EL RIO AMAZONAS

Kate y Alexander Coid iban en un avión comercial sobrevolando el norte del Brasil. Durante horas y horas habían visto desde el aire una interminable extensión de bosque, todo del mismo verde intenso, atravesada por ríos que se deslizaban como luminosas serpientes. El más formidable de todos era color café con leche.

«El río Amazonas es el más ancho y largo de la tierra, cinco veces más que ningún otro. Sólo los astronautas en viaje a la luna han podido verlo entero desde la distancia», leyó Alex en la guía turística que le había comprado su abuela en Río de Janeiro. No decía que esa inmensa región, último paraíso del planeta, era destruida sistemáticamente por la codicia de empresarios y aventureros, como había aprendido él en la escuela. Estaban construyendo una carretera, un tajo abierto en plena selva, por donde llegaban en masa los colonos y salían por toneladas las maderas y los minerales.

Kate informó a su nieto que subirían por el río Negro hasta el Alto Orinoco, un triángulo casi inexplorado donde se concentraba la mayor parte de las tribus. De allí se suponía que provenía la Bestia.

– En este libro dice que esos indios viven como en la Edad de Piedra. Todavía no han inventado la rueda -comentó Alex.

– No la necesitan. No sirve en ese terreno, no tienen nada que transportar y no van apurados a ninguna parte -replicó Kate Coid, a quien no le gustaba que la interrumpieran cuando estaba escribiendo. Había pasado buena parte del viaje tomando notas en sus cuadernos con una letra diminuta y enmarañada, como huellas de moscas.

– No conocen la escritura -agregó Alex.

– Seguro que tienen buena memoria -dijo Kate.

– No hay manifestaciones de arte entre ellos, sólo se pintan el cuerpo y se decoran con plumas -explicó Alex.

– Les importa poco la posteridad o destacarse entre los demás. La mayoría de nuestros llamados «artistas» debería seguir su ejemplo -contestó su abuela.

Iban a Manaos, la ciudad más poblada de la región amazónica, que había prosperado en tiempos del caucho, a finales del siglo XIX.

– Vas a conocer la selva más misteriosa del mundo, Alexander. Allí hay lugares donde los espíritus se aparecen a plena luz del día -explicó Kate.

– Claro, como el «abominable hombre de la selva» que andamos buscando -sonrió su nieto, sarcástico.

– Lo llaman la Bestia. Tal vez no sea sólo un ejemplar, sino varios, una familia o una tribu de bestias.

– Eres muy crédula para la edad que tienes, Kate -comentó el muchacho, sin poder evitar el tono sarcástico al ver que su abuela creía esas historias.

– Con la edad se adquiere cierta humildad, Alexander. Mientras más años cumplo, más ignorante me siento. Sólo los jóvenes tienen explicación para todo. A tu edad se puede ser arrogante y no importa mucho hacer el ridículo -replicó ella secamente. Al bajar del avión en Manaos, sintieron el clima sobre la piel como una toalla empapada en agua caliente. Allí se reunieron con los otros miembros de la expedición del International Geographic. Además de Kate Coid y su nieto Alexander, iban Timothy Bruce, un fotógrafo inglés con una larga cara de caballo y dientes amarillos de nicotina, con su ayudante mexicano, Joel González, y el famoso antropólogo Ludovic Leblanc. Alex imaginaba a Leblanc como un sabio de barbas blancas y figura imponente, pero resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta años, bajo, flaco, nervioso, con un gesto permanente de desprecio o de crueldad en los labios y unos ojos hundidos de ratón. Iba disfrazado de cazador de fieras al estilo de las películas, desde las armas que llevaba al cinto hasta sus pesadas botas y un sombrero australiano decorado con plumitas de colores. Kate comentó entre dientes que a Leblanc sólo le faltaba un tigre muerto para apoyar el pie. Durante su juventud Leblanc había pasado una breve temporada en el Amazonas y había escrito un voluminoso tratado sobre los indios, que causó sensación en los círculos académicos. El guía brasileño, César Santos, quien debía irlos a buscar a Manaos, no pudo llegar porque su avioneta estaba descompuesta, así es que los esperaría en Santa María de la Lluvia, donde el grupo tendría que trasladarse en barco.

