Bañado en transpiración, adolorido y ardiendo de fiebre, Alexander Coid, Jaguar, recorrió un largo pasillo verde, cruzó un umbral de aluminio y vio a su madre. Lisa Coid estaba reclinada entre almohadas en un sillón, cubierta por una sábana, en una pieza donde la luz era blanca, como claridad de luna. Llevaba un gorro de lana azul sobre su cabeza calva y audífonos en las orejas, estaba muy pálida y demacrada, con sombras oscuras en torno a los ojos. Tenía una delgada sonda conectada a una vena bajo la clavícula, por donde goteaba un líquido amarillo de una bolsa de plástico. Cada gota penetraba como el fuego de las hormigas directo al corazón de su madre.
A miles de millas de distancia, en un hospital en Texas, Lisa Coid recibía su quimioterapia. Procuraba no pensar en la droga que, como un veneno, entraba en sus venas para combatir el veneno peor de su enfermedad. Para distraerse se concentraba en cada nota del concierto de flauta que estaba escuchando, el mismo que tantas veces le oyó ensayar a su hijo. En el mismo momento en que Alex, delirante, soñaba con ella en plena selva, Lisa Coid vio a su hijo con toda nitidez. Lo vio de pie en el umbral de la puerta de su pieza, más alto y fornido, más maduro y más guapo de lo que recordaba. Lisa lo había llamado tanto con el pensamiento, que no le extrañó verlo llegar. No se preguntó cómo ni por qué venía, simplemente se abandonó a la felicidad de tenerlo a su lado. Alexander… Alexander… murmuró. Estiró las manos y él avanzó hasta tocarla, se arrodilló junto al sillón y puso la cabeza sobre sus rodillas. Mientras Lisa Coid repetía el nombre de su hijo y le acariciaba la nuca, oyó por los audífonos, entre las notas diáfanas de la flauta, la voz de él pidiéndole que luchara, que no se rindiera ante la muerte, diciéndole una y otra vez, te quiero mamá.
El encuentro de Alexander Coid con su madre puede haber durado un instante o varias horas, ninguno de los dos lo supo con certeza. Cuando por fin se despidieron, los dos regresaron al mundo material fortalecidos. Poco después John Coid entró a la habitación de su mujer y se sorprendió al verla sonriendo y con color en las mejillas.
– ¿Cómo te sientes, Lisa? -preguntó, solícito.
– Contenta, John, porque vino Alex a verme -contestó ella.
– Lisa, qué dices… Alexander está en el Amazonas con mi madre, ¿no te acuerdas? -murmuró su marido, aterrado ante el efecto que los medicamentos podían tener en su esposa.
– Si lo recuerdo, pero eso no quita que estuvo aquí hace un momento.
– No puede ser… -la rebatió su marido.
– Ha crecido, se ve más alto y fuerte, pero tiene el brazo izquierdo muy hinchado… -le contó ella, cerrando los ojos para descansar.
En el centro del continente sudamericano, en el Ojo del Mundo, Alexander Coid despertó de la fiebre. Tardó unos minutos en reconocer a la muchacha dorada que se inclinaba a su lado para darle agua.
– Ya eres un hombre, Jaguar -dijo Nadia, sonriendo aliviada al verlo de vuelta entre los vivos. Walimaí preparó una pasta de plantas medicinales y la aplicó sobre el brazo de Alex, con la cual en pocas horas cedieron la fiebre y la hinchazón. El chamán le explicó que, tal como en la selva hay venenos que matan sin dejar huella, existen miles y miles de remedios naturales. El muchacho le describió la enfermedad de su madre y le preguntó si conocía alguna planta capaz de aliviarla.
– Hay una planta sagrada, que debe mezclarse con el agua de la salud -replicó el chaman.
– ¿Puedo conseguir esa agua y esa planta?
– Puede ser y puede no ser. Hay que pasar por muchos trabajos.
– ¡Haré todo lo que sea necesario! -exclamó Alex.
