Capítulo 12

LAS VEGAS, NEVADA. 122 horas, 30 minutos.

A las cinco y media de la mañana Las Vegas se detenía levemente. Las luces de neón brillaban todavía y había gente por las calles, la mayoría de camino hacia sus habitaciones para unas pocas horas de sueño antes de reemprender el juego. Kelly Reynolds hacía lo contrario: empezaba el día tras tres horas de sueño en la habitación de un motel. Lo primero que hizo cuando sonó la alarma fue llamar al apartamento de Johnny con la leve esperanza de que estuviera allí o hubiera cambiado el mensaje.

Miró cómo alzaba el vuelo hacia el horizonte un avión de los que cubren grandes distancias. «Camina hacia el rugir de los aviones», se dijo parafraseando a Napoleón. Había alquilado un coche en el aeropuerto. Ahora necesitaba aire fresco y tiempo para pensar.

«Esto es lo que papá hubiera hecho: buscar la conexión más fuerte.» Ese pensamiento le dibujó una sonrisa triste en el rostro. Su padre y sus historias. La mejor época de su vida pasó para él antes de cumplir veinte años. Kelly pensó que era un modo terrible de pasar el resto de la vida.

La Segunda Guerra Mundial. La última gran guerra. Su padre había servido en la OSS, la Oficina de Servicios Estratégicos, precursora de la CÍA. Durante el último año de la guerra se había infiltrado en Italia y colaborado con los partisanos. Corría por las laderas de las montañas con una banda de renegados con licencia para matar alemanes y tomar por la fuerza todo lo que necesitasen. Luego, al acabar la guerra, había trabajado en Europa, ayudando en los procesos por crímenes de guerra. Mucho de lo que había visto allí le hizo detestar el género humano.

La paz nunca volvió a ser la misma. Se dejó matar lentamente por la bebida y vivió para sus recuerdos y sus pesadillas. La madre de Kelly se refugió en su mente y se cerró al mundo exterior. Todo aquello hizo que Kelly madurase. Se preguntaba cómo habría acabado el asunto de Nellis si su padre aún hubiera estado vivo, si su hígado hubiera aguantado un poco más. Posiblemente ella le habría pedido consejo. Por lo menos, habría tenido en cuenta su opinión en lugar de crearse ella misma su vía de destrucción. Seguramente, él no habría caído tan fácilmente en las redes de Prague. Le habría aconsejado acercarse al cebo muy lentamente y vigilar el anzuelo.

El único legado que tenía de su padre eran sus historias. Pero ella misma era también su legado, algo más de lo que ella, a sus cuarenta y dos años, podía decir de sí misma. No tenía hijos y tampoco una carrera profesional que lo compensara. Mientras se dirigía hacia el aeropuerto, Kelly se sintió algo deprimida. La única cosa que la hacía continuar era Johnny. Él la necesitaba.

Se detuvo en una tienda abierta las veinticuatro horas y compró dos paquetes de cigarrillos y un encendedor.


ÁREA 51.

Turcotte se abrochó el cinturón del asiento del avión e intentó ponerse cómodo. Desde que había abandonado la sala de control subterránea, hacía dos horas, había permanecido solo, esperando en una pequeña sala del hangar, hasta que pusieron la escaleras del 737 que volaba para Las Vegas y recogía a los trabajadores del turno de día. Se alegraba de marcharse de ahí. Lo primero que haría en Las Vegas después de que le cosieran la herida sería llamar a la doctora Duncan al número que había memorizado. Quería sacarse todo lo que llevaba en su interior. Luego esperaba poder dejar todo aquello atrás.

Observó a un anciano que subía a bordo acompañado por dos hombres jóvenes, cuya actitud hacía pensar que se trataba de guardaespaldas del hombre mayor. Pese a ser los únicos pasajeros, el anciano escogió un asiento delantero del avión situado en la fila opuesta a la de Turcotte. Los guardaespaldas, al parecer satisfechos de que no hubiera peligros inmediatos, se sentaron unas filas más atrás en cuanto la puerta del avión fue cerrada por el mismo hombre de expresión dura que cuarenta horas antes había recibido a Turcotte con el analizador de sangre. El hombre desapareció en la cabina.

– Están locos -murmuró el hombre en alemán con sus manos nudosas asidas a un bastón de puño de plata.