Alex comprobó que Manaos, ubicada en la confluencia entre el río Amazonas y el río Negro, era una ciudad grande y moderna, con edificios altos y un tráfico agobiante, pero su abuela le aclaró que allí la naturaleza era indómita y en tiempos de inundaciones aparecían caimanes y serpientes en los patios de las casas y en los huecos de los ascensores. Esa era también una ciudad de traficantes donde la ley era frágil y se quebraba fácilmente: drogas, diamantes, oro, maderas preciosas, armas. No hacía ni dos semanas que habían descubierto un barco cargado de pescado… y cada pez iba relleno con cocaína.

Para el muchacho americano, quien sólo había salido de su país para conocer Italia, la tierra de los antepasados de su madre, fue una sorpresa ver el contraste entre la riqueza de unos y la extrema pobreza de otros, todo mezclado. Los campesinos sin tierra y los trabajadores sin empleo llegaban en masa buscando nuevos horizontes, pero muchos acababan viviendo en chozas, sin recursos y sin esperanza. Ese día se celebraba una fiesta y la población andaba alegre, como en carnaval: pasaban bandas de músicos por las calles, la gente bailaba y bebía, muchos iban disfrazados. Se hospedaron en un moderno hotel, pero no pudieron dormir por el estruendo de la música, los petardos y los cohetes. Al día siguiente el profesor Leblanc amaneció de muy mal humor por la mala noche y exigió que se embarcaran lo antes posible, porque no quería pasar ni un minuto más de lo indispensable en esa ciudad desvergonzada, como la calificó.

El grupo del International Geographic remontó el río Negro, que era de ese color debido al sedimento que arrastraban sus aguas, para dirigirse a Santa María de la Lluvia, una aldea en pleno territorio indígena. La embarcación era bastante grande, con un motor antiguo, ruidoso y humeante, y un improvisado techo de plástico para protegerse del sol y la lluvia, que caía caliente como una ducha varías veces al día. El barco iba atestado de gente, bultos, sacos, racimos de plátanos y algunos animales domésticos en jaulas o simplemente amarrados de las patas. Contaban con unos mesones, unas banquetas largas para sentarse y una serie de hamacas colgadas de los palos, unas encima de otras.

La tripulación y la mayoría de los pasajeros eran caboclos, como se llamaba a la gente del Amazonas, mezcla de varias razas: blanco, indio y negro. Iban también algunos soldados, un par de jóvenes americanos -misioneros mormones- y una doctora venezolana, Omayra Torres, quien llevaba el propósito de vacunar indios. Era una bella mulata de unos treinta y cinco años, con cabello negro, piel color ámbar y ojos verdes almendrados de gato. Se movía con gracia, como si bailara al son de un ritmo secreto Los hombres la seguían con la vista, pero ella parecía no darse cuenta de la impresión que su hermosura provocaba

– Debemos ir bien preparados -dijo Leblanc señalando sus armas. Hablaba en general, pero era evidente que se dirigía sólo a la doctora Torres-. Encontrar a la Bestia es lo de menos. Lo peor serán los indios. Son guerreros brutales, crueles y traicioneros Tal como describo en mi libro, matan para probar su valor y mientras más asesinatos cometen, más alto se colocan en la jerarquía de la tribu.

– ¿Puede explicar eso, profesor? -preguntó Kate Coid, sin disimular su tono de ironía.

– Es muy sencillo, señora… ¿cómo me dijo que era su nombre?

– Kate Coid -aclaró ella por tercera o cuarta vez; aparentemente el profesor Leblanc tenía mala memoria para los nombres femeninos.

