PROTECCIÓN

Como ocurría a menudo en el altiplano, la temperatura descendió de golpe al ponerse el sol. Los soldados, acostumbrados al calor de las tierras bajas, tiritaban en sus ropas todavía empapadas por la lluvia de la tarde. Ninguno dormía, por orden del capitán todos debían montar guardia en tomo al campamento. Se mantenían alertas, con las armas aferradas a dos manos. Ya no sólo temían a los demonios de la selva o la aparición de la Bestia, sino también a los indios, que podían regresar en cualquier momento a vengar a sus muertos. Ellos tenían la ventaja de las armas de fuego, pero los otros conocían el terreno y poseían esa escalofriante facultad de surgir de la nada, como ánimas en pena. Si no fuera por los cuerpos apilados junto a un árbol, pensarían que no eran humanos y las balas no podían hacerles daño. Los soldados esperaban ansiosos la mañana para salir volando de allí lo antes posible; en la oscuridad el tiempo pasaba muy lento y los ruidos del bosque circundante se volvían aterradores.

Kate Coid, sentada de piernas cruzadas junto al niño dormido en la tienda de las mujeres, pensaba cómo ayudar a su nieto y cómo salir con vida del Ojo del Mundo. A través de la tela de la carpa se filtraba algo de la claridad de la hoguera y la escritora podía ver la silueta de Nadia envuelta en el chaleco de su padre.

– Voy a salir ahora… -susurró la muchacha.

– ¡No puedes salir! -la atajó la escritora.

– Nadie me verá, puedo hacerme invisible.

Kate Coid sujetó a la chica por los brazos, segura de que deliraba.

– Nadia, escúchame… No eres invisible. Nadie es invisible, ésas son fantasías. No puedes salir de aquí.

– Sí puedo. No haga ruido, señora Coid. Cuide al niño hasta que yo vuelva, luego lo entregaremos a su tribu -murmuró Nadia. Había tal certeza y calma en su voz, que Kate no se atrevió a retenerla.

Nadia Santos se colocó primero en el estado mental de la invisibilidad, como había aprendido de los indios, se redujo a la nada, a puro espíritu transparente. Luego abrió silenciosamente el cierre de la carpa y se deslizó afuera amparada por las sombras. Pasó -como una sigilosa comadreja a pocos metros de la mesa donde el profesor Leblanc y el capitán Ariosto jugaban a los naipes, pasó por delante de los guardias armados que rondaban el campamento, pasó frente al árbol donde estaba Alex atado y ninguno la vio. La muchacha se alejó del vacilante círculo de luz de las lámparas y de la fogata y desapareció entre los árboles. Pronto el grito de una lechuza interrumpió el croar de los sapos. Alex, como los soldados, tiritaba de frío. Tenía las piernas dormidas y las manos hinchadas por las ligaduras apretadas en las muñecas. Le dolía la mandíbula, podía sentir la piel tirante, debía tener una tremenda magulladura. Con la lengua tocaba el diente partido y sentía la encía tumefacta donde el culatazo del capitán había hecho impacto. Trataba de no pensar en las muchas horas oscuras que se extendían por delante o en la posibilidad de ser asesinado. ¿Por qué Ariosto lo había separado de los demás? ¿Qué planeaba hacer con él? Quizo ser el jaguar negro, poseer la fuerza, la fiereza, la agilidad del gran felino, convertirse en puro músculo y garra y diente para enfrentar a Ariosto. Pensó en la botella del agua de la salud que esperaba en su bolso y en que debía salir vivo del Ojo del Mundo para llevársela a su madre. El recuerdo de su familia era borroso, como la imagen difusa de una fotografía fuera de foco, donde la cara de su madre era apenas una mancha pálida.

