tal como lo eran esas medusas de mar, gelatinosas y transparentes, que flotaban en el aire pálido de la caverna. Recordó lo que había oído de la mitología de los indios, las historias que había contado Walimaí sobre los orígenes del universo, donde figuraba el Río de Leche que contenía todas las semillas de la vida, pero también putrefacción y muerte. No, ésa no era el agua milagrosa que devolvería la salud a su madre, decidió; era una jugarreta de su mente para distraerlo de su misión. No había tiempo para perder, cada minuto era precioso. Se tapó la nariz con la camiseta, luchando contra la penetrante fragancia que lo aturdía. Vio que a lo largo de la orilla donde estaba se extendía un angosto pasaje, que se perdía siguiendo el curso del riachuelo, y por allí escapó. Alexander Coid siguió el sendero, dejando atrás la laguna y la prodigiosa aparición de la muchacha. Le sorprendió que la tenue claridad persistía, al menos ya no debía ir arrastrándose y a tientas. El aroma fue haciéndose más tenue, hasta desaparecer del todo. Avanzó lo más deprisa que pudo, agachado, procurando no golpear la cabeza contra el techo y manteniendo el equilibrio en la estrecha cornisa, pensando que si caía al río más abajo tal vez sería arrastrado. Lamentó no disponer de tiempo para averiguar qué era ese liquido blanco parecido a la leche y con olor a aliño para ensalada. El largo sendero estaba cubierto de un moho resbaloso donde hervía un millar de criaturas minúsculas, larvas, insectos, gusanos y grandes sapos azulados, con la piel tan transparente que se podían ver los órganos internos palpitando. Sus largas lenguas, como de serpiente, intentaban alcanzar sus piernas. Alex echaba de menos sus botas, porque debía patearlos descalzo y sus cuerpos blandos y fríos como gelatina le daban un asco incontrolable. Doscientos metros más allá la capa de moho y los sapos desaparecieron y el sendero se volvió más ancho. Aliviado, pudo echar una mirada a su alrededor y entonces notó por primera vez que las paredes estaban salpicadas de hermosos colores. Al examinarlas de cerca comprendió que eran piedras preciosas y vetas de ricos metales. Abrió su navaja del Ejército suizo y escarbó en la roca, comprobando que las piedras se desprendían con cierta facilidad. ¿Qué eran? Reconoció algunos colores, como el verde intenso de las esmeraldas y el rojo puro de los rubíes. Estaba rodeado de un fabuloso tesoro: ése era el verdadero El Dorado, codiciado por aventureros durante siglos.
Bastaba tallar las paredes con su cuchillo para cosechar una fortuna. Si llenaba la calabaza que le había dado Walimaí con esas piedras preciosas, regresaría a California convertido en millonario, podría pagar los mejores tratamientos para la enfermedad de su madre, comprar una casa nueva para sus padres, educar a sus hermanas. ¿Y para él? Se compraría un coche de carrera para matar de envidia a sus amigos y dejar a Cecilia Burns con la boca abierta. Esas joyas eran la solución de su vida: podría dedicarse a la música, a escalar montañas o a lo que quisiera, sin tener que preocuparse de ganar un sueldo… ¡No! ¿Qué estaba pensando? Esas piedras preciosas no eran sólo suyas, debían servir para ayudar a los indios. Con esa increíble riqueza obtendría poder para cumplir con la misión que le había asignado Iyomi: negociar con los nahab. Se convertiría en el protector de la tribu y de sus bosques y cascadas; con la pluma de su abuela y su dinero transformarían el Ojo del Mundo en la reserva natural más extensa del mundo. En unas pocas horas podría llenar la calabaza y cambiar el destino de la gente de la neblina y de su propia familia.
El muchacho empezó a hurgar con la punta de su cuchillo en torno a una piedra verde, haciendo saltar pedacitos de la roca. Minutos más tarde logró soltarla y cuando la tuvo entre los dedos pudo verla bien. No tenía el brillo de una esmeralda pulida, como las de los anillos, pero sin duda era del mismo color. Iba a ponerla en la calabaza, cuando recordó el propósito de esa misión al fondo de la tierra: llenar la calabaza con el agua de la salud. No. No serían joyas las que comprarían la salud de su madre; se requería algo milagroso. Con un suspiro guardó la piedra verde en el bolsillo del pantalón y siguió adelante, preocupado porque había perdido minutos preciosos y no sabía cuánto más debería andar hasta llegar a la fuente maravillosa.
