EL CAIRO, EGIPTO. 237 horas.
– No sé qué le pasa a este aparato -protestó el estudiante mientras tocaba botones y ajustaba los controles del aparato que tenía delante. El sonido de su voz aguda retumbó en las paredes de piedra y lentamente murió dejando una quietud en el aire.
– ¿Por qué estás tan seguro de que está averiado? -preguntó el profesor Nabinger en un tono más tranquilo.
– ¿Qué otra cosa, si no, podría estar causando esas lecturas negativas?
El estudiante abandonó los controles del equipo de resonancia magnética que habían llevado con gran esfuerzo hasta ahí abajo, el corazón de la gran pirámide.
El esfuerzo había sido doble: durante las últimas veinticuatro horas, el esfuerzo físico de acarrear la máquina por los estrechos túneles de la gran pirámide de Gizeh hasta la cámara inferior y, durante el último año, el complejo esfuerzo diplomático para obtener el permiso para introducir y activar ese moderno equipo en el mayor de los monumentos antiguos de Egipto.
Nabinger conocía lo suficiente de la política arqueológica para apreciar la oportunidad que se le había otorgado al usar aquel equipo allí. De las siete maravillas originales del mundo antiguo, las únicas que quedaban en pie eran las tres pirámides de la orilla oeste del Nilo y, ya en la antigüedad, se las consideraba las mejores. El coloso de Rodas, cuya existencia era cuestionada por muchos arqueólogos, los jardines colgantes de Babilonia, la torre de Babel, la torre de Faros en Alejandría y otras maravillas de la arquitectura primitiva habían ido desapareciendo con el correr de los siglos. Todas, menos las pirámides, construidas entre los años 2685 y 2180 antes de Cristo. Ya se erguían sobre la arena cuando aún faltaba mucho tiempo para que surgiera el Imperio Romano, continuaron allí cuando éste desapareció al cabo de varios siglos y todavía resistían, a las puertas del segundo milenio del nacimiento de Cristo.
Las fachadas originales de piedra caliza pulida a mano habían sido causa de pillaje, excepto en la parte superior de la pirámide central, pero su tamaño era tan grande que habían salido ilesas de los estragos de las guerras que se habían ido sucediendo alrededor. Las pirámides lo habían resistido todo, desde las invasiones de los hicsos por el norte en el siglo XVI antes de Cristo hasta el Octavo Regimiento Británico durante la Segunda Guerra Mundial, pasando por Napoleón.
En Egipto todavía había más de ochenta pirámides; Nabinger había visitado casi todas y había explorado sus misterios, pero siempre se sintió atraído por el famoso trío de Gizeh. Cuando uno se acercaba a ellas y las miraba, la pirámide de Chefren, situada en el medio, parecía la más grande, pero ello se debía sólo a que se hallaba sobre un terreno más alto. El faraón Khufu, conocido popularmente como Cheops, había sido el responsable de la construcción de la pirámide mayor, situada al noreste. Con una altura de más de ciento veintidós metros y una superficie que abarcaba algo más de treinta hectáreas era, con diferencia, el mayor edificio en piedra del mundo. La más pequeña de las tres era la pirámide de Micerino o MenKauRa, que medía sesenta y un metros de altura. Los lados de las pirámides estaban alineados con respecto a los cuatro puntos cardinales, y aquéllas se orientaban de noreste a suroeste, de mayor a menor. La gran esfinge se encontraba a los pies de la pirámide mediana, pero suficientemente alejada al este para hallarse también delante de la gran pirámide, que parecía continuarse en el hombro izquierdo de la esfinge.
Las pirámides atraían a turistas, arqueólogos y científicos y despertaban la admiración de todos. Para los turistas, el tamaño y la antigüedad eran suficientes. Para los científicos, la construcción desafiaba la tecnología de la época en que se construyeron. Para los arqueólogos no sólo resultaba extraordinaria la construcción, sino que también ansiaban descubrir su propósito. Ésta era la cuestión que durante años había ocupado a Nabinger pues las respuestas ofrecidas por sus colegas no le satisfacían.
En general se decía que eran las tumbas de los faraones. El problema de esta teoría residía en que los sarcófagos que se habían descubierto dentro de las pirámides estaban vacíos. Durante años se había culpado del saqueo a los ladrones de tumbas, hasta que por fin se encontraron sarcófagos, cubiertos todavía con tapas y sellos no forzados, que también resultaron estar vacíos.
