Mokarita, el jefe de las plumas amarillas, autorizó al grupo para descansar un rato antes de emprender el ascenso de la montaña. Tenía un rostro de madera, con la piel cuarteada como corteza de árbol, sereno y bondadoso.
– Yo no puedo subir -dijo Nadia al ver la roca negra, lisa y húmeda.
Era la primera vez que Alex la veía derrotada ante un obstáculo y simpatizó con ella porque también él estaba asustado, aunque durante años había trepado montañas y rocas con su padre. John Coid era uno de los escaladores más experimentados y audaces de los Estados Unidos, había participado en célebres expediciones a lugares casi inaccesibles, incluso había sido llamado un par de veces para rescatar gente accidentada en los picos más altos de Austria y Chile. Sabía que él no poseía la habilidad ni el valor de su padre, mucho menos su experiencia; tampoco había visto una roca tan escarpada como la que ahora tenía por delante. Escalar por los costados de la catarata, sin cuerdas y sin ayuda, era prácticamente imposible.
Nadia se aproximó a Mokarita y trató de explicarle mediante señas y las palabras que compartían que ella no era capaz de subir. El jefe pareció muy enojado, daba gritos, blandía sus armas y gesticulaba. Los otros indios lo imitaron, rodeando a Nadia amenazadores. Alex se colocó junto a su amiga y procuró calmar a los guerreros con gestos, pero lo único que consiguió fue que Tahama cogiera a Nadia por el cabello y empezara a darle tirones, arrastrándola hacia la catarata, mientras Borobá daba manotazos y chillaba. En un rapto de inspiración -o desesperación- el muchacho desprendió la flauta de su cinturón y comenzó a tocar. Al instante los indios se detuvieron, como hipnotizados; Tahama soltó a Nadia y todos rodearon a Alex.
Una vez que se hubieron apaciguado un poco los ánimos, Alex convenció a Nadia que con una cuerda él podía ayudarla a subir. Le repitió lo que tantas veces oyera decir a su padre: «antes de vencer la montaña hay que aprender a usar el temor».
– Me espanta la altura, Jaguar, me da vértigo. Cada vez que subo a la avioneta de mi padre me enfermo… -gimió Nadia.
– Mi papá dice que el temor es bueno, es el sistema de alarma del cuerpo, nos avisa del peligro; pero a veces el peligro es inevitable y entonces hay que dominar el miedo.
– ¡No puedo!
– Nadia, escúchame -dijo Alex sujetándola por los brazos y obligándola a mirarlo a los ojos-. Respira hondo, cálmate. Te enseñaré a usar el miedo. Confía en ti misma y en mí. Te ayudaré a subir, lo haremos juntos, te lo prometo.
Por toda respuesta Nadia se echó a llorar con la cabeza en el hombro de Alex. El muchacho no supo qué hacer, jamás había estado tan cerca de una chica. En sus fantasías había abrazado mil veces a Cecilia Burns, su amor de toda la vida, pero en la práctica habría salido corriendo si ella lo hubiera tocado. Cecilia Burns estaba tan lejos, que era como si no existiera: no podía recordar su cara. Sus brazos rodearon a Nadia en un gesto automático. Sintió que el corazón latía en su pecho como una estampida de búfalos, pero le alcanzó la lucidez para darse cuenta de lo absurdo de su situación. Estaba en el medio de la selva, rodeado de extraños guerreros pintarrajeados, con una pobre chica aterrada en sus brazos y ¿en qué estaba pensando? ¡En el amor! Logró reaccionar, separando a Nadia para enfrentarla con determinación.
– Deja de llorar y dile a estos señores que necesitamos una cuerda -le ordenó, señalando a los indios-. Y acuérdate que tienes la protección del talismán.
– Walimaí dijo que me protegería de hombres, animales y fantasmas, pero no mencionó el peligro de caerme y partirme la nuca -explicó Nadia.