Al día siguiente el joven estaba magullado y en cada picadura de hormiga lucía una pepa roja, pero estaba en pie y con apetito. Cuando le contó su experiencia a Nadia, ella le dijo que las niñas de la tribu no pasaban por una ceremonia de iniciación, porque no la necesitaban; las mujeres saben cuándo han dejado atrás la niñez porque su cuerpo sangra y así les avisa.
Ese era uno de aquellos días en que Tahama y sus compañeros no habían tenido suerte con la caza y la tribu sólo dispuso de maíz y unos cuantos peces. Alex decidió que si antes fue capaz de comer anaconda asada, bien podía probar ese pescado, aunque estuviera lleno de escamas y espinas. Sorprendido, descubrió que le gustaba mucho. ¡Y pensar que me he privado de este plato delicioso por más de quince años!, exclamó al segundo bocado. Nadia le indicó que comiera bastante, porque al día siguiente partían con Walimaí en un viaje al mundo de los espíritus, donde tal vez no habría alimento para el cuerpo.
– Dice Walimaí que iremos a la montaña sagrada, donde viven los dioses -dijo Nadia.
– ¿Qué haremos allí?
– Buscaremos los tres huevos de cristal que aparecieron en mi visión. Walimaí cree que los huevos salvarán a la gente de la neblina.
El viaje comenzó al amanecer, apenas salió el primer rayo de luz en el firmamento. Walimaí marchaba delante, acompañado por su bella esposa ángel, quien a ratos iba de la mano del chamán y a ratos volaba como una mariposa por encima de su cabeza, siempre silenciosa y sonriente. Alexander Coid lucía orgulloso un arco y flechas, las nuevas armas entregadas por Tahama al término del rito de iniciación. Nadia llevaba una calabaza con sopa de plátano y unas tortas de mandioca, que Iyomi les había dado para el camino. El brujo no necesitaba provisiones, porque a su edad se comía muy poco, según dijo. No parecía humano: se alimentaba con sorbos de agua y unas cuantas nueces que chupaba largamente con sus encías desdentadas, dormía apenas y le sobraban fuerzas para seguir caminando cuando los jóvenes se caían de cansancio.
Echaron a andar por las llanuras boscosas del altiplano en dirección al más alto de los tepuis, una torre negra y brillante, como una escultura de obsidiana. Alex consultó su brújula y vio que siempre se dirigían hacia el este. No existía un sendero visible, pero Walimaí se internaba en la vegetación con pasmosa seguridad, ubicándose entre los árboles, valles, colinas, ríos y cascadas como si llevara un mapa en la mano.
A medida que avanzaban la naturaleza cambiaba. Walimaí señaló el paisaje diciendo que ése era el reino de la Madre de las Aguas y en verdad había una increíble profusión de cataratas y caídas de agua. Hasta allí todavía no habían llegado aún los garimpeiros buscando oro y piedras preciosas, pero todo era cuestión de tiempo. Los mineros actuaban en grupos de cuatro o cinco y eran demasiado pobres para disponer de transporte aéreo, se movían a pie por un terreno lleno de obstáculos o en canoa por los ríos. Sin embargo, había hombres como Mauro Carías, que conocían las inmensas riquezas de la zona y contaban con recursos modernos. Lo único que los atajaba de explotar las minas con chorros de agua a presión capaces de pulverizar el bosque y transformar el paisaje en un lodazal eran las nuevas leyes de protección del medio ambiente y de los indígenas. Las primeras se violaban constantemente, pero ya no era tan fácil hacer lo mismo con las segundas, porque los ojos del mundo estaban puestos en esos indios del Amazonas, últimos sobrevivientes de la Edad de Piedra. Ya no podían exterminarlos a bala y fuego, como habían hecho hasta hacía muy pocos años, sin provocar una reacción internacional.