– Repito: muy sencillo. Se trata de la competencia mortal que existe en la naturaleza. Los hombres más violentos dominan en las sociedades primitivas. Supongo que ha oído el término «macho alfa». Entre los lobos, por ejemplo, el macho más agresivo controla a todos los demás y se queda con las mejores hembras. Entre los humanos es lo mismo: los hombres más violentos mandan, obtienen más mujeres y pasan sus genes a más hijos. Los otros deben conformarse con lo que sobra, ¿entiende? Es la supervivencia del más fuerte -explicó Leblanc

– ¿Quiere decir que lo natural es la brutalidad?

– Exactamente La compasión es un invento moderno Nuestra civilización protege a los débiles, a los pobres, a los enfermos. Desde el punto de vista de la genética eso es un terrible error. Por eso la raza humana está degenerando.

– ¿Qué haría usted con los débiles en la sociedad, profesor? -preguntó ella.

– Lo que hace la naturaleza: dejar que perezcan. En ese sentido los indios son más sabios que nosotros -replicó Leblanc.

La doctora Omayra Torres, quien había escuchado atentamente la conversación, no pudo menos que dar su opinión.

– Con todo respeto, profesor, no me parece que los indios sean tan feroces como usted los describe, por el contrario, para ellos la guerra es más bien ceremonial: es un rito para probar el valor. Se pintan el cuerpo, preparan sus armas, cantan, bailan y parten a hacer una incursión en el shabono de otra tribu. Se amenazan y se dan unos cuantos garrotazos, pero rara vez hay más de uno o dos muertos. En nuestra civilización es al revés: no hay ceremonia, sólo masacre -dijo.

– Voy a regalarle un ejemplar de mi libro, señorita. Cualquier científico serio le dirá que Ludovic Leblanc es una autoridad en este tema… -la interrumpió el profesor.

– No soy tan sabia como usted -sonrió la doctora Torres-. Soy solamente una médica rural que ha trabajado más de diez años por estos lados.

– Créame, mi estimada doctora. Esos indios son la prueba de que el hombre no es más que un mono asesino -replicó Leblanc.

– ¿Y la mujer? -interrumpió Kate Coid.

– Lamento decirle que las mujeres no cuentan para nada en las sociedades primitivas. Son sólo botín de guerra.

La doctora Torres y Kate Coid intercambiaron una mirada y ambas sonrieron, divertidas. La parte inicial del viaje por el río Negro resultó ser más que nada un ejercicio de paciencia. Avanzaban a paso de tortuga y apenas se ponía el sol debían detenerse, para evitar ser golpeados por los troncos que arrastraba la corriente. El calor era intenso, pero al anochecer refrescaba y para dormir había que cubrirse con una manta. A veces, donde el río se presentaba limpio y calmo, aprovechaban para pescar o nadar un rato. Los dos primeros días se cruzaron con embarcaciones de diversas clases, desde lanchas a motor y casas flotantes hasta sencillas canoas talladas en troncos de árbol, pero después quedaron solos en la inmensidad de aquel paisaje. Ése era un planeta de agua: la vida transcurría navegando lentamente, al ritmo del río, de las mareas, de las lluvias, de las inundaciones. Agua, agua por todas partes. Existían centenares de familias, que nacían y morían en sus embarcaciones, sin haber pasado una noche en tierra firme; otras vivían en casas sobre pilotes a las orillas del río. El transporte se hacía por el río y la única forma de enviar o recibir un mensaje era por radio. Al muchacho americano le parecía increíble que se pudiera vivir sin teléfono. Una estación de Manaos transmitía mensajes personales sin interrupciones, así se enteraba la gente de las noticias, sus negocios y sus familias. Río arriba circulaba poco el dinero, había una economía de trueque, cambiaban pescado por azúcar, o gasolina por gallinas, o servicios por una caja de cerveza.