– Como dice mi abuela, de algo hay que morirse -la consoló su amigo tratando de sonreír. Y agregó-: ¿No me dijiste que hay que ver con el corazón? Esta es una buena oportunidad para hacerlo.
Nadia se las arregló para comunicar a los indios la petición del muchacho. Cuando finalmente entendieron, varios de ellos se pusieron en acción y muy pronto confeccionaron una cuerda con lianas trenzadas. Cuando vieron que Alex ataba un extremo de la cuerda a la cintura de la chica y enrollaba el resto en torno a su propio pecho, dieron muestras de gran curiosidad. No podían imaginar por qué los forasteros hacían algo tan absurdo: si uno resbalaba arrastraría al otro. El grupo se acercó a la catarata, que caía libremente desde una altura de más de cincuenta metros y se estrellaba abajo en una impresionante nube de agua, coronada por un magnífico arco iris. Centenares de pájaros negros cruzaban la cascada en todas direcciones. Los indios saludaron al río que bajaba del cielo esgrimiendo sus armas y dando gritos: ya estaban muy cerca de su país. Al subir a las tierras altas se sentían a salvo de cualquier peligro. Tres de ellos se alejaron en el bosque por un rato y regresaron con unas bolas, que, al ser inspeccionadas por los chicos, resultaron ser de una resma blanca, espesa y muy pegajosa. Imitando a los otros, se frotaron las palmas de las manos y los pies con esa pasta. En contacto con el suelo, el humus se pegaba en la resma, creando una suela irregular. Los primeros pasos fueron dificultosos, pero apenas se metieron bajo la llovizna de la catarata, comprendieron su utilidad: era como llevar botas y guantes de goma adhesiva.
Bordearon la laguna que se formaba abajo y pronto alcanzaron, empapados, la cascada, una cortina sólida de agua, separada de la montaña por varios metros. El rugido del agua era tal que resultaba imposible comunicarse y tampoco podían hacerlo por señas, puesto que la visibilidad era casi nula, el vapor de agua convertía el aire en espuma blanca. Tenían la impresión de avanzar a tientas en medio de una nube. Por orden de Nadia, Borobá se había pegado al cuerpo de Alex como un gran parche peludo y caliente, mientras ella avanzaba detrás porque iba sujeta de una cuerda, de otro modo habría retrocedido. Los guerreros conocían bien el terreno y proseguían lento, pero sin vacilar, calculando dónde ponían cada pie. Los muchachos los siguieron lo más cerca posible, porque bastaba separarse un par de pasos para perderlos de vista por completo. Alex imaginó que el nombre de esa tribu -gente de la neblina- provenía de la densa bruma que se formaba al reventar el agua.
Esa y otras cataratas del Alto Orinoco habían derrotado siempre a los forasteros, pero los indios las habían convertido en sus aliadas. Sabían exactamente dónde pisar, había muescas naturales o talladas por ellos que seguramente habían usado por cientos de años. Esos cortes en la montaña formaban una escalera detrás de la cascada, que subía hasta el tope. Sin conocer su existencia y su ubicación exacta, era imposible ascender por esas paredes lisas, mojadas y resbalosas, con la atronadora presencia de la cascada a la espalda. Un tropezón y la caída terminaba en muerte segura en medio del fragor de la espuma.
