LAS BESTIAS

Minutos después Alex y Nadia vieron a la Bestia. Estaba a media cuadra de distancia, dirigiéndose hacia la ciudad. Parecía un gigantesco hombre mono, de más de tres metros de altura, erguido sobre dos patas, con poderosos brazos que colgaban hasta el suelo y una cabecita de rostro melancólico, demasiado chica para el porte del cuerpo. Estaba cubierto de pelo hirsuto como alambre y tenía tres largas garras afiladas como cuchillos curvos en cada mano. Se movía con tan increíble lentitud, que era como si no se moviera en absoluto. Nadia reconoció a la Bestia de inmediato, porque la había visto antes. Paralizados de terror y sorpresa, permanecieron inmóviles estudiando a la criatura. Les recordaba un animal conocido, pero no podían ubicarlo en la memoria.

– Parece una pereza -dijo Nadia finalmente en un susurro.

Y entonces Alex se acordó que había visto en el zoológico de San Francisco un animal parecido a un mono o un oso, que vivía en los árboles y se movía con la misma lentitud de la Bestia, de allí provenía su nombre de pereza o perezoso. Era un ser indefenso, porque le faltaba velocidad para atacar, escapar o protegerse, pero tenía pocos predadores: su piel gruesa y su carne agria no era plato apetecible ni para el más hambriento de los carnívoros.

– ¿Y el olor? La Bestia que yo vi tenía un olor espantoso -dijo Nadia sin levantar la voz.

– Ésta no es hedionda, al menos no podemos olerla desde aquí… -comentó Alex-. Debe tener una glándula, como los zorrillos, y expele el olor a voluntad, para defenderse o inmovilizar a su presa.

Los susurros de los muchachos llegaron a oídos de la Bestia, que se volvió muy despacio para ver de qué se trataba. Alex y Nadia retrocedieron, pero Walimaí se adelantó pausadamente, como si imitara la pasmosa apatía de la criatura, seguido a un paso de distancia por su esposa espíritu. El chamán era un hombre pequeño, llegaba a la altura de la cadera de la Bestia, que se elevaba como una torre frente al anciano. Su esposa y él cayeron de rodillas al suelo, postrados ante ese ser extraordinario, y entonces los chicos oyeron claramente una voz profunda y cavernosa que pronunciaba unas palabras en la lengua de la gente de la neblina.

– ¡Habla como un ser humano! -murmuró Alex, convencido de que soñaba.

– El padre Valdomero tenía razón, Jaguar.

– Eso significa que posee inteligencia humana. ¿Crees que puedes comunicarte con ella?

– Si Walimaí puede, yo también, pero no me atrevo a acercarme -susurró Nadia.

Esperaron un buen rato, porque las palabras salían de la boca de la criatura una a una, con la misma cachaza con que ésta se movía.

– Pregunta quiénes somos -tradujo Nadia.

– Eso lo entendí. Entiendo casi todo… -murmuró Alex adelantándose un paso. Walimaí lo detuvo con un gesto.

El diálogo entre el chamán y la Bestia continuó con la misma angustiosa parsimonia, sin que nadie se moviera, mientras la luz cambiaba en el cielo blanco, tomándose color naranja. Los muchachos supusieron que afuera de ese cráter el sol debía comenzar su descenso en el horizonte. Por fin Walimaí se puso de pie y regresó donde ellos.

– Habrá un consejo de los dioses -anunció.

– ¿Cómo? ¿Hay más de estas criaturas? ¿Cuántas hay? -preguntó Alex, pero Walimaí no pudo aclarar sus dudas, porque no sabía confiar.

