RITO DE INICIACIÓN

La fiesta comenzó por la tarde y duró toda la noche. Los indios, pintados de pies a cabeza, cantaron, bailaron y comieron hasta hartarse. Era una descortesía que un invitado rechazara el ofrecimiento de comida o bebida, de manera que Alex y Nadia, imitando a los demás, se llenaron la panza hasta sufrir arcadas, lo cual se consideraba una muestra de muy buenos modales. Los niños corrían con grandes mariposas y escarabajos fosforescentes atados con largos cabellos. Las mujeres, adornadas con luciérnagas, orquídeas y plumas en las orejas y palillos atravesados en los labios, comenzaron la fiesta dividiéndose en dos bandos, que se enfrentaban cantando en una amistosa competencia. Luego invitaron a los hombres a danzar inspiradas en los movimientos de los animales cuando se emparejan en la estación de las lluvias. Finalmente los hombres se lucieron solos, primero girando en una rueda imitando monos, jaguares y caimanes, enseguida hicieron una demostración de fuerza y destreza blandiendo sus armas y dando saltos ornamentales. A Nadia y Alex les daba vueltas la cabeza, estaban mareados por el espectáculo, el tam tam de los tambores, los cánticos, los gritos, los ruidos de la selva a su alrededor. Mokarita había sido colocado en el centro de la aldea, donde recibía los saludos ceremoniosos de todos. Aunque bebía pequeños sorbos de masato, no pudo probar la comida. Otro anciano, con reputación de curandero, se presentó ante él cubierto con una costra de barro seco y una resma a la cual le habían pegado plumitas blancas, dándole el aspecto de un extraño pájaro recién nacido. El curandero estuvo largo rato dando saltos y alaridos para espantar a los demonios que habían entrado en el cuerpo del jefe. Luego le chupó varias partes del vientre y el pecho, haciendo la mímica de aspirar los malos humores y escupirlos lejos. Además frotó al moribundo con una pasta de paranary, una planta empleada en el Amazonas para curar heridas; sin embargo, las heridas de Mokarita no eran visibles y el remedio no tuvo efecto alguno. Alex supuso que la caída había reventado algún órgano interior del jefe, tal vez el hígado, pues a medida que pasaban las horas el anciano iba poniéndose más y más débil, mientras un hilo de sangre escapaba por la comisura de sus labios.

Al amanecer Mokarita llamó a su lado a Nadia y Alex y con las pocas fuerzas que le quedaban les explicó que ellos eran los únicos forasteros que habían pisado Tapirawa-teri desde la fundación de la aldea.

– Las almas de la gente de la neblina y de nuestros antepasados habitan aquí. Los nahab hablan con mentiras y no conocen la justicia, pueden ensuciar nuestras almas -dijo.

Habían sido invitados, agregó, por instrucciones del gran chamán, quien les había advertido que Nadia estaba destinada a ayudarlos. No sabía qué papel jugaba Alex en los acontecimientos que vendrían, pero como compañero de la niña también era bienvenido en Tapirawa-teri. Alexander y Nadia entendieron que se refería a Walimaí y a su profecía sobre el Rahakanariwa.

– ¿Qué forma adopta el Rahakanariwa? -preguntó Alex.

– Muchas formas. Es un pájaro chupasangre. No es humano, actúa como un demente, nunca se sabe lo que hará, siempre está sediento de sangre, se enoja y castiga -explicó Mokarita.

– ¿Han visto unos grandes pájaros? -preguntó Alex.

– Hemos visto a los pájaros que hacen ruido y viento, pero ellos no nos han visto a nosotros. Sabemos que no son el Rahakanariwa, aunque se parecen mucho, ésos son los pájaros de los nahab. Vuelan sólo de día, nunca de noche, por eso tenemos cuidado al encender fuego, para que el pájaro no vea el humo. Por eso vivimos escondidos. Por eso somos el pueblo invisible -replicó Mokarita.

– Los nahab vendrán tarde o temprano, es inevitable. ¿Qué hará la gente de la neblina entonces?