Turcotte no le hizo caso y miró por la ventana la base de la Groom Mountain. Incluso a esa distancia tan corta, menos de doscientos metros, era casi imposible adivinar el hangar que había en la ladera de la montaña. Turcotte se preguntó cuánto dinero se habría destinado a esa instalación. Por lo menos varios miles de millones de dólares. Pero, considerando que el gobierno de los Estados Unidos tenía un presupuesto para fondos reservados de entre treinta y cuatro y cincuenta mil millones al año, aquello era sólo una gota dentro del presupuesto.

– Todos morirán, como ocurrió la otra vez -dijo el anciano en un alemán perfecto, mientras meneaba la cabeza en señal de desaprobación.

Turcotte se volvió sobre su hombro. Uno de los guardaespaldas estaba dormido. El otro estaba enfrascado en la lectura de un libro de bolsillo.

– ¿Quién morirá? -preguntó Turcotte en el mismo idioma.

El anciano miró sorprendido a Turcotte.

– ¿Es usted uno de los hombres de Gullick?

– Lo fui -repuso Turcotte mientras levantaba la mano derecha dejando ver el vendaje empapado de sangre.

– ¿Y ahora quién es usted? -siguió el viejo en alemán.

Primero Turcotte pensó que había entendido mal la pregunta, pero luego se dio cuenta de que era eso exactamente lo que el anciano había preguntado. Él mismo le había estado dando vueltas a aquel interrogante en el transcurso de las horas negras de aquella mañana.

– No lo sé, pero aquí ya he terminado.

– Eso está bien. -El anciano pasó a hablar en inglés-. Éste no es un buen sitio donde estar, no con lo que tienen planeado. De todos modos, creo que ninguna distancia será suficiente.

– ¿Quién es usted?

– Werner von Seeckt -se presentó el anciano, inclinando su cabeza-. ¿Y usted?

– Mike Turcotte.

– Llevo trabajando aquí desde mil novecientos cuarenta y tres.

– Hoy es mi segundo día -dijo Turcotte.

Von Seeckt lo encontró divertido.

– No ha esperado mucho para meterse en líos -dijo-. ¿También va al hospital?

– Sí -asintió Turcotte-. ¿Qué ha dicho antes? ¿Que vamos a morir todos?

El ruido del motor aumentó cuando el avión llegó al final de la pista.

– Esos locos -dijo Von Seeckt haciendo un gesto hacia la ventana-. Juegan con fuerzas que no entienden.

– ¿Los platillos volantes? -preguntó Turcotte.

– Sí, los platillos. Nosotros los llamamos agitadores -explicó Von Seeckt-. Pero hay más, hay otra nave. ¿No ha visto la grande? ¿Verdad?

– No. Sólo he visto las que hay en este hangar.

– Hay otra mayor. Mucho mayor. Están intentando descubrir cómo volar con ella. Creen que si la ponen en marcha podrán ponerla en órbita y luego regresar. Y entonces ya no habrá ninguna necesidad de transportadores espaciales. Y, todavía peor, creen que se trata de una nave interestelar de transporte y que con llevar esa nave nodriza podremos saltarnos siglos de evolución. Se imaginan que podremos llegar a las estrellas sin tener que hacer descubrimientos tecnológicos para ello -Von Seeckt suspiró- o, quizás eso sea lo peor, sin la evolución social necesaria.

Los dos últimos días Turcotte había visto lo suficiente como para admitir que Von Seeckt estaba hablando en sentido literal.

– ¿Qué hay de malo en hacer volar esa cosa? ¿Por qué cree que eso pondrá en peligro el planeta?

– ¡No sabemos cómo funciona! -exclamó Von Seeckt dando un golpe en la moqueta con su bastón-. El motor es incomprensible. No saben ni siquiera cuál de los dispositivos que lleva es el motor. Es posible incluso que haya dos motores, dos sistemas de propulsión. Uno que sirva para el interior de un sistema solar o para la atmósfera del planeta y otro para cuando la nave se encuentre fuera, que podría tener un efecto importante en la gravedad de los planetas y las estrellas. Sencillamente, no lo sabemos. ¿Qué pasaría si nos equivocáramos y pusiéramos en marcha el equivocado?