Alex calculó una vez más la importancia de las vacunas de la doctora Omayra Torres y del reportaje para el International Geographic de su abuela, que alertaría a otros países sobre la situación de los indios. ¿Qué significaban los tres huevos de cristal que Nadia había visto en su sueño? ¿Por qué debían emprender ese viaje con el chamán? Le parecía más útil tratar de reunirse con la expedición, recuperar las vacunas y que su abuela publicara su articulo. Él había sido designado por Iyomi «jefe para negociar con los nahab y sus pájaros de ruido y viento», pero en vez de cumplir su cometido, estaba alejándose más y más de la civilización. No había lógica alguna en lo que estaban haciendo, pensó con un suspiro. Ante él se alzaban los misteriosos y solitarios tepuis como construcciones de otro planeta. Los tres viajeros caminaron de sol a sol a buen paso, deteniéndose para refrescar los pies y beber agua en los ríos. Alex intentó cazar un tucán que descansaba a pocos metros sobre una rama, pero su flecha no dio en el blanco. Luego apuntó a un mono que estaba tan cerca que podía ver su dentadura amarilla, y tampoco logró cazarlo. El mono le devolvió el gesto con morisquetas, que le parecieron francamente sarcásticas. Pensó cuán poco le servían sus flamantes armas de guerrero; si sus compañeros dependían de él para alimentarse, morirían de hambre. Walimaí señaló unas nueces, que resultaron sabrosas, y los frutos de un árbol que el chico no logró alcanzar.
Los indios tenían los dedos de los pies muy separados, fuertes y flexibles, podían subir con agilidad increíble por palos lisos. Esos pies, aunque callosos como cuero de cocodrilo, eran también muy sensibles: los utilizaban incluso para tejer canastos o cuerdas. En la aldea los niños comenzaban a ejercitarse en trepar apenas podían ponerse de pie; en cambio Alexander, con toda su experiencia en escalar montañas, no fue capaz de encaramarse al árbol para sacar la fruta. Walimaí, Nadia y Borobá lloraban de risa con sus fallidos esfuerzos y ninguno demostró ni un ápice de simpatía cuando aterrizó sentado desde una buena altura, machucándose las asentaderas y el orgullo. Se sentía pesado y torpe como un paquidermo.
Al atardecer, después de muchas horas de marcha, Walimaí indicó que podían descansar. Se introdujo al río con el agua hasta las rodillas, inmóvil y silencioso, hasta que los peces olvidaron su presencia y empezaron a rondarlo. Cuando tuvo una presa al alcance de su arma, la ensartó con su corta lanza y entregó a Nadia un hermoso pez plateado, todavía coleando.
– ¿Cómo lo hace con tanta facilidad? -quiso saber Alex, humillado por sus fracasos anteriores.
– Le pide permiso al pez, le explica que debe matarlo por necesidad; después le da las gracias por ofrecer su vida para que nosotros vivamos -aclaró la chica.
Alexander pensó que al principio del viaje se hubiera reído de la idea, pero ahora escuchaba con atención lo que decía su amiga.
– El pez entiende porque antes se comió a otros; ahora es su turno de ser comido. Así son las cosas -añadió ella.
El chamán preparó una pequeña fogata para asar la cena, que les devolvió las fuerzas, pero él no probó sino agua. Los muchachos durmieron acurrucados entre las fuertes raíces de un árbol para defenderse del frío, pues no hubo tiempo de preparar hamacas con cortezas, como habían visto en la aldea; estaban cansados y debían seguir viaje muy temprano. Cada vez que uno se movía el otro se acomodaba para estar lo más pegados posible, así se infundieron calor durante la noche. Entretanto el viejo Walimaí, en cuclillas e inmóvil, pasó esas horas observando el firmamento, mientras a su lado velaba su esposa como un hada transparente, vestida sólo con sus cabellos oscuros. Cuando los jóvenes despertaron, el indio estaba exactamente en la misma posición en que lo habían visto la noche anterior: invulnerable al frío y la fatiga. Alex le preguntó cuánto había vivido, de dónde sacaba su energía y su formidable salud. El anciano explicó que había visto nacer a muchos niños que luego se convertían en abuelos, también había visto morir a esos abuelos y nacer a sus nietos. ¿Cuántos años? Se encogió de hombros: no importaba o no sabía. Dijo que era el mensajero de los dioses, solía ir al mundo de los inmortales donde no existían las enfermedades que matan a los hombres. Alex recordó la leyenda de El Dorado, que no sólo contenía fabulosas riquezas, sino también la fuente de la eterna juventud.