Empezaba a cabecear, vencido por el agotamiento, cuando de pronto sintió unas manitas tocándolo. Se irguió sobresaltado. En la oscuridad pudo identificar a Borobá husmeando en su cuello, abrazándolo, gimiendo despacito en su oreja. Borobá, Borobá, murmuró el joven, tan conmovido que se le llenaron los ojos de lágrimas. Era sólo un mono del tamaño de una ardilla, pero su presencia despertó en él una oleada de esperanza. Se dejó acariciar por el animal, profundamente reconfortado. Entonces se dio cuenta de que a su lado había otra presencia, una presencia invisible y silenciosa, disimulada en las sombras del árbol. Primero creyó que era Nadia, pero enseguida se dio cuenta de que se trataba de Walimaí. El pequeño anciano estaba agachado a su lado, podía percibir su olor a humo, pero por mucho que ajustaba la vista no lo veía. El chamán le puso una de sus manos sobre el pecho, como si buscara el latido de su corazón. El peso y el calor de esa mano amiga transmitieron valor al muchacho, se sintió más tranquilo, dejó de temblar y pudo pensar con claridad. La navaja, la navaja, murmuró. Oyó el clic del metal al abrirse y pronto el filo del cortaplumas se deslizaba sobre sus ligaduras. No se movió. Estaba oscuro y Walimaí no había usado nunca un cuchillo, podía rebanarle las muñecas, pero al minuto el viejo había cortado las ataduras y lo tomaba del brazo para guiarlo a la selva.

En el campamento el capitán Ariosto había dado por terminada la partida de naipes y ya nada quedaba en la botella de vodka. A Ludovic Leblanc no se le ocurría cómo distraerlo y aún quedaban muchas horas antes del amanecer. El alcohol no había atontado al militar, como él esperaba, en verdad tenía tripas de acero. Le sugirió que usaran la radio transmisora, a ver si podían comunicarse con el cuartel de Santa María de la Lluvia. Durante un buen rato manipularon el aparato, en medio de un ensordecedor ruido de estática, pero fue imposible contactar con el operador. Ariosto estaba preocupado; no le convenía ausentarse del cuartel, debía regresar lo antes posible, necesitaba controlar las versiones de los soldados sobre lo acontecido en Tapirawa-teri. ¿Qué llegarían contando sus hombres? Debía mandar un informe a sus superiores del Ejército y confrontar a la prensa antes que se divulgaran los chismes. Omayra Torres se había ido murmurando sobre el virus del sarampión. Si empezaba a hablar, estaba frito. ¡Qué mujer tan tonta!, farfulló el capitán.

Ariosto ordenó al antropólogo que regresara a su tienda, dio una vuelta por el campamento para cerciorarse de que sus hombres montaban guardia como era debido, y luego se dirigió al árbol donde habían atado al muchacho americano, dispuesto a divertirse un rato a costa de él. En ese instante el olor lo golpeó como un garrotazo. El impacto lo tiró de espaldas al suelo. Quiso llevarse la mano al cinto para sacar su arma, pero no pudo moverse. Sintió una oleada de náusea, el corazón reventando en su pecho y luego nada. Se hundió en la inconsciencia. No alcanzó a ver a la Bestia erguida a tres pasos de distancia, rociándolo directamente con el mortífero hedor de sus glándulas. La asfixiante fetidez de la Bestia invadió el resto del campamento, volteando primero a los soldados y luego a quienes estaban resguardados por la tela de las carpas. En menos de dos minutos no quedaba nadie en pie. Por un par de horas reinó un aterradora quietud en Tapirawa-teri y en la selva cercana, donde hasta los pájaros y los animales huyeron espantados por el hedor. Las dos Bestias que habían atacado simultáneamente se retiraron con su lentitud habitual, pero su olor persistió buena parte de la noche. Nadie en el campamento supo lo sucedido durante esas horas, porque no recuperaron el entendimiento hasta la mañana siguiente. Más tarde vieron las huellas y pudieron llegar a algunas conclusiones. Alex, con Borobá montado en los hombros y siguiendo a Walimaí, anduvo bajo en las sombras, sorteando la vegetación, hasta que las vacilantes luces del campamento desaparecieron del todo. El chamán avanzaba como si fuera día claro, siguiendo tal vez a su esposa ángel, a quien Alex no podía ver. Culebrearon entre los árboles por un buen rato y finalmente el viejo encontró el sitio donde había dejado a Nadia esperándolo. Nadia Santos y el chamán se habían comunicado mediante los gritos de lechuza durante buena parte de la tarde y la noche, hasta que ella pudo salir del campamento para reunirse con él. Al verse, los jóvenes amigos se abrazaron, mientras Borobá se colgaba de su ama dando chillidos de felicidad.