Otra buena teoría, evidentemente derivada de la primera, consistía en considerar las pirámides como cenotafios, es decir, monumentos funerarios recordatorios; por consiguiente, los cuerpos se habrían enterrado en otro lugar secreto para impedir que las tumbas fueran saqueadas.
Una teoría más reciente se orientaba en una dirección totalmente distinta. Había quienes creían que para los egipcios la pirámide finalizada no era tan importante como su construcción; creían que el propósito de su construcción no era otro que el deseo de los antiguos faraones de dar trabajo y reunir a su pueblo durante los tres meses anuales de la crecida del Nilo, cuando se detenían las faenas agrícolas. Unas manos quietas podían crear mentes aburridas, y éstas, generar pensamientos intolerables para los faraones. Si esa teoría era cierta, los faraones habían colocado bloques de piedra de diez toneladas en aquellas manos quietas.
Otra teoría, defendida por los tradicionalistas más optimistas, sostenía que el lugar del descanso final de los faraones en las pirámides todavía no se había descubierto y podría estar oculto bajo el lecho de rocas que sustentaba esas grandes estructuras de piedra.
Había muchas teorías, pero ninguna había podido demostrarse. Descubrir y demostrar el propósito de las pirámides llevaba a Peter Nabinger a acudir a ellas seis meses cada año. Este experto en el arte egipcio del museo de Brooklyn llevaba doce años visitándolas.
La especialidad de Nabinger eran los jeroglíficos: una forma de escritura mediante el empleo de dibujos u objetos para representar palabras o sonidos. Para Nabinger, el mejor modo de entender el pasado consistía en leer lo que la gente de aquella época había escrito sobre su propia existencia, y no lo que decía alguien después de excavar ruinas al cabo de miles de años.
Una de las cosas que Nabinger consideraba más excitante de las pirámides era que, a causa de la casi ausencia de referencias a ellas en los antiguos, escritos egipcios, si no hubieran estado allí, en el presente, expuestas a la vista de todo el mundo, nadie habría creído en su existencia. Era como si los historiadores egipcios de la antigüedad hubieran creído que todos conocerían las pirámides y que, por consiguiente, no había necesidad de mencionarlas. O incluso que, como sospechaba Nabinger, la gente de la época no hubiera sabido nada sobre ellas ni la razón por la que se habían erigido. Nabinger se preguntaba si tal vez se había prohibido escribir sobre ellas.
Aquel año intentó hacer algo distinto, además de su proyecto principal de recopilar todos los escritos y dibujos del interior de las paredes de la gran pirámide. Quería utilizar un equipo de resonancia magnética para comprobar las estructuras inferiores, allí donde la vista no podía penetrar y la excavación estaba prohibida. Sin duda, las ondas emitidas por el reproductor podrían traspasar las profundidades y revelar si había más maravillas enterradas. Por lo menos, ésa era la teoría. En la práctica, tal como su ayudante, el becario Mike Welcher, le estaba indicando, no se estaban cumpliendo las expectativas creadas.
– Parece como si… -Welcher se interrumpió y se rascó la cabeza-, como si alguna otra fuerza emisora nos bloqueara el acceso. Algo no muy potente, pero que se encuentra aquí.
– ¿Por ejemplo? -preguntó Nabinger reclinado en las frías paredes de la cámara. A pesar del tiempo que había pasado en el interior de la pirámide durante tantos años, tenía una sensación de opresión, como si sintiera el inmenso peso de la piedra sobre la cabeza.
Nabinger era un hombre alto y corpulento que lucía una poblada barba negra y unas gafas con montura metálica. Iba vestido con un traje de explorador, el uniforme de los exploradores del desierto. A sus treinta y seis años era una persona joven en el campo de la arqueología y no tenía grandes hallazgos que afianzaran su reputación. Según admitía ante sus amigos en Brooklyn, una parte de su problema era que carecía de una teoría a la que dedicarse. Lo único que tenía era su sistema favorito de trabajo: buscar nuevas escrituras e intentar descifrar los jeroglíficos que todavía quedaban por traducir. Estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa que éstos depararan, pero hasta el momento sus esfuerzos habían resultado infructuosos.