– Mi tiempo en el Ojo del Mundo se está terminando. El jefe que venga después de mí deberá decidir -replicó Mokarita débilmente. Mokarita murió al amanecer. Un coro de lamentos sacudió a Tapirawa-teri durante horas: nadie pocha recordar el tiempo anterior a ese jefe, que había guiado a la tribu durante muchas décadas. La corona de plumas amarillas, símbolo de su autoridad, fue colocada sobre un poste hasta que el sucesor fuera desaguado, entretanto la gente de la neblina se despojó de sus adornos y se cubrió de barro, carbón y ceniza, en signo de duelo. Reinaba gran inquietud, porque creían que la muerte rara vez se presenta por razones naturales, en general la causa es un enemigo que ha empleado magia para hacer daño. La forma de apaciguar al espíritu del muerto es encontrar el enemigo y eliminarlo, de otro modo el fantasma se queda en el mundo molestando a los vivos. Si el enemigo era de otra tribu, eso podía conducir a una batalla, pero si era de la misma aldea, se podía «matar» simbólicamente mediante una ceremonia apropiada. Los guerreros, que habían pasado la noche bebiendo masato, estaban muy excitados ante la idea de vencer al enemigo causante de la muerte de Mokarita. Descubrirlo y derrotarlo era una cuestión de honor. Ninguno aspiraba a reemplazarlo, porque entre ellos no existían las jerarquías, nadie era más importante que los demás, el jefe sólo tenía más obligaciones. Mokarita no era respetado por su posición de mando, sino porque era muy anciano, eso significaba más experiencia y conocimiento. Los hombres, embriagados y enardecidos, podían ponerse violentos de un momento a otro.

– Creo que ha llegado el momento de llamar a Walimaí -susurró Nadia a Alex.

Se retiró a un extremo de la aldea, se quitó el amuleto del cuello y comenzó a soplarlo. El agudo graznido de lechuza que emitía el hueso tallado sonó extraño en ese lugar. Nadia imaginaba que bastaba con usar el talismán para ver aparecer a Walimaí por arte de magia, pero por mucho que sopló, el chamán no se presentó.

En las horas siguientes la tensión en la aldea fue aumentando. Uno de los guerreros agredió a Tahama y éste le devolvió el gesto con un garrotazo en la cabeza, que lo dejó tirado en el suelo y sangrando; debieron intervenir varios hombres para separar y calmar a los exaltados. Finalmente decidieron resolver el conflicto mediante el yopo, un polvo verde que, como el masato, sólo usaban los varones. Se distribuyeron de a dos, cada pareja provista de una larga caña hueca y tallada en la punta, a través de la cual se soplaban el polvo unos a otros directamente en la nariz. El yopo se introducía hasta el cerebro con la fuerza de un mazazo y el hombre caía hacia atrás gritando de dolor, enseguida empezaba a vomitar, dar saltos, gruñir y ver visiones, mientras una mucosidad verde le salía por las fosas nasales y la boca. No era un espectáculo muy agradable, pero lo usaban para transportarse al mundo de los espíritus. Unos hombres se convirtieron en demonios, otros asumieron el alma de diversos animales, otros profetizaron el futuro, pero a ninguno se le apareció el fantasma de Mokarita para designar su sucesor.

Alex y Nadia sospechaban que ese pandemónium iba a terminar con violencia y prefirieron mantenerse apartados y mudos, con la esperanza de que nadie se acordara de ellos. No tuvieron suerte, porque de pronto uno de los guerreros tuvo la visión de que el enemigo de Mokarita, el causante de su fallecimiento, era el muchacho forastero. En un instante los demás se juntaron para castigar al supuesto asesino del jefe y, enarbolando garrotes, salieron tras de Alex. Ese no era el momento de pensar en la flauta como medio para calmar los ánimos; el chico echó a correr como una gacela. Sus únicas ventajas eran la desesperación, que le daba alas, y el hecho de que sus perseguidores no estaban en las mejores condiciones. Los indios intoxicados tropezaban, se empujaban y en la confusión se daban palos unos a otros, mientras las mujeres y los niños corrían a su alrededor animándolos. Alex creyó que había llegado la hora de su muerte y la imagen de su madre pasó como un relámpago por su mente, mientras corría y corría en el bosque.