Walimaí confirmó lo que ya sabían: la tribu vigilaba el campamento, pero habían aprendido a temer la magia de los nahab y no se atrevían a enfrentarlos. Los guerreros estaban tan cerca que habían oído el llanto del bebé, tanto como oían el llamado de los muertos, que aún no habían recibido un funeral digo. Los espíritus de los hombres y la mujer asesinados aún permanecían pegados a los cuerpos, dijo Walimaí; no podían desprenderse sin una ceremonia apropiada y sin ser vengados. Alex le explicó que la única esperanza de los indígenas era atacar de noche, porque durante el día los nahab utilizarían el pájaro de ruido y viento para recorrer el Ojo del Mundo hasta encontrarlos.

– Si atacan ahora, algunos morirán, pero de otro modo la tribu entera será exterminada -dijo Alex y agregó que él estaba dispuesto a conducirlos y pelear junto a ellos, para eso había sido iniciado: él también era un guerrero.

– Jefe para la guerra: Tahama. Jefe para negociar con los nahab: tú -replicó Walimaí.

– Es tarde para negociar. Ariosto es un asesino.

– Tú dijiste que unos nahab son malvados y otros nahab son amigos. ¿Dónde están los amigos? -insistió el brujo.

– Mi abuela y algunos hombres del campamento son amigos. El capitán Ariosto y sus soldados son enemigos. No podemos negociar con ellos.

– Tu abuela y sus amigos deben negociar con los nahab enemigos.

– Los amigos no tienen armas.

– ¿No tienen magia?

– En el Ojo del Mundo no tienen mucha magia. Pero hay otros amigos con mucha magia lejos de aquí, en las ciudades, en otras partes del mundo -argumentó Alexander Coid, desesperado por las limitaciones del lenguaje.

– Entonces debes ir donde esos amigos -concluyó el anciano.

– ¿Cómo? ¡Estamos atrapados aquí!

Walimaí ya no contestó más preguntas. Se quedó en cuclillas mirando la noche, acompañado por su esposa, quien había adoptado su forma más transparente, de modo que ninguno de los dos chicos podía verla. Alex y Nadia pasaron las horas sin dormir, muy juntos, tratando de infundirse calor mutuamente, sin hablar, porque había muy poco que decir. Pensaban en la suerte que aguardaba a Kate Coid, César Santos y los otros miembros de su grupo; pensaban en la gente de la neblina, condenada; pensaban en las perezas centenarias y la ciudad de oro; pensaban en el agua de la salud y los huevos de cristal. ¿Qué sería de ellos dos, atrapados en la selva? Una bocanada del terrible olor les llegó de pronto, atenuado por la distancia, pero perfectamente reconocible. Se pusieron de pie de un salto, pero Walimaí no se movió, como si lo hubiera estado esperando.

– ¡Son las Bestias! -exclamó Nadia.