Posiblemente Schliemann tenía la certeza de que Troya había existido y por ello dedicó toda su vida a encontrarla, pero Nabinger no tenía ese tipo de convicciones. Su trabajo en las pirámides consistía en describir lo que encontraba en ellas y en buscar una explicación de sus hallazgos en una zona que era probablemente una de las más estudiadas en el campo de la arqueología. Tenía la esperanza de encontrar algo mediante el equipo de resonancia magnética, algo que los demás hubieran pasado por alto, pero no tenía ni idea de qué podría ser. Deseaba que fuera otra cámara repleta de nuevos documentos todavía no leídos.
– Si no fuera porque es imposible -advirtió Welcher tras analizar las lecturas-, diría que estamos sufriendo interferencias de alguna radiación residual.
– ¿Radiación? -Nabinger se lo temía. Echó un vistazo al grupo de trabajadores egipcios que habían ayudado a acarrear el equipo. El jefe del grupo, Kaji, los miraba atentamente con su rostro arrugado en el que no podía adivinarse ningún pensamiento. Lo último que Nabinger necesitaba era que los trabajadores los abandonaran por temor a las radiaciones.
– Sí -dijo Welcher-. Al prepararme para este trabajo estuve trabajando con un equipo de resonancia magnética en un hospital, y en alguna ocasión obtuve lecturas como éstas. Se producían cuando la lectura resultaba afectada por rayos X. Finalmente, el técnico se vio forzado a trazar un plan para las máquinas de forma que no estuvieran en marcha a la vez, incluso si se encontraban en plantas distintas del hospital y ambas completamente blindadas.
Aunque no era una información muy difundida, Nabinger había leído informes de otras expediciones que habían empleado un bombardeo de rayos cósmicos a fin de buscar cámaras ocultas y pasillos en la gran pirámide y sus informes coincidían: dentro de la pirámide había cierto tipo de radiación residual que impedía esas pruebas. La información no había trascendido porque no existía una explicación para ello, y los científicos no escriben artículos sobre cosas que no pueden explicar. A menudo Nabinger se preguntaba cuántos fenómenos no se habrían dado a conocer porque, a falta de una explicación racional de sus hallazgos, sus observadores no querían quedar en ridículo.
Nabinger confiaba en tener más suerte con la resonancia magnética porque funcionaba con una amplitud de banda distinta a la de los emisores de rayos cósmicos. La naturaleza exacta de la radiación residual nunca se había detallado de forma que no era posible saber de antemano si el aparato de resonancia magnética también se vería bloqueado.
– ¿Has comprobado el espectro completo del aparato? -preguntó.
Llevaban ya cuatro horas allí abajo mientras Nabinger dejaba que Welcher manejara el aparato, su especialidad. Nabinger había aprovechado ese tiempo para fotografiar a conciencia las paredes de aquella cámara, la inferior de las tres de la gran pirámide. Pese a estar exhaustivamente documentados, algunos de los jeroglíficos de las paredes nunca habían podido descifrarse.
El cuaderno de notas que tenía sobre sus rodillas estaba repleto de garabatos y se había concentrado totalmente en su tarea, excitado ante la posibilidad de que existiera una relación lingüística entre algunos de esos paneles de jeroglíficos y otros recién encontrados en México. A Nabinger no le preocupaba el cómo de esa relación, simplemente quería descifrar aquellos jeroglíficos. Hasta el momento, había obtenido, palabra por palabra, un texto muy extraño. La importancia de la resonancia magnética iba disminuyendo a medida que se adentraba en los escritos.
Un año antes, Nabinger había hecho un descubrimiento fantástico que había guardado para sí. Siempre se había admitido que en algunos yacimientos egipcios había varios paneles que no contenían los clásicos jeroglíficos, sino que parecían pertenecer a un lenguaje ideográfico anterior llamado runa superior. Si bien esos yacimientos eran demasiado escasos para constituir una base de datos que permitiera el intento científico de traducirlos, eran suficientes para despertar el interés. Nabinger había encontrado por casualidad runa superior parecida en un yacimiento de Sudamérica. Tras un año de duro trabajo en las pocas muestras encontradas y después de compararlas con las egipcias, se creía capaz de descifrar un par de docenas de palabras y símbolos. Sin embargo, necesitaba más ejemplos para cerciorarse de que su interpretación de lo poco que había encontrado era válida. Existía la posibilidad de que su traducción fuera errónea por completo y de que hubiera trabajado en un galimatías.