En ambas orillas del río la selva se alzaba amenazante. Las órdenes del capitán fueron claras: no alejarse por ningún motivo, porque bosque adentro se pierde el sentido de la orientación. Se sabía de extranjeros que, estando a pocos metros del río, habían muerto desesperados sin encontrarlo. Al amanecer veían delfines rosados saltando entre las aguas y centenares de pájaros cruzando el aire. También vieron manatíes, unos grandes mamíferos acuáticos cuyas hembras dieron origen a la leyenda de las sirenas. Por la noche aparecían entre los matorrales puntos colorados: eran los ojos de los caimanes espiando en la oscuridad. Un caboclo enseñó a Alex a calcular el tamaño del animal por la separación de los ojos. Cuando se trataba de un ejemplar pequeño, el caboclo lo encandilaba con una linterna, luego saltaba al agua y lo atrapaba, sujetándole las mandíbulas con una mano y la cola con otra. Si la separación de los ojos era considerable, lo evitaba como a la peste.

El tiempo transcurría lento, las horas se arrastraban eternas, sin embargo Alex no se aburría. Se sentaba en la proa del bote a observar la naturaleza, leer y tocar la flauta de su abuelo. La selva parecía animarse y responder al sonido del instrumento, hasta los ruidosos tripulantes y pasajeros del barco se callaban para escucharlo; ésas eran las únicas ocasiones en que Kate Coid le prestaba atención. La escritora era de pocas palabras, pasaba el día leyendo o escribiendo en sus cuadernos y en general lo ignoraba o lo trataba como a cualquier otro miembro de la expedición. Era inútil acudir a ella para plantearle un problema de mera supervivencia, como la comida, la salud o la seguridad, por ejemplo. Lo miraba de arriba abajo con evidente desdén y le contestaba que hay dos clases de problemas, los que se arreglan solos y los que no tienen solución, así es que no la molestara con tonterías. Menos mal que su mano había sanado rápidamente, si no ella sería capaz de resolver el asunto sugiriendo que se la amputara. Era mujer de medidas extremas. Le había prestado mapas y libros sobre el Amazonas, para que él mismo buscara la información que le interesaba. Si Alex le comentaba sus lecturas sobre los indios o le planteaba sus teorías sobre la Bestia, ella replicaba sin levantar la vista de la página que tenía por delante: «Nunca pierdas una buena ocasión de callarte la boca, Alexander».

Todo en ese viaje resultaba tan diferente al mundo en que el muchacho se había criado, que se sentía como un visitante de otra galaxia. Ya no contaba con las comodidades que antes usaba sin pensar, como una cama, baño, agua corriente, electricidad. Se dedicó a tomar fotografías con la cámara de su abuela para llevar pruebas de vuelta a California. ¡Sus amigos jamás le creerían que había tenido en las manos un caimán de casi un metro de largo!

Su problema más grave era alimentarse. Siempre había sido quisquilloso para comer y ahora le servían cosas que ni siquiera sabia nombrar. Lo único que podía identificar a bordo eran frijoles en lata, carne seca salada y café, nada de lo cual le apetecía. Los tripulantes cazaron a tiros un par de monos y esa noche, cuando el bote atracó en la orilla, los asaron. Tenían un aspecto tan humano, que se sintió enfermo al verlos: parecían dos niños quemados. A la mañana siguiente pescaron una pirarucú, un enorme pez cuya carne resultó deliciosa para todos menos para él, porque se negó a probarla. Había decidido a los tres años que no le gustaba el pescado. Su madre, cansada de batallar para obligarlo a comer, se había resignado desde entonces a servirle los alimentos que le gustaban. No eran muchos. Esa limitación lo mantenía hambriento durante el viaje; sólo disponía de bananas, un tarro de leche condensada y varios paquetes de galletas. A su abuela no pareció importarle que él tuviera hambre, tampoco a los demás. Nadie le hizo caso.