– Puede ser y puede no ser -comentó impasible el chamán. El resto de la noche se hizo muy largo. Poco antes del amanecer el frío era intenso y los jóvenes, ovillados con Borobá, daban diente con diente, mientras el anciano brujo, inmóvil, con la vista perdida en las sombras, esperaba. Con los primeros signos del amanecer despertaron los monos y los pájaros, entonces Walimaí dio la señal de partir. Lo siguieron entre los árboles durante un buen rato hasta que, cuando ya la luz del sol atravesaba el follaje, llegaron frente al campamento. La fogata y las luces estaban apagadas, no había signos de vida y el olor impregnaba todavía el aire, como si cien zorrillos hubieran rociado el sitio en el mismo instante. Tapándose la cara con las manos entraron al perímetro de lo que hasta hacía poco fuera la apacible aldea de Tapirawa-teri. Las tiendas, la mesa, la cocina, todo yacía desparramado por el suelo; había restos de comida tirados por doquier, pero ningún mono o pájaro escarbaba entre los escombros y la basura, porque no se atrevían a desafiar la espantosa hediondez de las Bestias. Hasta Borobá se mantuvo lejos, gritando y dando saltos a varios metros de distancia. Walimaí demostró la misma indiferencia ante el hedor que había tenido la noche anterior ante el frío. Los jóvenes no tuvieron más remedio que seguirlo.

No había nadie, ni rastro de los miembros de la expedición, ni de los soldados, ni del capitán Ariosto, tampoco los cuerpos de los indios asesinados. Las armas, el equipaje y hasta las cámaras de Timothy Bruce estaban allí; también vieron una gran mancha de sangre que oscurecía la tierra cerca del árbol donde Alex había sido atado. Después de una breve inspección, que pareció dejarlo muy satisfecho, el viejo Walimaí inició la retirada. Los dos muchachos partieron detrás sin hacer preguntas, tan mareados por el olor, que apenas podían tenerse de pie. A medida que se alejaban y llenaban los pulmones con el aire fresco de la mañana, iban recuperando el ánimo, pero les latían las sienes y tenían náuseas. Borobá se les reunió a poco andar y el pequeño grupo se internó selva adentro. Varios días antes, al ver los pájaros de ruido y viento rondando por el cielo, los habitantes de Tapirawa-teri habían escapado de su aldea, abandonando sus escasas posesiones y sus animales domésticos, que entorpecían su capacidad para ocultarse. Se movilizaron encubiertos por la vegetación hasta un lugar seguro y allí armaron sus moradas provisorias en las copas de los árboles. Las partidas de soldados enviadas por Ariosto pasaron muy cerca sin verlos, en cambio todos los movimientos de los forasteros fueron observados por los guerreros de Tahama, disimulados en la naturaleza.

Iyomi y Tahama discutieron largamente sobre los nahab y la conveniencia de acercarse a ellos, como habían aconsejado Jaguar y Águila. Iyomi opinaba que su pueblo no podía esconderse para siempre en los árboles, como los monos: habían llegado los tiempos de visitar a los nahab y recibir sus regalos y sus vacunas, era inevitable. Tahama consideraba que era mejor morir peleando; pero Iyomi era el jefe de los jefes y finalmente su criterio prevaleció. Ella decidió ser la primera en acercarse, por eso llegó sola al campamento, adornada con el soberbio sombrero de plumas amarillas para demostrar a los forasteros quién era la autoridad. La presencia entre los forasteros de Jaguar y Águila, quienes habían regresado de la montaña sagrada, la tranquilizó. Eran amigos y podían traducir, así esos pobres seres vestidos de trapos hediondos no se sentirían tan perdidos ante ella. Los nahab la recibieron bien, sin duda estaban impresionados por su porte majestuoso y el número de sus arrugas, prueba de lo mucho que había vivido y de los conocimientos adquiridos. A pesar de la comida que le ofrecieron, la anciana se vio obligada a exigirles que se fueran del Ojo del Mundo, porque allí estaban molestando; ésa era su última palabra, no estaba dispuesta a negociar. Se retiró majestuosamente con su escudilla de carne con maíz, segura de haber atemorizado a los nahab con el peso de su inmensa dignidad.

En vista del éxito de la visita de Iyomi, el resto de la tribu se armó de valor y siguió su ejemplo. Así regresaron al sitio donde estaba su aldea, ahora pisoteado por los forasteros, quienes evidentemente no conocían la regla más elemental de prudencia y cortesía: no se debe visitar un shabono sin ser invitado. Allí los indios vieron los grandes pájaros relucientes, las carpas y los extraños nahab, de los cuales tan espantosas historias habían escuchado. Esos extranjeros de modales vulgares merecían unos buenos garrotazos en la cabeza, pero por orden de Iyomi los indios debieron armarse de paciencia con ellos. Aceptaron su comida y sus regalos para no ofenderlos, luego se fueron a cazar y cosechar miel y frutas, así podrían retribuir los regalos recibidos, como era lo correcto.