»Quizá las naves interestelares crean sus agujeros propios a través de los que se impulsan. Tal vez. Así pues, podría ocurrir que hiciésemos un agujero en la Tierra. Algo fatal. ¿Y si surca por las ondas gravitatorias? ¿O si, al surcarlas, las afecta de algún modo? Imagínese lo que podría provocar eso. ¿Qué pasaría si perdiésemos el control? ¿Y quién puede asegurar que el motor funciona perfectamente todavía? Es una falacia de la lógica inductiva decir que, como los agitadores funcionan, la nave nodriza también lo hará. De hecho, ¿qué pasaría si estuviera averiada y al ponerla en marcha se provocara su autodestrucción? -Von Seeckt se inclinó hacia adelante y dijo en voz baja-: En mil novecientos ochenta y nueve estábamos trabajando en uno de los motores de los agitadores. Lo habíamos extraído de la nave y lo habíamos colocado en un soporte. Los hombres que trabajaban en él comprobaban las tolerancias y los parámetros de funcionamiento.

»¡Y vaya si dieron con las tolerancias! Lo pusieron en marcha y se soltó del soporte que lo sostenía. No habían reproducido correctamente el sistema de control y no pudieron desactivarlo. Se precipitó contra la pared y mató cinco hombres. Cuando por fin se detuvo, había penetrado unos veinte metros en la roca dura. Se precisaron dos semanas para perforar aquella roca y extraerlo. No estaba dañado para nada.

»Ya lo he visto otras veces. Nunca aprenderán. Yo lo comprendí la primera vez. Estábamos en guerra. Entonces era necesario tomar medidas extremas de precaución. Pero ahora no hay guerra. ¿A qué viene todo este misterio? ¿Por qué? ¿Para qué ocultamos todo eso? El general Gullick dice que es porque la gente no lo entendería, y sus compinches elaboran todo tipo de estudios psicológicos para justificarlo, pero yo no lo creo. Lo esconden porque lo han escondido durante tanto tiempo que ya no pueden revelar todo lo que han estado haciendo sin decir que el gobierno ha estado mintiendo durante años. Lo esconden porque el conocimiento es poder y los agitadores y la nave nodriza son el poder máximo. -Mientras Von Seeckt hablaba, el avión tomaba velocidad y se desplazaba por la pista-. Antes todo tenía sentido. Pero algo ha cambiado durante este año. Todos actúan de un modo extraño.

Turcotte había advertido algo que Von Seeckt había dicho antes.

– ¿Qué quiere decir con «la primera vez»?

– Llevo mucho tiempo trabajando para el gobierno de Estados Unidos -dijo Von Seeckt-. Tenía ciertos… -Von Seeckt se interrumpió- conocimientos y experiencia de lo que necesitaban y ellos me, bueno, reclutaron a mediados del cuarenta y dos. Y me vine a Occidente, a Los Álamos, en Nuevo México.

– La bomba -dijo Turcotte.

– Sí -asintió Von Seeckt-. La bomba. En el cuarenta y tres estuve en Dulce, en Nuevo México. Allí es donde se efectuaba el trabajo verdadero. En Los Álamos vivían del trabajo que nosotros les facilitábamos. Era muy, muy secreto. Estaba todo muy compartimentado. Fermi había construido ya la primera pieza, incluso antes de aprovechar los conocimientos que yo aporté. Su experimento de reacción en cadena les dio la materia prima. Yo les proporcioné la tecnología.

– ¿Usted…? -preguntó Turcotte. El avión iba ganando altura-. ¿Cómo podía saber…?

– Tal vez haya otra ocasión para esa historia -repuso Von Seeckt levantando el bastón-. Trabajamos sin parar hasta mil novecientos cuarenta y cinco. Pensábamos que lo teníamos todo controlado, igual que ellos piensan que entienden la nave nodriza. La diferencia es que entonces había una guerra. Y, aun así, hubo quien argüía que no debíamos probar la bomba. Sin embargo, los del poder estaban cansados. Entonces murió Roosevelt. No habían informado ni siquiera al vicepresidente Truman. El secretismo extremo casi les costó el puesto. El secretario de Estado tuvo que presentarse ante él y contarle lo de la bomba al día siguiente de la muerte del Presidente.