Antes de verse aislados por el ruido, Alex alcanzó a instruir a Nadia de no mirar hacia abajo, debía concentrarse en copiar sus movimientos, aferrándose donde él lo hacia, tal como él imitaba a Tahama, quien iba delante. También le explicó que la primera parte era más difícil por la niebla producida al estrellarse el agua contra el suelo, pero a medida que subieran seguramente sería menos resbaloso y podrían ver mejor. A Nadia eso no le dio ánimo, porque su peor problema no era la visibilidad, sino el vértigo. Trató de ignorar la altura y el rugido ensordecedor de la cascada, pensando que la resina en las manos y los pies ayudaba a adherirse a la roca mojada. La cuerda que la unía a Alex le daba algo de seguridad, aunque era fácil adivinar que un paso en falso de cualquiera de ellos lanzaría a ambos al vacío. Procuró seguir las instrucciones de Alex: concentrar la mente en el próximo movimiento, en el lugar preciso donde debía colocar el pie o la mano, uno a la vez, sin apuro y sin perder el ritmo. Apenas lograba estabilizarse, se movía con cuidado buscando una hendidura o saliente superior, enseguida tanteaba con un pie hasta dar con otra y así podía impulsar el cuerpo unos centímetros más arriba. Las fisuras en la montaña eran suficientemente profundas para apoyarse, el peligro mayor consistía en separar el cuerpo, debía moverse pegada a la roca. En un chispazo pasó por su mente Borobá: si ella iba tan aterrada, cómo estaría el infortunado mono colgando de Alex.
A medida que subían la visibilidad aumentaba, pero la distancia entre la catarata y la montaña se reducía. Los niños sentían el agua cada vez más cerca de sus espaldas. Justo cuando Alex y Nadia se preguntaban cómo harían para continuar el ascenso a la parte superior de la catarata, las muescas en la roca se desviaron hacia la derecha. El muchacho tanteó con los dedos y dio con una superficie plana; entonces sintió que lo cogían por la muñeca y tiraban hacia arriba. Se impulsó con todas sus fuerzas y aterrizó en una cueva de la montaña, donde ya estaban reunidos los guerreros. Tirando de la cuerda alzó a Nadia, que cayó de bruces encima de él, atontada por el esfuerzo y el terror. El infortunado Borobá no se movió, estaba pegado como una lapa a su espalda y congelado de terror. Frente a la boca de la cueva caía una cortina compacta de agua, que los pájaros negros atravesaban dispuestos a defender sus nidos de los invasores. Alex se admiró ante el increíble valor de los primeros indios que, tal vez en la prehistoria, se aventuraron detrás de la cascada, encontraron algunas hendiduras y tallaron otras, descubrieron la cueva y abrieron el camino para sus descendientes.
La gruta, larga y estrecha, no permitía ponerse de pie, debían gatear o arrastrarse. La claridad del sol se filtraba blanca y lechosa a través de la cascada, pero apenas alumbraba la entrada, más adentro estaba oscuro. Alex, sosteniendo a Nadia y Borobá contra su pecho, vio a Tahama llegar hasta su lado, gesticulando y señalando la caída de agua. No podía oírle, pero entendió que alguien se había resbalado o se había quedado atrás. Tahama le mostraba la cuerda y por fin comprendió que éste pretendía usarla para bajar en busca del ausente. El indio era más pesado que él y, por muy ágil que fuera, no tenía experiencia en rescate de alta montaña. Tampoco él era un experto, pero al menos había acompañado a su padre un par de veces en misiones arriesgadas, sabía usar una cuerda y había leído mucho al respecto. Escalar era su pasión, sólo comparable a su amor por la flauta. Hizo señas a los indios de que él iría hasta donde dieran las lianas. Desató a Nadia e indicó a Tahama y a los otros que lo bajaran por el precipicio.
El descenso, suspendido de una frágil cuerda en el abismo, con un mar de agua rugiendo a su alrededor, a Alex le pareció peor que la subida. Veía muy poco y ni siquiera sabia quién había resbalado ni dónde buscarlo. La maniobra era de una temeridad prácticamente inútil, puesto que cualquiera que hubiera pisado en falso durante el ascenso ya estaría hecho polvo abajo. ¿Qué haría su padre en esas circunstancias? John Coid pensaría primero en la víctima, después en sí mismo. John Coid no se daría por vencido sin intentar todos los recursos posibles. Mientras lo descendían hizo un esfuerzo por ver más allá de sus narices y respirar, pero apenas podía abrir los ojos y sentía los pulmones llenos de agua. Se balanceaba en el vacío, rogando para que la cuerda de lianas no cediera.