Kaji dio una orden en árabe, los trabajadores se pusieron en pie y se marcharon por el pasillo. Nabinger soltó una palabrota y dejó caer su cuaderno de notas.
– Mire, Kaji, he pagado…
– Está bien, profesor -dijo Kaji levantando una mano endurecida por el trabajo de toda una vida.
Hablaba un inglés casi perfecto, con cierto deje británico; algo sorprendente para Nabinger, quien a menudo se exasperaba ante la táctica egipcia de evitar trabajar alegando ignorancia del inglés.
– Les he dado una pausa para salir fuera. Volverán en una hora -explicó Kaji. Miró el aparato de resonancia magnética y sonrió. En el centro de su boca brilló un diente de oro-. No tenemos suerte ¿verdad?
– No, no tenemos -dijo Nabinger.
– En mil novecientos setenta y seis el profesor Hammond tampoco tuvo mucha suerte con esta máquina -comentó Kaji.
– ¿Trabajó con Hammond? -preguntó Nabinger.
En los archivos del Royal Museum de Londres había leído el informe de Hammond, el cual no se había publicado debido a que no se había hallado nada. Naturalmente, por entonces Nabinger ya se había dado cuenta de que Hammond había descubierto algo. Había detectado una radiación residual inexplicable dentro de la pirámide.
– He estado aquí muchas veces -repuso Kaji-. En todas las pirámides. También he estado en el valle de los Reyes. Pasé muchos años en el desierto del sur antes de que las aguas de la presa lo cubrieran. He dirigido muchos equipos de trabajadores y he observado muchas cosas extrañas en algunos yacimientos.
– ¿Hammond tenía alguna idea de por qué su aparato no funcionaba? -preguntó Nabinger.
– ¡Oh! No. -Kaji suspiró y deslizó su mano sobre el panel de control del aparato de resonancia magnética, llamando la atención de Welcher-. Este aparato es caro ¿verdad?
– Sí, es… -Welcher se detuvo al ver que Nabinger negaba con la cabeza, adivinando dónde llegaría todo aquello.
Kaji sonrió.
– ¡Ah! El aparato de Hammond no tenía lecturas. El técnico también habló de radiaciones, pero Hammond no le creyó. La máquina no mentiría ¿no le parece? -Miró a Welcher-. Su máquina no mentiría ¿verdad?
Welcher no contestó.
– Si la máquina no miente -intervino Nabinger-, entonces algo debe estar causando esas lecturas.
– Tal vez sea algo que alguna vez estuvo aquí lo que causa esas lecturas -sugirió Kaji. Se volvió y se encaminó hacia el otro lado de la cámara, donde yacía un gran sarcófago de piedra.
– Cuando se rompieron los sellos, el sarcófago estaba intacto pero vacío -repuso Nabinger bruscamente refiriéndose a la primera expedición que había llegado a esa cámara en 1951.
El descubrimiento de la cámara había producido una gran excitación, en particular por el sarcófago encontrado dentro con su tapa, todavía intacta y sellada. Entonces se creía que el misterio de las pirámides estaba a punto de resolverse. Es fácil imaginar la consternación al constatar que en la caja de piedra no había nada.
El interior de la gran pirámide constaba de tres cámaras. Se podía entrar en ella por la entrada del norte constituida a tal efecto o por la que hacía siglos un califa había abierto con explosivos por debajo de la primera. Ambas daban a un corredor que penetraba en la piedra y descendía hasta la parte inferior de la pirámide. Ese corredor desembocaba en una intersección cortada en la piedra de la que partían dos túneles. Uno conducía a la cámara secundaria y a la gran escalera, que llevaba a la cámara principal. El otro túnel, descubierto más recientemente, seguía por debajo de la piedra y conducía a la cámara inferior. Precisamente en esta cámara era donde Nabinger y su equipo estaban trabajando.
– Estuve aquí en mil novecientos cincuenta y uno -dijo Kaji-. Y sí, para entonces, el sarcófago ya estaba vacío. -¿Para entonces? -repitió Nabinger. Había trabajado antes con Kaji en otros yacimientos y éste siempre había sido noble. Tiempo atrás, antes de que Nabinger lo contratara por primera vez, Nabinger había hecho algunas comprobaciones, y las recomendaciones que obtuvo de Kaji fueron excelentes.
