A cambio de la música y la danza que habían recibido, las Bestias otorgaron a los chicos lo que solicitaban. Les indicaron que ella debía subir al tope del tepui, a las cumbres más altas, donde estaba el nido con los tres huevos prodigiosos de su visión. Por su parte él debía descender a las profundidades de la tierra, donde se encontraba el agua de la salud.
– ¿Podemos ir juntos, primero a la cima del tepui y luego al fondo del cráter? -preguntó Alex, pensando que las tareas serían más fáciles si las compartían.
Las perezas negaron lentamente con la cabeza y Walimaí explicó que todo viaje al reino de los espíritus es solitario. Añadió que sólo disponían del día siguiente para cumplir cada uno su misión, porque sin falta al anochecer él debía volver al mundo exterior; ése era su acuerdo con los dioses. Si ellos no estaban de regreso, quedarían atrapados en el tepui sagrado, porque jamás encontrarían por sí mismos la salida del laberinto.
El resto del día los jóvenes lo gastaron recorriendo El Dorado y contándose sus cortas vidas; ambos deseaban saber lo más posible del otro antes de separarse. Para Nadia era difícil imaginar a su amigo en California con su familia; nunca había visto una computadora, ni había ido a la escuela ni sabía lo que es un invierno. Por su parte, el muchacho americano sentía envidia por la existencia libre y silenciosa de la muchacha, en contacto estrecho con la naturaleza. Nadia Santos poseía un sentido común y una sabiduría que a él le parecían inalcanzables.
Nadia y Alexander se deleitaron ante las magníficas formaciones de mica y otros minerales de la ciudad, ante la flora inverosímil que brotaba por todas partes y los singulares animales e insectos que albergaba ese lugar. Se dieron cuenta que los dragones como el de la caverna, que a veces cruzaban el aire, eran mansos como loros amaestrados. Llamaron a uno, aterrizó con gracia a sus pies, y pudieron tocarlo. Su piel era suave y fría, como la de un pez; tenía la mirada de un halcón y el aliento perfumado a flores. Se bañaron en las calientes lagunas y se hartaron de fruta, pero sólo de aquella autorizada por Walimaí. Había frutas y hongos mortales, otros inducían visiones de pesadilla o destruían la voluntad, otros borraban la memoria para siempre, según les explicó el chamán. Durante sus paseos se topaban por aquí y por allá con las Bestias, que pasaban la mayor parte de su existencia aletargadas. Una vez que consumían las hojas y frutas necesarias para alimentarse, pasaban el resto del día contemplando el tórrido paisaje circundante y el tapón de nubes que cerraba la boca del tepui. «Creen que el cielo es blanco y del tamaño de ese círculo», comentó Nadia y Alex respondió que también ellos tenían una visión parcial del cielo, que los astronautas sabían que no era azul, sino infinitamente profundo y oscuro. Esa noche se acostaron tarde y cansados; durmieron lado a lado, sin tocarse, porque hacía mucho calor, pero compartiendo el mismo sueño, como habían aprendido a hacer con los frutos mágicos de Walimaí. Al amanecer del día siguiente el viejo chamán entregó a Alexander Coid una calabaza vacía y a Nadia Santos una calabaza con agua y una cesta, que ella se amarró a la espalda. Les advirtió que una vez iniciado el viaje, hacia las alturas tanto como hacia las profundidades, no habría vuelta atrás. Deberían vencer los obstáculos o perecer en la empresa, porque regresar con las manos vacías era imposible.
– ¿Están seguros de que esto es lo que desean hacer? -preguntó el chamán.
– Yo si -decidió Nadia.
No tenía idea para qué servían los huevos ni por qué debía ir a buscarlos, pero no dudó de su visión. Debían ser muy valiosos o muy mágicos; por ellos estaba dispuesta a vencer su miedo más enraizado: el vértigo de la altura.
– Yo también -agregó Alex, pensando que iría hasta el mismo infierno con tal de salvar a su madre.
– Puede ser que vuelvan y puede ser que no vuelvan -se despidió el brujo, indiferente, porque para él la frontera entre la vida y la muerte era apenas una línea de humo que la menor brisa podía borrar.