El muchacho americano no podía competir en velocidad ni destreza con esos guerreros indígenas, pero éstos estaban drogados y fueron cayendo por el camino, uno a uno. Por fin pudo refugiarse bajo un árbol, acezando, extenuado. Cuando creía que estaba a salvo, se sintió rodeado y antes que pudiera echar a correr de nuevo, las mujeres de la tribu le cayeron encima. Se reían, como si haberlo cazado fuera sólo una broma pesada, pero lo sujetaron firmemente y, a pesar de sus manotazos y patadas, entre todas lo arrastraron de vuelta a Tapirawa-teri, donde lo ataron a un árbol. Más de alguna muchacha le hizo cosquillas y otras le metieron trozos de fruta en la boca, pero a pesar de esas atenciones, dejaron las ligaduras bien anudadas. Para entonces el efecto del yopo comenzaba a ceder y poco a poco los hombres iban abandonando sus visiones para regresar a la realidad agotados. Pasarían varias horas antes que recuperaran la lucidez y las fuerzas.

Alex, adolorido por haber sido arrastrado por el suelo, y humillado por las burlas de las mujeres, recordó las escalofriantes historias del profesor Ludovic Leblanc. Si su teoría era acertada, se lo comerían. ¿Y qué pasaría con Nadia? Se sentía responsable por ella. Pensó que en las películas y en las novelas ése sería el momento en que llegan los helicópteros a rescatarlo y miró el cielo sin esperanza, porque en la vida real los helicópteros nunca llegan a tiempo. Entretanto Nadia se había acercado al árbol sin que nadie la detuviera, porque ninguno de los guerreros podía imaginar que una muchacha se atreviera a desafiarlos. Alex y Nadia se habían puesto su ropa al caer el frío de la primera noche y como ya la gente de la neblina se había acostumbrado a verlos vestidos, no sintieron la necesidad de quitársela. Alex llevaba el cinturón donde colgaba su flauta, su brújula y su navaja, que Nadia usó para soltarlo. En las películas también basta un movimiento para cortar una cuerda, pero ella debió aserrar un buen rato las tiras de cuero que lo sujetaban al poste, mientras él sudaba de impaciencia. Los niños y algunas mujeres de la tribu se aproximaron a ver lo que hacía, asombrados de su atrevimiento, pero ella actuó con tal seguridad, blandiendo la navaja ante las narices de los curiosos, que nadie intervino y a los diez minutos Alex estaba libre. Los dos amigos empezaron a retroceder disimuladamente, sin atreverse a echar a correr para no atraer la atención de los guerreros. Ese era el momento en que el arte de la invisibilidad les hubiera servido mucho. Los jóvenes forasteros no alcanzaron a llegar muy lejos, porque Walimaí hizo su entrada a la aldea. El anciano brujo apareció con su colección de bolsitas colgadas del bastón, su corta lanza y el cilindro de cuarzo que sonaba como un cascabel. Contenía piedrecillas recogidas en el sitio donde había caído un rayo, era el símbolo de los curanderos y chamanes y representaba el poder del Sol Padre. Venía acompañado por una muchacha joven, con el cabello como un manto negro colgando hasta la cintura, las cejas depiladas, collares de cuentas y unos palillos pulidos atravesados en las mejillas y la nariz. Era muy bella y parecía alegre, aunque no decía ni una palabra, siempre estaba sonriendo. Alex comprendió que era la esposa ángel del chamán y celebró que ahora podía verla, eso significaba que algo se había abierto en su entendimiento o en su intuición. Tal como le había enseñado Nadia: había que «ver con el corazón». Ella le había contado que muchos años atrás, cuando Walimaí era aún joven, se vio obligado a matar a la muchacha, hiriéndola con su cuchillo envenenado, para librarla de la esclavitud. No fue un crimen, sino un favor que él le hizo, pero de todos modos el alma de ella se le pegó en el pecho. Walimaí huyó a lo más profundo de la selva, llevándose el alma de la joven donde nadie pudiera encontrarla jamás. Allí cumplió con los ritos de purificación obligatorios, el ayuno y la inmovilidad. Sin embargo, durante el viaje él y la mujer se habían enamorado y, una vez terminado el rito del unokaimú, el espíritu de ella no quiso despedirse y prefirió quedarse en este mundo junto al hombre que amaba. Eso había sucedido hacía casi un siglo y desde entonces acompañaba a Walimaí siempre, esperando el momento en que él pudiera volar con ella convertido también en espíritu.