Al día siguiente, cuando Iyomi estuvo segura de que Jaguar y Águila todavía estaban allí, autorizó a la tribu para presentarse nuevamente ante los nahab y para vacunarse. Ni ella ni nadie pudo explicar lo que sucedió entonces. No supieron por qué los niños forasteros, que tanto habían insistido en la necesidad de vacunarse, saltaron de pronto a impedirlo. Oyeron un ruido desconocido, como de cortos truenos. Vieron que al romperse los frascos se soltó el Rahakanariwa y en su forma invisible atacó a los indios, que cayeron muertos sin ser tocados por flechas o garrotes. En la violencia de la batalla, los demás escaparon como pudieron, desconcertados y confusos. Ya no sabían quiénes eran sus amigos y quiénes sus enemigos.

Por fin Walimaí llegó a darles algunas explicaciones. Dijo que los niños Águila y Jaguar eran amigos y debían ser ayudados, pero todos los demás podían ser enemigos. Dijo que el Rahakanariwa andaba suelto y podía tomar cualquier forma: se requerían conjuros muy potentes para mandarlo de vuelta al reino de los espíritus. Dijo que necesitaban recurrir a los dioses. Entonces las dos gigantescas perezas, que aún no habían regresado al tepui sagrado y deambulaban por el Ojo del Mundo, fueron llamadas y conducidas durante la noche a la aldea en ruinas. Jamás se hubieran acercado a la morada de los indios por su propia iniciativa, no lo habían hecho en miles y miles de años. Fue necesario que Walimaí les hiciera entender que ésa ya no era la aldea de la gente de la neblina, porque había sido profanada por la presencia de los nahab y por los asesinatos cometidos en su suelo. Tapirawa-teri tendría que ser reconstruida en otro lugar del Ojo del Mundo, lejos de allí, donde las almas de los humanos y los espíritus de los antepasados se sintieran a gusto, donde la maldad no contaminara la tierra noble. Las Bestias se encargaron de rociar el campamento de los nahab, anulando a amigos y enemigos por igual.

Los guerreros de Tahama debieron esperar muchas horas antes de que el olor se esfumara lo suficiente para poder acercarse. Recogieron primero los cuerpos de los indios y se los llevaron para prepararlos para un funeral apropiado, después volvieron a buscar a los demás y se los llevaron a la rastra, incluso el cadáver del capitán Ariosto, destrozado por las garras formidables de uno de los dioses. Los nahab fueron despertando uno a uno. Se encontraron en un claro de la selva, tirados por el suelo y tan atontados, que no recordaban ni sus propios nombres. Mucho menos recordaban cómo habían llegado hasta allí. Kate Coid fue la primera en reaccionar. No tenía idea dónde se encontraba ni qué había sucedido con el campamento, el helicóptero, el capitán y sobre todo con su nieto. Se acordó del bebé y lo buscó por los alrededores, pero no pudo hallarlo. Sacudió a los demás, que fueron despertándose de a poco. A todos les dolía horriblemente la cabeza y las articulaciones, vomitaban, tosían y lloraban, se sentían como si hubieran sido apaleados, pero ninguno presentaba huellas de violencia.