Varias veces al día caía una breve y torrencial lluvia; debió acostumbrarse a la permanente humedad, al hecho de que la ropa nunca se secaba del todo. Al ponerse el sol atacaban nubes de mosquitos. Los extranjeros se defendían empapándose en insecticida, sobre todo Ludovic Leblanc, quien no perdía ocasión de recitar la lista de enfermedades transmitidas por insectos, desde el tifus hasta la malaria. Había amarrado un tupido velo en tomo a su sombrero australiano para protegerse la cara y pasaba buena parte del día refugiado bajo un mosquitero, que hizo colgar en la popa del barco. Los caboclos, en cambio, parecían inmunes a las picaduras. Al tercer día, durante una mañana radiante, la embarcación se detuvo porque había un problema con el motor. Mientras el capitán procuraba arreglar el desperfecto, el resto de la gente se echó bajo techo a descansar. Hacía demasiado calor para moverse, pero Alex decidió que era el lugar perfecto para refrescarse. Saltó al agua, que parecía baja y calma como un plato de sopa, y se hundió como una piedra.

– Sólo un tonto prueba la profundidad con los dos pies -comentó su abuela cuando él asomó la cabeza en la superficie, echando agua & hasta por las orejas.

El muchacho se alejó nadando del bote -le habían dicho que los caimanes prefieren las orillas- y flotó de espaldas en el agua tibia por largo rato, abierto de brazos y piernas, mirando el cielo y pensando en los astronautas, que conocían su inmensidad. Se sintió tan seguro, que cuando algo pasó veloz rozando su mano tardó un instante en reaccionar. Sin tener idea de qué clase de peligro acechaba -tal vez los caimanes no se quedaban sólo en las orillas, después de todo -empezó a bracear con todas sus fuerzas de vuelta a la embarcación, pero lo detuvo en seco la voz de su abuela gritándole que no se moviera. Le obedeció por hábito, a pesar de que su instinto le advertía lo contrario. Se mantuvo a flote lo más quieto posible y entonces vio a su lado un pez enorme. Creyó que era un tiburón y el corazón se le detuvo, pero el pez dio una corta vuelta y regresó curioso, colocándose tan cerca, que pudo ver su sonrisa. Esta vez su corazón dio un salto y debió contenerse para no gritar de alegría. ¡Estaba nadando con un delfín!

Los veinte minutos siguientes, jugando con él como lo hacia con su perro Poncho, fueron los más felices de su vida. El magnífico animal circulaba a su alrededor a gran velocidad, saltaba por encima de él, se detenía a pocos centímetros de su cara, observándolo con una expresión simpática. A veces pasaba muy cerca y podía tocar su piel, que no era suave como había imaginado, sino áspera. Alex deseaba que ese momento no terminara nunca, estaba dispuesto a quedarse para siempre en el río, pero de pronto el delfín dio un coletazo de despedida y desapareció.

– ¿Viste, abuela? ¡Nadie me va a creer esto! -gritó de vuelta en el bote, tan excitado que apenas podía hablar.

– Aquí están las pruebas -sonrió ella, señalándole la cámara. También los fotógrafos de la expedición, Bruce y González, habían captado la escena. A medida que se internaban por el río Negro, la vegetación se volvía más voluptuosa, el aire más espeso y fragante, el tiempo más lento y las distancias más incalculables. Avanzaban como en sueños por un territorio alucinante. De trecho en trecho la embarcación se iba desocupando, los pasajeros descendían con sus bultos y sus animales en las chozas o pequeños villorrios de la orilla. Las radios a bordo ya no recibían los mensajes personales de Manaos ni atronaban con los ritmos populares, los hombres se callaban mientras la naturaleza vibraba con una orquesta de pájaros y monos. Sólo el ruido del motor delataba la presencia humana en la inmensa soledad de la selva. Por último, cuando llegaron a Santa María de la Lluvia, sólo quedaban a bordo la tripulación, el grupo del International Geographic, la doctora Omayra Torres y dos soldados. También estaban los dos jóvenes mormones, atacados por alguna bacteria intestinal. A pesar de los antibióticos administrados por la doctora iban tan enfermos, que apenas podían abrir los ojos y a ratos confundían la selva ardiente con sus nevadas montañas de Utah.

– Santa María de la Lluvia es el último enclave de la civilización -dijo el capitán de bote, cuando en un recodo del río apareció el villorrio

– De aquí para adelante es territorio mágico, Alexander -advirtió Kate Coid a su nieto.