El brujo los guió bordeando el valle por el interior del tepui hasta una pequeña caverna natural en la roca, donde se acomodaron lo mejor posible, luego partió en busca de comida. Regresó con unas frutas muy aromáticas, que ninguno de los chicos había visto antes, pero estaban tan hambrientos que las devoraron sin hacer preguntas. La noche se dejó caer de súbito y se vieron rodeados de la más profunda oscuridad; la ciudad de oro falso, que antes resplandecía encandilándolos, desapareció en las sombras. Walimaí no intentó encender su segunda antorcha, que seguramente guardaba para el regreso por el laberinto, y no había luz por parte alguna. Alex dedujo que esas criaturas, aunque humanas en su lenguaje y tal vez en ciertas conductas, eran más primitivas que los hombres de las cavernas, pues aún no habían descubierto el fuego. Comparados con las Bestias, los indios resultaban muy sofisticados. ¿Por qué la gente de la neblina las consideraba dioses, si ellos eran mucho más evolucionados? El calor y la humedad no habían disminuido, porque emanaban de la montaña misma, como si en realidad estuvieran en el cráter apagado de un volcán. La idea de hallarse sobre una delgada costra de tierra y roca, mientras más abajo ardían las llamas del infierno, no era tranquilizadora, pero Alex dedujo que si el volcán había estado inactivo por miles de años, como probaba la lujuriosa vegetación de su interior, sería muy mala suerte que explotara justo la noche en que él estaba de visita. Las horas siguientes transcurrieron muy lentas. Los jóvenes apenas lograron dormir en ese lugar desconocido. Recordaban muy bien el aspecto del soldado muerto. La Bestia debió usar sus enormes garras para destriparlo de esa manera horrenda. ¿Por qué el hombre no escapó o disparó su arma? La tremenda lentitud de la criatura le habría dado tiempo sobrado. La explicación sólo podía estar en la fetidez paralizante que emanaba. No había forma de protegerse si las criaturas decidían usar sus glándulas odoríficas contra ellos. No bastaba taparse la nariz, el hedor penetraba por cada poro del cuerpo, apoderándose del cerebro y la voluntad; era un veneno tan mortal como el curare.

– ¿Son humanos o animales? -preguntó Alex, pero Walimaí tampoco pudo contestar porque para él no había diferencia.

– ¿De dónde vienen?

– Siempre han estado aquí, son dioses.

Alex imaginó que el interior del tepui era un archivo ecológico donde sobrevivían especies desaparecidas en el resto de la tierra. Le dijo a Nadia que seguro se trataba de antepasados de las perezas que ellos conocían.

– No parecen humanos, Águila. No hemos visto viviendas, herramientas o armas, nada que sugiera una sociedad -añadió.

– Pero hablan como personas, Jaguar -dijo ella.

– Deben ser animales con el metabolismo muy lento, seguramente viven cientos de años. Si tienen memoria, en esa larga vida pueden aprender muchas cosas, incluso a hablar, ¿no crees? -aventuró Alex.

– Hablan la lengua de la gente de la neblina. ¿Quién la inventó? ¿Los indios se la enseñaron a las Bestias? ¿O las Bestias se la enseñaron a los indios?

– De cualquier forma, se me ocurre que los indios y las perezas han tenido por siglos una relación simbiótica -dijo Alex.

– ¿Qué? -preguntó ella, quien nunca había oído esa palabra.

– Es decir, se necesitan mutuamente para sobrevivir.

– ¿Por qué?

– No lo sé, pero voy a averiguarlo. Una vez leí que los dioses necesitan a la humanidad tanto como la humanidad necesita a sus dioses -dijo Alex.