De pronto uno de sus pies dio con algo blando y un instante más tarde palpaba con los dedos la forma de un hombre que colgaba aparentemente de la nada. Con un sobresalto de angustia, comprendió que era el jefe Mokarita. Lo reconoció por el sombrero de plumas amarillas, que aún permanecía firme en su cabeza, a pesar de que el infeliz anciano estaba enganchado como una res en una gruesa raíz que emergía de la montaña y, milagrosamente, había detenido su caída. Alex no tenía dónde sostenerse y temía que si se apoyaba en la raíz, ésta se partiría, precipitando a Mokarita al abismo. Calculó que sólo tendría una oportunidad de agarrarlo y más valía hacerlo con precisión, si no el hombre, empapado como estaba, se le resbalaría entre los dedos como un pez.
Alexander se dio impulso, columpiándose casi a ciegas y se enroscó con piernas y brazos a la figura postrada. En la cueva los guerreros sintieron el tirón y el peso en la cuerda y comenzaron a halar con cuidado, muy lento, para evitar que el roce rompiera las lianas y el bamboleo azotara a Alex y Mokarita contra las rocas. El joven no supo cuánto demoró la operación, tal vez sólo unos minutos, pero le parecieron horas. Por último se sintió cogido por varias manos, que lo izaron a la cueva. Los indios debieron forcejear con él para que soltara a Mokarita: lo tenía abrazado con la determinación de una piraña. El jefe se acomodó las plumas y esbozó una débil sonrisa. Hilos de sangre le brotaban por la nariz y la boca, pero por lo demás parecía intacto. Los indios se manifestaban muy impresionados por el rescate y pasaban la cuerda de mano en mano con admiración, pero a ninguno se le ocurrió atribuir el salvamento del jefe al joven forastero, más bien felicitaban a Tahama por haber tenido la idea. Agotado y adolorido, Alex echó de menos que alguien le diera las gracias, pero hasta Nadia lo ignoró. Acurrucada con Borobá en un rincón, ni cuenta se dio ella del heroísmo de su amigo, porque estaba todavía tratando de recuperarse del ascenso a la montaña.
El resto del viaje fue más fácil, porque el túnel se abría a cierta distancia del agua, en un sitio donde era posible subir con menos riesgo. Sirviéndose de la cuerda, los indios izaron a Mokarita, porque le flaqueaban las piernas, y a Nadia, porque le flaqueaba el ánimo, pero finalmente todos se encontraron en la cima.
– ¿No te dije que el talismán también servía para peligros de altura? -se burló Alex.
– ¡Cierto! -admitió Nadia, convencida. Ante ellos apareció el Ojo del Mundo, como llamaba la gente de la neblina a su país. Era un paraíso de montañas y cascadas espléndidas, un bosque infinito poblado de animales, pájaros y mariposas, con un clima benigno y sin las nubes de mosquitos que atormentaban en las tierras bajas. A lo lejos se alzaban extrañas formaciones como altísimos cilindros de granito negro y tierra roja. Postrado en el suelo sin poder moverse, Mokarita los señaló con reverencia: -Son tepuis, las residencias de los dioses -dijo con un hilo de voz. Alex los reconoció al punto: esas impresionantes mesetas eran idénticas a las torres magnificas que había visto cuando enfrentó al jaguar negro en el patio de Mauro Carías.
– Son las montañas más antiguas y misteriosas de la tierra -dijo.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Las habías visto antes? -preguntó Nadia.
– Las vi en un sueño -contestó Alex.