– ¿Quedan indios que no han tenido contacto alguno con la civilización? -preguntó él.

– Se calcula que existen unos dos o tres mil, pero en realidad nadie lo sabe con certeza -contestó la doctora Omayra Torres.

Santa María de la Lluvia se levantaba como un error humano en medio de una naturaleza abrumadora, que amenazaba con tragársela en cualquier momento. Consistía en una veintena de casas, un galpón que hacia las veces de hotel, otro más pequeño donde funcionaba un hospital atendido por dos monjas, un par de pequeños almacenes, una iglesia católica y un cuartel del ejército. Los soldados controlaban la frontera y el tráfico entre Venezuela y Brasil. De acuerdo a la ley, también debían proteger a los indígenas de los abusos de colonos y aventureros, pero en la práctica no lo hacían. Los forasteros iban ocupando la región sin que nadie se los impidiera, empujando a los indios más y más hacia las zonas inexpugnables o matándolos con impunidad. En el embarcadero de Santa María de la Lluvia los esperaba un hombre alto, con un perfil afilado de pájaro, facciones viriles y expresión abierta, la piel curtida por la intemperie y una melena oscura amarrada en una cola en la nuca.

– Bienvenidos. Soy César Santos y ésta es mi hija Nadia -se presentó.

Alex calculó que la chica tenía la edad de su hermana Andrea, unos doce o trece años. Tenía el cabello crespo y alborotado, desteñido por el sol, los ojos y la piel color miel; vestía shorts, camiseta y unas chancletas de plástico. Llevaba varias tiras de colores atadas en las muñecas, una flor amarilla sobre una oreja y una larga pluma verde atravesada en el lóbulo de la otra. Alex pensó que, si Andrea viera esos adornos, los copiaría de inmediato, y que si Nicole, su hermana menor, viera el monito negro que la chica llevaba sentado sobre un hombro, se moriría de envidia. Mientras la doctora Torres, ayudada por dos monjas que fueron a recibirla, se llevaba a los misioneros mormones al diminuto hospital, César Santos dirigió el desembarco de los numerosos bultos de la expedición. Se disculpó por no haberlos esperado en Manaos, como habían acordado. Explicó que su avioneta había sobrevolado todo el Amazonas, pero era muy antigua y en las últimas semanas se le caían piezas del motor. En vista de que había estado a punto de estrellarse, decidió encargar otro motor, que debía llegar en esos días, y agregó con una sonrisa que no podía dejar huérfana a su hija Nadia. Luego los llevó al hotel, que resultó ser una construcción de madera sobre pilotes a orillas del río, similar a las otras destartaladas casuchas de la aldea. Cajas de cerveza se amontonaban por todos lados y sobre el mesón se alineaban botellas de licor. Alex había notado durante el viaje que, a pesar del calor, los hombres bebían litros y litros de alcohol a toda hora. Ese primitivo edificio serviría de base de operaciones, alojamiento, restaurante y bar para los visitantes. A Kate Coid y al profesor Ludovic Leblanc les asignaron unos cubículos separados del resto por sábanas colgadas de cuerdas. Los demás dormirían en hamacas protegidas por mosquiteros.

Santa María de la Lluvia era un villorrio somnoliento y tan remoto, que apenas figuraba en los mapas. Unos cuantos colonos criaban vacas de cuernos muy largos; otros explotaban el oro del fondo del río o la madera y el caucho de los bosques; unos pocos atrevidos partían solos a la selva en busca de diamantes; pero la mayoría vegetaba a la espera de que alguna oportunidad cayera milagrosamente del cielo. Ésas eran las actividades visibles. Las secretas consistían en tráfico de pájaros exóticos, drogas y armas. Grupos de soldados, con sus rifles al hombro y las camisas empapadas de sudor, jugaban a los naipes o fumaban sentados a la sombra. La escasa población languidecía, medio atontada por el calor y el aburrimiento. Alex vio varios individuos sin pelo ni dientes, medio ciegos, con erupciones en la piel, gesticulando y hablando solos; eran mineros a quienes el mercurio había trastornado y estaban muriendo de a poco. Buceaban en el fondo del río para aspirar con poderosos tubos la arena saturada de oro en polvo. Algunos morían ahogados; otros morían porque sus competidores les cortaban las mangueras de oxigeno; los mas morían lentamente envenenados por el mercurio que usaban para separar la arena del oro.

