El día siguiente transcurrió lento y fastidioso con tanta lluvia que no alcanzaban a secar la ropa antes que cayera otro chapuzón. Esa misma noche desaparecieron los dos soldados durante su turno y pronto vieron que tampoco estaba la lancha. Los hombres, que desde la muerte de sus compañeros estaban aterrorizados, huyeron por el río. Estuvieron a punto de amotinarse cuando no les permitieron regresar a Santa María de la Lluvia con la primera lancha; nadie les pagaba por arriesgar la vida, dijeron. César Santos les respondió que justamente para eso les pagaban: ¿no eran soldados, acaso? La decisión de huir podría costarles muy cara, pero prefirieron enfrentar una corte marcial antes que morir en manos de los indios o de la Bestia. Para el resto de los expedicionarios, esa lancha representaba la única posibilidad de regresar a la civilización; sin ella y sin la radio se encontraban definitivamente aislados.
– Los indios saben que estamos aquí. ¡No podemos quedarnos! -exclamó el profesor Leblanc.
– ¿Adónde pretende ir, profesor? Si nos movemos, cuando lleguen los helicópteros no nos encontrarán. Desde el aire sólo se ve una masa verde, jamás darían con nosotros -explicó César Santos.
– ¿No podemos seguir el cauce del río y tratar de volver a Santa María de la Lluvia por nuestros propios medios? -sugirió Kate Coid.
– Es imposible hacerlo a pie. Hay demasiados obstáculos y desvíos -replicó el guía.
– ¡Esto es culpa suya, Coid! Deberíamos haber regresado todos a Santa María de la Lluvia, como yo propuse -alegó el profesor.
– Muy bien, es culpa mía. ¿Qué hará al respecto? -preguntó la escritora.
– ¡La denunciaré! ¡Voy a arruinar su carrera!
– Tal vez sea yo quien arruine la suya, profesor -replicó ella sin inmutarse.
César Santos los interrumpió diciendo que, en vez de discutir, debían unir las fuerzas y evaluar la situación: los indios desconfiaban y no habían demostrado interés por los regalos, se limitaban a observarlos, pero no los habían atacado.
– ¿Le parece poco lo que le hicieron a ese pobre soldado? -preguntó, sarcástico, Leblanc.
– No creo que fueran los indios, no es ésa su manera de pelear. Si tenemos suerte, ésta puede ser una tribu pacífica -replicó el guía.
– Pero si no tenemos suerte, nos comerán -gruñó el antropólogo.
– Sería perfecto, profesor. Así usted podría probar su teoría sobre la ferocidad de los indios -dijo Kate.
– Bueno, basta de tonterías. Hay que tomar una decisión. Nos quedamos o nos vamos… -los cortó el fotógrafo Timothy Bruce.
– Han pasado casi tres días desde que se fue la primera lancha. Como iba con la corriente y Matuwe conoce el camino, ya deben estar en Santa María de la Lluvia. Mañana, o a lo más dentro de dos días, llegarán los helicópteros del capitán Ariosto. Volarán de día, así es que mantendremos una hoguera siempre encendida, para que vean el humo. La situación es difícil, como dije, pero no es grave, hay mucha gente que sabe dónde estamos, vendrán a buscarnos -aseguró César Santos.
Nadia estaba tranquila, abrazada a su monito, como si no comprendiera la magnitud de lo que les sucedía. Alex, en cambio, concluyó que nunca se había encontrado en tanto peligro, ni siquiera cuando quedó colgando en El Capitán, una roca escarpada que sólo los más expertos se atrevían a escalar. Si no hubiera ido atado por una cuerda a la cintura de su padre, se habría matado. César Santos había advertido a los expedicionarios contra diversos insectos y animales de la selva, desde tarántulas hasta serpientes, pero olvidó mencionar las hormigas. Alex había renunciado a usar sus botas, no sólo porque estaban siempre húmedas y con mal olor, sino porque le apretaban; suponía que con el agua se habían encogido. A pesar de que los primeros días no se sacaba las chancletas que le dio César Santos, los pies se le llenaron de costras y durezas.
– Éste no es lugar para pies delicados -fue el único comentario de su abuela cuando le mostró las cortaduras sangrantes en los pies.
