MANCHAS DE SANGRE

La doctora Omayra Torres no perdió la calma. Dijo que todo eso era una fantasía de los niños, el calor los había trastornado, y ordenó al capitán Ariosto que se los llevara. Enseguida se dispuso a continuar con su interrumpida tarea, a pesar de que para entonces había cambiado por completo el ánimo de la tribu. En ese momento, cuando el capitán Ariosto estaba listo para imponer orden a tiros, mientras los soldados forcejeaban con Nadia y Alex, se adelantó Karakawe, quien no había pronunciado más de media docena de palabras en todo el viaje.

– ¡Un momento! -exclamó.

Ante el desconcierto general, ese hombre que había dicho media docena de palabras durante todo el viaje, anunció que era funcionario del Departamento de Protección del Indígena y explicó detalladamente que su misión consistía en averiguar por qué perecían en masa las tribus del Amazonas, sobre todo aquellas que vivían cerca de los yacimientos de oro y diamantes. Sospechaba desde hacia tiempo de Mauro Carías, el hombre que más se había beneficiado explotando la región.

– ¡Capitán Ariosto, requise las vacunas! -ordenó Karakawe-. Las haré examinar en un laboratorio. Si tengo razón, esos frascos no contienen vacunas, sino una dosis mortal del virus del sarampión. Por toda respuesta el capitán Ariosto apuntó su arma y disparó al pecho de Karakawe. El funcionario cayó muerto instantáneamente. Mauro Carías dio un empujón a la doctora Omayra Torres, sacó su arma y, en el instante en que César Santos corría a cubrir a la mujer con su cuerpo, vació su pistola en los frascos alineados sobre la mesa, haciéndolos añicos. El líquido se desparramó en la tierra.

Los acontecimientos se precipitaron con tal violencia, que después nadie pudo narrarlos con precisión, cada uno tenía una versión diferente. La filmadora de Timothy Bruce registró parte de los hechos y el resto quedó en la cámara que sostenía Kate Coid.

Al ver los frascos destrozados, los indios creyeron que el Rahakanariwa había escapado de su prisión y volvería a su forma de pájaro caníbal para devorarlos. Antes que nadie pudiera impedirlo, Tahama lanzó un alarido escalofriante y descargó un garrotazo formidable sobre la cabeza de Mauro Carías, quien se desplomó como un saco en el suelo. El capitán Ariosto volvió su arma contra Tahama, pero Alex se estrelló contra sus piernas y el mono de Nadia, Borobá, le saltó a la cara. Las balas del capitán se perdieron en el aire, dando tiempo a Tahama de retroceder, protegido por sus guerreros, que ya habían empuñado los arcos.

En los escasos segundos que tardaron los soldados en organizarse y desenfundar sus pistolas, la tribu se dispersó. Las mujeres y los niños escaparon como ardillas, desapareciendo en la vegetación, y los hombres alcanzaron a lanzar varias flechas antes de huir también. Los soldados disparaban a ciegas, mientras Alex todavía luchaba con Ariosto en el suelo, ayudado por Nadia y Borobá. El capitán le dio un golpe en la mandíbula con la culata de la pistola y lo dejó medio aturdido, luego se sacudió a Nadia y al mono a bofetadas. Kate Coid corrió a socorrer a su nieto, arrastrándolo fuera del centro del tiroteo. Con el griterío y la confusión, nadie oía las voces de mando de Ariosto.

En pocos minutos la aldea estaba manchada de sangre: había tres soldados heridos de flecha y varios indios muertos, además del cadáver de Karakawe y el cuerpo inerte de Mauro Carías. Una mujer había caído atravesada por las balas y el niño que llevaba en los brazos quedó tirado en el suelo a un paso de ella. Ludovic Leblanc, quien desde la aparición de la tribu se había mantenido a prudente distancia, parapetado detrás de un árbol, tuvo una reacción inesperada. Hasta entonces se había comportado como un manojo de nervios, pero al ver al niño expuesto a la violencia, sacó valor de alguna parte, cruzó corriendo el campo de batalla y levantó en brazos a la pobre criatura. Era un bebé de pocos meses, salpicado con la sangre de su madre y chillando desesperado. Leblanc se quedó allí, en medio del caos, sosteniéndolo apretadamente contra el pecho y temblando de furia y desconcierto. Sus peores pesadillas se habían invertido: los salvajes no eran los indios, sino ellos. Por último se acercó a Kate Coid, quien procuraba enjuagar la boca ensangrentada de su nieto con un poco de agua, y le pasó la criatura.