El último en abrir los ojos fue el profesor Leblanc, a quien la experiencia había afectado tanto, que no pudo ponerse de pie. Kate Coid pensó que una taza de café y un trago de vodka les vendría bien a todos, pero nada tenían para echarse a la boca. El hedor de las Bestias les impregnaba todavía la ropa, los cabellos y la piel; debieron arrastrarse hasta un arroyo cercano y zambullirse largo rato en el agua. Los cinco soldados estaban perdidos sin sus armas y su capitán, de modo que, cuando César Santos asumió el mando, le obedecieron sin chistar. Timothy Bruce, bastante molesto por haber estado tan cerca de la Bestia y no haberla fotografiado, quería regresar al campamento a buscar sus cámaras, pero no sabía en qué dirección echar a andar y nadie parecía dispuesto a acompañarlo. El flemático inglés, que había acompañado a Kate Coid en guerras, cataclismos y muchas aventuras, rara vez perdía su aire de tedio, pero los últimos acontecimientos habían logrado ponerlo de mal humor. Kate Coid y César Santos sólo pensaban en su nieto y su hija respectivamente. ¿Dónde estaban los niños?

El guía revisó el terreno con gran atención y encontró ramas quebradas, plumas, semillas y otras señales de la gente de la neblina. Concluyó que los indios los habían llevado hasta ese lugar, salvándoles así la vida, porque de otro modo hubieran muerto asfixiados o destrozados por la Bestia. De ser así, no podía explicar por qué los indios no habían aprovechado para matarlos, vengando así a sus muertos. Si hubiera estado en condiciones de pensar, el profesor Leblanc se habría visto obligado a revisar una vez más su teoría sobre la ferocidad de esas tribus, pero el pobre antropólogo gemía de bruces en el suelo, medio muerto de náusea y jaqueca.

Todos estaban seguros de que la gente de la neblina volvería y eso fue exactamente lo que ocurrió; de pronto la tribu completa surgió de la espesura. Su increíble capacidad para moverse en absoluto silencio y materializarse en cuestión de segundos sirvió para que rodearan a los forasteros antes que éstos alcanzaran a darse cuenta. Los soldados responsables de la muerte de los indios temblaban como criaturas. Tahama se acercó y les clavó la vista, pero no los tocó; tal vez pensó que esos gusanos no merecían unos buenos garrotazos de un guerrero tan noble como él.

Iyomi dio un paso al frente y lanzó un largo discurso en su lengua, que nadie comprendió, luego cogió a Kate Coid por la camisa y empezó a gritar algo a dos centímetros de su cara. A la escritora lo único que se le ocurrió fue tomar a la anciana del sombrero de plumas amarillas por los hombros y gritarle a su vez en inglés. Así estuvieron las dos abuelas un buen rato, lanzándose improperios incomprensibles, hasta que Iyomi se cansó, dio media vuelta y fue a sentarse bajo un árbol. Los demás indios se sentaron también, hablando entre ellos, comiendo frutas, nueces y hongos que encontraban entre las raíces y pasaban de mano en mano, mientras Tahama y varios de sus guerreros permanecían vigilantes, pero sin agredir a nadie. Kate Coid distinguió al bebé que ella había cuidado en brazos de una muchacha joven y se alegró de que la criatura hubiera sobrevivido al fatal hedor de la Bestia y estuviera de vuelta en el seno de los suyos.

A media tarde aparecieron Walimaí y los dos muchachos. Kate Coid y César Santos corrieron a su encuentro, abrazándolos aliviados, porque temían que no iban a verlos nunca más. Con la presencia de Nadia la comunicación se hizo más fácil; ella pudo traducir y así se aclararon algunos puntos. Los forasteros se enteraron de que los indios todavía no relacionaban la muerte de sus compañeros con las armas de fuego de los soldados, porque jamás las habían visto. Lo único que deseaban era reconstruir su aldea en otro sitio, comer las cenizas de sus muertos y recuperar la paz que habían gozado siempre. Querían devolver el Rahakanariwa a su lugar entre los demonios y echar a los nahab del Ojo del Mundo.

El profesor Leblanc, algo más recuperado, pero todavía aturdido por el malestar, tomó la palabra. Había perdido el sombrero australiano con plumitas y estaba inmundo y fétido, como todos ellos, con la ropa impregnada del olor de las Bestias. Nadia tradujo, acomodando las frases, para que los indios no creyeran que todos los nahab eran tan arrogantes como ese hombrecito.