– El consejo de las Bestias seguro será muy largo y muy fastidioso. Mejor tratamos de descansar un poco ahora, así estaremos frescos mañana -sugirió Nadia, disponiéndose a dormir. Tuvo que desprender a Borobá de su lado y obligarlo a echarse más lejos, porque no aguantaba su calor. El mono era como una extensión de su ser; estaban ambos tan acostumbrados al contacto de sus cuerpos, que una separación, por breve que fuera, la sentían como una premonición de muerte. Con el amanecer despertó la vida en la ciudad de oro y se iluminó el valle de los dioses en todos los tonos de rojo, naranja y rosado. Las Bestias, sin embargo, demoraron muchas horas en espabilar el sueño y surgir una a una de sus guaridas entre las formaciones de roca y cristal. Alex y Nadia contaron once criaturas, tres machos y ocho hembras, unas más altas que otras, pero todas adultas. No vieron ejemplares jóvenes de aquella singular especie y se preguntaron cómo se reproducían. Walimaí dijo que rara vez nacía uno de ellos, en los años de su vida nunca había sucedido, y agregó que tampoco los había visto morir, aunque sabía de una gruta en el laberinto donde yacían sus esqueletos. Alex concluyó que eso calzaba con su teoría de que vivían por siglos, e imaginó que esos mamíferos prehistóricos debían tener una o dos crías en sus vidas; por lo mismo, asistir al nacimiento de una debía ser un acontecimiento muy raro. Al observar a las criaturas de cerca, comprendió que dada su limitación para moverse, no podían cazar y debían ser vegetarianas. Las tremendas garras no estaban hechas para matar, sino para trepar. Así se explicó que pudieran bajar y subir por el camino vertical que ellos habían escalado en la catarata. Las perezas utilizaban las mismas muescas, salientes y grietas en la roca que servían a los indios para escalar. ¿Cuántas de ellas habría afuera? ¿Una sola o varias? ¡Cómo le gustaría llevar de vuelta pruebas de lo que veía!

Muchas horas después comenzó el consejo. Las Bestias se reunieron en semicírculo en el centro de la ciudad de oro, y Walimaí y los muchachos se colocaron al frente. Se veían minúsculos entre aquellos gigantes. Tuvieron la impresión de que los cuerpos de las criaturas vibraban y sus contornos eran difusos, luego comprendieron que en su piel centenaria anidaban pueblos enteros de insectos de diversas clases, algunos de los cuales volaban a su alrededor como moscas de la fruta. El vapor del aire creaba la ilusión de que una nube envolvía a las Bestias. Estaban a pocos metros de ellas, a suficiente distancia para verlas en detalle, pero también para escapar en caso de necesidad, aunque ambos sabían que, si cualquiera de esos once gigantes decidía expeler su olor, no habría poder en el mundo capaz de salvarlos. Walimaí actuaba con gran solemnidad y reverencia, pero no parecía asustado.

– Estos son Águila y Jaguar, forasteros amigos de la gente de la neblina. Vienen a recibir instrucciones -dijo el anciano.

Un silencio eterno acogió esta introducción, como si las palabras tardaran mucho en hacer impacto en los cerebros de esos seres. Luego Walimaí recitó un largo poema dando las noticias de la tribu, desde los últimos nacimientos hasta la muerte del jefe Mokarita, incluyendo las visiones en que aparecía el Rahakanariwa, la visita a las tierras bajas, la llegada de los forasteros y la elección de Iyomi como jefe de los jefes. Empezó un diálogo lentísimo entre el brujo y las criaturas, que Nadia y Alex entendieron sin dificultad, porque había tiempo para meditar y consultarse después de cada palabra. Así se enteraron de que por siglos y siglos la gente de la neblina conocía la ubicación de la ciudad de oro y había guardado celosamente el secreto, protegiendo a los dioses del mundo exterior, mientras a su vez esos seres extraordinarios cuidaban cada palabra de la historia de la tribu. Hubo momentos de grandes cataclismos, en los cuales la burbuja ecológica del tepui sufrió graves trastornos y la vegetación no alcanzó para satisfacer las necesidades de las especies que habitaban en su interior. En esas épocas los indios traían «sacrificios»: maíz, papas, mandioca, frutas, nueces. Colocaban sus ofrecimientos en las cercanías del tepui, sin internarse a través del laberinto secreto, y enviaban al mensajero a avisar a los dioses. Los ofrecimientos incluían huevos, peces y animales cazados por los indios; con el transcurso del tiempo cambió la dieta vegetariana de las Bestias.