– Hammond me tomó por un viejo loco y yo entonces era joven -dijo Kaji-. Ahora soy mayor. Intenté hablar con él pero no quiso. -Kaji pasó levemente los dedos de una mano sobre la palma de la otra.
Nabinger comprendió. Como ya había sospechado, evidentemente Kaji quería cobrar por la información. El profesor pensó con rapidez. Había alquilado el equipo portátil de resonancia magnética. El contrato estaba estipulado por día de uso, y él disponía de fondos suficientes del museo para ocho días. Si lo enviaba por avión al día siguiente, se ahorraría cinco días de pago. Eso era bastante dinero, por lo menos desde el punto de vista egipcio. El único problema sería cómo explicar sus formas de pago y factura a la administración de la universidad. Sin embargo, no tenía mucho sentido empeñarse en emplear un aparato donde no podía proporcionar información. Pensó también en las runas que había descifrado en esa cámara. Sólo eso ya hacía rentable la expedición. Al fin y al cabo, la resonancia magnética había sido una prueba arriesgada.
– Ve a tomarte un descanso -indicó Nabinger a Welcher.
Welcher abandonó la cámara dejando a los dos hombres solos.
– Diez mil libras -ofreció Nabinger. Al observar el rostro inexpresivo de Kaji rectificó-: Doce mil. Es todo lo que tengo. -Sabía que era más de un año de salario para un egipcio medio.
Kaji extendió la mano. Nabinger hurgó en el bolsillo y sacó un fajo de billetes, el salario semanal de los trabajadores. Tendría que ir al banco y sacar dinero de la cuenta de la expedición para pagarles.
Kaji se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. El dinero ya había desaparecido entre los pliegues de su vestimenta.
– Estuve aquí en mil novecientos cincuenta y uno con la expedición de Martin, cuando abrieron esta cámara, pero ésa no fue la primera vez que estuve aquí.
– ¡Eso es imposible! -exclamó Nabinger con brusquedad-. El profesor Martin tuvo que derribar tres paredes para entrar aquí. Eran antiguas y estaban intactas. Los sellos del sarcófago eran los originales, marcados con la marca de cuatro dinastías…
– Podrá parecerle imposible -continuó Kaji con la misma voz tranquila-. Pero le digo que yo estuve aquí antes de mil novecientos cincuenta y uno. Me ha pagado por mi historia. Puede escoger entre escuchar o discutir, a mí no me importa.
– Lo escucho -repuso Nabinger pensando que acababa de malgastar bastante dinero del museo y preguntándose si podría arreglarlo de algún modo, sacándolo de alguna otra partida. En su mente empezó a calcular la tasa de cambio de la lira al dólar.
Kaji parecía satisfecho.
– Fue nueve años antes de la expedición de Martin, durante la Segunda Guerra Mundial. En mil novecientos cuarenta y dos, los británicos controlaban El Cairo, pero no todos estaban satisfechos con ello. Los nacionalistas egipcios estaban dispuestos a cambiar un grupo de autoridades por otro, con la esperanza de que los alemanes serían mejores que los británicos y nos garantizarían la libertad. En realidad, nuestra participación en el proceso fue mínima. Rommel y el África Korps se encontraban en el oeste, en el desierto, y muchos confiaban en que llegarían a la ciudad antes de fines de año.
»Todo comenzó en enero de ese año, cuando Rommel inició su ofensiva. En junio, Tobruk ya había caído y los británicos estaban en retirada. Empezaron a quemar documentación en las oficinas principales del Octavo Regimiento de El Cairo, preparándose para marcharse. Todos tenían miedo. Rommel se acercaba. El ejército británico se replegó en El Alamein.
»Yo trabajaba en El Cairo, -continuó Kaji pasándose una mano por la cabeza-. Incluso en medio de una guerra había quienes querían contemplar monumentos antiguos. Las pirámides han visto muchas guerras. Para mucha gente la guerra fue una buena oportunidad de viajar y ganar dinero. Yo hacía rutas aquí. Y, a veces, cuando alguien pagaba lo suficiente para sobornar a los guardas, los llevaba dentro. Muchos querían ver la gran galería -dijo, refiriéndose al gran pasillo que se alzaba a varios metros sobre sus cabezas, con un techo de ocho metros y medio de altura y que conducía al centro de la pirámide y a la cámara principal. Kaji abrió las manos y prosiguió-. A mí no me importaba quién gobernara en El Cairo. Las pirámides han visto muchos gobernantes y verán muchos más en el futuro. Y las pirámides y los otros yacimientos son mi vida.