– Pueden estar tranquilos. Prometo que me encargaré personalmente de proteger a la gente de la neblina. El mundo escucha cuando Ludovic Leblanc habla -aseguró el profesor.

Agregó que publicaría sus impresiones sobre lo que había visto, no sólo en el artículo del International Geographic, también escribiría otro libro. Gracias a él, aseguró, el Ojo del Mundo sería declarado reserva indígena y protegido de cualquier forma de explotación. ¡Ya verían quién era Ludovic Leblanc! La gente de la neblina no entendió palabra de esta perorata, pero Nadia resumió diciendo que ése era un nahab amigo. Kate Coid añadió que ella y Timothy Bruce ayudarían a Leblanc en sus propósitos, con lo cual también fueron incorporados a la categoría de los nahab amigos. Finalmente, después de eternas negociaciones para ver quiénes eran amigos y quiénes eran enemigos, los indígenas aceptaron conducirlos a todos al día siguiente de vuelta al helicóptero. Para entonces esperaban que el hedor de las Bestias en Tapirawa-teri se hubiera amortiguado.

Iyomi, siempre práctica, dio orden a los guerreros de ir a cazar, mientras las mujeres preparaban fuego y unas hamacas para pasar la noche.

– Te repetiré la pregunta que ya te hice antes, Alexander, ¿qué sabes de la Bestia? -dijo Kate Coid a su nieto.

– No es una, Kate, son varias. Parecen perezas gigantescas, animales muy antiguos, tal vez de la Edad de Piedra, o anteriores.

– ¿Las has visto?

– Si no las hubiera visto no podría describirías, ¿no te parece? Vi once de ellas, pero creo que hay una o dos más rondando por estos lados. Parecen ser de metabolismo muy lento, viven por muchos años, tal vez siglos. Aprenden, tienen buena memoria y, no lo vas a creer, hablan -explicó Alex.

– ¡Me estás tomando el pelo! -exclamó su abuela.

– Es cierto. No son muy elocuentes que digamos, pero hablan la misma lengua de la gente de la neblina.

Alexander Coid procedió a informarle que a cambio de la protección de los indios esos seres preservaban su historia.

– Una vez me dijiste que los indios no necesitaban la escritura porque tienen buena memoria. Las perezas son la memoria viviente de la tribu -añadió el muchacho.

– ¿Dónde las viste, Alexander?

– No puedo decírtelo, es un secreto.

– Supongo que viven en el mismo sitio donde encontraste el agua de la salud… -aventuró la abuela.

– Puede ser y puede no ser -replicó su nieto, irónico.

– Necesito ver esas Bestias y fotografiarlas, Alexander.

– ¿Para qué? ¿Para un artículo en una revista? Eso sería el fin de esas pobres criaturas, Kate, vendrían a cazarlas para encerrarlas en zoológicos o estudiarlas en laboratorios.

– Algo tengo que escribir, para eso me contrataron…

– Escribe que la Bestia es una leyenda, pura superstición. Yo te aseguro que nadie volverá a verlas en mucho, mucho tiempo. Se olvidarán de ellas. Más interesante es escribir sobre la gente de la neblina, ese pueblo que ha permanecido inmutable desde hace miles de años y puede desaparecer en cualquier momento. Cuenta que iban a inyectarlos con el virus del sarampión, como han hecho con otras tribus. Puedes hacerlos famosos y así salvarlos del exterminio, Kate. Puedes convertirte en protectora de la gente de la neblina y con un poco de astucia puedes conseguir que Leblanc sea tu aliado. Tu pluma puede traer algo de justicia a estos lados, puedes denunciar a los malvados como Carías y Ariosto, cuestionar el papel de los militares y llevar a Omayra Torres ante los tribunales. Tienes que hacer algo, o pronto habrá otros canallas cometiendo crímenes por estos lados con la misma impunidad de siempre.

– Veo que has crecido mucho en estas semanas, Alexander -admitió Kate Coid, admirada.

– ¿Puedes llamarme Jaguar, abuela?