Alexander Coid pensó que si esas antiguas criaturas de lenta inteligencia tuvieran necesidad de lo divino, seguramente sus dioses serían los indios invisibles de Tapirawa-teri, los únicos seres humanos que conocían. Para ellas los indios eran mágicos: se movían deprisa, podían reproducirse con facilidad, poseían armas y herramientas, eran dueños del fuego y del vasto universo externo, eran todopoderosos. Pero las gigantescas perezas no habían alcanzado aún la etapa de evolución en la cual se contempla la propia muerte y no necesitaban dioses. Sus larguísimas vidas transcurrían en el plano puramente material.

La memoria de las Bestias contenía toda la información que los mensajeros de los hombres les habían entregado: eran archivos vivientes. Los indios no conocían la escritura, pero su historia no se perdía, porque las perezas nada olvidaban. Interrogándolas con paciencia y tiempo, se podría obtener de ellas el pasado de la tribu desde la primera época, veinte mil años atrás. Los chamanes como Walimaí las visitaban para mantenerlas al día mediante los poemas épicos que recitaban con la historia pasada y reciente de la tribu. Los mensajeros morían y eran reemplazados por otros, pero cada palabra de esos poemas quedaba almacenada en los cerebros de las Bestias.

Sólo dos veces había penetrado la tribu al interior del tepui desde los comienzos de la historia y en ambas ocasiones lo había hecho para huir de un enemigo poderoso. La primera vez fue cuatrocientos años antes, cuando la gente de la neblina debió ocultarse durante varias semanas de una partida de soldados españoles, que lograron llegar hasta el Ojo del Mundo. Cuando los guerreros vieron que los extranjeros mataban de lejos con unos palos de humo y ruido, sin ningún esfuerzo, comprendieron que sus armas eran inútiles contra las de ellos. Entonces desarmaron sus chozas, enterraron sus escasas pertenencias, cubrieron los restos de la aldea con tierra y ramas, borraron sus huellas y se retiraron con las mujeres y los niños al tepui sagrado. Allí fueron amparados por los dioses hasta que los extranjeros murieron uno a uno. Los soldados buscaban El Dorado, estaban ciegos de codicia y acabaron asesinándose unos a otros. Los que quedaron fueron exterminados por las Bestias y los guerreros indígenas. Sólo uno salió vivo de allí y de alguna manera logró volver a reunirse con sus compatriotas. Pasó el resto de su vida loco, atado a un poste en un asilo de Navarra, perorando sobre gigantes mitológicos y una ciudad de oro puro. La leyenda perduró en las páginas de los cronistas del imperio español, alimentando la fantasía de aventureros hasta el día de hoy. La segunda vez había sido tres años antes, cuando los grandes pájaros de ruido y viento de los nahab aterrizaron en el Ojo del Mundo. Nuevamente se ocultó la gente de la neblina hasta que los extranjeros partieron, desilusionados, porque no encontraron las minas que buscaban. Sin embargo, los indios, advertidos por las visiones de Walimaí, se preparaban para su regreso. Esta vez no pasarían cuatrocientos años antes que los nahab se aventuraran de nuevo al altiplano, porque ahora podían volar. Entonces las Bestias decidieron salir a matarlos, sin sospechar que había millones y millones de ellos. Acostumbrados al número reducido de su especie, creían poder exterminar a los enemigos uno a uno.

Alex y Nadia escucharon a las Bestias contar su historia y fueron sacando muchas conclusiones.

– Por eso no ha habido indios muertos, sólo forasteros -apuntó Alex, maravillado.

– ¿Y el padre Valdomero? -le recordó Nadia.

– El padre Valdomero vivió con los indios. Seguramente la Bestia identificó el olor y por eso no lo atacó.

– ¿Y yo? Tampoco me atacó aquella noche… -agregó ella.