– Vamos, Coid, usted es mujer, sabrá qué hacer con esto -le dijo. La escritora, sorprendida, recibió al niño sujetándolo con los brazos extendidos, como si fuera un florero. Hacía tantos años que no tenía uno en las manos, que no sabia qué hacer con él.

Para entonces Nadia había logrado ponerse de pie y observaba el campo sembrado de cuerpos. Se acercó a los indios, tratando de reconocerlos, pero su padre la obligó a retroceder, abrazándola, llamándola por su nombre, murmurando palabras tranquilizadoras. Nadia alcanzó a ver que Iyomi y Tahama no estaban entre los cadáveres y pensó que al menos la gente de la neblina todavía contaba con dos de sus jefes, porque los otros dos, Águila y Jaguar les habían fallado.

– ¡Pónganse todos contra ese árbol! -ordenó el capitán Ariosto a los expedicionarios. El militar estaba lívido, con el arma temblando en la mano. Las cosas habían salido muy mal.

Kate Coid, Timothy Bruce, el profesor Leblanc y los dos chicos le obedecieron. Alex tenía un diente roto, la boca llena de sangre y todavía estaba atontado por el culatazo en la mandíbula. Nadia parecía en estado de choque, con un grito atascado en el pecho y los ojos fijos en los indios muertos y en los soldados que gemían tirados por el suelo. La doctora Omayra Torres, ajena a todo lo que la rodeaba y bañada en lágrimas, sostenía sobre sus piernas la cabeza de Mauro Carías. Besaba su rostro pidiéndole que no se muriera, que no la dejara, mientras su ropa se empapaba de sangre.

– Nos íbamos a casar… -repetía como una letanía.

– La doctora es cómplice de Mauro Carías. Se refería a ella cuando dijo que alguien de su confianza viajaría con la expedición, ¿te acuerdas? ¡Y nosotros acusábamos a Karakawe! -susurró Alex a Nadia, pero ella estaba sumida en el espanto, no podía oírle.

El muchacho comprendió que el plan del empresario de exterminar a los indios con una epidemia de sarampión requería la colaboración de la doctora Torres. Desde hacia varios años los indígenas morían en masa víctimas de esa y otras enfermedades, a pesar de los esfuerzos de las autoridades por protegerlos. Una vez que estallaba una epidemia no había nada que hacer, porque los indios carecían de defensas; habían vivido aislados por miles de años y su sistema inmunológico no resistía los virus de los blancos. Un resfrío común podía matarlos en pocos días, con mayor razón otros males más serios. Los médicos que estudiaban el problema no entendían por qué ninguna de las medidas preventivas daba resultados. Nadie podía imaginar que Omayra Torres, la persona comisionada para vacunar a los indios, era quien les inyectaba la muerte, para que su amante pudiera apropiarse de sus tierras.

La mujer había eliminado a varias tribus sin levantar sospechas, tal como pretendía hacerlo con la gente de la neblina. ¿Qué le había prometido Carías para que ella cometiera un crimen de tal magnitud? Tal vez no lo había hecho por dinero, sino sólo por amor a ese hombre. En cualquier caso, por amor o por codicia, el resultado era el mismo: centenares de hombres, mujeres y niños asesinados. Si no es por Nadia Santos, quien vio a Omayra Torres y Mauro Carías besándose, los designios de esa pareja no habrían sido descubiertos. Y gracias a la oportuna intervención de Karakawe -quien lo pagó con su vida- el plan fracasó.