Los niños de la aldea, en cambio, jugaban felices en el lodo, acompañados por unos cuantos monos domésticos y perros flacos. Había algunos indios, varios cubiertos con una camiseta o un pantalón corto, otros tan desnudos como los niños. Al comienzo Alex, turbado, no se atrevía a mirar los senos de las mujeres, pero rápidamente se le acostumbró la vista y a los cinco minutos dejaron de llamarle la atención. Esos indios llevaban varios años en contacto con la civilización y habían perdido muchas de sus tradiciones y costumbres, como explicó César Santos. La hija del guía, Nadia, les hablaba en su lengua y en respuesta ellos la trataban como si fuera de la misma tribu.

Si ésos eran los feroces indígenas descritos por Leblanc, no resultaban muy impresionantes: eran pequeños, los hombres median menos de un metro cincuenta y los niños parecían miniaturas humanas. Por primera vez en su vida Alex se sintió alto. Tenían la piel color bronce y pómulos altos; los hombres llevaban el cabello cortado redondo como un plato a la altura de las orejas, lo cual acentuaba su aspecto asiático. Descendían de habitantes del norte de China, que llegaron por Alaska entre diez y veinte mil años atrás. Se salvaron de ser esclavizados durante la conquista en el siglo XVI porque permanecieron aislados. Los soldados españoles y portugueses no pudieron vencer los pantanos, los mosquitos, la vegetación, los inmensos ríos y las cataratas de la región amazónica.

Una vez instalados en el hotel, César Santos procedió a organizar el equipaje de la expedición y planear el resto del viaje con la escritora Kate Coid y los fotógrafos, porque el profesor Leblanc decidió descansar hasta que refrescara un poco el clima. No soportaba bien el calor. Entretanto Nadia, la hija del guía, invitó a Alex a recorrer los alrededores.

– Después de la puesta de sol no se aventuren fuera de los limites de la aldea, es peligroso -les advirtió César Santos. Siguiendo los consejos de Leblanc, quien hablaba como un experto en peligros de la selva, Alex se metió los pantalones dentro de los calcetines y las botas, para evitar que las voraces sanguijuelas le chuparan la sangre. Nadia, que andaba casi descalza, se rió.

– Ya te acostumbrarás a los bichos y el calor -le dijo. Hablaba muy buen inglés porque su madre era canadiense-. Mi mamá se fue hace tres años -aclaró la niña.

– ¿Por qué se fue?

– No pudo habituarse aquí, tenía mala salud y empeoró cuando la Bestia empezó a rondar. Sentía su olor, quería irse lejos, no podía estar sola, gritaba… Al final la doctora Torres se la llevó en un helicóptero. Ahora está en Canadá -dijo Nadia.

– ¿Tu padre no fue con ella?

– ¿Qué haría mi papá en Canadá?

– ¿Y por qué no te llevó con ella? -insistió Alex, quien nunca había oído de una madre que abandonara a los hijos.

– Porque está en un sanatorio. Además no quiero separarme de mi papá.

– ¿No tienes miedo de la Bestia?

– Todo el mundo le tiene miedo. Pero si viene, Borobá me advertiría a tiempo -replicó la niña, acariciando al monito negro, que nunca se separaba de ella.