El jefe indio no daba muestras de dolor, como correspondía a un guerrero de su categoría, pero le quedaban muy pocas fuerzas, a ratos cerraba los ojos y parecía desmayado. Alex no supo si tenía huesos rotos o incontables magulladuras internas, pero era claro que no podía ponerse de pie. Valiéndose de Nadia como intérprete, consiguió que los indios improvisaran una parihuela con dos palos largos, unas cuantas lianas atravesadas y un trozo de corteza de árbol encima. Los guerreros, desconcertados ante la debilidad del anciano que había guiado a la tribu por varias décadas, siguieron las instrucciones de Alex sin discutir. Dos de ellos cogieron los extremos de la camilla y así continuaron la marcha durante una media hora por la orilla del río, guiados por Tahama, hasta que Mokarita indicó que se detuvieran para descansar un rato. El ascenso por las laderas de la catarata había durado varias horas y para entonces todos estaban agotados y hambrientos. Tahama y otros dos hombres se internaron en el bosque y regresaron al poco rato con unos cuantos pájaros, una armadillo y un mono, que habían cazado con sus flechas. El mono, todavía vivo, pero paralizado por el curare, fue despachado de un piedrazo en la cabeza, ante el horror de Borobá, quien corrió a refugiarse bajo la camiseta de Nadia. Hicieron fuego frotando un par de piedras -algo que Alex había intentado inútilmente cuando era boy scout- y asaron las presas ensartadas en palos. El cazador no probaba la carne de su víctima, era mala educación y mala suerte, debía esperar que otro cazador le ofreciera de la suya. Tahama había cazado todo menos el armadillo, de modo que la cena demoró un buen rato, mientras cumplían el riguroso protocolo de intercambio de comida. Cuando por fin tuvo su porción en la mano, Alex la devoró sin fijarse en las plumas y los pelos que aún había adheridos a la carne, y le pareció deliciosa.
Todavía faltaba un par de horas para la puesta del sol y en el altiplano, donde la cúpula vegetal era menos densa, la luz del día duraba más que en el valle. Después de largas consultas con Tahama y Mokarita, el grupo se puso nuevamente en marcha. Tapirawa-teri, la aldea de la gente de la neblina apareció de pronto en medio del bosque, como si tuviera la misma propiedad de sus habitantes para hacerse visible o invisible a voluntad. Estaba protegida por un grupo de castaños gigantes, los árboles más altos de la selva, algunos de cuyos troncos median más de diez metros de circunferencia. Sus cúpulas cubrían la aldea como inmensos paraguas. Tapirawa-teri era diferente al típico shabono, lo cual confirmó la sospecha de Alex que la gente de la neblina no era como los demás indios y seguramente tenía muy poco contacto con otras tribus del Amazonas. La aldea no consistía en una sola choza circular con un patio al centro, donde vivía toda la tribu, sino de habitaciones pequeñas, hechas con barro, piedras, palos y paja, cubiertas por ramas y arbustos, de modo que se confundían perfectamente con la naturaleza. Se podía estar a pocos metros de distancia sin tener idea que allí existía una construcción humana. Alex comprendió que si era tan difícil distinguir el villorrio cuando uno se encontraba en medio de él, sería imposible verlo desde el aire, como sin duda se vería el gran techo circular y el patio despejado de vegetación de un shabono. Esa debía ser la razón por la cual la gente de la neblina había logrado mantenerse completamente aislada. Su esperanza de ser rescatado por los helicópteros del Ejército o la avioneta de César Santos se esfumó.
La aldea era tan irreal como los indios. Tal como las chozas eran invisibles, también lo demás parecía difuso o transparente. Allí los objetos, como las personas, perdían sus contornos precisos y existían en el plano de la ilusión. Surgiendo del aire, como fantasmas, llegaron las mujeres y los niños a recibir a los guerreros. Eran de baja estatura, de piel más clara que los indios del valle, con ojos color ámbar; se movían con extraordinaria ligereza, flotando, casi sin consistencia material. Por todo vestido llevaban dibujos pintados en el cuerpo y algunas plumas o flores atadas en los brazos o ensartadas en las orejas. Asustados por el aspecto de los dos forasteros, los niños pequeños se echaron a llorar y las mujeres se mantuvieron distantes y temerosas, a pesar de la presencia de sus hombres armados.
– Quítate la ropa, Jaguar -le indicó Nadia, mientras se desprendía de sus pantalones cortos, su camiseta y hasta sus prendas interiores.