»Los alemanes se encontraban ya sólo a unos doscientos cuarenta kilómetros y parecía que nadie podía detenerlos. A principios de julio el general Auchinleck fue destituido y Churchill nombró como sustituto a un general llamado Montgomery. Aquí nadie le dio importancia. Se daba por hecho que los británicos se retirarían a Palestina, donde bloquearían el canal con barcos hundidos y que los alemanes llegarían a El Cairo.
»Fue entonces cuando vino a mí un grupo que quería entrar en la pirámide. Hablaban de un modo extraño, pero pagaban bien y, al fin y al cabo, eso era lo que contaba. Soborné a los guardas y entramos de noche por la entrada del califa, algo que me pareció extraño.
»Recorrimos el pasillo que conduce hacia abajo hasta que llegamos al que asciende a la gran galería. Pero no quisieron ir hacia arriba ni tampoco a lo que ahora llamamos la cámara secundaria y que entonces se conocía como la inferior. Llevaban consigo papeles con dibujos. No pude verlos muy bien, pero la escritura se parecía mucho a la de estas paredes -Kaji señaló con el dedo las paredes-. Los símbolos que no pueden leerse. -Volvió la vista hacia el cuaderno de notas que Nabinger tenía sobre las rodillas-. ¿Tal vez usted está empezando a comprender esos símbolos?
– ¿Quiénes eran esas personas? -preguntó Nabinger cerrando el cuaderno.
– Alemanes -repuso Kaji.
– ¿Alemanes? ¿Cómo habían podido llegar a El Cairo? Los británicos todavía controlaban la ciudad.
– Bueno, eso era fácil -replicó Kaji-. Durante la guerra, El Cairo fue uno de los mayores centros de espionaje, y allí iba y venía todo tipo de gente con total libertad. -La voz de Kaji se iba exaltando a medida que recordaba-. Durante la Segunda Guerra Mundial, El Cairo era el mejor lugar donde estar. Todas las putas trabajaban para un bando o para el otro, y la mayoría, para ambos. Cada bar tenía sus espías, y la mayoría trabajaba también para ambos bandos. Había británicos que espiaban a alemanes que espiaban a americanos que espiaban a italianos y así sucesivamente. -Kaji se rió-. Se hicieron grandes fortunas en el mercado negro. No era un problema para los alemanes enviar a esos hombres a El Cairo. Especialmente aquel julio, cuando todo el mundo estaba más ocupado en preparar la huida o en cómo congraciarse con los invasores que en grupos extraños de hombres moviéndose en la oscuridad.
– ¿Dónde habían conseguido los dibujos los alemanes? -preguntó Nabinger.
– No lo sé. Sólo me utilizaron para entrar. A partir de entonces ellos tomaron el mando.
– ¿Sabían leer lo que tenían? -Nabinger preguntó lo que más le afectaba.
– No lo sé -volvió a decir Kaji-, pero uno de ellos algo entendía, eso seguro. Eran doce. Descendimos por la pendiente, allí donde el túnel hace un giro y se dirige a la gran galería y nos detuvimos. Se pusieron a buscar algo y luego a cavar. Yo me asusté y me sentí molesto. Los guardias me culparían pues me conocían y sabían que yo llevaba a ese grupo. Estaban destruyendo mi sustento.
»El alemán que estaba a cargo -Kaji se detuvo con la mirada perdida- era una mala persona. Se percibía a su alrededor y, especialmente, en su mirada. Cuando me quejé, me miró y supe que me mataría si abría de nuevo la boca. Así que callé.
»Cavaron rápido. Sabían exactamente lo que estaban haciendo porque al cabo de una hora habían terminado. ¡Había otro pasillo! A pesar del miedo, yo estaba excitado. Ni en mi vida ni en las anteriores a mí había ocurrido algo semejante. El pasillo se dirigía hacia abajo, hacia el suelo que se encuentra debajo de la pirámide. Nadie había pensado en ello antes. Nadie había pensado jamás en la posibilidad de un pasillo en el suelo. Siempre habían buscado caminos hacia arriba.