– Ibamos con los indios. Si la Bestia nos hubiera visto cuando estábamos con la expedición, habríamos muerto como el soldado.

– Si entiendo bien, las Bestias han salido a castigar a los forasteros -concluyó Nadia.

– Exacto, pero han obtenido el resultado opuesto. Ya ves lo que ha pasado: han atraído atención sobre los indios y sobre el Ojo del Mundo. Yo no estaría aquí si mi abuela no hubiera sido contratada por una revista para descubrir a la Bestia -dijo Alex.

Cayó la tarde y luego la noche sin que los participantes del consejo alcanzaran algún acuerdo. Alex preguntó cuántos dioses habían salido de la montaña y Walimaí dijo que dos, lo cual no era un dato fiable, igual podían ser media docena. El chico logró explicar a las Bestias que la única esperanza de salvación para ellas era permanecer dentro del tepui y para los indios era establecer contacto con la civilización en forma controlada. El contacto era inevitable, dijo, tarde o temprano los helicópteros aterrizarían de nuevo en el Ojo del Mundo y esta vez los nahab vendrían a quedarse. Había unos nahab que deseaban destruir a la gente de la neblina y apoderarse del Ojo del Mundo. Fue muy difícil aclarar este punto, porque ni las Bestias ni Walimaí comprendían cómo alguien podía apropiarse de la tierra. Alex dijo que había otros nahab que deseaban salvar a los indios y que seguramente harían cualquier cosa por preservar a los dioses también, porque eran los últimos de su especie en el planeta. Recordó al chamán que él había sido nombrado por Iyomi jefe para negociar con los nahab y pidió permiso y ayuda para cumplir su misión.

– No creemos que los nahab sean más poderosos que los dioses -dijo Walimaí.

– A veces lo son. Los dioses no podrán defenderse de ellos y la gente de la neblina tampoco. Pero los nahab pueden detener a otros nahab -replicó Alex.

– En mis visiones el Rahakanariwa anda sediento de sangre -dijo Walimaí.

– Yo he sido nombrada jefe para aplacar al Rahakanariwa -dijo Nadia.

– No debe haber más guerra. Los dioses deben volver a la montaña. Nadia y yo conseguiremos que la gente de la neblina y la morada de los dioses sean respetados por los nahab -prometió Alex, procurando sonar convincente.

En realidad no sospechaba cómo podría vencer a Mauro Carías, el capitán Ariosto y tantos otros aventureros que codiciaban las riquezas de la región. Ni siquiera conocía el plan de Mauro Carías ni el papel que les tocaría jugar a los miembros de la expedición del International Geographic en el exterminio de los indios. El empresario había dicho claramente que ellos serían testigos, pero no lograba imaginar de qué lo serían.

Para sus adentros, el muchacho pensó que habría una conmoción mundial cuando su abuela informara sobre la existencia de las Bestias y el paraíso ecológico que contenía el tepui. Con suerte y manejando la prensa con habilidad, Kate Coid podría obtener que el Ojo del Mundo fuera declarado reserva natural y protegido por los gobiernos. Sin embargo, esa solución podría llegar muy tarde. Si Mauro Carías salía con la suya, «en tres meses los indios serían exterminados», como había dicho en su conversación con el capitán Ariosto. La única esperanza era que la protección internacional llegara antes. Aunque no podría evitarse la curiosidad de los científicos ni las cámaras de televisión, al menos se podría detener la invasión de aventureros y colonos dispuestos a domar la selva y exterminar a sus habitantes. También pasó por su mente la terrible premonición del empresario de Hollywood convirtiendo el tepui en una especie de Disneyworld o Jurassic Park. Esperaba que la presión creada por los reportajes de su abuela pudiera postergar o evitar esa pesadilla. Las Bestias ocupaban diferentes salas en la fabulosa ciudad. Eran seres solitarios, que no compartían su espacio. A pesar de su enorme tamaño, comían poco, masticando durante horas, vegetales, frutas, raíces y de vez en cuando un animal pequeño que caía muerto o herido a sus pies. Nadia pudo comunicarse con ellas mejor que Walimaí. Un par de las criaturas hembras demostraron cierto interés en ella y le permitieron acercarse, porque lo que más deseaba la chica era tocarlas. Al poner la mano sobre el duro pelaje, un centenar de insectos de diversas clases subió por su brazo, cubriéndola entera. Se sacudió desesperada, pero no pudo desprenderse de muchos de ellos, que quedaron adheridos a su ropa y su pelo. Walimaí le señaló una de las lagunas de la ciudad y ella se zambulló en el agua, que resultó ser tibia y gaseosa. Al hundirse sentía en la piel el cosquilleo de las burbujas de aire. Invitó a Alex, y los dos se remojaron largo rato, limpios al fin, después de tantos días arrastrándose por el suelo y sudando.