– Mi madre está muy enferma… -murmuró Alex, conmovido por el recuerdo. La experiencia de haberse trasladado mentalmente al hospital en Texas para estar con ella había sido tan real, que no podía olvidar los detalles, desde el olor a medicamento de la habitación hasta las delgadas piernas de Lisa Coid bajo la sábana, donde él había apoyado la frente.
– Todos morimos -dijo el chamán.
– Sí, pero ella es joven.
– Unos se van jóvenes, otros ancianos. Yo he vivido demasiado, me gustaría que mis huesos descansaran en la memoria de otros -dijo Walimaí.
Al mediodía siguiente llegaron a la base del más alto tepui del Ojo del Mundo, un gigante cuya cima se perdía en una corona espesa de nubes blancas. Walimaí explicó que la cumbre jamás se despejaba y nadie, ni siquiera el poderoso Rahakanariwa había visitado ese lugar sin ser invitado por los dioses. Agregó que desde hacía miles de años, desde el comienzo de la vida, cuando los seres humanos fueron fabricados con el calor del Sol Padre, la sangre de la Luna y el barro de la Tierra Madre, la gente de la neblina conocía la existencia de la morada de los dioses en la montaña. En cada generación había una persona, siempre un chamán que había pasado por muchos trabajos de expiación, quien era designado para visitar el tepui y servir de mensajero. Ese papel le había tocado a él, había estado allí muchas veces, había vivido con los dioses y conocía sus costumbres. Estaba preocupado, les contó, porque aún no había entrenado a su sucesor. Si él moría, ¿quién sería el mensajero? En cada uno de sus viajes espirituales lo había buscado, pero ninguna visión había venido en su ayuda. Cualquier persona no podía ser entrenada, debía ser alguien nacido con alma de chamán, alguien que tuviera el poder de curar, dar consejo e interpretar los sueños. Esa persona demostraba desde joven su talento; debía ser muy disciplinado para vencer tentaciones y controlar su cuerpo: un buen chamán carecía de deseos y necesidades. Esto es en breve lo que los jóvenes comprendieron del largo discurso del brujo, quien hablaba en círculos, repitiendo, como si recitara un interminable poema. Les quedó claro, sin embargo, que nadie más que él estaba autorizado para cruzar el umbral del mundo de los dioses, aunque en un par de ocasiones extraordinarias otros indios entraron también. Ésta sería la primera vez que se admitían visitantes forasteros desde el comienzo de los tiempos.
– ¿Cómo es el recinto de los dioses? -preguntó Alex.
– Más grande que el más grande de los shabonos, brillante y amarillo como el sol.
– ¡El Dorado! ¿Será ésa la legendaria ciudad de oro que buscaron los conquistadores? -preguntó ansioso el muchacho.
– Puede ser y puede no ser -contestó Walimaí, quien carecía de referencias para saber lo que era una ciudad, reconocer el oro o imaginar a los conquistadores.
– ¿Cómo son los dioses? ¿Son como la criatura que nosotros llamamos la Bestia?
– Pueden ser y pueden no ser.
– ¿Por qué nos ha traído hasta aquí?
– Por las visiones. La gente de la neblina puede ser salvada por un águila y un jaguar, por eso ustedes han sido invitados a la morada secreta de los dioses.
– Seremos dignos de esa confianza. Nunca revelaremos la entrada… -prometió Alex.
– No podrán. Si salen vivos, lo olvidarán -replicó simplemente el indio.
Si salgo vivo… Alexander nunca se había puesto en el caso de morir joven. En el fondo consideraba la muerte como algo más bien desagradable que les ocurría a los demás. A pesar de los peligros enfrentados en las últimas semanas, no dudó que volvería a reunirse con su familia. Incluso preparaba las palabras para contar sus aventuras, aunque tenía pocas esperanzas de ser creído. ¿Cuál de sus amigos podría imaginar que él estaba entre seres de la Edad de Piedra y que incluso podría encontrar El Dorado?