»Cuando comprendió la importancia de lo que se le estaba explicando, Truman autorizó la prueba. No creo que le informaran por completo de las probabilidades de un desastre, igual que ahora mantienen desinformado al Presidente. Entonces aprovechamos la oportunidad.

Von Seeckt musitó algo en alemán que Turcotte no pudo entender y luego continuó en inglés.


– En el comité Majic hay una asesora presidencial, pero hay muchas cosas que no se las dicen. Sé que no le han dicho nada de las misiones Nightscape. Creen que esta operación, y tantas otras cosas secretas del gobierno, trasciende el alcance de los políticos, que pueden desaparecer a los cuatro años.

Turcotte no respondió. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que el país era conducido por burócratas que se mantenían en sus posiciones acomodadas durante décadas, y no por los políticos que iban y venían. Por lo menos ahora empezaba a entender por qué la doctora Duncan lo había enviado para infiltrarse en Nightscape.

– El dieciséis de julio del año mil novecientos cuarenta y cinco -siguió diciendo Von Seeckt-, a las cinco y treinta de la mañana estalló la primera arma atómica hecha por el hombre. La colocamos en una torre de acero del desierto, a las afueras de la base aérea de Alamogordo. Nadie sabía a ciencia cierta qué iba a ocurrir. Había quien creía, entre ellos algunos de los cerebros más privilegiados de la humanidad, que sería el fin del mundo. Que la bomba iniciaría una reacción en cadena que no pararía hasta haber consumido el planeta. Otros pensaban que no ocurriría nada. Todo fue más arriesgado de lo que la historia nos hace creer. ¡Estábamos jugando con una tecnología que no habíamos desarrollado!

Eso confundió a Turcotte. Siempre había creído que los Estados Unidos habían desarrollado la bomba atómica desde cero. No pudo detenerse en ello porque Von Seeckt continuó hablando.

– Éramos como niños que jugaban con algo que creían conocer. ¿Qué habría ocurrido si se hubiera producido un error? ¿Si hubiésemos conectado el cable rojo donde tenía que ir el azul? Aun en el caso de que funcionara, no sabíamos dónde estaban los límites. ¿Sabe lo que Oppenheimer dijo que pensó aquella mañana? -Von Seeckt no esperó la respuesta-. Pensó en un dicho hindú: «Me he vuelto muerte, el destructor del mundo». Y lo conseguimos. Todo funcionó tal como habíamos planeado. Logramos controlar la muerte, porque la bomba no inició una reacción en cadena y su efecto sólo se produjo en aquella torre sin mayores repercusiones. Funcionó.

– ¿Por qué me cuenta todo esto? -preguntó Turcotte.

– Porque, como ha dicho, aquí ya ha terminado. Yo estoy muriéndome y ya no me queda nada. -Von Seeckt calló durante unos minutos mientras el avión se desplazaba por la oscuridad de las primeras horas de la mañana-. He vivido en la ignorancia y el miedo durante toda la vida, pero ahora ya no temo nada. Aunque me ve, yo ya estoy muerto; sólo ahora, al mirar atrás desde una perspectiva distinta, veo que he estado muerto durante todos esos años -se volvió-. Usted es joven y tiene la vida por delante, y allí abajo ellos actúan como dioses y alguien tiene que detenerlos. Faltan cuatro días para que intenten poner en marcha la nave nodriza a la máxima potencia. Cuatro días. Cuatro días para la destrucción.

Turcotte hizo varias preguntas pero Von Seeckt no quiso responder. El resto del viaje transcurrió en silencio.


AEROPUERTO MCCARREN, LAS VEGAS.


Todavía estaba oscuro. Kelly esperaba en la terminal, mirando la pista. Un avión pasó ruidoso por encima de su cabeza; las luces de la pista le permitieron distinguir la franja roja pintada en el fuselaje. El avión tocó tierra, pero no se dirigió hacia la terminal. Fue hacia una zona situada a poco menos de quinientos metros de distancia, oculta tras una verja hecha con tablillas verdes. Hora de llegada.

Kelly corrió por la terminal principal esquivando turistas y salió al exterior en una estampida. Subió al coche alquilado que había dejado sobre el bordillo y se metió en el bolsillo el papel que había en el limpiaparabrisas. Siguió la ruta de servicio del aeropuerto y discurrió en paralelo por la verja verde; al aproximarse a una puerta se detuvo. Apagó el motor y las luces. En el horizonte se levantaba el leve resplandor del amanecer.