De súbito el sendero terminó ante un cúmulo de piedras. Alex tanteó seguro que debía haber una forma de seguir adelante, no podía ser que su viaje terminara de esa manera tan abrupta. Si Walimaí lo había enviado a ese infernal viaje a las profundidades de la montaña era porque la fuente existía, todo era cuestión de encontrarla; pero podría ser que hubiera tomado el camino equivocado, que en alguna bifurcación del túnel se hubiera desviado. Tal vez debió cruzar la laguna de leche, porque la muchacha no era una tentación para distraerlo, sino su guía para encontrar el agua de la salud… Las dudas empezaron a retumbar como gritos a todo volumen en su cerebro. Se llevó las manos a las sienes, procurando calmarse, repitió la respiración profunda que había practicado en el túnel, y prestó oídos a la voz remota de su padre, que lo guiaba. Debo situarme en el centro de mí mismo, donde hay calma y fuerza, murmuró. Decidió no perder energía contemplando los posibles errores cometidos, sino en el obstáculo que tenía por delante. Durante el invierno del año anterior, su madre le había pedido que trasladara una gran pila de leña del patio al fondo del garaje. Cuando él alegó que ni Hércules podía hacerlo, su madre le mostró la forma: un palo a la vez. El joven fue quitando piedras, primero los guijarros, luego las rocas medianas, que se soltaban con facilidad, finalmente los peñascos grandes. Fue un trabajo lento y pesado, pero al cabo de un tiempo había abierto un boquete. Una bocanada de vapor caliente le dio en el rostro, como si hubiera abierto la puerta de un horno, obligándolo a retroceder. Esperó, sin saber cuál era el paso siguiente, mientras salía el chorro de aire. Nada sabía de minería, pero había leído que en el interior de las minas suele haber escapes de gas y supuso que, si de eso se trataba, estaba condenado. Se dio cuenta que a los pocos minutos el chorro disminuía, como si hubiera estado a presión, y finalmente desaparecía. Aguardó un rato y luego asomó la cabeza por el hueco.
Al otro lado había una caverna con un pozo profundo en el centro, de donde surgían humaredas y una luz rojiza. Se oían pequeñas explosiones, como si abajo hirviera algo espeso, que reventaba en burbujas. No tuvo que acercarse para adivinar que debía ser lava ardiente, tal vez los últimos residuos de actividad de un antiquísimo volcán. Estaba en el corazón del cráter. Contempló la posibilidad de que los vapores fueran tóxicos, pero como no olían mal decidió que podía adentrarse en la caverna. Pasó el resto del cuerpo por la apertura y se encontró sobre un suelo de piedra caliente. Aventuró un paso, luego otro más, decidido a explorar el recinto. El calor era peor que una sauna y pronto estuvo completamente bañado en sudor, pero había suficiente aire para respirar. Se quitó la camiseta y se la amarró en torno a la boca y la nariz. Le lloraban los ojos. Comprendió que debía avanzar con extrema prudencia para no resbalar al pozo.
La caverna era amplia y de forma irregular, alumbrada por la luz rojiza y titilante del fuego que crepitaba abajo. Hacia su derecha se abría otra sala, que exploró tentativamente, descubriendo que era más oscura, porque apenas llegaba la luz que alumbraba la primera. En ella la temperatura resultaba más soportable, tal vez por alguna fisura entraba aire fresco. El muchacho estaba en el limite de su resistencia, empapado de sudor y sediento, convencido de que las fuerzas no le alcanzarían para regresar por el largo camino que ya había recorrido. ¿Dónde estaba la fuente que buscaba?
En ese momento sintió una fuerte brisa y de inmediato una vibración espantosa que resonó en sus nervios, como si estuviera dentro de un gran tambor metálico. Se tapó los oídos en forma instintiva, pero no era ruido, sino una insoportable energía y no había forma de defenderse de ella. Se volvió buscando la causa. Y entonces lo vio. Era un murciélago gigantesco, cuyas alas extendidas debían medir unos cinco metros de punta a punta. Su cuerpo de rata era dos veces más grande que su perro Poncho y en su cabezota se abría un hocico provisto de largos colmillos de fiera. No era negro, sino totalmente blanco, un murciélago albino.
Aterrado, Alex comprendió que ese animal, como las Bestias, era el último sobreviviente de una edad muy antigua, cuando los primeros seres humanos levantaron la frente del suelo para mirar asombrados a las estrellas, miles y miles de años atrás. La ceguera del animal no era una ventaja para él, porque esa vibración era su sistema de sonar: el vampiro sabía exactamente cómo era y dónde se encontraba el intruso. La ventolera se repitió: eran las alas agitándose, listas para el ataque. ¿Era ése el Rahakanariwa de los indios, el terrible pájaro chupasangre?