Ahora Alexander Coid entendía el papel que Mauro Carías le había asignado a los miembros de la expedición del International Geographic. Un par de semanas después de ser inoculados con el virus del sarampión se desataría la epidemia en la tribu y el contagio se extendería a otras aldeas con gran rapidez. Entonces el atolondrado profesor Ludovic Leblanc atestiguaría ante la prensa mundial que él había estado presente cuando se hizo el primer contacto con la gente de la neblina. No se podría acusar a nadie: se habían tomado las precauciones necesarias para proteger a la aldea. El antropólogo, respaldado por el reportaje de Kate Coid y las fotografías de Timothy Bruce, podría probar que todos los miembros de la tribu habían sido vacunados. Ante los ojos del mundo la epidemia sería una desgracia inevitable, nadie sospecharía otra cosa y de ese modo Mauro Carías se aseguraba que no habría una investigación del Gobierno. Era un método de exterminio limpio y eficaz, que no dejaba rastros de sangre, como las balas y las bombas, que durante años se habían empleado contra los indígenas para «limpiar» el territorio del Amazonas, dando paso a los mineros, traficantes, colonos y aventureros. Al oír la denuncia de Karakawe, el capitán Ariosto había perdido la cabeza y en un impulso lo mató para proteger a Carías y protegerse a sí mismo. Actuaba con la seguridad que le otorgaba su uniforme. En esa región remota y casi despoblada, donde no alcanzaba el largo brazo de la ley, nadie cuestionaba su palabra. Eso le daba un poder peligroso. Era un hombre rudo y sin escrúpulos, que había pasado años en puestos fronterizos, estaba acostumbrado a la violencia. Como si su arma al cinto y su condición de oficial no fueran suficientes, contaba con la protección de Mauro Carías. A su vez el empresario gozaba de conexiones en las esferas más altas del Gobierno, pertenecía a la clase dominante, tenía mucho dinero y prestigio, nadie le pedía cuentas. La asociación entre Ariosto y Carías había sido beneficiosa para ambos. El capitán calculaba que en menos de dos años podría colgar el uniforme e irse a vivir a Miami, convertido en millonario; pero ahora Mauro Carías yacía con la cabeza destrozada y ya no podría protegerlo. Eso significaba el fin de su impunidad. Tendría que justificar ante el Gobierno el asesinato de Karakawe y de esos indios, que yacían tirados en medio del campamento.

Kate Coid, todavía con el bebé en los brazos, dedujo que su vida y la de los demás expedicionarios, incluyendo los niños, corría grave peligro, porque Ariosto debía evitar a toda costa que se divulgaran los acontecimientos de Tapirawa-teri. Ya no era simplemente cuestión de rociar los cuerpos con gasolina, encenderles fuego y darlos por desaparecidos. Al capitán le había salido el tiro por la culata: la presencia de la expedición de International Geographic había dejado de ser una ventaja para convertirse en un grave problema. Debía deshacerse de los testigos, pero debía hacerlo con mucha prudencia, no podía ejecutarlos a tiros sin meterse en un lío. Por desgracia para los extranjeros, se encontraban muy lejos de la civilización, donde era fácil para el capitán cubrir sus rastros.

Kate Coid estaba segura de que, en caso que el militar decidiera asesinarlos, los soldados no moverían un dedo por evitarlo y tampoco se atreverían a denunciar a su superior. La selva se tragaría la evidencia de los crímenes. No podían quedarse cruzados de brazos esperando el tiro de gracia, había que hacer algo. No tenía nada que perder, la situación no podía ser peor. Ariosto era un desalmado y además estaba nervioso, podía hacerlos correr la misma suerte de Karakawe. Kate carecía de un plan, pero pensó que lo primero era crear distracción en las filas enemigas.

– Capitán, creo que lo más urgente es enviar a esos hombres a un hospital -sugirió, señalando a Carías y los soldados heridos.

– ¡Cállese, vieja! -ladró de vuelta el militar.

A los pocos minutos, sin embargo, Ariosto dispuso que subieran a Mauro Carías y los tres soldados a uno de los helicópteros. Le ordenó a Omayra Torres que intentara arrancar las flechas a los heridos antes de embarcarlos, pero la doctora lo ignoró por completo: sólo tenía ojos para su amante moribundo. Kate Coid y César Santos se dieron a la tarea de improvisar tapones con trapos para evitar que los infortunados soldados siguieran desangrándose. Mientras los militares cumplían las maniobras de acomodar a los heridos en el helicóptero e intentar en vano comunicarse por radio con Santa María de la Lluvia, Kate explicó en voz baja al profesor Leblanc sus temores sobre la situación en que se encontraban. El antropólogo también había llegado a las mismas conclusiones que ella: corrían más peligro en manos de Ariosto que de los indios o la Bestia.

– Si pudiéramos escapar a la selva… -susurró Kate.

Por una vez el hombre la sorprendió con una reacción razonable. Kate estaba tan acostumbrada a las pataletas y exabruptos del profesor, que al verlo sereno le cedió la autoridad en forma casi automática.

– Eso sería una locura -replicó Leblanc con firmeza-. La única manera de salir de aquí es en helicóptero. La clave es Ariosto. Por suerte es ignorante y vanidoso, eso actúa a nuestro favor. Debemos fingir que no sospechamos de él y vencerlo con astucia.

– ¿Cómo? -preguntó la escritora, incrédula.

– Manipulando. Está asustado, de modo que le ofreceremos la oportunidad de salvar el pellejo y además salir de aquí convertido en héroe -dijo Leblanc.