Nadia desprendió a Borobá de su cintura y le explicó que no podría llevarlo donde ella iba. El mono se aferró a una pierna de Walimaí gimiendo y amenazando con el puño, pero no intentó desobedecerle. Los dos amigos se abrazaron estrechamente, atemorizados y conmovidos. Luego cada uno partió en la dirección señalada por Walimaí. Nadia Santos subió por la misma escalera tallada en la roca por donde había descendido con Walimaí y Alex desde el laberinto hasta la base del tepui. El ascenso hasta ese balcón no fue difícil, a pesar de que las gradas eran muy empinadas, carecían de un pasamano para sujetarse y los peldaños eran angostos, irregulares y gastados. Luchando contra el vértigo, echó una mirada rápida hacia abajo y vio el extraordinario paisaje verdeazul del valle, envuelto en tenue bruma, con la magnífica ciudad de oro al centro. Luego miró hacia arriba y sus ojos se perdieron en las nubes. La boca del tepui parecía más angosta que su base. ¿Cómo subiría por las laderas inclinadas? Necesitaría patas de escarabajo. ¿Cuán alto era en realidad el tepui cuánto tapaban las nubes? ¿Dónde exactamente estaba el nido? Decidió no pensar en los problemas sino en las soluciones: enfrentaría los obstáculos uno a uno, a medida que se presentaran. Si había podido subir por la cascada, bien podía hacer esto, pensó, aunque ya no iba atada a Jaguar por una cuerda y estaba sola.
Al llegar al balcón comprendió que allí terminaba la escalera, de allí para adelante debía subir colgando de lo que pudiera agarrar. Se acomodó el canasto a la espalda, cerró los ojos y buscó calma en su interior. Jaguar le había explicado que allí, en el centro de su ser, se concentran la energía vital y el valor. Respiró con todo su ánimo para que el aire limpio le llenara el pecho y recorriera los caminos de su cuerpo, hasta alcanzar las puntas de los dedos de los pies y las manos. Repitió la misma respiración profunda tres veces y, siempre con los ojos cerrados, visualizó el águila, su animal totémico. Imaginó que sus brazos se extendían, se alargaban, se transformaban en alas emplumadas, que sus piernas se convertían en patas terminadas en garras como garfios, que en su cara crecía un pico feroz y sus ojos se separaban hasta quedar a los lados de la cabeza. Sintió que su cabello, suave y crespo, se convertía en plumas duras pegadas al cráneo, que ella podía erizar a voluntad, plumas que contenían los conocimientos de las águilas: eran antenas para captar lo que estaba en el aire, incluso lo invisible. Su cuerpo perdió la flexibilidad y adquirió, en cambio, una ligereza tan absoluta, que podía desprenderse de la tierra y flotar con las estrellas. Experimentó un poder tremendo, toda la fuerza del águila en la sangre. Sintió que esa fuerza llegaba hasta la última fibra de su cuerpo y su conciencia. Soy Águila, pronunció en voz alta y enseguida abrió los ojos.
Nadia se aferró a una pequeña hendidura en la roca que había sobre su cabeza y colocó el pie en otra que había a la altura de su cintura. Izó el cuerpo y se detuvo hasta encontrar el equilibrio. Levantó la otra mano y buscó más arriba, hasta que pudo pescarse de una raíz mientras con el pie contrario tanteaba hasta dar con una grieta. Repitió el movimiento con la otra mano, buscando un saliente y cuando lo halló se elevó un poco más. La vegetación que crecía en las laderas la ayudaba, había raíces, arbustos y lianas. También vio arañazos profundos en las piedras y en algunos troncos; pensó que eran marcas de garras. Las Bestias debían haber subido también en busca de alimento, o bien no conocían el mapa del laberinto y cada vez que entraban o salían del tepui debían ascender hasta la cima y descender por el otro lado. Calculó que eso debía demorar días, tal vez semanas, dada la portentosa lentitud de esas gigantescas perezas.
Una parte de su mente, aún activa, comprendió que el hueco del tepui no era un cono invertido, como había supuesto por el efecto óptico de mirarlo desde abajo, sino que más bien se abría ligeramente. La boca del cráter era en realidad más ancha que la base. No necesitaría patas de escarabajo, después de todo, sólo concentración y coraje. Así escaló metro a metro, durante horas, con admirable determinación y una destreza recién adquirida. Esa destreza provenía del más recóndito y misterioso lugar, un lugar de calma dentro de su corazón, donde se hallaban los atributos nobles de su animal totémico. Ella era Águila, el pájaro de más alto vuelo, la reina del cielo, la que hace su nido donde sólo los ángeles alcanzan. El águila/niña siguió ascendiendo paso a paso. El aire caliente y húmedo del valle inferior se transformó en una brisa fresca, que la impulsó hacia arriba. Se detuvo a menudo, muy cansada, luchando contra la tentación de mirar hacia abajo o calcular la distancia hacia arriba, concentrada sólo en el próximo movimiento. Una sed terrible la abrasaba; sentía la boca llena de arena, con un sabor amargo, pero no podía soltarse para desprender de su espalda la calabaza de agua que le había dado Walimaí. Beberé cuando llegue arriba, murmuraba, pensando en el agua fría y limpia bañándola por dentro. Si al menos lloviera, pensó, pero ni una gota caía de las nubes. Cuando creía que ya no podría dar un paso más, sentía el talismán mágico de Walimaí colgado a su cuello y eso le daba valor. Era su protección. La había ayudado a ascender las rocas negras y lisas de la cascada, la había hecho amiga de los indios, la había amparado de las Bestias; mientras lo tuviera estaba a salvo.