Su mente echó a volar. Sabía que sus posibilidades de escapar eran casi nulas, porque no podía retroceder a la otra sala y echar a correr en ese terreno traicionero sin riesgo de caer al pozo de lava. En forma instintiva se llevó la mano a la navaja del Ejército suizo que tenía en la cintura, aunque sabía que era un arma ridícula comparada con el tamaño de su enemigo. Sus dedos tropezaron con la flauta colgada de su cinturón, y sin pensarlo dos veces la desató y se la llevó a los labios. Alcanzó a murmurar el nombre de su abuelo Joseph Coid, pidiéndole ayuda en ese instante de peligro mortal, y luego comenzó a tocar.
Las primeras notas resonaron cristalinas, frescas, puras, en aquel recinto maléfico. El enorme vampiro, extremadamente sensible a los sonidos, recogió las alas y pareció encogerse de tamaño. Había vivido tal vez varios siglos en la soledad y el silencio de ese mundo subterráneo, aquellos sonidos tuvieron el efecto de una explosión en su cerebro, se sintió acribillado por millones de punzantes dardos. Lanzó otro grito en su onda inaudible para oídos humanos, aunque claramente dolorosa, pero la vibración se confundió con la música y el vampiro, desconcertado, no pudo interpretarla en su sonar.
Mientras Alex tocaba su flauta, el gran murciélago blanco se movió hacia atrás, retrocediendo poco a poco, hasta quedar inmóvil en un rincón, como un oso blanco alado, los colmillos y las garras a la vista, pero paralizado. Una vez más el muchacho se maravilló del poder de esa flauta, que lo había acompañado en cada momento crucial de su aventura. Al moverse el animal, vio un tenue hilo de agua que chorreaba por la pared de la caverna y entonces supo que había llegado al fin de su camino: estaba frente a la fuente de la eterna juventud. No era el abundante manantial en medio de un jardín, que describía la leyenda. Eran apenas unas gotas humildes deslizándose por la roca viva. Alexander Coid avanzó con cautela, un paso a la vez, sin dejar de tocar la flauta, acercándose al monstruoso vampiro, procurando pensar con el corazón y no con la cabeza. Era ésa una experiencia tan extraordinaria, que no podía confiar sólo en la razón o la lógica, había llegado el momento de utilizar el mismo recurso que le servía para escalar montañas y crear música: la intuición. Trató de imaginar cómo sentía el animal y concluyó que debía estar tan aterrado como él mismo lo estaba. Se encontraba por primera vez ante un ser humano, nunca había escuchado sonidos como el de la flauta y el ruido debía ser atronador en su sonar, por eso estaba como hipnotizado. Recordó que debía recoger el agua en la calabaza y regresar antes del anochecer. Resultaba imposible calcular cuántas horas había estado en el mundo subterráneo, pero lo único que deseaba era salir de allí lo antes posible.
Mientras producía una sola nota con la flauta, valiéndose de una mano, extendió la otra hacia la fuente, casi rozando al vampiro, pero apenas cayeron las primeras gotas adentro de la calabaza, el agua del chorrito disminuyó hasta desaparecer del todo. La frustración de Alex fue tan enorme, que estuvo a punto de arremeter a puñetazos contra la roca. Lo único que lo detuvo fue el horrendo animal que se erguía como un centinela a su lado.
Y entonces, cuando iba a dar media vuelta, se acordó de las palabras de Walimaí sobre la ley inevitable de la naturaleza: dar tanto como se recibe. Pasó revista a sus escasos bienes: la brújula, la navaja del ejército suizo y su flauta. Podía dejar los dos primeros, que de todos modos no le servirían de mucho, pero no podía desprenderse de su flauta mágica, la herencia de su famoso abuelo, su instrumento de poder. Sin ella estaba perdido. Depositó la brújula y la navaja en el suelo y esperó. Nada. Ni una sola gota más cayó de la roca.
Entonces comprendió que esa agua de la salud era el tesoro más valioso de este mundo para él, lo único que podría salvar la vida de su madre. A cambio debía entregar su más preciosa posesión. Colocó la flauta en el suelo mientras las últimas notas reverberaban entre las paredes de la caverna. De inmediato el débil chorrito de agua volvió a fluir. Esperó eternos minutos que se llenara la calabaza, sin perder de vista al vampiro, que acechaba a su lado. Estaba tan cerca, que podía oler su fetidez de tumba y contar sus dientes y sentir una compasión infinita por la profunda soledad que lo envolvía, pero no permitió que eso lo distrajera de su tarea. Una vez que la calabaza estuvo rebosando, retrocedió con lentitud, para no provocar al monstruo. Salió de la caverna, entró a la otra, donde se oía el gorgoriteo de la lava ardiendo en las entrañas de la tierra, y luego se deslizó por el boquete. Pensó poner las piedras de vuelta para taparlo, pero no disponía de tiempo y supuso que el vampiro era demasiado grande para escapar por ese hueco y no lo seguiría.