Al pie del tepui, se dio cuenta de que la vida estaba llena de sorpresas. Antes no creía en el destino, le parecía un concepto fatalista, creía que cada uno es libre de hacer su vida como se le antoja y él estaba decidido a hacer algo muy bueno de la suya, a triunfar y ser feliz. Ahora todo eso le parecía absurdo. Ya no podía confiar sólo en la razón, había entrado al territorio incierto de los sueños, la intuición y la magia. Existía el destino y a veces había que lanzarse a la aventura y salir a flote improvisando de cualquier manera, tal como hizo cuando su abuela lo empujó al agua a los cuatro años y tuvo que aprender a nadar. No quedaba más remedio que zambullirse en los misterios que lo rodeaban. Una vez más tuvo conciencia de los riesgos. Se encontraba solo en medio de la región más remota del planeta, donde no funcionaban las leyes conocidas. Debía admitirlo: su abuela le había hecho un inmenso favor al arrancarlo de la seguridad de California y lanzarlo a ese extraño mundo. No sólo Tahama y sus hormigas de fuego lo habían iniciado como adulto, también lo había hecho la inefable Kate Coid.
Walimaí dejó a sus dos compañeros de viaje descansando junto a un arroyo, con instrucciones de esperarlo, y partió solo. En esa zona del altiplano la vegetación era menos densa y el sol del mediodía caía como plomo sobre sus cabezas. Nadia y Alex se tiraron al agua, espantando a las anguilas eléctricas y las tortugas que reposaban en el fondo, mientras Borobá cazaba moscas y se rascaba las pulgas en la orilla. El muchacho se sentía absolutamente cómodo con esa chica, se divertía con ella y le tenía confianza, porque en ese ambiente era mucho más sabia que él. Le parecía raro sentir tanta admiración por alguien de la edad de su hermana. A veces caía en la tentación de compararla con Cecilia Burns, pero no había por dónde empezar a hacerlo: eran totalmente distintas.
Cecilia Burns estaría tan perdida en la selva como Nadia Santos lo estaría en una ciudad. Cecilia se había desarrollado temprano y a los quince años ya era una joven mujer; él no era su único enamorado, todos los chicos de la escuela tenían las mismas fantasías. Nadia, en cambio, todavía era larga y angosta como un junco, sin formas femeninas, puro hueso y piel bronceada, un ser andrógino con olor a bosque. A pesar de su aspecto infantil, inspiraba respeto: poseía aplomo y dignidad. Tal vez porque carecía de hermanas o amigas de su edad, actuaba como un adulto; era seria, silenciosa, concentrada, no tenía la actitud chinchosa que a Alex tanto le molestaba de otras niñas. Detestaba cuando las chicas cuchicheaban y se reían entre ellas, se sentía inseguro, pensaba que se burlaban de él. «No hablamos siempre de ti, Alexander Coid, hay otros temas más interesantes», le había dicho una vez Cecilia Burns delante de toda la clase. Pensó que Nadia nunca lo humillaría de ese modo. El viejo chamán regresó unas horas más tarde, fresco y sereno como siempre, con dos palos untados en una resma similar a la que emplearon los indios para subir por los costados de la cascada. Anunció que había hallado la entrada a la montaña de los dioses y, después de ocultar el arco y las flechas, que no podrían usar, los invitó a seguirlo.
A los pies del tepui la vegetación consistía en inmensos helechos, que crecían enmarañados como estopa. Debían avanzar con mucho cuidado y lentitud, separando las hojas y abriéndose camino con dificultad. Una vez que se internaron bajo esas gigantescas plantas, el cielo desapareció, se hundieron en un universo vegetal, el tiempo se detuvo y la realidad perdió sus formas conocidas. Entraron a un dédalo de hojas palpitantes, de rocío perfumado de almizcle, de insectos fosforescentes y flores suculentas que goteaban una miel azul y espesa. El aire se tornó pesado como aliento de fiera, había un zumbido constante, las piedras ardían como brasas y la tierra tenía color de sangre. Alexander se agarró con una mano del hombro de Walimaí y con la otra sujetó a Nadia, consciente de que, si se separaban unos centímetros, los helechos se los tragarían y no volverían a encontrarse más. Borobá iba aferrado al cuerpo de su ama, silencioso y atento. Debían apartar de sus ojos las delicadas telarañas bordadas de mosquitos y gotas de rocío que se extendían como encaje entre las hojas. Apenas alcanzaban a verse los pies, así es que dejaron de preguntarse qué era esa materia colorada, viscosa y tibia donde se hundían hasta el tobillo.