Su indiferencia se tornó en inquietud cuando a su nieto lo picó una hormiga de fuego. El muchacho no pudo evitar un alarido: sintió que lo quemaban con un cigarro en el tobillo. La hormiga le dejó una pequeña marca blanca que a los pocos minutos se volvió roja e hinchada como una cereza. El dolor ascendió en llamaradas por la pierna y no pudo dar ni un paso más. La doctora Omayra Torres le advirtió que el veneno haría su efecto durante varias horas y habría que soportarlo sin más alivio que compresas de agua caliente.
– Espero que no seas alérgico, porque en ese caso las consecuencias serán más graves -observó la doctora.
Alex no lo era, pero de todos modos la picadura le arruinó buena parte del día. Por la tarde, apenas pudo apoyar el pie y dar unos pasos, Nadia le contó que mientras los demás estaban pendientes de sus quehaceres, ella había visto a Karakawe rondando las cajas de las vacunas. Cuando el indio se dio cuenta que ella lo había descubierto, la cogió por los brazos con tal brutalidad que le dejó los dedos marcados en la piel y le advirtió que si decía una palabra al respecto lo pagaría muy caro. Estaba segura que ese hombre cumpliría sus amenazas, pero Alex consideró que no podían callarse, había que advertir a la doctora. Nadia, quien estaba tan prendada de la doctora como lo estaba su padre y empezaba a acariciar la fantasía de verla convertida en su madrastra, deseaba contarle también el diálogo entre Mauro Carías y el capitán Ariosto, que ellos habían escuchado en Santa María de la Lluvia. Seguía convencida de que Karakawe era la persona designada para cumplir los siniestros planes de Carías.
– No diremos nada de eso todavía -le exigió Alex.
Aguardaron el momento adecuado, cuando Karakawe se había alejado para pescar en el río, y plantearon la situación a Omayra Torres. Ella los escuchó con gran atención, dando muestras de inquietud por primera vez desde que la conocían. Aun en los momentos más dramáticos de esa aventura, la encantadora mujer no había perdido la calma; tenía los nervios bien templados de un samurai. Esta vez tampoco se alteró, pero quiso conocer los detalles. Al saber que Karakawe había abierto las cajas, pero no había violado los sellos de los frascos, respiró aliviada.
– Esas vacunas son la única esperanza de vida para los indios. Debemos cuidarlas como un tesoro -dijo.
– Alex y yo hemos estado vigilando a Karakawe; creemos que él descompuso la radio, pero mi papá dice que sin pruebas no podemos acusarlo -dijo Nadia.
– No preocupemos a tu papá con estas sospechas, Nadia, él ya tiene bastantes problemas. Entre ustedes dos y yo podemos neutralizar a Karakawe. No le quiten el ojo de encima, muchachos -les pidió Omayra Torres y ellos se lo prometieron.
El día transcurrió sin novedades. César Santos siguió en su empeño de hacer funcionar la radio transmisora, pero sin resultados. Timothy Bruce poseía una radio que les había servido para escuchar noticias de Manaos durante la primera parte del viaje, pero la onda no llegaba tan lejos. Se aburrían, porque una vez que tuvieron unas aves y dos pescados para el día, no había más que hacer; era inútil cazar o pescar de más, porque la carne se llenaba de hormigas o se descomponía en cuestión de horas. Por fin Alex pudo comprender la mentalidad de los indios, que nada acumulaban. Se turnaron para mantener humeando la hoguera, como señal en caso que anduvieran buscándolos, aunque según César Santos todavía era demasiado pronto para eso. Timothy Bruce sacó un gastado mazo de naipes y jugaron al póquer, al blackjack y al gin rummy hasta que empezó a irse la luz. No volvieron a sentir el penetrante olor de la Bestia. Nadia, Kate Coid y la doctora fueron al río a lavarse y hacer sus necesidades; habían acordado que nadie debía aventurarse solo fuera del campamento. Para las actividades más íntimas, las tres mujeres iban juntas; para el resto todos se turnaban en parejas. César Santos se las arreglaba para estar siempre con Omayra Torres, lo cual tenía a Timothy Bruce bastante molesto, porque también el inglés se sentía cautivado por la doctora. Durante el viaje la había fotografiado hasta que ella se negó a seguir posando, a pesar de que Kate Coid le había advertido que guardara el film para la Bestia y los indios. La escritora y Karakawe eran los únicos que no parecían impresionados por la joven mujer. Kate masculló que ya estaba muy vieja para fijarse en una cara bonita, comentario que a Alex le sonó como una demostración de celos, indigna de alguien tan lista como su abuela. El profesor Leblanc, quien no podía competir en prestancia con César Santos o juventud con Timothy Bruce, procuraba impresionar a la mujer con el peso de su celebridad y no perdía ocasión de leerle en voz alta párrafos de su libro, donde narraba en detalle los peligros escalofriantes que había enfrentado entre los indios. A ella le costaba imaginar al timorato Leblanc vestido sólo con un taparrabos, combatiendo mano a mano con indios y fieras, cazando con flechas y sobreviviendo sin ayuda en medio de toda suerte de catástrofes naturales, como contaba. En todo caso, la rivalidad entre los hombres del grupo por las atenciones de Omayra Torres había creado una cierta tensión, que aumentaba a medida que pasaban las horas en angustiosa espera de los helicópteros.