La presencia de Walimaí alivió la tensión en Tapirawa-teri y los mismos guerreros que poco antes estaban dispuestos a masacrar a Alex ahora lo trataban con amabilidad. La tribu respetaba y temía al gran chamán porque poseía la habilidad sobrenatural de interpretar signos. Todos soñaban y tenían visiones, pero sólo aquellos elegidos, como Walimaí, viajaban al mundo de los espíritus superiores, donde aprendían el significado de las visiones y podían guiar a los demás y cambiar el rumbo de los desastres naturales.

El anciano anunció que el muchacho tenía el alma del jaguar negro, animal sagrado, y había venido de muy lejos a ayudar a la gente de la neblina. Explicó que ésos eran tiempos muy extraños, tiempos en que la frontera entre el mundo de aquí y el mundo de allá era difusa, tiempos en que el Rahakanariwa podía devorarlos a todos. Les recordó la existencia de los nahab, que la mayoría de ellos sólo conocía por los cuentos que contaban sus hermanos de otras tribus de las tierras bajas. Los guerreros de Tapirawa-teri habían espiado durante días a la expedición del International Geographic, pero ninguno comprendía las acciones ni los hábitos de esos extraños forasteros. Walimaí, quien en su siglo de vida había visto mucho, les contó lo que sabía.

– Los nahab están como muertos, se les ha escapado el alma del pecho -dijo-. Los nahab no saben nada de nada, no pueden clavar un pez con una lanza, ni acertar con un dardo a un mono, ni trepar a un árbol. No andan vestidos de aire y luz, como nosotros, sino que usan ropas hediondas. No se bañan en el río, no conocen las reglas de la decencia o la cortesía, no comparten su casa, su comida, sus hijos o sus mujeres. Tienen los huesos blandos y basta un pequeño garrotazo para partirles el cráneo. Matan animales y no se los comen, los dejan tirados para que se pudran. Por donde pasan dejan un rastro de basura y veneno, incluso en el agua. Los nahab son tan locos que pretenden llevarse las piedras del suelo, la arena de los ríos y los árboles del bosque. Algunos quieren la tierra. Les decimos que la selva no se puede cargar a la espalda como un tapir muerto, pero no escuchan. Nos hablan de sus dioses y no quieren escuchar de los nuestros. Son insaciables, como los caimanes. Esas cosas terribles he visto con mis propios ojos y he escuchado con mis propias orejas y he tocado con mis propias manos.

– Jamás permitiremos que esos demonios lleguen hasta el Ojo del Mundo, los mataremos con nuestros dardos y flechas cuando suban por la catarata, como hemos hecho con todos los forasteros que lo han intentado antes, desde los tiempos de los abuelos de nuestros abuelos -anunció Tahama.

– Pero vendrán de todos modos. Los nahab tienen pájaros de viento, pueden volar por encima de las montañas. Vendrán porque quieren las piedras y los árboles y la tierra -interrumpió Alex.

– Cierto -admitió Walimaí.

– Los nahab también pueden matar con enfermedades. Muchas tribus han muerto así, pero la gente de la neblina puede salvarse -dijo Nadia.

– Esta niña color de miel sabe lo que dice, debemos oírla. El Rahakanariwa suele adoptar la forma de enfermedades mortales -aseguró Walimaí.

– ¿Ella es más poderosa que el Rahakanariwa? -preguntó Tahama incrédulo.

– Yo no, pero hay otra mujer que es muy poderosa. Ella tiene las vacunas que pueden evitar las epidemias -dijo la chica.

Nadia y Alex pasaron la hora siguiente tratando de convencer a los indios que no todos los nahab eran demonios nefastos, había algunos que eran amigos, como la doctora Omayra Torres. A las limitaciones del lenguaje se sumaban las diferencias culturales. ¿Cómo explicarles en qué consistía una vacuna? Ellos mismos no lo entendían del todo, así es que optaron por decir que era una magia muy fuerte.