– ¿Y ahora qué? -se preguntó. Abrió una cajetilla de tabaco que había comprado y encendió un pitillo. La primera calada fue terrible para su garganta. Sintió náuseas y malestar. La segunda fue mejor.

– En tres años, al hoyo -musitó.

Un autobús se acercó a la puerta y ésta se abrió para que entrara. Kelly abrió la puerta de su coche y apagó el cigarrillo. Justo antes de que la puerta se cerrase, salió una camioneta de cristales oscuros.

– Mierda -dijo Kelly saltando de nuevo al coche. En cuanto la camioneta dobló la esquina logró poner en marcha el coche y seguirla. La camioneta giró en Las Vegas Boulevard y avanzó en dirección norte. Pasaron el Mirage, el Caesars Palace y otros casinos famosos que adornaban la calle. Al llegar al final de la ciudad, la camioneta torció hacia la derecha para entrar en la puerta principal de la base aérea de Nellis.

Kelly tomó una decisión rápida y se sumió en el flujo intenso de tráfico de las primeras horas de la mañana en el lugar. El guarda le hizo una señal para que se detuviera, como Kelly ya esperaba, pues en su coche de alquiler no llevaba un adhesivo de acceso. Pero estaba preparada.

– ¿Podría decirme cómo puedo llegar al oficial de relaciones públicas? -preguntó mostrando la tarjeta de prensa mientras la línea de coches se apelotonaba detrás de su coche. Todavía distinguía la camioneta.

El guarda se lo indicó rápidamente y le dio paso para mantener el tráfico fluido. Kelly vio la camioneta y la siguió hacia donde se dirigía.

Le sorprendió verla aparcada delante de un edificio situado junto al hospital. Kelly pasó por delante, hizo un cambio de sentido y luego aparcó delante de una clínica dental que había al otro lado de la calle.

La puerta lateral de la camioneta se abrió y de ella se apearon dos hombres vestidos con cazadora, un anciano apoyado en un bastón y un hombre que llevaba un anorak sucio y roto.

Los cuatro desaparecieron tras la puerta. Kelly se reclinó y practicó lo que su padre le decía que era la cualidad más importante que debía tener una persona: la paciencia.

Dentro del anexo al hospital el hombre de la bata blanca fue breve y conciso

– Soy el doctor Cruise. Por favor, profesor Von Seeckt, tome asiento en la consulta número dos. Usted -dijo señalando a Turcotte-, sígame.

Los guardas se quedaron en la sala de espera.

Turcottte siguió al médico a la consulta número uno. Turcotte calculó que el doctor Cruise tendría unos cincuenta años. Lucía un pelo canoso muy bien cuidado y unas gafas caras. Parecía estar en buena forma y era eficaz y frío en su trato con los enfermos.

– Desnúdese hasta la cintura -ordenó Cruise.

Turcotte recordó el apodo que Prague le había dado, carnaza. Empezaba a creer que lo había hecho a propósito. Mientras observaba al doctor Cruise que preparaba una inyección con un calmante, Turcotte se dijo que si tuviera acceso al equipo médico apropiado, preferiría coserse la herida él mismo. En los ejercicios de entrenamiento había sufrido heridas más graves.

– ¿Ha visto al piloto que resultó herido? -preguntó Turcotte mientras el doctor Cruise le aplicaba la inyección en el costado.

– Sí.

Turcotte esperó unos segundos pero el médico no continuaba.

– ¿Cómo está?

– Fractura craneal. Algún coágulo en el cerebro. Tuvo suerte de que quien fuera que estuviese con él no le quitara el casco, si no no hubiera llegado aquí con vida.

«La suerte no tiene nada que ver», pensó Turcotte, pero sólo dijo:

– ¿Ha recobrado la conciencia?

– No. -El doctor Cruise apartó la jeringuilla y tomó una aguja quirúrgica. Parecía tener otras preocupaciones. Turcotte miró distraídamente cómo el doctor Cruise empezaba a coser los extremos del desgarro de su costado. Consideró su situación. Si Prague había sospechado de él, esa sospecha no había pasado a mayores pues obviamente los guardaespaldas estaban para Von Seeckt. Esto significaba que estaría libre en cuanto hubiera terminado allí.