Alex se miró el tobillo: todavía le dolía y estaba algo hinchado, pero la dura cereza roja donde lo picó la hormiga había disminuido; las compresas de agua caliente habían dado buenos resultados. Para distraerse, cogió su flauta y empezó a tocar el concierto preferido de su madre, una música dulce y romántica de un compositor europeo muerto hacia más de un siglo, pero que sonaba a tono con la selva circundante. Su abuelo Joseph Coid tenía razón: la música es un lenguaje universal. A las primeras notas llegó Borobá dando saltos y se sentó a sus pies con la seriedad de un crítico y a los pocos instantes volvió Nadia con la doctora y Kate Coid. La chica esperó que los demás estuvieran ocupados preparando el campamento para la noche y le hizo señas a Alex que la siguiera disimuladamente.
– Están aquí otra vez, Jaguar -murmuró a su oído.
– ¿Los indios…?
– Sí, la gente de la neblina. Creo que vienen por la música. No hagas ruido y sígueme.
Se internaron algunos metros en la espesura y, tal como habían hecho antes, aguardaron quietos. Por mucho que Alex aguzara la vista, no distinguía a nadie entre los árboles: los indios se disolvían en su entorno. De pronto sintió manos que lo tomaban con firmeza por los brazos y al volverse vio que Nadia y él estaban rodeados. Los indios no se mantuvieron a cierta distancia, como la vez anterior; ahora Alex podía percibir el olor dulzón de sus cuerpos. Nuevamente notó que eran de baja estatura y delgados, pero ahora pudo comprobar que también eran muy fuertes y había algo feroz en su actitud. ¿Tendría razón Leblanc cuando aseguraba que eran violentos y crueles?
– Aía -saludó tentativamente.
Una mano le tapó la boca y antes que alcanzara a darse cuenta de lo que sucedía, se sintió alzado en vilo por los tobillos y las axilas. Empezó a retorcerse y patalear, pero las manos no lo soltaron. Sintió que lo golpeaban en la cabeza, no supo si con los puños o con una piedra, pero comprendió que más valía dejarse llevar o acabarían aturdiéndolo o matándolo. Pensó en Nadia y si acaso a ella también estarían arrastrándola a la fuerza. Le pareció oír de lejos la voz de su abuela llamándolo, mientras los indios se lo llevaban, internándose en la oscuridad como espíritus de la noche. Alexander Coid sentía punzadas ardientes en el tobillo donde lo había picado la hormiga de fuego, que ahora aprisionaba la mano de uno de los cuatro indios que lo llevaban en vilo. Sus captores iban trotando y con cada paso el cuerpo del muchacho se balanceaba brutalmente; el dolor en los hombros era como si lo estuvieran descoyuntando. Le habían quitado la camiseta y se la habían amarrado en la cabeza, cegándolo y ahogando su voz. Apenas podía respirar y le latía el cráneo donde lo habían golpeado, pero le reconfortó no haber perdido el conocimiento, eso significaba que los guerreros no le habían pegado fuerte y no pretendían matarlo. Al menos no por el momento… Le pareció que marchaban un trecho muy largo hasta que por fin se detuvieron y lo dejaron caer como un saco de papas. El alivio en sus músculos y huesos fue casi inmediato, aunque el tobillo le ardía terriblemente. No se atrevió a quitarse la camiseta que le cubría la cabeza para no provocar a sus agresores, pero como al rato de espera nada acontecía, optó por arrancársela de encima. Nadie lo detuvo. Cuando se habituaron sus ojos a la leve claridad de la luna, se vio en medio del bosque, tirado sobre el colchón de humus que cubría el suelo. A su alrededor, en estrecho circulo, sintió la presencia de los indios, aunque no podía verlos en tan poca luz y sin sus anteojos. Se acordó de su navaja del ejército suizo y se llevó disimuladamente la mano a la cintura buscándola, pero no pudo terminar el gesto: un puño firme lo sujetó por la muñeca. Entonces oyó la voz de Nadia y sintió las manitas delgadas de Borobá en su cabello. Lanzó una exclamación, porque el mono puso los dedos en un chichón provocado por el golpe.