– La única salvación es que venga esa mujer a vacunar a toda la gente de la neblina -argumentó Nadia. «De ese modo, aunque vengan los nahab o el Rahakanariwa sedientos de sangre, no podrán hacerles daño con enfermedades.»

– Pueden amenazarnos de otras maneras. Entonces iremos a la guerra -afirmó Tahama.

– La guerra contra los nahab es mala idea… -aventuró Nadia.

– El próximo jefe tendrá que decidir -concluyó Tahama. Walimaí se encargó de dirigir los ritos funerarios de Mokarita de acuerdo a las más antiguas tradiciones. A pesar del peligro de ser vistos desde el aire, los indios encendieron una gran fogata para cremar el cuerpo y durante horas se consumieron los restos del jefe, mientras los habitantes de la aldea lamentaban su partida. Walimaí preparó una poción mágica, la poderosa ayahuasca, para ayudar a los hombres de la tribu a ver el fondo de sus corazones. Los jóvenes forasteros fueron invitados porque debían cumplir una misión heroica más importante que sus vidas, para la cual no sólo necesitarían la ayuda de los dioses, también debían conocer sus propias fuerzas. Ellos no se atrevieron a negarse, aunque el sabor de aquella poción era asqueroso y debieron hacer un gran esfuerzo por tragarla y retenerla en el estómago. No sintieron los efectos hasta un buen rato más tarde, cuando de súbito el suelo se deshizo bajo sus pies y el cielo se llenó de figuras geométricas.al haber alcanzado la muerte, se sintieron impulsados a vertiginosa velocidad a través de innumerables cámaras de luz y de pronto las puertas del reino de los dioses totémicos se abrieron, conminándolos a entrar.

Alex sintió que se alargaban sus extremidades y un calor ardiente lo invadía por dentro. Se miró las manos y vio que eran dos patas terminadas en garras afiladas. Abrió la boca para llamar y un rugido temible brotó de su vientre. Se vio transformado en un felino grande, negro y lustroso: el magnífico jaguar macho que había visto en el patio de Mauro Carías. El animal no estaba en él, ni él en el animal, sino que los dos se fundían en un solo ser; ambos eran el muchacho y la fiera simultáneamente. Alex dio unos pasos estirándose, probando sus músculos, y comprendió que poseía la ligereza, la velocidad y la fuerza del jaguar. Corrió a grandes brincos de gato por el bosque, poseído de una energía sobrenatural. De un salto trepó a la rama de un árbol y desde allí observó el paisaje con sus ojos de oro, mientras movía lentamente su cola negra en el aire. Se supo poderoso, temido, solitario, invencible, el rey de la selva sudamericana. No había otro animal tan fiero como él.

Nadia se elevó al cielo y por unos instantes perdió el miedo a la altura, que la había agobiado siempre. Sus poderosas alas de águila hembra apenas se movían; el aire frío la sostenía y bastaba el más leve movimiento para cambiar el rumbo o la velocidad del viaje. Volaba a gran altura, tranquila, indiferente, desprendida, observando sin curiosidad la tierra muy abajo. Desde arriba veía la selva y las cumbres planas de los tepuis, muchos cubiertos de nubes como si estuvieran coronados de espuma; veía también la débil columna de humo de la hoguera donde ardían los restos del jefe Mokarita. Suspendida en el viento, el águila era tan invencible como el jaguar lo era en tierra: nada podía alcanzarla. La niña pájaro dio varias vueltas olímpicas sobrevolando el Ojo del Mundo, examinando desde arriba las vidas de los indios. Las plumas de su cabeza se erizaron como cientos de antenas, captando el calor del sol, la vastedad de viento, la dramática emoción de la altura. Supo que ella era la protectora de esos indios, la madre águila de la gente de la neblina. Voló sobre la aldea de Tapirawa-teri y la sombra de sus magníficas alas cubrieron como un manto los techos casi invisibles de las pequeñas viviendas ocultas en el bosque. Finalmente el gran pájaro se dirigió a la cima de un tepui, la montaña más alta, donde en su nido, expuesto a todos los vientos, brillaban tres huevos de cristal.

A la mañana del día siguiente, cuando los muchachos regresaron del mundo de los animales totémicos, cada uno contó su experiencia.