Hizo el camino de vuelta más rápido, porque ya lo conocía. No tuvo la tentación de recoger piedras preciosas y cuando pasó por la laguna de leche donde aguardaba el espejismo de Cecilia Burns, se tapó la nariz para defenderse del gas fragante que perturbaba el entendimiento y no se detuvo. Lo más difícil fue volver a introducirse en el angosto túnel por donde había entrado, sosteniendo la calabaza verticalmente para no vaciar el agua. Tenía un tapón: un trozo de piel amarrado con una cuerda, pero no era hermético y no deseaba perder ni una gota del maravilloso líquido de la salud. Esta vez el pasadizo, aunque oprimente y tenebroso, no le resultó tan horrible, porque sabía que al final alcanzaría la luz y el aire.
El colchón de nubes en la boca del tepui, que recibía los últimos rayos del sol, había adquirido tonos rojizos, desde el óxido hasta el dorado. Las seis lunas de luz comenzaban a desaparecer en el extraño firmamento del tepui, cuando Nadia Santos y Alexander Coid regresaron. Walimaí esperaba en el anfiteatro de la ciudad de oro, frente al consejo de las Bestias acompañado por Borobá. Apenas el mono vio a su ama corrió, aliviado, a colgarse de su cuello. Los jóvenes estaban extenuados, con el cuerpo cubierto de arañazos y magulladuras, pero cada uno traía el tesoro que habían ido a buscar. El anciano brujo no dio muestras de sorpresa, los recibió con la misma serenidad con que cumplía cada acto de su existencia y les indicó que había llegado el momento de partir. No había tiempo para descansar, durante la noche deberían cruzar el interior de la montaña y salir afuera, al Ojo del Mundo.
– Tuve que dejar mi talismán -contó Nadia, desalentada a su amigo.
– Y yo mi flauta -replicó él.
– Puedes conseguir otra. La música la haces tú, no la flauta -dijo Nadia.
– También los poderes del talismán están dentro de ti -la consoló él.
Walimaí observó los tres huevos cuidadosamente y olisqueó el agua de la calabaza. Aprobó con gran seriedad. Luego desató una de las bolsitas de piel que pendían de su bastón de curandero y se la entregó a Alex con instrucciones de moler las hojas y mezclarlas con esa agua para curar a su madre. El muchacho se colgó la bolsita al cuello, con lágrimas en los ojos. Walimaí agitó el cilindro de cuarzo sobre la cabeza de Alex durante un buen rato, lo sopló en el pecho, las sienes y la espalda, lo tocó en los brazos y las piernas con su bastón.
– Si no fueras nahab, serías mi sucesor, naciste con alma de chamán. Tienes el poder de sanar, úsalo bien -le dijo.
– ¿Significa eso que puedo curar a mi madre con esta agua y estas hojas?
– Puede ser y puede no ser…
Alex se daba cuenta de que sus ilusiones no tenían una base lógica, debía confiar en los modernos tratamientos del hospital de Texas y no en una calabaza con agua y unas hojas secas obtenidas de un anciano desnudo en el medio del Amazonas, pero en ese viaje había aprendido a abrir su mente a los misterios. Existían poderes sobrenaturales y otras dimensiones de la realidad, como este tepui poblado de criaturas de épocas prehistóricas. Cierto, casi todo podía explicarse racionalmente, incluso las Bestias, pero Alex prefirió no hacerlo y se entregó simplemente a la esperanza de un milagro.
El consejo de los dioses había aceptado las advertencias de los niños forasteros y del sabio Walimaí. No saldrían a matar a los nahab, era una tarea inútil, puesto que eran tan numerosos como las hormigas y siempre vendrían otros. Las Bestias permanecerían en su montaña sagrada, donde estaban seguras, al menos por el momento. Nadia y Alex se despidieron con pesar de las grandes perezas. En el mejor de los casos, si todo salía bien, la entrada laberíntica al tepui no sería descubierta y tampoco descenderían los helicópteros desde el aire. Con suerte pasaría otro siglo antes que la curiosidad humana alcanzara el último refugio de los tiempos prehistóricos. De no ser así, al menos esperaban que la comunidad científica defendiera a esas extraordinarias criaturas antes que la codicia de los aventureros las destruyera. En todo caso, no volverían a ver a las Bestias.