– Quieto, Jaguar. Nos harán daño -dijo la muchacha.
– ¿Qué pasó?
– Se asustaron, creyeron que ibas a gritar, por eso tuvieron que llevarte a la fuerza. Sólo quieren que vayamos con ellos.
– ¿Adónde? ¿Por qué? -farfulló el muchacho tratando de sentarse. Sentía su cabeza retumbando como un tambor.
Nadia lo ayudó a incorporarse y le dio a beber agua de una calabaza. Ya sus ojos se habían acostumbrado y vio que los indios lo observaban de cerca y hacían comentarios en voz alta, sin temor alguno de ser oídos o alcanzados. Alex supuso que el resto de la expedición estaría buscándolos, aunque nadie se atrevería a aventurarse demasiado lejos en plena noche. Pensó que por una vez su abuela estaría preocupada: ¿cómo explicaría a su hijo John que había perdido al nieto en la selva? Por lo visto los indios habían tratado a Nadia con más suavidad, porque la chica se movía entre ellos con confianza. Al incorporarse sintió algo tibio que resbalaba por la sien derecha y goteaba sobre su hombro. Le pasó el dedo y se lo llevó a los labios.
– Me partieron la cabeza -murmuró, asustado.
– Finge que no te duele, Jaguar, como hacen los verdaderos guerreros -le advirtió Nadia.
El muchacho concluyó que debía hacer una demostración de valor: se puso de pie procurando que no se notara el temblor de sus rodillas, se irguió lo más derecho que pudo y se golpeó el pecho como había visto en las películas de Tarzán, a tiempo que lanzaba un interminable rugido de King Kong. Los indios retrocedieron un par de pasos y esgrimieron sus armas, atónitos. Repitió los golpes de pecho y los gruñidos, seguro de haber producido alarma en las filas enemigas, pero en vez de echar a correr asustados, los guerreros empezaron a reírse. Nadia sonreía también y Borobá daba saltos y mostraba los dientes, histérico de risa. Las risotadas aumentaron de volumen, algunos indios caían sentados, otros se tiraban de espaldas al suelo y levantaban las piernas de puro gozo, otros imitaban al muchacho aullando como Tarzán. Las carcajadas duraron un buen rato, hasta que Alex, sintiéndose absolutamente ridículo, se contagió también de risa. Por fin se calmaron y, secándose las lágrimas, intercambiaron palmadas amistosas.
Uno de los indios, que en la penumbra parecía más pequeño, más viejo y se distinguía por una corona redonda de plumas, único adorno en su cuerpo desnudo, inició un largo discurso. Nadia captó el sentido, porque conocía varias lenguas de los indios y, aunque la gente de la neblina tenía su propio idioma, muchas palabras eran similares. Estaba segura de que podría comunicarse con ellos. De la diatriba del hombre con la corona de plumas entendió que se refería a Rahakanariwa, el espíritu del pájaro caníbal mencionado por Walimaí, a los nahab, como llamaban a los forasteros, y a un poderoso chamán. Aunque no lo nombró, porque habría sido muy descortés de su parte hacerlo, ella dedujo que se trataba de Walimaí. Valiéndose de las palabras que conocía y de gestos, la chica indicó el hueso tallado que llevaba colgado al cuello, regalo del brujo. El hombre que actuaba como jefe examinó el talismán durante largos minutos, dando muestras de admiración y respeto, luego siguió con su discurso, pero esta vez dirigiéndose a los guerreros, quienes se aproximaron uno por uno para tocar el amuleto.