– ¿Como la marca de automóviles?

– Si.

– Cada uno con su gusto. Puedo llamarte como quieras, siempre que tú no me llames abuela -replicó ella.

– Está bien, Kate.

– Está bien, Jaguar.

Esa noche los nahab comieron con los indios una sobria cena de mono asado. Desde la llegada de los pájaros de ruido y viento a Tapirawa-teri, la tribu había perdido su huerto, sus plátanos y su mandioca, y como no podían encender fuego, para no atraer a sus enemigos, llevaban varios días con hambre. Mientras Kate Coid procuraba intercambiar información con Iyomi y las otras mujeres, el profesor Leblanc, fascinado, interrogaba a Tahama sobre sus costumbres y las artes de la guerra. Nadia, quien estaba encargada de traducir, se dio cuenta de que Tahama tenía un malvado sentido del humor y le estaba contando al profesor una serie de fantasías. Le dijo, entre otras cosas, que él era el tercer marido de Iyomi y que nunca había tenido hijos, lo cual desbarató la teoría de Leblanc sobre la superioridad genética de los «machos alfa». En un futuro cercano esos cuentos de Tahama serían la base de otro libro del famoso profesor Ludovic Leblanc.

Al día siguiente la gente de la neblina, con Iyomi y Walimaí a la cabeza y Tahama con sus guerreros en la retaguardia, condujeron a los nahab de regreso a Tapirawa-teri. A cien metros de la aldea vieron el cuerpo del capitán Ariosto, que los indios habían puesto entre dos gruesas ramas de un árbol, para alimento de pájaros y animales, como hacían con aquellos seres que no merecían una ceremonia funeraria. Estaba tan destrozado por las garras de la Bestia, que los soldados no tuvieron estómago para descolgarlo y llevarlo de vuelta a Santa María de la Lluvia. Decidieron regresar más adelante a recoger sus huesos para sepultarlo cristianamente.

– La Bestia hizo justicia -murmuró Kate.

César Santos ordenó a Timothy Bruce y Alexander Coid que requisaran todas las armas de los soldados, que estaban desparramadas por el campamento, para evitar otro estallido de violencia en caso que alguien se pusiera nervioso. No era probable que ocurriera, sin embargo, porque el hedor de las Bestias, que aún los impregnaba, los tenía a todos descompuestos y mansos. Santos hizo subir el equipaje al helicóptero, menos las carpas, que fueron enterradas, porque calculó que sería imposible quitarles el mal olor. Entre las carpas desarmadas Timothy Bruce recuperó sus cámaras y varios rollos de película, aunque aquellos requisados por el capitán Ariosto estaban inutilizados, pues el militar los había expuesto a la luz. Por su parte Alex encontró su bolsa y adentro estaba, intacta, la botella con el agua de la salud.

Los expedicionarios se aprontaron para regresar a Santa María de la Lluvia. No contaban con un piloto, porque ese helicóptero había llegado conducido por el capitán Ariosto y el otro piloto había partido con el primero. Santos nunca había manejado uno de esos aparatos, pero estaba seguro de que, si era capaz de volar su ruinosa avioneta, bien podía hacerlo.

Había llegado el momento de despedirse de la gente de la neblina. Lo hicieron intercambiando regalos, como era la costumbre entre los indios. Unos se desprendieron de cinturones, machetes, cuchillos y utensilios de cocina, los otros se quitaron plumas, semillas, orquídeas y collares de dientes. Alex le dio su brújula a Tahama, quien se la colgó al cuello de adorno, y éste le regaló al muchacho americano un atado de dardos envenenados con curare y una cerbatana de tres metros de largo, que apenas pudieron transportar en el reducido espacio del helicóptero. Iyomi volvió a coger por la camisa a Kate Coid para gritarle un discurso a todo volumen y la escritora respondió con la misma pasión en inglés. En el último instante, cuando los nahab se aprestaban para subir al pájaro de ruido y viento, Walimaí entregó a Nadia una pequeña cesta.

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