– ¿qué significan esos tres huevos? -preguntó Alex.

– No sé, pero son muy importantes. Esos huevos no son míos, Jaguar, pero tengo que conseguirlos para salvar a la gente de la neblina.

– No entiendo. ¿Qué tienen que ver esos huevos con los indios?

– Creo que tienen todo que ver… -replicó Nadia, tan confundida como él.

Cuando entibiaron las brasas de la pira funeraria, Iyomi, la esposa de Mokarita, separó los huesos calcinados, los molió con una piedra hasta convertirlos en polvo fino y los mezcló con agua y plátano para hacer una sopa. La calabaza con ese líquido gris pasó de mano en mano y todos, hasta los niños, bebieron un sorbo. Luego enterraron la calabaza y el nombre del jefe fue olvidado, para que nadie volviera a pronunciarlo jamás. La memoria del hombre, así como las partículas de su valor y su sabiduría que habían quedado en las cenizas, pasaron a sus descendientes y amigos. De ese modo, una parte suya permanecería siempre entre los vivos. A Nadia y Alex también les dieron a beber la sopa de huesos, como una forma de bautizo: ahora pertenecían a la tribu. Al llevársela a los labios, el muchacho recordó que había leído sobre una enfermedad causada por «comer el cerebro de los antepasados». Cerró los ojos y bebió con respeto.

Una vez concluida la ceremonia del funeral, Walimaí conminó a la tribu a elegir el nuevo jefe. De acuerdo a la tradición, sólo los hombres podían aspirar a esa posición, pero Walimaí explicó que esta vez se debía escoger con extrema prudencia, porque vivían tiempos muy extraños y se requería un jefe capaz de comprender los misterios de otros mundos, comunicarse con los dioses y mantener a raya al Rahakanariwa. Dijo que eran tiempos de seis lunas en el firmamento, tiempos en que los dioses se habían visto obligados a abandonar su morada. A la mención de los dioses los indios se llevaron las manos a la cabeza y comenzaron a balancearse hacia delante y hacia atrás, salmodiando algo que a los oídos de Nadia y Alex sonaba como una oración.

– Todos en Tapirawa-teri, incluso los niños, deben participar en la elección del nuevo jefe -instruyó Walimaí a la tribu.

El día entero estuvo la tribu proponiendo candidatos y negociando. Al atardecer Nadia y Alex se durmieron, agotados, hambrientos y aburridos. El muchacho americano había tratado en vano de explicar la forma de escoger mediante votos, como en una democracia, pero los indios no sabían contar y el concepto de una votación les resultó tan incomprensible como el de las vacunas. Ellos elegían por «visiones».

Los jóvenes fueron despertados por Walimaí bien entrada la noche, con la noticia de que la visión más fuerte había sido Iyomi, de modo que la viuda de Mokarita era ahora el jefe en Tapirawa-teri. Era la primera vez desde que podían recordar que una mujer ocupaba ese cargo. La primera orden que dio la anciana Iyomi cuando se colocó el sombrero de plumas amarillas, que por tantos años usara su marido, fue preparar comida. La orden fue acatada de inmediato, porque la gente de la neblina llevaba dos días sin comer más que un sorbo de sopa de huesos. Tahama y otros cazadores partieron con sus armas a la selva y unas horas más tarde regresaron con un oso hormiguero y un venado, que destazaron y asaron sobre las brasas. Entretanto las mujeres habían hecho pan de mandioca y cocido de plátano. Cuando todos los estómagos estuvieron saciados, Iyomi invitó a su pueblo a sentarse en un círculo y promulgó su segundo edicto.

– Voy a nombrar otros jefes. Un jefe para la guerra y la caza: Tahama. Un jefe para aplacar al Rahakanariwa: la niña color de miel llamada Águila. Un jefe para negociar con los nahab y sus pájaros de ruido y viento: el forastero llamado Jaguar. Un jefe para visitar a los dioses: Walimaí. Un jefe para los jefes: Iyomi.

De ese modo la sabia mujer distribuyó el poder y organizó a la gente de la neblina para enfrentar los tiempos terribles que se avecinaban. Y de ese modo Nadia y Alex se vieron investidos de una responsabilidad para la cual ninguno de los dos se sentía capacitado.