Ascendieron las gradas que conducían al laberinto cuando caía la noche, alumbrado por la antorcha de resina de Walimaí. Recorrieron sin vacilar el intrincado sistema de túneles, que el chamán conocía a la perfección. En ningún momento dieron con un callejón sin salida, nunca debieron retroceder o desandar el camino, porque el brujo llevaba el mapa grabado en la mente. Alex renunció a la idea de memorizar las vueltas, porque aunque hubiera podido recordarlas o incluso dibujarlas en un papel, de todos modos carecía de puntos de referencia y sería imposible ubicarse.
Llegaron a la maravillosa caverna donde vieron al primer dragón y se extasiaron una vez más ante los colores de las piedras preciosas, los cristales y los metales que relucían en su interior. Era una verdadera cueva de Alí Babá, con todos los fabulosos tesoros que la mente más ambiciosa podía imaginar. Alex se acordó de la piedra verde que se había echado al bolsillo y la sacó para compararla. En el resplandor pálido de la caverna la piedra ya no era verde, sino amarillenta y entonces comprendió que el color de esas gemas era producto de la luz y posiblemente tenían tan poco valor como la mica de El Dorado. Había hecho bien al rechazar la tentación de llenar su calabaza con ellas, en vez de hacerlo con el agua de la salud. Guardó la falsa esmeralda como recuerdo: se la llevaría de regalo a su madre.
El dragón alado estaba en su rincón, tal como lo vieran la primera vez, pero con otro más pequeño y de colores rojizos, tal vez su compañera. No se movieron ante la presencia de los tres seres humanos, tampoco cuando la esposa espíritu de Walimaí voló a saludarlos, revoloteando en torno a ellos como un hada sin alas.
En esta ocasión, tal como le había ocurrido en su peregrinaje al fondo de la tierra, a Alex le pareció que el regreso era más corto y fácil, porque conocía el camino y no esperaba sorpresas. No las hubo y después de recorrer el último pasaje se encontraron en la cueva a pocos metros de la salida. Allí Walimaí les indicó que se sentaran, abrió una de sus misteriosas bolsitas y sacó unas hojas que parecían de tabaco. Les explicó brevemente que debían ser «limpiados» para borrar el recuerdo de lo que habían visto. Alex no quería olvidar a las Bestias ni su viaje al fondo de la tierra, tampoco Nadia deseaba renunciar a lo aprendido, pero Walimaí les aseguró que recordarían todo eso, sólo borraría de sus mentes el camino, para que no pudieran volver a la montaña sagrada.
El hechicero enrolló las hojas, pegándolas con saliva, las encendió como un cigarro y procedió a fumarlo. Inhalaba y luego soplaba el humo con fuerza en la boca de los chicos, primero de Alex y luego de Nadia. No era un tratamiento agradable, el humo, fétido, caliente y picante, se iba derecho a la frente y el efecto era como aspirar pimienta. Sintieron un pinchazo agudo en la cabeza, deseos incontrolables de estornudar y pronto estaban mareados. Volvió a la mente de Alex su primera experiencia con tabaco, cuando su abuela Kate se encerró con él a fumar en el coche hasta que lo dejó enfermo. Esta vez los síntomas eran parecidos y además todo giraba a su alrededor.
Entonces Walimaí apagó la antorcha. La cueva no recibía el débil rayo de luz que la alumbraba días antes, cuando entraron y la oscuridad era total. Los jóvenes se tomaron de la mano, mientras Borobá gemía asustado, sin soltarse de la cintura de su ama. Los dos jóvenes, sumergidos en las tinieblas, percibieron monstruos acechando y oyeron espeluznantes alaridos, pero no tuvieron miedo. Con la escasa lucidez que les quedaba, dedujeron que esas visiones terroríficas eran efecto del humo inhalado y que, en todo caso, mientras el brujo amigo estuviera con ellos, se encontraban a salvo… Se acomodaron en el suelo abrazados y a los pocos minutos habían perdido la conciencia.
No pudieron calcular cuánto rato estuvieron dormidos. Despertaron poco a poco y pronto sintieron la voz de Walimaí nombrándolos y sus manos tanteando para encontrarlos. La cueva ya no estaba totalmente oscura, una suave penumbra permitía vislumbrar sus contornos. El chamán les señaló el estrecho pasaje por donde debían salir al exterior y ellos, todavía algo mareados, lo siguieron. Salieron al bosque de helechos. Ya había amanecido en el Ojo del Mundo.