Mucho después su cabeza alcanzó las primeras nubes, densas como merengue, y entonces una blancura de leche la envolvió. Siguió trepando a tientas, aferrándose a las rocas y la vegetación, cada vez más escasa a medida que subía. No tenía conciencia de que le sangraban las manos, las rodillas y los pies, sólo pensaba en el mágico poder que la sostenía, hasta que de pronto una de sus manos palpó una hendidura ancha. Pronto logró izar todo el cuerpo y se encontró en la cima del tepui, siempre oculta por la acumulación de nubes. Una potente exclamación de triunfo, un alarido ancestral y salvaje como el tremendo grito de cien águilas al unísono, brotó del pecho de Nadia Santos y fue a estrellarse contra las rocas de otras cimas, rebotando y ampliándose, hasta perderse en el horizonte.
La chica esperó inmóvil en la altura hasta que su grito se perdió en las últimas grietas de la gran meseta. Entonces se calmó el tambor de su corazón y pudo respirar a fondo. Apenas se sintió firme sobre las rocas, echó mano de la calabaza de agua y bebió todo el contenido. Nunca había deseado algo tanto. El líquido fresco entró por su garganta, limpiando la arena y la amargura de su boca, humedeciendo su lengua y sus labios resecos, penetrando por todo su cuerpo como un bálsamo prodigioso, capaz de curar la angustia y borrar el dolor. Comprendió que la felicidad consiste en alcanzar aquello que hemos esperado por mucho tiempo.
La altura y el brutal esfuerzo de llegar hasta allí y de superar sus terrores actuaron como una droga más poderosa que la de los indios en Tapirawa-teri o la poción de los sueños colectivos de Walimaí. Volvió a sentir que volaba, pero ya no tenía el cuerpo del águila, se había desprendido de todo lo material, era puro espíritu. Estaba suspendida en un espacio glorioso. El mundo había quedado muy lejos, abajo, en el plano de las ilusiones. Flotó allí por un rato incalculable y de pronto vio un agujero en el cielo radiante. Sin vacilar se lanzó como una flecha a través de esa apertura y entró en un espacio vacío y oscuro, como el infinito firmamento en una noche sin luna. Ese era el espacio absoluto de todo lo divino y de la muerte, el espacio donde el espíritu mismo se disuelve. Ella era el vacío, sin deseos, ni recuerdos. No había nada que temer. Allí permaneció fuera del tiempo. Pero en la cima del tepui el cuerpo de Nadia poco a poco la llamaba, reclamándola. El oxígeno devolvió a su mente el sentido de la realidad material, el agua le dio la energía necesaria para moverse. Finalmente el espíritu de Nadia hizo el viaje inverso, volvió a cruzar como una flecha la apertura en el vacío, llegó a la bóveda gloriosa donde flotó unos instantes en la inmensa blancura, y de allí pasó a la forma del águila. Debió resistir la tentación de volar para siempre sostenida por el viento y, con un último esfuerzo, regresar a su cuerpo de niña. Se encontró sentada en la cima del mundo y miró a su alrededor.
Estaba en el punto más alto de una meseta, rodeada del vasto silencio de las nubes. Aunque no podía ver la altura o la extensión del sitio donde se encontraba, calculó que el hoyo en el centro del tepui era pequeño, en comparación con la inmensidad de la montaña que lo contenía. El terreno se veía quebrado en hondas grietas, en parte rocoso y en otras cubierto de vegetación tupida. Supuso que pasaría mucho tiempo antes que los pájaros de acero de los nahab exploraran ese lugar, porque era absurdo tratar de aterrizar allí, ni siquiera con un helicóptero, y para una persona moverse en la rugosidad de esa superficie resultaba casi imposible. Se sintió desfallecer, porque podría buscar el nido por el resto de sus días sin encontrarlo en esas grietas, pero luego recordó que Walimaí le había indicado exactamente por dónde subir. Descansó un momento y se puso en marcha, subiendo y bajando de roca en roca, impulsada por una fuerza desconocida, una especie de instintiva certeza.