– Espere aquí -le ordenó el doctor Cruise cuando acabó de colocarle un vendaje en el brazo, y se marchó a la oficina de la puerta siguiente.

Se oyó el portazo, pero la puerta no se cerró por completo de modo que quedó ligeramente entreabierta. A través del espejo que había sobre la camilla, Turcotte podía ver la oficina. El doctor Cruise estaba ante el lavamanos, limpiándose las manos. Cuando terminó, apoyó las manos en el borde del lavabo y se miró al espejo mientras se decía algo a sí mismo.

A Turcotte eso le pareció extraño. Acto seguido, el doctor Cruise hurgó en su bata y sacó una jeringa con una cubierta de protección de plástico sobre el extremo. Miró la aguja, sacó la caperuza, tomó aire y salió del despacho por otra puerta situada más lejos, llevando la jeringuilla con mucho cuidado.

Turcotte saltó de la camilla y abrió lentamente la puerta del despacho del doctor Cruise. Miró alrededor. Había algunos papeles en el escritorio. Entonces vio una carpeta con el nombre de Von Seeckt en la etiqueta. La abrió.

El primer documento era un certificado de defunción firmado por el doctor Cruise con la fecha del día en el bloque de la derecha. Causa de la muerte: fallo respiratorio.

Turcotte tomó el tirador de la puerta de la consulta número dos y entró violentamente. El doctor Cruise se quedó petrificado con la aguja a unos pocos centímetros del brazo del anciano.

– ¡No se mueva! -le ordenó Turcotte sacando su Browning High Power de 9 mm de la funda de su cintura.

– ¿Qué cree que está haciendo? -exclamó altanero el médico.

– Deje esa jeringa -ordenó Turcotte.

– Informaré de ello al general Gullick -dijo el doctor Cruise colocando cuidadosamente la jeringa en la mesilla.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Von Seeckt en alemán.

– Lo sabremos en un segundo -dijo Turcotte mientras, apuntando con el cañón de la pistola al doctor Cruise, se acercaba y cogía la jeringuilla.

– ¿Qué hay aquí? -preguntó.

– Su tratamiento -repuso el doctor Cruise con los ojos clavados en la inyección.

– Entonces, no puede hacerle ningún daño a usted ¿verdad? -preguntó Turcotte con una sonrisa terrorífica, al tiempo que dirigía la punta a la garganta del médico.

– Yo, bueno, no, pero… -El doctor Cruise se quedó paralizado al sentir la punta en la piel.

– ¿Esto no podría causar un fallo respiratorio? ¿Verdad?

– No -contestó el doctor Cruise con los ojos abiertos y mirando el metal reluciente y el tubo de cristal.

– Entonces, no pasa nada si le inyecto una dosis -dijo Turcotte mientras introducía la punta en la garganta del médico.

El rostro del doctor Cruise se empapó de sudor cuando el pulgar de Turcotte se posó sobre el émbolo.

– ¿Ningún problema, verdad doctor?

– No, por favor, no lo haga -musitó el doctor Cruise.

– ¿Qué pasa, doctor Cruise? -Von Seeckt no parecía sorprendido. Se estaba colocando la camiseta-. Mi amigo, el de la jeringa, ha tenido una mala noche. Yo no lo provocaría haciendo alguna imprudencia.

– Es insulina.

– Y ahora dígame, por favor, lo que me habría provocado -solicitó Von Seeckt.

– Una sobredosis haría que su corazón dejara de funcionar -dijo el doctor Cruise.

– Su certificado de fallecimiento está ya cumplimentado en la mesa de este buen doctor -dijo Turcotte mirando a Von Seeckt-. Ya lo ha firmado. Lo único pendiente era la hora de la muerte, pero la fecha es de hoy.

– Después de tantos años… -Von Seeckt hizo un signo de desaprobación con la cabeza-. Y usted se dice médico -añadió negando con la cabeza frente al doctor Cruise-. Sabía que el general Gullick era perverso, pero usted lo supera. Usted juró preservar la vida.

– ¿Ha sido orden de Gullick? -preguntó Turcotte.

El doctor Cruise estuvo a punto de asentir con la cabeza pero, con la jeringa clavada en el cuello, lo pensó mejor.

