EL CHAMÁN

La tormenta cesó tan súbitamente como había comenzado, y la noche apareció clara. Alex y Nadia regresaron al hotel, donde los miembros de la expedición estaban reunidos en torno a César Santos y la doctora Omayra Torres estudiando un mapa de la región y discutiendo los preparativos del viaje. El profesor Leblanc, algo más repuesto de la fatiga, estaba con ellos. Se había pintado de insecticida de pies a cabeza y había contratado a un indio llamado Karakawe para que lo abanicara con una hoja de banano. Leblanc exigió que la expedición se pusiera en marcha hacia el Alto Orinoco al día siguiente, porque él no podía perder tiempo en esa aldea insignificante. Disponía sólo de tres semanas para atrapar a la extraña criatura de la selva, dijo.

– Nadie lo ha logrado en varios años, profesor… -apuntó César Santos.

– Tendrá que aparecer pronto, porque yo debo dar una serie de conferencias en Europa -replicó él.

– Espero que la Bestia entienda sus razones -dijo el guía, pero el profesor no dio muestras de captar la ironía.

Kate Coid le había contado a su nieto que el Amazonas era un lugar peligroso para los antropólogos, porque solían perder la razón. Inventaban teorías contradictorias y se peleaban entre ellos a tiros y cuchilladas; otros tiranizaban a las tribus y acababan creyéndose dioses. A uno de ellos, enloquecido, debieron llevarlo amarrado de vuelta a su país.

– Supongo que está enterado de que yo también formo parte de la expedición, profesor Leblanc -dijo la doctora Omayra Torres, a quien el antropólogo miraba de reojo a cada rato, impresionado por su opulenta belleza.

– Nada me gustaría más, señorita, pero…

– Doctora Torres -lo interrumpió la médica.

– Puede llamarme Ludovic -aventuró Leblanc con coquetería.

– Llámeme doctora Torres -replicó secamente ella.

– No podré llevarla, mi estimada doctora. Apenas hay espacio para quienes hemos sido contratados por el International Geographic. El presupuesto es generoso, pero no ilimitado -replicó Leblanc.

– Entonces ustedes tampoco irán, profesor. Pertenezco al Servicio Nacional de Salud. Estoy aquí para proteger a los indios. Ningún forastero puede contactarlos sin las medidas de prevención necesarias. Son muy vulnerables a las enfermedades, sobre todo las de los blancos -dijo la doctora.

– Un resfrío común es mortal para ellos. Una tribu completa murió de una infección respiratoria hace tres años, cuando vinieron unos periodistas a filmar un documental. Uno de ellos tenía tos, le dio una chupada de su cigarrillo a un indio y así contagió a toda la tribu -agregó César Santos.

En ese momento llegaron el capitán Ariosto, jefe del cuartel, y Mauro Carías, el empresario más rico de los alrededores. En un susurro, Nadia le explicó a Alex que Carías era muy poderoso, hacía negocios con los presidentes y generales de varios países sudamericanos. Agregó que no tenía el corazón en el cuerpo, sino que lo llevaba en una bolsa, y señaló el maletín de cuero que Carías tenía en la mano. Por su parte Ludovic Leblanc estaba muy impresionado con Mauro Carías, porque la expedición se había formado gracias a los contactos internacionales de ese hombre. Fue él quien interesó a la revista International Geographic en la leyenda de la Bestia.

– Esa extraña criatura tiene atemorizados a las buenas gentes del Alto Orinoco. Nadie quiere internarse en el triángulo donde se supone que habita -dijo Carías.

– Entiendo que esa zona no ha sido explorada -dijo Kate Coid.

– Así es.

– Supongo que debe ser muy rica en minerales y piedras preciosas -agregó la escritora.

– La riqueza del Amazonas está sobre todo en la tierra y las maderas -respondió él.

– Y en las plantas -intervino la doctora Omayra Torres-. No conocemos ni un diez por ciento de las sustancias medicinales que hay aquí. A medida que desaparecen los chamanes y curanderos indígenas, perdemos para siempre esos conocimientos.

– Imagino que la Bestia también interfiere con sus negocios por esos lados, señor Carías, tal como interfieren las tribus -continuó Kate Coid, quien cuando se interesaba en algo no soltaba la presa.

– La Bestia es un problema para todos. Hasta los soldados le tienen miedo -admitió Mauro Carías.

– Si la Bestia existe, la encontraré. Todavía no ha nacido el hombre y menos el animal que pueda burlarse de Ludovic Leblanc -replicó el profesor, quien solía referirse a sí mismo en tercera persona.

– Cuente con mis soldados, profesor. Al contrario de lo que asegura mi buen amigo Carías, son hombres valientes -ofreció el capitán Ariosto.