El muchacho no imaginaba cómo el chamán reconocía el camino, tal vez lo guiaba su esposa espíritu; a ratos estaba seguro de que daban vueltas en el mismo sitio, sin avanzar ni un paso. No había puntos de referencia, sólo la voraz vegetación envolviéndolos en su reluciente abrazo. Quiso consultar su brújula, pero la aguja vibraba enloquecida, acentuando la impresión de que andaban en círculos. De pronto Walimaí se detuvo, apartó un helecho que en nada se diferenciaba de los otros y se encontraron ante una apertura en la ladera del cerro, como una guarida de zorros.
El brujo entró gateando y ellos lo siguieron. Era un pasaje angosto de unos tres o cuatro metros de largo, que se abría a una cueva espaciosa, alumbrada apenas por un rayo de luz que provenía del exterior, donde pudieron ponerse de pie. Walimaí procedió a frotar sus piedras para hacer fuego con paciencia, mientras Alex pensaba que nunca más saldría de su casa sin fósforos. Por fin la chispa de las piedras prendió una paja, que Walimaí usó para encender la resma de una de las antorchas.
En la luz vacilante vieron elevarse una nube oscura y compacta de miles y miles de murciélagos. Estaban en una caverna de roca, rodeados de agua que chorreaba por las paredes y cubría el suelo como una laguna oscura. Varios túneles naturales salían en diferentes direcciones, unos más amplios que otros, formando un intrincado laberinto subterráneo. Sin vacilar, el indio se dirigió a uno de los pasadizos, con los muchachos pisándole los talones.
Alex recordó la historia del hilo de Ariadna, que, según la mitología griega, permitió a Teseo regresar de las profundidades del laberinto, después de matar al feroz minotauro. El no contaba con un rollo de hilo para señalar el camino y se preguntó cómo saldrían de allí en caso que fallara Walimaí. Como la aguja de su brújula vibraba sin rumbo, dedujo que se hallaban en un campo magnético. Quiso dejar marcas con su navaja en las paredes, pero la roca era dura como granito y habría necesitado horas para tallar una muesca. Avanzaban de un túnel a otro, siempre ascendiendo por el interior del tepui con la improvisada antorcha como única defensa contra las tinieblas absolutas que los rodeaban. En las entrañas de la tierra no reinaba un silencio de tumba, como él hubiera imaginado, sino que oían aleteo de murciélagos, chillidos de ratas, carreras de pequeños animales, goteo de agua y un sordo golpe rítmico, el latido de un corazón, como si se encontraran dentro de un organismo vivo, un enorme animal en reposo. Ninguno habló, pero a veces Borobá lanzaba un grito asustado y entonces el eco del laberinto les devolvía el sonido multiplicado. El muchacho se preguntó qué clase de criaturas albergarían esas profundidades, tal vez serpientes o escorpiones venenosos, pero decidió no pensar en ninguna de esas posibilidades y mantener la cabeza fría, como parecía tenerla Nadia, quien marchaba tras Walimaí muda y confiada. Poco a poco vislumbraron el fin del largo pasadizo. Vieron una tenue claridad verde y al asomarse se encontraron en una gran caverna cuya hermosura era casi imposible describir. Por alguna parte entraba suficiente luz para alumbrar un vasto espacio, tan grande como una iglesia, donde se alzaban maravillosas formaciones de roca y minerales, como esculturas. El laberinto que habían dejado atrás era de piedra oscura, pero ahora estaban en una sala circular, iluminada, bajo una bóveda de catedral, rodeados de cristales y piedras preciosas. Alex sabía muy poco de minerales, pero pudo reconocer ópalos, topacios, ágatas, trozos de cuarzo y alabastro, jade y turmalina. Vio cristales como diamantes, otros lechosos, unos que parecían iluminados por dentro, otros veteados de verde, morado y rojo, como si estuvieran incrustados de esmeraldas, amatistas y rubíes. Estalactitas transparentes pendían del techo como puñales de hielo, goteando agua calcárea. Olía a humedad y, sorprendentemente, a flores. La mezcla era un aroma rancio, intenso y penetrante, un poco nauseabundo, mezcla de perfume y tumba. El aire era frío y crujiente, como suele serlo en invierno, después de nevar.