«Entraron y yo los seguí. No entendía lo que decían, pero era fácil darse cuenta de que también estaban emocionados. Fuimos bajando por el túnel -Kaji señaló detrás de él-, tal como lo hemos hecho usted y yo hoy. Tres paredes obstruían el pasillo. Vi las escrituras de las paredes y supe que estábamos en un lugar que no había sido visto por ninguna persona en más de cuatro mil años. Los alemanes derribaron rápidamente los muros y dejaron los escombros tras de sí.
»El túnel terminaba en una roca, pero los alemanes no se detuvieron, e hicieron lo mismo que con las otras tres paredes. Utilizaron los picos y entraron. Y entonces llegamos aquí. El sarcófago estaba ahí, tal como se ve en las fotografías de la expedición de Martin, con la tapa y los sellos intactos. En el aire se notaba la presencia de…
Kaji se detuvo y Nabinger pestañeó. La voz de aquel hombre mayor lo había impresionado, y el efecto resultaba mayor al encontrarse en la misma cámara de la que estaba hablando.
Kaji dirigió la mirada al suelo, donde antes había estado el sarcófago.
– Los alemanes no eran arqueólogos. Seguro. Lo demuestra el modo en que rompieron las paredes. Y también el modo en que rompieron los sellos y levantaron la tapa. En mil novecientos cincuenta y uno, Martin necesitó seis meses antes de que sus hombres abrieran la tapa y detalló con sumo cuidado cada paso de la operación. Los alemanes lo hicieron en menos de cinco minutos. Sólo estaban interesados en el sarcófago. No eran las escrituras de las paredes, ni los sellos. Nada. Sólo la caja de piedra.
– ¿Estaba vacía?
– No.
Nabinger esperó pero no pudo resistirse por más tiempo.
– ¿Encontraron el cuerpo del faraón?
– No. -Kaji suspiró y toda aquella energía pareció escurrirse de su cuerpo-. No sé qué encontraron. Dentro de la piedra había una caja, una caja de metal negro. Un metal que no había visto antes y que no he vuelto a ver. -Hizo ademanes con las manos, describiendo un rectángulo de un metro de longitud por medio metro de ancho y fondo-. Así de grande.
– Es un buen cuento, Kaji -dijo Nabinger negando con la cabeza-. Pienso que se ha quedado con mi dinero a cambio de una historia que es una mentira.
– No es mentira. -La voz de Kaji era tranquila.
– He visto las fotografías que tomó Martin. Todas las paredes estaban intactas. También los sellos del sarcófago, y eran los originales. ¿Cómo se explica si esos alemanes hicieron lo que dice? ¿Cómo se levantaron de nuevo las paredes? ¿Y cómo se volvieron a colocar los sellos? ¿Tal vez por arte de magia? ¿El fantasma del faraón? -concluyó Nabinger, enfadado.
– No estoy seguro -admitió Kaji-. Pero sé que los norteamericanos y los británicos precintaron la gran pirámide durante ocho meses en mil novecientos cuarenta y cinco, cuando la guerra estaba terminándose. Nadie podía entrar. Es posible que lo pusieran todo de nuevo en su sitio. Parece difícil pero es posible. Cuando bajé con Martin todas las paredes estaban en pie, como usted dice. Quedé maravillado, pero sabía que antes las había visto totalmente rotas.
– ¿Por qué no se lo dijo a Martin? -quiso saber Nabinger.
– Por aquel entonces yo sólo era un peón. No me habría creído, como tampoco usted me cree.
– ¿Porqué me cuenta todo esto?
– Porque a usted le interesa esa escritura especial que nadie comprende -repuso Kaji apuntando con el dedo al cuaderno de notas de Nabinger-. Los alemanes tenían papeles con esa escritura. Así es como encontraron la cámara.
– Eso no tiene sentido -exclamó Nabinger-. Si los alemanes hubieran entrado aquí y hubieran saqueado la cámara, ¿por qué los americanos y los británicos los encubrirían? ¡Ah! -continuó Nabinger al ver que Kaji no respondía. Levantó sus manos en señal de enfado-. En primer lugar, aquí no entraron los alemanes. ¿Cuántas veces has vendido esta historia, Kaji? ¿A cuántos has robado antes? Te lo advierto, no voy a permitir que te libres de ésta.
– No he mentido. Estuve aquí. -Hurgó entre los pliegues de su vestimenta y sacó una daga.