– Cuente también con todos mis recursos, estimado profesor Leblanc. Dispongo de lanchas a motor y un buen equipo de radio -agregó Mauro Carías.

– Y cuente conmigo para los problemas de salud o los accidentes que puedan surgir -añadió suavemente la doctora Omayra Torres, como si no recordara la negativa de Leblanc de incluirla en la expedición.

– Tal como le dije, señorita…

– Doctora -lo corrigió ella de nuevo.

– Tal como le dije, el presupuesto de esta expedición es limitado, no podemos llevar turistas -dijo Leblanc, enfático.

– No soy turista. La expedición no puede continuar sin un médico autorizado y sin las vacunas necesarias.

– La doctora tiene razón. El capitán Ariosto le explicará la ley -intervino César Santos, quien conocía a la doctora y evidentemente se sentía atraído por ella.

– Ejem, bueno… es cierto que… -farfulló el militar mirando a Mauro Carías, confundido.

– No habrá problema en incluir a Omayra. Yo mismo financiaré sus gastos -sonrió el empresario poniendo un brazo en torno a los hombros de la joven médica.

– Gracias, Mauro, pero no será necesario, mis gastos los paga el Gobierno -dijo ella, apartándose sin brusquedad.

– Bien. En ese caso no hay más que hablar. Espero que encontremos a la Bestia, si no este viaje será inútil -comentó Timothy Bruce, el fotógrafo.

– Confíe en mí, joven. Tengo experiencia en este tipo de animales y yo mismo he diseñado unas trampas infalibles. Puede ver los modelos de mis trampas en mi tratado sobre el abominable hombre del Himalaya -aclaró el profesor con una mueca de satisfacción, mientras indicaba a Karakawe que lo abanicara con más bríos.

– ¿Pudo atraparlo? -preguntó Alex con fingida inocencia, pues conocía de sobra la respuesta.

– No existe, joven. Esa supuesta criatura del Himalaya es una patraña. Tal vez esta famosa Bestia también lo sea.

– Hay gente que la ha visto -alegó Nadia.

– Gente ignorante, sin duda, niña -determinó el profesor.

– El padre Valdomero no es un ignorante -insistió Nadia.

– ¿Quién es ése?

– Un misionero católico, que fue raptado por los salvajes y desde entonces está loco -intervino el capitán Ariosto. Hablaba inglés con un fuerte acento venezolano y como mantenía siempre un cigarro entre los dientes, no era mucho lo que se le entendía.

– ¡No fue raptado y tampoco está loco! -exclamó Nadia.

– Cálmate, bonita -sonrió Mauro Carías acariciando el cabello de Nadia, quien de inmediato se puso fuera de su alcance.

– En realidad el padre Valdomero es un sabio. Habla varios idiomas de los indios, conoce la flora y la fauna del Amazonas mejor que nadie; recompone fracturas de huesos, saca muelas y en un par de ocasiones ha operado cataratas de los ojos con un bisturí que él mismo fabricó -agregó César Santos.

– Si, pero no ha tenido éxito en combatir los vicios en Santa María de la Lluvia o en cristianizar a los indios, ya ven que todavía andan desnudos -se burló Mauro Carías.

– Dudo que los indios necesiten ser cristianizados -rebatió César Santos.

Explicó que eran muy espirituales, creían que todo tenía alma: los árboles, los animales, los ríos, las nubes. Para ellos el espíritu y la materia no estaban separados. No entendían la simpleza de la religión de los forasteros, decían que era una sola historia repetida, en cambio ellos tenían muchas historias de dioses, demonios, espíritus del cielo y la tierra. El padre Valdomero había renunciado a explicarles que Cristo murió en la cruz para salvar a la humanidad del pecado, porque la idea de tal sacrificio dejaba a los indios atónitos. No conocían la culpa. Tampoco comprendían la necesidad de usar ropa en ese clima o de acumular bienes, si nada podían llevarse al otro mundo cuando morían.

– Es una lástima que estén condenados a desaparecer, son el sueño de cualquier antropólogo, ¿verdad, profesor Leblanc? -apuntó Mauro Carías, burlón.

– Así es. Por suerte pude escribir sobre ellos antes que sucumban ante el progreso. Gracias a Ludovic Leblanc figurarán en la historia -replicó el profesor, completamente impermeable al sarcasmo del otro.