– ¡Jamás! -exclamó Kate.

– No sea tonta, Coid. Eso es lo que le ofreceremos, pero no significa que vayamos a cumplirlo. Una vez a salvo fuera de este país, Ludovic Leblanc será el primero en denunciar las atrocidades que se cometen contra estos pobres indios.

– Veo que su opinión sobre los indios ha variado un poco -masculló Kate Coid.

El profesor no se dignó responder. Se irguió en toda su reducida estatura, se acomodó la camisa salpicada de barro y sangre y se dirigió al capitán Ariosto.

– ¿Cómo volveremos a Santa María de la Lluvia, mi estimado capitán? No cabemos todos en el segundo helicóptero -dijo señalando a los soldados y al grupo que aguardaba junto al árbol.

– ¡No meta sus narices en esto! ¡Aquí las órdenes las doy yo! -bramó Ariosto.

– ¡Por supuesto! Es un alivio que usted esté a cargo de esto, capitán, de otro modo estaríamos en una situación muy difícil -comentó Leblanc suavemente. Ariosto, desconcertado, prestó oídos-. De no ser por su heroísmo, habríamos perecido todos en manos de los indios -agregó el profesor.

Ariosto, algo más tranquilo, contó a la gente, vio que Leblanc tenía razón y decidió enviar a la mitad del contingente de soldados en el primer viaje. Eso lo dejó con sólo cinco hombres y los expedicionarios, pero como éstos no estaban armados no representaban peligro. La máquina emprendió el vuelo, creando nubes de polvo rojizo al elevarse del suelo. Se alejó por encima de la cúpula verde de la selva, perdiéndose en el cielo. Nadia Santos había seguido los hechos abrazada a su padre y a Borobá. Estaba arrepentida de haber dejado el talismán de Walimaí en el nido de los huevos de cristal, porque sin la protección del amuleto se sentía perdida. De pronto empezó a gritar como una lechuza. Desconcertado, César Santos creyó que su pobre hija había soportado demasiadas emociones y le había dado un ataque de nervios. La batalla que se había librado en la aldea fue muy violenta, los gemidos de los soldados heridos y el reguero de sangre de Mauro Carías habían sido un espectáculo escalofriante; todavía estaban los cuerpos de los indios tirados donde cayeron, sin que nadie hiciera ademán de recogerlos. El guía concluyó que Nadia estaba trastornada por la brutalidad de los acontecimientos recientes, no había otra explicación para esos graznidos de la niña. En cambio Alexander Coid debió disimular una sonrisa de orgullo al oír a su amiga: Nadia recurría a la última tabla de salvación posible.

– ¡Entrégueme los rollos de película! -exigió el capitán Ariosto a Timothy Bruce.

Para el fotógrafo eso equivalía a entregar la vida. Era un fanático en lo que se refería a sus negativos, no se había desprendido de uno jamás, los tenía todos cuidadosamente clasificados en su estudio de Londres.

– Me parece excelente que tome precauciones para que no se pierdan esos valiosos negativos, capitán Ariosto -intervino Leblanc-. Son la prueba de lo que ha pasado aquí, de cómo ese indio atacó al señor Carías, de cómo cayeron sus valientes soldados bajo las flechas, de cómo usted mismo se vio obligado a disparar contra Karakawe.

– ¡Ese hombre se inmiscuyó en lo que no debía! -exclamó el capitán.

– ¡Por supuesto! Era un loco. Quiso impedir que la doctora Torres cumpliera con su deber. ¡Sus acusaciones eran dementes! Lamento que los frascos de las vacunas fueran destruidos en el fragor de la pelea. Ahora nunca sabremos qué contenían y no se podrá probar que Karakawe mentía -dijo astutamente Leblanc.

Ariosto hizo una mueca que en otras circunstancias podría haber sido una sonrisa. Se puso el arma al cinto, postergó el asunto de los negativos y por primera vez dejó de contestar a gritos. Tal vez esos extranjeros nada sospechaban, eran mucho más imbéciles de lo que él creía, masculló para sus adentros.

Kate Coid seguía el diálogo del antropólogo y el militar con la boca abierta. Nunca imaginó que el mequetrefe de Leblanc fuera capaz de tanta sangre fría.

– Cállate, Nadia, por favor -rogó César Santos cuando Nadia repitió el grito de la lechuza por décima vez.

– Supongo que pasaremos la noche aquí. ¿Desea que preparemos algo para la cena, capitán? -ofreció Leblanc, amable.