– Sí.

Turcotte extrajo la aguja, pero antes de que el médico pudiera suspirar de alivio le propinó un golpe en la sien con el codo. El doctor Cruise cayó al suelo inconsciente.

– Gracias, amigo -dijo Von Seeckt. Se puso la chaqueta y tomó el bastón-. ¿Y ahora?

– Ahora hay que largarse de este infierno. Sígame.

Abrió la puerta y entró en la sala de espera con la pistola por delante. Allí sólo había un guarda leyendo una revista. Levantó la mirada y se quedó muy quieto.

– Las llaves de la camioneta -le ordenó Turcotte-. Con la izquierda. -El guarda sacó lentamente las llaves del bolsillo-. Déjalas en la mesa y ponte de rodillas, cara a la pared. -El hombre lo hizo-. Cójalas, profesor -dijo Turcotte. Fue hacia la puerta con su arma en guardia-. ¿Dónde está tu compañero?

El hombre no dijo nada, algo que Turcotte en su lugar también hubiera hecho. Con la empuñadura de la pistola, Turcotte asestó un golpe en la parte posterior de la cabeza del hombre y éste cayó al suelo.

– Vámonos.

Turcotte abrió cuidadosamente la puerta exterior y miró hacia fuera. Los cristales tornasolados le impedían ver si el otro guardia estaba dentro de la camioneta aparcada. Turcotte introdujo la mano con el arma en el bolsillo de su anorak. Salió con Von Seeckt directamente hacia la camioneta y abrió la puerta lateral. No había nadie.

– Entre.

Al otro lado de la calle, Kelly observó a los dos hombres que entraban en la camioneta; el más joven llevaba un arma en la mano. Fijó la vista y vio al otro hombre, el guarda que había salido a fumar hacía unos minutos, que se volvía y avanzaba hacia la parte delantera del edificio.

Turcotte hizo girar la llave y no pasó nada. Lo intentó de nuevo.

– Mierda -musitó.

Von Seeckt se inclinó hacia adelante y señaló un pequeño aparato situado debajo del volante.

– Protector electrónico antirrobo -explicó-. Aquí se coloca un pequeño elemento conductor. Sin él, no hay energía eléctrica. Lo empezaron a instalar…

– Está bien, está bien -lo interrumpió Turcotte. No había observado que el conductor lo quitara y no estaba en el llavero. Miró hacia atrás, a la puerta de entrada a la clínica. Una sombra cruzó su visión periférica: el otro guarda volvía por la esquina del edificio.

Entonces todo se vino abajo. La puerta delantera se abrió y salió el otro guarda, disparando, con los ojos desencajados de furia.

Turcotte abrió la puerta del conductor con un golpe.

– ¡Fuera! -gritó a Von Seeckt. Hizo tres disparos rápidos, a una altura expresamente alta de forma que los dos guardas se echaron al suelo.

– ¡Dios mío! -Kelly tiró el cigarrillo por la ventana y puso en marcha el motor.

El hombre que acababa de disparar se giró y la miró, su vista se le clavó desde unos seis metros, luego se dio la vuelta y volvió a disparar contra los hombres de las cazadoras negras. «Demasiado alto», pensó Kelly. Eso la decidió.

Salió del aparcamiento con un chasquido de neumáticos. Se colocó junto a la camioneta, frenó bruscamente y se paró.

– ¡Suban! -exclamó mientras se inclinaba para abrir la puerta de los pasajeros.

El hombre del arma ayudó al anciano a subir al coche e inmediatamente lo hizo él.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -le dijo a la mujer.

Kelly no necesitaba el consejo. Salió derrapando de la zona de aparcamiento. Los dos hombres salieron a la calzada disparando. Un grupo de pilotos apostados fuera de la clínica dental corrieron a refugiarse.

Cuando las balas hicieron impacto en el maletero se oyeron varios chasquidos. Kelly giró en la esquina siguiente, sin levantar el pie del acelerador. Estaban ya fuera del alcance de los dos hombres armados. La puerta principal de la base se hallaba sólo a cuatro manzanas.

– Pasa por la puerta tranquilamente -dijo el hombre de la pistola-. No queremos llamar la atención.

– No me fastidies, Sherlock -respondió Kelly.

Загрузка...