No tuvo que ir lejos. A poca distancia, en una hendidura formada por grandes rocas se encontraba el nido y en su centro vio los tres huevos de cristal. Eran más pequeños y más brillantes que los de su visión, maravillosos. Con mil precauciones, para no resbalar en una de las profundas fisuras, donde se habría partido todos los huesos, Nadia Santos se arrastró hasta el nido. Sus dedos se cerraron sobre la reluciente perfección del cristal, pero su brazo no pudo moverlo. Extrañada, cogió otro huevo. No logró levantarlo y tampoco el tercero. Era imposible que esos objetos, del tamaño de un huevo de tucán, pesaran de esa manera. ¿Qué sucedía? Los examinó, empujándolos por todos lados, hasta comprobar que no estaban pegados ni atornillados, al contrario, parecían descansar casi flotando en el mullido colchón de palitos y plumas. La muchacha se sentó sobre una de las rocas sin entender lo que ocurría y sin poder creer que toda esa aventura y el esfuerzo de llegar hasta allí hubieran sido inútiles. Tuvo fuerza sobrehumana para subir como una lagartija por las paredes internas del tepui y ahora, cuando finalmente estaba en la cima, las fuerzas le fallaban para mover ni un milímetro el tesoro que había ido a buscar.
Nadia Santos vaciló, trastornada, sin imaginar la solución de ese enigma, por largos minutos. De súbito se le ocurrió que esos huevos pertenecían a alguien. Tal vez las Bestias los habían puesto allí, pero también podían ser de alguna criatura fabulosa, un ave o un reptil, como los dragones. En ese caso la madre podría aparecer en cualquier momento y, al encontrar una intrusa cerca de su nido, lanzarse al ataque con justificada furia. No debía quedarse allí, decidió, pero tampoco pensaba renunciar a los huevos. Walimaí había dicho que no podría regresar con las manos vacías… ¿Qué más le dijo el chamán? Que debía volver antes de la noche. Y entonces recordó lo que ese brujo sabio le había enseñado el día anterior: la ley de reciprocidad. Por cada cosa que uno toma, se debe dar otra a cambio.
Se miró desconsolada. Nada tenía para dar. Sólo llevaba puestos una camiseta, unos pantalones cortos y un canasto atado a la espalda. Al revisar su cuerpo se dio cuenta por primera vez de arañazos, magulladuras y heridas abiertas que le habían producido las rocas al ascender la montaña. Su sangre, donde se concentraba la energía vital que le había permitido llegar hasta allí, era tal vez su única posesión valiosa. Se aproximó, presentando su cuerpo adolorido para que la sangre goteara sobre el nido. Unas manchitas rojas salpicaron las suaves plumas. Al inclinarse sintió el talismán contra su pecho y comprendió de inmediato que ése era el precio que debía pagar por los huevos. Dudó por largos minutos. Entregarlo significaba renunciar a los poderes mágicos de protección, que ella atribuía al hueso tallado, regalo del chamán. Nunca tendría nada tan mágico como ese amuleto, era mucho más importante para ella que los huevos, cuya utilidad no podía siquiera imaginar. No, no podía desprenderse de eso, decidió.
Nadia cerró los ojos, agotada, mientras el sol que se filtraba por las nubes iba cambiando de color. Por unos instantes regresó al sueño alucinante de la ayahuasca, que tuvo en el funeral de Mokarita y volvió a ser el águila volando por un cielo blanco, suspendida por el viento, ligera y poderosa. Vio los huevos desde arriba, brillando en el nido, como en esa visión, y tuvo la misma certeza de entonces: esos huevos contenían la salvación para la gente de la neblina. Por último, abrió los ojos con un suspiro, se quitó el talismán del cuello y lo colocó sobre el nido. Enseguida estiró la mano y tocó uno de los huevos, que al punto cedió y pudo levantarlo sin esfuerzo. Los otros dos fueron igualmente fáciles de tomar. Colocó los tres con cuidado en su canasto y se dispuso a descender por donde había subido. Aún se filtraba luz de sol a través de las nubes; calculó que el descenso debía ser más rápido y que llegaría abajo antes del anochecer, como le había advertido Walimaí.