Nadia llevó a su nuevo amigo a conocer el pueblo, lo cual les tomó apenas media hora, pues no había mucho que ver. Súbitamente estalló una tormenta de relámpagos, que cruzaban el cielo en todas direcciones, y empezó a llover a raudales. Era una lluvia caliente como sopa, que convirtió las angostas callejuelas en un humeante lodazal. La gente en general buscaba amparo bajo algún techo, pero los niños y los indios continuaban en sus actividades, indiferentes por completo al aguacero. Alex comprendió que su abuela tuvo razón al sugerirle que reemplazara sus vaqueros por ropa ligera de algodón, más fresca y fácil de secar. Para escapar de la lluvia, los dos chicos se metieron en la iglesia, donde encontraron a un hombre alto y fornido, con unas tremendas espaldas de leñador y el cabello blanco, a quien Nadia presentó como el padre Valdomero. Carecía por completo de la solemnidad que se espera de un sacerdote: estaba en calzoncillos, con el torso desnudo, encaramado a una escalera pintando las paredes con cal. Tenía una botella de ron en el suelo.

– El padre Valdomero ha vivido aquí desde antes de la invasión de las hormigas -lo presentó Nadia.

– Llegué cuando se fundó este pueblo, hace casi cuarenta años, y estaba aquí cuando vinieron las hormigas. Tuvimos que abandonar todo y salir escapando río abajo. Llegaron como una enorme mancha oscura, avanzando implacables, destruyendo todo a su paso -contó el sacerdote.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Alex, quien no podía imaginar un pueblo víctima de insectos.

– Prendimos fuego a las casas antes de irnos. El incendio desvió a las hormigas y unos meses más tarde pudimos regresar. Ninguna de las casas que ves aquí tiene más de quince años -explicó.

El sacerdote tenía una extraña mascota, un perro anfibio que, según dijo, era nativo del Amazonas, pero su especie estaba casi extinta. Pasaba buena parte de su vida en el río y podía permanecer varios minutos con la cabeza dentro de un balde con agua. Recibió a los visitantes desde prudente distancia, desconfiado. Su ladrido era como trino de pájaros y parecía que estaba cantando.

– Al padre Valdomero lo raptaron los indios. ¡Qué daría yo por tener esa suerte! -exclamó Nadia admirada.

– No me raptaron, niña. Me perdí en la selva y ellos me salvaron la vida. Viví con ellos varios meses. Son gente buena y libre, para ellos la libertad es más importante que la vida misma, no pueden vivir sin ella. Un indio preso es un indio muerto: se mete hacia adentro, deja de comer y respirar y se muere -contó el padre Valdomero.

– Unas versiones dicen que son pacíficos y otras que son completamente salvajes y violentos -dijo Alex.

– Los hombres más peligrosos que he visto por estos lados no son indios, sino traficantes de armas, drogas y diamantes, caucheros, buscadores de oro, soldados, y madereros, que infectan y explotan esta región -rebatió el sacerdote y agregó que los indios eran primitivos en lo material, pero muy avanzados en el plano mental, que estaban conectados a la naturaleza, como un hijo a su madre.

– Cuéntenos de la Bestia. ¿Es cierto que usted la vio con sus propios ojos, padre? -preguntó Nadia.

– Creo que la vi, pero era de noche y mis ojos ya no son tan buenos como antes -contestó el padre Valdomero, echándose un largo trago de ron al gaznate.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Alex, pensando que su abuela agradecería esa información.

– Hace un par de años…

– ¿Qué vio exactamente?

– Lo he contado muchas veces: un gigante de más de tres metros de altura, que se movía muy lentamente y despedía un olor terrible. Quedé paralizado de espanto.

– ¿No lo atacó, padre?

– No. Dijo algo, después dio media vuelta y desapareció en el bosque.

– ¿Dijo algo? Supongo que quiere decir que emitió ruidos, como gruñidos, ¿verdad? -insistió Alex.

– No, hijo. Claramente la criatura habló. No entendí ni una palabra, pero sin duda era un lenguaje articulado. Me desmayé… Cuando desperté no estaba seguro de lo que había pasado, pero tenía ese olor penetrante pegado en la ropa, en el pelo, en la piel. Así supe que no lo había soñado.

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