El militar los autorizó para hacer comida y circular por el campamento, pero les ordenó que se mantuvieran dentro de un radio de treinta metros, donde él pudiera verlos. Mandó a los soldados a recoger a los indios muertos y ponerlos todos juntos en el mismo sitio; al día siguiente podrían enterrarlos o quemarlos. Esas horas de la noche le darían tiempo para tomar una decisión respecto a los extranjeros. Santos y su hija podían desaparecer sin que nadie hiciera preguntas, pero con los otros había que tomar precauciones. Ludovic Leblanc era una celebridad y la vieja y el chico eran americanos. En su experiencia, cuando algo sucedía a un americano, siempre había una investigación; esos gringos arrogantes se creían dueños del mundo. Aunque el profesor Leblanc había sido el de la idea, fueron César Santos y Timothy Bruce quienes prepararon la cena, porque el antropólogo era incapaz de hervir un huevo. Kate Coid se disculpó explicando que sólo sabía hacer albóndigas y allí no contaba con los ingredientes; además estaba muy ocupada tratando de alimentar al bebé a cucharaditas con una solución de agua y leche condensada. Entretanto Nadia se sentó a otear la espesura, repitiendo el grito de la lechuza de vez en cuando. A una discreta orden suya, Borobá se soltó de sus brazos y corrió a perderse en el bosque. Una media hora después el capitán Ariosto se acordó de los rollos de película y obligó a Timothy Bruce a entregárselos con el pretexto que Leblanc le había dado: en sus manos estarían seguros. Fue inútil que el fotógrafo inglés alegara y hasta intentara sobornarlo, el militar se mantuvo firme.

Comieron por turnos, mientras los soldados vigilaban, y luego Ariosto mandó a los expedicionarios a dormir en las tiendas, donde estarían algo más protegidos en caso de ataque, como dijo, aunque la verdadera razón era que así podía controlarlos mejor. Nadia y Kate Coid con el bebé ocuparon una de las tiendas, Ludovic Leblanc, César Santos y Timothy Bruce la otra. El capitán no olvidaba cómo Alex lo embistió y le había tomado un odio ciego. Por culpa de esos chiquillos, especialmente del maldito muchacho americano, él estaba metido en un tremendo lío, Mauro Carías tenía el cerebro hecho papilla, los indios habían escapado y sus planes de vivir en Miami convertido en millonario peligraban seriamente. Alexander representaba un riesgo para él, debía ser castigado. Decidió separarlo de los demás y dio orden de atarlo a un árbol en un extremo del campamento, lejos de las tiendas de los otros miembros de su grupo y lejos de las lámparas de petróleo. Kate Coid reclamó furiosa por el tratamiento que recibía su nieto, pero el capitán la hizo callar.

– Tal vez es mejor así, Kate. Jaguar es muy listo, seguro que se le ocurrirá la forma de escapar -susurró Nadia.

– Ariosto piensa matarlo durante la noche, estoy segura -replicó la escritora, temblando de rabia.

– Borobá fue a buscar ayuda -dijo Nadia.

– ¿Crees que ese monito nos salvará? -resopló Kate.

– Borobá es muy inteligente.

– ¡Niña, estás mal de la cabeza! -exclamó la abuela.

Pasaron varias horas sin que nadie durmiera en el campamento, salvo el bebé, agotado de llorar. Kate Coid lo había acomodado sobre un atado de ropa, preguntándose qué haría con esa infortunada criatura: lo último que deseaba en su vida era hacerse cargo de un huérfano. La escritora se mantenía vigilante, convencida de que en cualquier momento Ariosto podía asesinar primero a su nieto y enseguida a los demás, o tal vez al revés, primero a ellos y luego vengarse de Alex con alguna muerte lenta y horrible. Ese hombre era muy peligroso. Timothy Bruce y César Santos también tenían las orejas pegadas a la tela de su carpa, tratando de adivinar los movimientos de los soldados afuera. El profesor Ludovic Leblanc, en cambio, salió de su carpa con la disculpa de hacer sus necesidades y se quedó conversando con el capitán Ariosto. El antropólogo, consciente de que cada hora transcurrida aumentaba el riesgo para ellos, y que convenía tratar de distraer al capitán, lo invitó a una partida de naipes y a compartir una botella de vodka, facilitada por Kate Coid.

– No trate de embriagarme, profesor -le advirtió Ariosto, pero llenó su vaso.

– ¡Cómo se le ocurre, capitán! Un trago de vodka no le hace mella a un hombre como usted. La noche es larga, bien podemos divertirnos un poco -replicó Leblanc.

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