Alex la imitó sin pensar siquiera en lo que hacia. La idea de desnudarse en público lo hubiera horrorizado hacia un par de semanas, pero en ese lugar era natural. Andar vestido resultaba indecente cuando todos los demás estaban desnudos. Tampoco le pareció extraño ver el cuerpo de su amiga, aunque antes se habría sonrojado si cualquiera de sus hermanas se presentaba sin ropa ante él. De inmediato las mujeres y los niños perdieron el miedo y se fueron acercando poco a poco. Nunca habían visto personas de aspecto tan singular, sobre todo el muchacho americano, tan blanco en algunas partes. Alex sintió que examinaban con especial curiosidad la diferencia de color entre lo que habitualmente cubría su traje de baño y el resto del cuerpo, bronceado por el sol. Lo frotaban con los dedos para ver si era pintura y se reían a carcajadas.
Los guerreros depositaron en el suelo la camilla de Mokarita, que al punto fue rodeada por los habitantes de la aldea. Se comunicaban en susurros y en un tono melódico, imitando los sonidos del bosque, la lluvia, el agua sobre las piedras de los ríos, tal como hablaba Walimaí. Maravillado, Alex se dio cuenta que podía comprender bastante bien, siempre que no hiciera un esfuerzo, debía «oír con el corazón». Según Nadia, quien tenía una facilidad asombrosa para las lenguas, las palabras no son tan importantes cuando se entienden las intenciones.
Iyomi, la esposa de Mokarita, aún más anciana que él, se aproximó. Los demás le abrieron paso con respeto y ella se arrodilló junto a su marido, sin una lágrima, murmurando palabras de consuelo en su oreja, mientras las demás mujeres formaban un coro a su alrededor, serias y en silencio, sosteniendo a la pareja con su cercanía, pero sin intervenir.
Muy pronto cayó la noche y el aire se tornó frío. Normalmente en un shabono había siempre bajo el gran techo común un collar de fogatas encendidas para cocinar y proveer calor, pero en Tapirawa-teri el fuego estaba disimulado, como todo lo demás. Las pequeñas hogueras se encendían sólo de noche y dentro de las chozas, sobre un altar de piedra, para no llamar la atención de los posibles enemigos o los malos espíritus. El humo escapaba por las ranuras del techo, dispersándose en el aire. Al principio Alex tuvo la impresión de que las viviendas estaban distribuidas al azar entre los árboles, pero pronto comprendió que estaban colocadas en forma vagamente circular, como un shabono, y conectadas por túneles o techos de ramas, dando unidad a la aldea. Sus habitantes podían trasladarse mediante esa red de senderos ocultos, protegidos en caso de ataque y resguardados de la lluvia y el sol.
Los indios se agrupaban por familias, pero los muchachos adolescentes y hombres solteros vivían separados en una habitación común, donde había hamacas colgadas de palos y esterillas en el suelo. Allí instalaron a Alex, mientras Nadia fue llevada a la morada de Mokarita. El jefe indio se había casado en la pubertad con Iyomi, su compañera de toda la vida, pero tenía además dos esposas jóvenes y un gran número de hijos y nietos. No llevaba la cuenta de la descendencia, porque en realidad tampoco importaba quiénes eran los padres: los niños se criaban todos juntos, protegidos y cuidados por los miembros de la aldea.
Nadia averiguó que entre la gente de la neblina era común tener varias esposas o varios maridos; nadie se quedaba solo. Si un hombre moría, sus hijos y esposas eran de inmediato adoptados por otro que pudiera protegerlos y proveer para ellos. Ese era el caso de Tahama, quien debía ser buen cazador, porque tenía la responsabilidad de varias mujeres y una docena de criaturas. A su vez una madre, cuyo esposo era un mal cazador, podía conseguir otros maridos para que la ayudaran a alimentar a sus hijos. Los padres solían prometer en matrimonio a las niñas cuando nacían, pero ninguna muchacha era obligada a casarse o a permanecer junto a un hombre contra su voluntad. El abuso contra mujeres y niños era tabú y quien lo violaba perdía a su familia y quedaba condenado a dormir solo, porque tampoco era aceptado en la choza de los solteros. El único castigo entre la gente de la neblina era el aislamiento: nada temían tanto como ser excluidos de la comunidad. Por lo demás, la idea de premio y castigo no existía entre ellos; los niños aprendían imitando a los adultos, porque si no lo hacían estaban destinados a perecer. Debían aprender a cazar, pescar, plantar y cosechar, respetar a la naturaleza y a los demás, ayudar, mantener su puesto en la aldea. Cada uno aprendía con su propio ritmo y de acuerdo a su capacidad.