Entretanto Walimaí había aplastado en una calabaza la pulpa de una fruta con grandes pepas negras, que enseguida mezcló con el jugo de unas uvas azules y brillantes. El resultado fue una pasta morada con la consistencia de la sopa de huesos que habían bebido durante el funeral de Mokarita, pero con un sabor delicioso y un aroma persistente de miel y néctar de flores. El chamán la ofreció a las Bestias, luego bebió él y les dio a los muchachos y a Borobá. Aquel alimento concentrado les aplacó el hambre de inmediato y se sintieron un poco mareados, como si hubieran bebido alcohol.

Esa noche fueron instalados en una de las cámaras de la ciudad de oro, donde el calor era menos oprimente que en la cueva de la noche anterior. Entre las formaciones minerales crecían orquídeas desconocidas afuera, algunas tan fragantes que apenas se podía respirar en su proximidad. Por largo rato cayó la lluvia, caliente y densa como una ducha, empapando todo, corría como río entre las grietas de cristal, con un sonido persistente de tambores. Cuando finalmente cesó, el aire refrescó de súbito y los rendidos muchachos se abandonaron por fin al sueño en el duro suelo de El Dorado, con la sensación de tener la barriga llena de flores perfumadas.

El brebaje preparado por Walimaí tuvo la virtud mágica de conducirlos al reino de los mitos y del sueño colectivo, donde todos, dioses y humanos, podían compartir las mismas visiones. Así se ahorraron muchas palabras, muchas explicaciones. Soñaron que el Rahakanariwa estaba preso en una caja de madera sellada, desesperado, tratando de librarse con su pico formidable y sus terribles garras, mientras dioses y humanos, atados a los árboles, aguardaban su suerte. Soñaron con los nahab matándose unos a otros, todos con los rostros cubiertos por máscaras. Vieron al pájaro caníbal destruir la caja y salir dispuesto a devorar todo a su paso, pero entonces un águila blanca y un jaguar negro le salían al paso, desafiándolo en lucha mortal. No había resolución en ese duelo, como rara vez la hay en los sueños. Alexander Coid reconoció al Rahakanariwa, porque lo había visto antes en una pesadilla en que aparecía como un buitre, rompía una ventana de su casa y se llevaba a su madre en sus monstruosas garras.

Al despertar por la mañana no tuvieron que contar lo que habían visto, porque todos estuvieron presentes en el mismo sueño, hasta el pequeño Borobá. Cuando se reunió el consejo de los dioses para continuar con sus deliberaciones, no fue necesario pasar horas repitiendo las mismas ideas, como el día anterior. Sabían lo que debían hacer, cada uno conocía su papel en los acontecimientos que vendrían.

– Jaguar y Águila combatirán con el Rahakanariwa. Si vencen, ¿cuál será su recompensa? -logró formular una de las perezas, después de largas vacilaciones.

– Los tres huevos del nido -dijo Nadia sin vacilar.

– Y el agua de la salud -agregó Alex, pensando en su madre.