Esa tarde la cena consistió en trozos de tapir asado, frijoles y tortillas de mandioca, nada de lo cual Alex quiso probar, a pesar de que lo atormentaba un hambre de lobo. Después de la cena, mientras su abuela bebía vodka y fumaba su pipa en compañía de los hombres del grupo, Alex salió con Nadia al embarcadero. La luna brillaba como una lámpara amarilla en el cielo. Los rodeaba el ruido de la selva, como música de fondo: gritos de pájaros, chillidos de monos, croar de sapos y grillos. Miles de luciérnagas pasaban fugaces por su lado, rozándoles la cara. Nadia atrapó una con la mano y se la enredó entre los rizos del cabello, donde quedó titilando como una lucecita. La muchacha estaba sentada en el muelle con los pies en el agua oscura del río. Alex le preguntó por las pirañas, que había visto disecadas en las tiendas para turistas en Manaos, como tiburones en miniatura: medían un palmo y estaban provistas de formidables mandíbulas y dientes afilados como cuchillos.

– Las pirañas son muy útiles, limpian el agua de cadáveres y basura. Mi papá dice que sólo atacan si huelen sangre y cuando están hambrientas -explicó ella.

Le contó que en una ocasión había visto cómo un caimán, mal herido por un jaguar, se arrastró hasta el agua, donde las pirañas se introdujeron por la herida y lo devoraron por dentro en cuestión de minutos, dejando la piel intacta.

En ese momento la chica se puso alerta y le hizo un gesto con la mano de que guardara silencio. Borobá, el monito, empezó a dar saltos y emitir chillidos, muy agitado, pero Nadia lo calmó en un instante susurrándole al oído. Alex tuvo la impresión de que el animal entendía perfectamente las palabras de su ama. Sólo veía las sombras de la vegetación y el espejo negro del agua, pero era evidente que algo había llamado la atención de Nadia, porque se había puesto de pie. De lejos le llegaba el sonido apagado de alguien pulsando las cuerdas de una guitarra en la aldea. Si se volvía, podía ver algunas luces de las casas a su espalda, pero allí estaban solos.

Nadia lanzó un grito largo y agudo, que a los oídos del muchacho sonó idéntico al de una lechuza, y un instante después otro grito similar respondió desde la otra orilla. Ella repitió el llamado dos veces y en ambas ocasiones tuvo la misma respuesta. Entonces tomó a Alex de un brazo y le indicó que la siguiera. El muchacho recordó la advertencia de César Santos, de permanecer dentro de los límites del pueblo después del atardecer, así como las historias que había oído sobre víboras, fieras, bandidos y borrachos armados. Y mejor no pensar en los indios feroces descritos por Leblanc o en la Bestia… Pero no quiso quedar como cobarde ante los ojos de la chica y la Siguió sin decir palabra, empuñando su cortaplumas del ejército suizo abierto.

Dejaron atrás las últimas casuchas de la aldea y siguieron adelante con cuidado, sin más luz que la luna. La selva resultó menos tupida de lo que Alex creía; la vegetación era densa en las orillas del río, pero luego se raleaba y era posible avanzar sin gran dificultad. No fueron muy lejos antes que el llamado de la lechuza se repitiera. Estaban en un claro del bosque, donde la luna podía verse brillando en el firmamento. Nadia se detuvo y esperó inmóvil; hasta Borobá estaba quieto, como si supiera lo que aguardaban. De pronto Alex dio un salto, sorprendido: a menos de tres metros de distancia se materializó una figura salida de la noche, súbita y sigilosa, como un fantasma. El muchacho enarboló su navaja dispuesto a defenderse, pero la actitud serena de Nadia detuvo su gesto en el aire.

– Aía -murmuró la chica en voz baja.

– Aía,… -replicó una voz que a Alex no le pareció humana, sonaba como soplido de viento.

La figura se aproximó un paso y quedó muy cerca de Nadia. Para entonces los ojos de Alex se habían acostumbrado un poco a la penumbra y pudo ver a la luz de la luna a un hombre increíblemente anciano. Parecía haber vivido siglos, a pesar de su postura erguida y sus movimientos ágiles. Era muy pequeño, Alex calculó que medía menos que su hermana Nicole, quien sólo tenía nueve años. Usaba un breve delantal de fibra vegetal y una docena de collares de conchas, semillas y dientes de jabalí cubriéndole el pecho. La piel, arrugada como la de un milenario elefante, caía en pliegues sobre su frágil esqueleto. Llevaba una corta lanza, un bastón del cual colgaban una serie de bolsitas de piel y un cilindro de cuarzo que sonaba como un cascabel de bebé. Nadia se llevó la mano al cabello, desprendió la luciérnaga y se la ofreció; el anciano la aceptó, colocándola entre sus collares. Ella se puso en cuclillas y señaló a Alex que hiciera otro tanto, como signo de respeto. Enseguida el indio se agachó también y así quedaron los tres a la misma altura.

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