De pronto vieron que algo se movía en el otro extremo de la gruta y un instante después se desprendió de una roca de cristal azul algo que parecía un extraño pájaro, algo así como un reptil alado. El animal estiró las alas, disponiéndose a volar, y entonces Alex lo vio claramente: era similar a los dibujos que había visto de los legendarios dragones, sólo que del tamaño de un gran pelícano y muy bello. Los terribles dragones de las leyendas europeas, que siempre guardaban un tesoro o una doncella prisionera, eran definitivamente repelentes. El que tenía ante los ojos, sin embargo, era como los dragones que había visto en las festividades del barrio chino en San Francisco: pura alegría y vitalidad. De todos modos abrió su navaja del Ejército suizo y se dispuso a defenderse, pero Walimaí lo tranquilizó con un gesto.
La mujer espíritu del chamán, liviana como una libélula, cruzó volando la gruta y fue a posarse entre las alas del animal, cabalgándolo. Borobá chilló aterrado y mostró los dientes, pero Nadia lo hizo callar, embobada ante el dragón. Cuando logró reponerse lo suficiente empezó a llamar en el lenguaje de las aves y de los reptiles con la esperanza de atraerlo, pero el fabuloso animal examinó de lejos a los visitantes con sus pupilas coloradas e ignoró el llamado de Nadia. Luego levantó el vuelo, elegante y ligero, para dar una vuelta olímpica por la bóveda de la gruta, con la esposa de Walimaí en el lomo, como si quisiera simplemente mostrar la belleza de sus líneas y de sus escamas fosforescentes. Por último regresó a posarse sobre la roca de cristal azul, dobló sus alas y aguardó con la actitud impasible de un gato.
El espíritu de la mujer volvió donde su marido y allí quedó flotando, suspendida en el aire. Alex pensó cómo podría describir después lo que ahora veían sus ojos; habría dado cualquier cosa por tener la cámara de su abuela para dejar prueba de que ese lugar y esos seres existían de verdad, que él no había naufragado en la tempestad de sus propias alucinaciones. Dejaron la caverna encantada y el dragón alado con cierta lástima, sin saber si acaso volverían a verlos. Alex todavía procuraba encontrar explicaciones racionales para lo que sucedía, en cambio Nadia aceptaba lo maravilloso sin hacer preguntas. El muchacho supuso que esos tepuis, tan aislados del resto del planeta, eran los últimos enclaves de la era paleolítica, donde se habían preservado intactas la flora y la fauna de miles y miles de años atrás. Posiblemente se encontraban en una especie de isla de las Galápagos, donde las especies más antiguas habían escapado de las mutaciones o de la extinción. Ese dragón debía ser sólo un pájaro desconocido. En los cuentos folklóricos y la mitología de lugares muy diversos aparecían esos seres. Los había en la China, donde eran símbolo de buena suerte, tanto como en Inglaterra, donde servían para probar el valor de los caballeros como San Jorge. Posiblemente, concluyó, fueron animales que convivieron con los primeros seres humanos del planeta, a quienes la superstición popular recordaba como gigantescos reptiles que echaban fuego por las narices. El dragón de la gruta no emanaba llamaradas, sino un perfume penetrante de cortesana. Sin embargo no se le ocurría una explicación para la esposa de Walimaí, esa hada de aspecto humano que los acompañaba en su extraño viaje. Bueno, tal vez encontraría una después…
Siguieron a Walimaí por nuevos túneles, mientras la luz de la antorcha iba haciéndose cada vez más débil. Pasaron por otras grutas, pero ninguna tan espectacular como la primera, y vieron otras extrañas criaturas: aves de plumaje rojo con cuatro alas, que gruñían como perros, y unos gatos blancos de ojos ciegos, que estuvieron a punto de atacarlos, pero retrocedieron cuando Nadia los calmó en la lengua de los felinos. Al pasar por una cueva inundada debieron caminar con el agua al cuello, llevando a Borobá montado sobre la cabeza de su ama, y vieron unos peces dorados con alas, que nadaban entre sus piernas y de repente emprendían el vuelo, perdiéndose en la oscuridad de los túneles.