Iyomi dio su tercera orden allí mismo. Dijo que la niña Aguila debía mantener su «alma blanca» para enfrentar al Rahakanariwa, única forma de evitar que fuera devorada por el pájaro caníbal, pero que el joven forastero, Jaguar, debía convertirse en hombre y recibir sus armas de guerrero. Todo varón, antes de empuñar sus armas o pensar en casarse, debía morir como niño y nacer como hombre. No había tiempo para la ceremonia tradicional, que duraba tres días y normalmente incluía a todos los muchachos de la tribu que habían alcanzado la pubertad. En el caso de Jaguar deberían improvisar algo más breve, dijo Iyomi, porque el joven acompañaría a Águila en el viaje a la montaña de los dioses. La gente de la neblina peligraba, sólo esos dos forasteros podrían traer la salvación y estaban obligados a partir pronto.

A Walimaí y Tahama les tocó organizar el rito de iniciación de Alex, en el cual sólo participaban los hombres adultos. Después el muchacho contó a Nadia que si él hubiera sabido en qué consistía la ceremonia, tal vez la experiencia hubiera sido menos terrorífica. Bajo la dirección de Iyomi, las mujeres le afeitaron la coronilla con una piedra afilada, método bastante doloroso, porque tenía un corte que aún no cicatrizaba, donde le habían dado un golpe al raptarlo. Al pasar la piedra de afeitar se abrió la herida, pero le aplicaron un poco de barro y al poco rato dejó de sangrar. Luego las mujeres lo pintaron de negro de pies a cabeza con una pasta de cera y carbón. Enseguida debió despedirse de su amiga y de Iyomi, porque las mujeres no podían estar presentes durante la ceremonia y se fueron a pasar el día al bosque con los niños. No regresarían a la aldea hasta la noche, cuando los guerreros se lo hubieran llevado para la prueba parte de su iniciación.

Tahama y sus hombres desenterraron del lodo del río los instrumentos musicales sagrados, que sólo se usaban en las ceremonias viriles. Eran unos gruesos tubos de metro y medio de largo, que al soplarse producían un sonido ronco y pesado, como bufidos de toro. Las mujeres y los muchachos que aún no habían sido iniciados no podían verlos, bajo pena de enfermarse y morir por medios mágicos. Esos instrumentos representaban el poder masculino en la tribu, el nexo entre los padres y los hijos varones. Sin esas trompetas, todo el poder estaría en las mujeres, quienes poseían la facultad divina de tener hijos o «hacer gente», como decían.

El rito comenzó en la mañana y habría de durar todo el día y toda la noche. Le dieron de comer unas moras amargas y lo dejaron ovillado en el suelo, en posición fetal; luego, dirigidos por Walimaí, pintados y decorados con los atributos de los demonios, se distribuyeron a su alrededor en apretado círculo, golpeando la tierra con los pies y fumando cigarros de hojas. Entre las moras amargas, el susto y el humo, Alex pronto se sintió bastante enfermo.