Después los indios se sentaron en círculo y continuaron las conversaciones, mientras distribuían trozos de una masa cocida, como pan sin levadura. Alex se dio cuenta que no había comido en muchas horas y estaba muy hambriento; recibió su porción de cena sin fijarse en la mugre y sin preguntar de qué estaba hecha; sus remilgos respecto a la comida habían pasado a la historia. Enseguida los guerreros hicieron circular una vejiga de animal con un jugo viscoso de olor acre y sabor a vinagre, mientras salmodiaban un canto para desafiar a los fantasmas que causan pesadillas por la noche. No le ofrecieron el brebaje a Nadia, pero tuvieron la amabilidad de compartirlo con Alex, a quien no le tentó el olor y menos la idea de compartir el mismo recipiente con los demás. Recordaba la historia contada por César Santos de una tribu entera contagiada por la chupada del cigarrillo de un periodista. Lo último que deseaba era pasar sus gérmenes a esos indios, cuyo sistema de inmunidad no los resistiría, pero Nadia le advirtió que no aceptarlo sería considerado un insulto. Le informó que era masato, una bebida fermentada hecha con mandioca masticada y saliva, que sólo bebían los hombres. Alex creyó que iba a vomitar con la explicación, pero no se atrevió a rechazarla.
Con el golpe recibido en el cráneo y el masato, el muchacho se trasladó sin esfuerzo al planeta de las arenas de oro y las seis lunas en el cielo fosforescente, que había visto en el patio de Mauro Carías. Estaba tan confundido e intoxicado que no habría podido dar ni un paso, pero por suerte no tuvo que hacerlo, porque los guerreros también sentían la influencia del licor y pronto yacían por el suelo roncando. Alex supuso que no continuarían la marcha hasta que hubiera algo de luz y se consoló con la vaga esperanza de que su abuela lo alcanzaría al amanecer. Ovillado en el suelo, sin acordarse de los fantasmas de las pesadillas, las hormigas de fuego, las tarántulas o las serpientes, se abandonó al sueño. Tampoco se alarmó cuando el tremendo olor de la Bestia invadió el aire. Los únicos que estaban sobrios y despiertos cuando apareció la Bestia eran Nadia y Borobá. El mono se inmovilizó por completo, como convertido en piedra, y ella alcanzó a vislumbrar una gigantesca figura en la luz de la luna antes que el olor la hiciera perder los sentidos. Más tarde contaría a su amigo lo mismo que había dicho el padre Valdomero: era una criatura de forma humana, erecta, de unos tres metros de altura, con brazos poderosos terminados en garras curvas como cimitarras y una cabeza pequeña, desproporcionada para el tamaño del cuerpo. A Nadia le pareció que se movía con gran lentitud, pero de haberlo querido la Bestia habría podido destriparlos a todos. La fetidez que emanaba -o tal vez el terror absoluto que producía en sus víctimas- paralizaba como una droga. Antes de desmayarse ella quiso gritar o escapar, pero no pudo mover ni un músculo; en un relámpago de conciencia vio el cuerpo del soldado abierto en canal como una res y pudo imaginar el horror del hombre, su impotencia y su espantosa muerte.
Alex despertó confundido tratando de recordar lo que había pasado, con el cuerpo tembleque por el extraño licor de la noche anterior y la fetidez, que todavía flotaba en el aire. Vio a Nadia con Borobá arropado en su regazo, sentada con las piernas cruzadas y la mirada perdida en la nada. El muchacho gateó hasta ella conteniendo a duras penas los sobresaltos de sus tripas.
– La vi, Jaguar -dijo Nadia con una voz remota, como si estuviera en trance.
– ¿Qué viste?