En otra cueva, que exhalaba una densa niebla púrpura, como la de ciertos crepúsculos, crecían inexplicables flores sobre la roca viva. Walimaí rozó una de ellas con su lanza y de inmediato salieron de entre los pétalos unos carnosos tentáculos, que se extendieron buscando a su presa. En un recodo de uno de los pasadizos vieron, a la luz anaranjada y vacilante de la antorcha, un nicho en la pared, donde había algo parecido a un niño petrificado en resina, como esos insectos que quedan atrapados en un trozo de ámbar. Alex imaginó que esa criatura había permanecido en su hermética tumba desde los albores de la humanidad y seguiría intacta en el mismo lugar dentro de miles y miles de años. ¿Cómo había llegado allí? ¿Cómo había muerto? Finalmente el grupo alcanzó al último pasaje de aquel inmenso laberinto. Asomaron a un espacio abierto, donde un chorro de luz blanca los cegó por unos instantes. Entonces vieron que estaban en una especie de balcón, un saliente de roca asomado en el interior de una montaña hueca, como el cráter de un volcán. El laberinto que habían recorrido penetraba en las profundidades del tepui, uniendo el exterior con el fabuloso mundo encerrado en su interior. Comprendieron que habían ascendido muchos metros por los túneles. Hacia arriba se extendían las laderas verticales del cerro, cubiertas de vegetación, perdiéndose entre las nubes. No se veía el cielo, sólo un techo espeso y blanco como algodón, por donde se filtraba la luz del sol creando un extraño fenómeno óptico: seis lunas transparentes flotando en un firmamento de leche. Eran las lunas que Alex había visto en sus visiones. En el aire volaban pájaros nunca vistos, algunos traslúcidos y livianos como medusas, otros pesados como negros cóndores, algunos como el dragón que habían visto en la gruta.
Varios metros más abajo había un gran valle redondo, que desde la altura donde se encontraban aparecía como un jardín verdeazul envuelto en vapor. Cascadas, hilos de agua y riachuelos se deslizaban por las laderas alimentando las lagunas del valle, tan simétricas y perfectas, que no parecían naturales. Y en el centro, centelleante como una corona, se alzaba orgulloso El Dorado. Nadia y Alex ahogaron una exclamación, cegados por el resplandor increíble de la ciudad de oro, la morada de los dioses. Walimaí dio tiempo a los muchachos de reponerse de la sorpresa y luego les señaló las escalinatas talladas en la montaña, que descendían culebreando desde el saliente donde se encontraban hasta el valle. A medida que bajaban se dieron cuenta de que la flora era tan extraordinaria como la fauna que habían vislumbrado; las plantas, flores y arbustos de las laderas eran únicos. Al descender aumentaba el calor y la humedad, la vegetación se volvía más densa y exuberante, los árboles más altos y frondosos, las flores más perfumadas, los frutos más suculentos. La impresión, aunque de gran belleza, no resultaba apacible, sino vagamente amenazante, como un misterioso paisaje de Venus. La naturaleza latía, jadeaba, crecía ante sus ojos, acechaba. Vieron moscas amarillas y transparentes como topacios, escarabajos azules provistos de cuernos, grandes caracoles tan coloridos que de lejos parecían flores, exóticos lagartos rayados, roedores con afilados colmillos curvos, ardillas sin pelo saltando como gnomos desnudos entre las ramas.
Al llegar al valle y acercarse a El Dorado, los viajeros comprendieron que no era una ciudad y tampoco era de oro. Se trataba de una serie de formaciones geométricas naturales, como los cristales que habían visto en las grutas. El color dorado provenía de mica, un mineral sin valor, y pirita, bien llamada «oro de tontos». Alex esbozó una sonrisa, pensando que si los conquistadores y tantos otros aventureros hubieran logrado vencer los increíbles obstáculos del camino para alcanzar El Dorado habrían salido más pobres de lo que llegaron.