A veces no nacían suficientes niñas en una generación, entonces los hombres partían en largas excursiones en busca de esposas. Por su parte, las muchachas de la aldea podían encontrar marido durante las raras ocasiones en que visitaban otras regiones. También se mezclaban adoptando familias de otras tribus, abandonadas después de una batalla, porque un grupo muy pequeño no podía sobrevivir en la selva. De vez en cuando había que declarar la guerra a otro shabono, así se hacían fuertes los guerreros y se intercambiaban parejas. Era muy triste cuando los jóvenes se despedían para ir a vivir en otra tribu, porque muy raramente volvían a ver a su familia. La gente de la neblina guardaba celosamente el secreto de su aldea, para defenderse de ser atacados y de las costumbres de los forasteros. Habían vivido igual durante miles de años y no deseaban cambiar. En el interior de las chozas había muy poco: hamacas, calabazas, hachas de piedra, cuchillos de dientes o garras, varios animales domésticos, que pertenecían a la comunidad y entraban y salían a gusto. En el dormitorio de los solteros se guardaban arcos, flechas, cerbatanas y dardos. No había nada superfluo, tampoco objetos de arte, sólo lo esencial para la estricta supervivencia y el resto lo proveía la naturaleza. Alexander Coid no vio ni un solo objeto de metal que indicara contacto con el mundo exterior y recordó cómo la gente de la neblina no había tocado los regalos colgados por César Santos para atraerlos. En eso también se diferenciaba de las otras tribus de la región, que sucumbían una a una a la codicia por el acero y otros bienes de los forasteros.
Cuando bajó la temperatura, Alex se puso su ropa, pero igual tiritaba. Por la noche vio que sus compañeros de vivienda dormían de a dos en las hamacas o amontonados en el suelo para infundirse calor, pero él venía de una cultura donde el contacto físico entre varones no se tolera; los hombres sólo se tocan en arranques de violencia o en los deportes más rudos. Se acostó solo en un rincón sintiéndose insignificante, menos que una pulga. Ese pequeño grupo humano en una diminuta aldea de la selva era invisible en la inmensidad del espacio sideral. Su tiempo de vida era menos que una fracción de segundo en el infinito. O tal vez ni siquiera existían, tal vez los seres humanos, los planetas y el resto de la Creación eran sueños, ilusiones. Sonrió con humildad al recordar que pocos días antes él todavía se creía el centro del universo. Tenía frío y hambre, supuso que ésa sería una noche muy larga, pero en menos de cinco minutos estaba durmiendo como si lo hubieran anestesiado.