Por largo rato los guerreros bailaron y salmodiaron cánticos en torno a él, soplando las pesadas trompetas sagradas, cuyos extremos tocaban el suelo. El sonido retumbaba dentro del cerebro confundido del muchacho. Durante horas escuchó los cantos repitiendo la historia del Sol Padre, que estaba más allá del sol cotidiano que alumbra el cielo, era un fuego invisible de donde provenía la Creación; escuchó de la gota de sangre que se desprendió de la Luna para dar origen al primer hombre; cantaron sobre el Río de Leche, que contenía todas las semillas de la vida, pero también putrefacción y muerte; ese río conducía al reino donde los chamanes, como Walimaí, se encontraban con los espíritus y otros seres sobrenaturales para recibir sabiduría y poder de curar. Dijeron que todo lo que existe es soñado por la Tierra Madre, que cada estrella sueña a sus habitantes y todo lo que ocurre en el universo es una ilusión, puros sueños dentro de otros sueños. En medio de su aturdimiento, Alexander Coid sintió que esas palabras se referían a conceptos que él mismo había presentido, entonces dejó de razonar y se abandonó a la extraña experiencia de «pensar con el corazón». Pasaron las horas y el muchacho fue perdiendo el sentido del tiempo, del espacio, de su propia realidad y hundiéndose en un estado de terror y profunda fatiga. En algún momento sintió que lo levantaban y lo obligaban a marchar, recién entonces se dio cuenta que había caído la noche. Se dirigieron en procesión hacia el río, tocando sus instrumentos y blandiendo sus armas, allí lo hundieron en el agua varias veces, hasta que creyó morir ahogado. Lo frotaron con hojas abrasivas para desprender la pintura negra y luego le pusieron pimienta sobre la piel ardiente. En medio de un griterío ensordecedor lo golpearon con varillas en las piernas, los brazos, el pecho y el vientre, pero sin ánimo de hacerle daño; lo amenazaron con sus lanzas, tocándolo a veces con las puntas, pero sin herirlo. Intentaban asustarlo por todos los medios posibles y lo lograron, porque el muchacho americano no entendía lo que estaba sucediendo y temía que en cualquier momento a sus atacantes se les fuera la mano y lo asesinaran de verdad. Procuraba defenderse de los manotazos y empujones de los guerreros de Tapirawa-teri, pero el instinto le indicó que no intentara escapar, porque sería inútil, no había adónde ir en ese territorio desconocido y hostil. Fue una decisión acertada, porque de haberlo hecho habría quedado como un cobarde, el más imperdonable defecto de un guerrero.

Cuando Alex estaba a punto de perder el control y ponerse histérico, recordó de pronto su animal totémico. No tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para entrar en el cuerpo del jaguar negro, la transformación ocurrió con rapidez y facilidad: el rugido que salió de su garganta fue el mismo que había experimentado antes, los zarpazos de sus garras ya los conocía, el salto sobre las cabezas de sus enemigos fue un acto natural. Los indios celebraron la llegada del jaguar con una algarabía ensordecedora y enseguida lo condujeron en solemne procesión hasta el árbol sagrado, donde aguardaba Tahama con la prueba final.

Amanecía en la selva. Las hormigas de fuego estaban atrapadas en un tubo o manga de paja trenzada, como las que se usaban para exprimir el ácido prúsico de la mandioca, que Tahama sostenía mediante dos varillas, para evitar el contacto con los insectos. Alex, agotado después de aquella larga y aterradora noche, demoró un momento en entender lo que se esperaba de él. Entonces aspiró una bocanada profunda, llenándose de aire frío los pulmones, convocó en su ayuda el valor de su padre, escalador de montañas, y la resistencia de su madre, que jamás se daba por vencida, y la fuerza de su animal totémico y enseguida introdujo el brazo izquierdo hasta el codo en el tubo.

Las hormigas de fuego se pasearon por su piel durante unos segundos antes de picarlo. Cuando lo hicieron, sintió como si lo quemaran con ácido hasta el hueso. El espantoso dolor lo aturdió por unos instantes, pero mediante un esfuerzo brutal de la voluntad no retiró el brazo de la manga. Se acordó de las palabras de Nadia cuando trataba de enseñarle a convivir con los mosquitos: no te defiendas, ignóralos. Era imposible ignorar a las hormigas de fuego, pero después de unos cuantos minutos de absoluta desesperación, en los cuales estuvo a punto de echar a correr para lanzarse al río, se dio cuenta de que era posible controlar el impulso de huida, atajar el alarido en el pecho, abrirse al sufrimiento sin oponerle resistencia, permitiendo que lo penetrara por completo hasta la última fibra de su ser y de su conciencia. Y entonces el quemante dolor lo traspasó como una espada, le salió por la espalda y, milagrosamente, pudo soportarlo. Alex nunca podría explicar la impresión de poder que lo invadió durante ese suplicio. Se sintió tan fuerte e invencible como lo había estado en la forma del jaguar negro, al beber la poción mágica de Walimaí. Esa fue su recompensa por haber sobrevivido a la prueba. Supo que en verdad su infancia había quedado atrás y que a partir de esa noche podría valerse solo.

– Bienvenido entre los hombres -dijo Tahama, retirando la manga del brazo de Alex.

Los guerreros condujeron al joven semi-inconsciente de vuelta a la aldea.

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