– La Bestia. Estuvo aquí. Es enorme, un gigante…
Alex se fue detrás de un helecho a vaciar el estómago, con lo cual se sintió algo más aliviado, a pesar de que el hedor del aire le devolvía las náuseas. A su regreso los guerreros estaban listos para emprender la marcha. En la luz del amanecer pudo verlos bien por primera vez. Su temible aspecto correspondía exactamente a las descripciones de Leblanc: estaban desnudos, con el cuerpo pintado en colores rojo, negro y verde, brazaletes de plumas y el cabello cortado redondo, con la parte superior del cráneo afeitada, como una tonsura de sacerdote. Llevaban arcos y flechas atados a la espalda y una pequeña calabaza cubierta con un trozo de piel que, según dijo Nadia, contenía el mortal curare para flechas y dardos. Varios de ellos llevaban gruesos palos y todos lucían cicatrices en la cabeza, que equivalían a orgullosas condecoraciones de guerra: el valor y la fortaleza se medía por las huellas de los garrotazos soportados.
Alex debió sacudir a Nadia para despabilaría, porque el espanto de haber visto a la Bestia la noche anterior la había dejado atontada. La muchacha logró explicar lo que había visto y los guerreros escucharon con atención, pero no dieron muestras de sorpresa, tal como no hicieron comentarios sobre el olor.
El grupo se puso en marcha de inmediato, trotando en fila a la zaga del jefe, a quien Nadia decidió llamar Mokarita, pues no podía preguntarle su nombre verdadero. A juzgar por el estado de su piel, sus dientes y sus pies deformes, Mokarita era mucho más viejo de lo que Alex supuso cuando lo vio en la penumbra, pero tenía la misma agilidad y resistencia de los otros guerreros. Uno de los hombres jóvenes se distinguía entre los demás, era más alto y fornido y, a diferencia de los otros, iba enteramente pintado de negro, excepto una especie de antifaz rojo en torno a los ojos y la frente. Caminaba siempre al lado del jefe, como si fuera su lugarteniente, y se refería a si mismo como Tahama; Nadia y Alexander se enteraron después que ése era su título honorífico por ser el mejor cazador de la tribu.
Aunque el paisaje parecía inmutable y no había puntos de referencia, los indios sabían exactamente adónde se dirigían. Ni una sola vez se volvieron a ver si los muchachos extranjeros los seguían: sabían que no les quedaba más remedio que hacerlo, de otro modo se perderían. A veces a Alex y Nadia les parecía estar solos, porque la gente de la neblina desaparecía en la vegetación, pero esa impresión no duraba mucho; tal como se esfumaban, los indios reaparecían en cualquier momento, como si estuvieran ejercitándose en el arte de tornarse invisibles. Alex concluyó que ese talento para desaparecer no se podía atribuir solamente a la pintura con que se camuflaban, era sobre todo una actitud mental. ¿Cómo lo hacían? Calculó cuán útil podía ser en la vida el truco de la invisibilidad y se propuso aprenderlo. En los días siguientes comprendería que no se trataba de ilusionismo, sino de un talento que se alcanzaba con mucha práctica y concentración, como tocar la flauta. El paso rápido no cambió en varias horas; sólo se detenían de vez en cuando en los arroyos para beber agua. Alex sentía hambre, pero estaba agradecido de que al menos el tobillo donde lo había picado la hormiga ya no le dolía. César Santos le había contado que los indios comen cuando pueden -no siempre cada día- y su organismo está acostumbrado a almacenar energía; él, en cambio, había tenido siempre el refrigerador de su casa atiborrado de alimentos, al menos mientras su madre estuvo sana, y si alguna vez debía saltarse una comida le daba fatiga. No pudo menos que sonreír ante el trastorno completo de sus hábitos. Entre otras cosas, no se había cepillado los dientes ni cambiado la ropa en varios días. Decidió ignorar el vacío en el estómago, matar el hambre con indiferencia. En un par de ocasiones le dio una mirada a su compás y descubrió que marchaban en dirección al noreste. ¿Vendría alguien a su rescate? ¿Cómo podría dejar señales en el camino? ¿Los verían desde un helicóptero? No se sentía optimista, en verdad su situación era desesperada. Le sorprendió que Nadia no diera señas de fatiga, su amiga parecía completamente entregada a la aventura.
Cuatro o cinco horas más tarde -imposible medir el tiempo en ese lugar- llegaron a un río claro y profundo. Siguieron por la orilla un par de millas y de pronto ante los ojos maravillados de Alex surgió una montaña muy alta y una magnífica catarata que caía con un clamor de guerra, formando abajo una inmensa nube de espuma y agua pulverizada.
– Es el río que baja del cielo -dijo Tahama.