Despertó acurrucado en el suelo sobre una esterilla de paja, apretado entre dos fornidos guerreros, que roncaban y resoplaban en su oreja como solía hacer su perro Poncho. Se desprendió con dificultad de los brazos de los indios y se levantó discretamente, pero no llegó muy lejos, porque atravesada en el umbral había una culebra gorda de más de dos metros de largo. Se quedó petrificado, sin atreverse a dar un paso, a pesar de que el reptil no daba muestras de vida: estaba muerto o dormido. Pronto los indios se sacudieron el sueño y comenzaron sus actividades con la mayor calma, pasando por encima de la culebra sin prestarle atención. Era una boa constrictor domesticada, cuya misión consistía en eliminar ratas, murciélagos, escorpiones y espantar a las serpientes venenosas. Entre la gente de la neblina había muchas mascotas: monos que se criaban con los niños, perritos que las mujeres amamantaban igual que a sus hijos, tucanes, loros, iguanas y hasta un decrépito jaguar amarillo, inofensivo, con una pata coja. Las boas, bien alimentadas y por lo general letárgicas, se prestaban para que los niños jugaran con ellas. Alex pensó en lo feliz que estaría su hermana Nicole en medio de aquella exótica fauna amaestrada. Buena parte del día se fue en preparar la fiesta para celebrar el regreso de los guerreros y la visita de las dos «almas blancas», como llamaron a Nadia y Alex. Todos participaron, menos un hombre, que permaneció sentado en un extremo de la aldea, separado de los demás. El indio cumplía el rito de purificación -unokaimú- obligatorio cuando se ha matado a otro ser humano. Alex se enteró que unokaimú consistía en ayuno total, silencio e inmovilidad durante varios días, de esa manera el espíritu del muerto, que había escapado por las narices del cadáver para pegarse en el esternón del asesino, iría poco a poco desprendiéndose. Si el homicida consumía cualquier alimento, el fantasma de su víctima engordaba y su peso acababa por aplastarlo. Frente al guerrero inmóvil en unokaimú había una larga cerbatana de bambú decorada con extraños símbolos, idénticos a los del dardo envenenado que atravesó el corazón de uno de los soldados de la expedición durante el viaje por el río.
Algunos hombres partieron a cazar y pescar, guiados por Tahama, mientras varias mujeres fueron a buscar maíz y plátanos a los pequeños huertos disimulados en el bosque y otras se dedicaron a moler mandioca. Los niños más pequeños juntaban hormigas y otros insectos para cocinarlos; los mayores recolectaron nueces y frutas, otros subieron con increíble agilidad a uno de los árboles para sacar miel de un panal; única fuente de azúcar en la selva. Desde que podían tenerse en pie, los muchachos aprendían a trepar, eran capaces de correr sobre las ramas más altas de un árbol sin perder el equilibrio. De sólo verlos suspendidos a gran altura, como simios, Nadia sentía vértigo.
Entregaron a Alex un canasto, le enseñaron a atárselo colgado de la cabeza y le indicaron que siguiera a otros jóvenes de su edad. Caminaron un buen rato bosque adentro, cruzaron el río sujetándose con pértigas y lianas, y llegaron frente a unas esbeltas palmeras cuyos troncos estaban erizados de afiladas espinas. Bajo las copas, a más de quince metros de altura, brillaban racimos de un fruto amarillo parecido al durazno. Los jóvenes amarraron unos palos para hacer dos firmes cruces, rodearon el tronco con una y pusieron la otra más arriba. Uno de ellos trepó en la primera, empujó la otra hacia arriba, se subió en ésa, estiró la mano para elevar la cruz de más abajo y así fue ascendiendo con la agilidad de un trapecista hasta la cumbre. Alex había oído hablar de esa hazaña, pero hasta que no la vio no entendió cómo se podía subir sin herirse con las espinas. Desde arriba el indio lanzó los frutos, que los demás recogieron en los canastos. Más tarde las mujeres de la aldea los molieron, mezclados con plátano, para hacer una sopa, muy apreciada entre la gente de la neblina.
A pesar de que todos estaban atareados con los preparativos, había un ambiente relajado y festivo. Nadie se apuraba y sobró tiempo para remojarse alegremente durante horas en el río. Mientras chapoteaba con otros jóvenes, Alexander Coid pensó que nunca el mundo le había parecido tan hermoso y nunca volvería a ser tan libre. Después del largo baño las muchachas de Tapirawa-teri prepararon pinturas vegetales de diferentes colores y decoraron a todos los miembros de la tribu, incluso los bebés, con intrincados dibujos. Entretanto los hombres de más edad molían y mezclaban hojas y cortezas de diversos árboles para obtener yopo, el polvo mágico de las ceremonias.