Espantado, Walimaí indicó a los chicos que habían violado la elemental norma de reciprocidad: no se puede recibir sin dar. Era la ley natural. Se habían atrevido a solicitar algo de los dioses sin ofrecer algo a cambio… La pregunta de la Bestia había sido meramente formal y lo correcto era responder que no deseaban recompensa alguna, lo hacían como un acto de reverencia hacia los dioses y compasión hacia los humanos. En efecto, las Bestias parecían desconcertadas y molestas ante las peticiones de los forasteros. Algunas se pusieron lentamente de pie, amenazantes, gruñendo y levantando sus brazos, gruesos como ramas de roble. Walimaí se tiró de bruces delante del consejo farfullando explicaciones y disculpas, pero no logró aplacar los ánimos. Temiendo que alguna de las Bestias decidiera fulminarlos con su fragancia corporal, Alex echó mano del único recurso de salvación que se le ocurrió: la flauta de su abuelo.

– Tengo un ofrecimiento para los dioses -dijo, temblando.

Las dulces notas del instrumento irrumpieron tentativamente en el aire caliente del tepui. Las Bestias, pilladas de sorpresa, tardaron unos minutos en reaccionar y cuando lo hicieron ya Alex había agarrado vuelo y se abandonaba al placer de crear música. Su flauta parecía haber adquirido los poderes sobrenaturales de Walimaí. Las notas se multiplicaban en el extraño teatro de la ciudad de oro, rebotaban transformadas en interminables arpegios, hacían vibrar las orquídeas entre las altas formaciones de cristal. Nunca el muchacho había tocado de esa manera, nunca se había sentido tan poderoso: podía amansar a las fieras con la magia de su flauta. Sentía como si estuviera conectado a un poderoso sintonizador, que acompañaba la melodía con toda una orquesta de cuerdas, vientos y percusión. Las Bestias, inmóviles al principio, comenzaron a oscilar como grandes árboles movidos por el viento; sus patas milenarias golpearon el suelo y el fértil hueco del tepui resonó como una gran campana. Entonces Nadia, en un impulso, saltó al centro del semicírculo del consejo, mientras Borobá, como si comprendiera que ése era un instante crucial, se mantuvo quieto a los pies de Alex.

Nadia empezó a danzar con la energía de la tierra, que traspasaba sus delgados huesos como una luz. No había visto jamás un ballet, pero había almacenado los ritmos que escuchara muchas veces: la samba del Brasil, la salsa y el joropo de Venezuela, la música americana que llegaba por la radio. Había visto a negros, mulatos, caboclos y blancos bailar hasta caer extenuados durante el carnaval en Manaos, a los indios danzar solemnes durante sus ceremonias. Sin saber lo que hacía, por puro instinto, improvisó su regalo para los dioses. Volaba. Su cuerpo se movía solo, en trance, sin ninguna conciencia o premeditación de su parte. Oscilaba como las más esbeltas palmeras, se elevaba como la espuma de las cataratas, giraba como el viento. Nadia imitaba el vuelo de las guacamayas, la carrera de los jaguares, la navegación de los delfines, el zumbido de los insectos, la ondulación de las serpientes.

Por miles y miles de años había existido vida en el cilíndrico hueco del tepui, pero hasta ese momento jamás se había oído música, ni siquiera el tam tam de un tambor. Las dos veces que la gente de la neblina fue acogida bajo la protección de la ciudad legendaria, lo hizo de manera de no irritar a los dioses, en completo silencio, haciendo uso de su talento para tornarse invisible. Las Bestias no sospechaban la habilidad humana para crear música, tampoco habían visto un cuerpo moverse con la ligereza, pasión, velocidad y gracia con que danzaba Nadia. En verdad, esos pesados seres nunca habían recibido un ofrecimiento tan grandioso. Sus lentos cerebros recogieron cada nota y cada movimiento y los guardaron para los siglos futuros. El regalo de esos dos visitantes se quedaría con ellos, como parte de su leyenda.

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