Nabinger se asustó. Por un segundo pensó que tal vez se había excedido con aquel anciano. Sin embargo, Kaji tenía la daga cogida por la hoja y le ofrecía el mango. Nabinger lo cogió con cuidado.
– Robé esta daga a uno de los alemanes que vinieron. Todos las llevaban.
Nabinger se estremeció al ver el mango. En el extremo había una miniatura, una calavera muy realista hecha de marfil, y en el mango, de hueso, había cruces esvásticas grabadas junto con el relámpago que dibujaban las infames SS. Se preguntó de qué animal procedería el hueso, pero decidió que era mejor no saberlo. Nabinger miró detenidamente el acero brillante, profusamente decorado. -Había algo escrito. En un lado se leía una palabra: «THULE», y en el otro, un nombre: «VON SEECKT».
Nabinger había oído hablar de Thule. Era un lugar de leyenda que Ptolomeo y otros geógrafos de la antigüedad habían descrito como un sitio inhabitable en el norte, al norte de Gran Bretaña. No sabía qué tenía ello que ver con los nazis o las pirámides.
– ¿Quién era Von Seeckt? -preguntó Nabinger.
– Era el raro del grupo -repuso Kaji-. Diez de los doce eran asesinos. Lo sé porque lo decían sus ojos. Los otros dos eran distintos. Uno era el hombre que interpretaba los símbolos e indicaba el camino. Dos de los asesinos lo custodiaban constantemente. Como si no estuviera allí por voluntad propia.
– El segundo hombre, Von Seeckt, a quien le robé, era también distinto. Se puso muy nervioso cuando encontraron la caja negra. Fue entonces cuando pude cogerle la daga. Le dieron la caja a él y se la puso en la mochila. La llevaba consigo cuando se fueron. Parecía que pesaba mucho pero era un hombre fuerte.
– ¿Eso es todo lo que querían? -preguntó Nabinger-. ¿Sólo esa caja negra?
– Sí. En cuanto la tuvieron nos marchamos. Tenían una camioneta esperándolos y se marcharon hacia el norte. Yo me fui corriendo y me escondí. Sabía que los guardias me buscarían al encontrar las paredes rotas y la cámara vacía. Pero nunca me buscaron. Nunca oí un comentario. También fue algo extraño.
– ¿Cómo puedo saber que no la conseguiste en el mercado negro? -preguntó Nabinger levantando la daga-. Esto no demuestra que tu historia sea cierta.
Kaji se encogió de hombros.
– Yo sé que es verdad. No me importa si usted cree o no que es cierta. Estoy en paz con Alá. Le he dicho la verdad. -Señaló el equipo de resonancia magnética-. Recordé esta historia porque, cuando los alemanes abrieron el sarcófago y sacaron la caja, el hombre a quien le robé la daga tenía una de esas… -Kaji se interrumpió buscando la palabra- maquinitas, que hacía ruido cuando apuntaba con ella a la gran caja negra. Chirriaba como una langosta.
– ¿Un contador Geiger? -preguntó Nabinger.
– Sí. Así es como la llamaban.
– ¿La caja negra era radiactiva? -dijo Nabinger más para sí mismo que para Kaji. Miró al egipcio y éste le devolvió la mirada sin perder la compostura. Aunque no había un motivo lógico para creer a aquel anciano, algo hacía que Nabinger le creyese. ¿Qué había estado sellado en el sarcófago? ¿Qué tenían los antiguos egipcios que fuera radiactivo? Era indudable que el aparato de resonancia magnética había detectado algún tipo de radiación residual.
Nabinger ordenó la historia en su mente. Sólo había una pista. El nombre escrito en la daga, Von Seeckt. ¿Quién era? O, posiblemente mejor, ¿quién había sido?
– ¿Qué hace? -preguntó Kaji al ver que Nabinger se ponía la daga en el cinturón.
– Me la quedo -contestó Nabinger-. Le he pagado por la historia y ésta es la única prueba.
– Eso no lo habíamos acordado -protestó Kaji.
– ¿Quiere que les cuente a sus hombres algo sobre sus negocios? ¿Sobre el dinero que acabo de darle? -preguntó Nabinger-. Ellos querrán su parte.
Los ojos de Kaji empequeñecieron. Luego se levantó y se encogió de hombros.
– Puede quedársela. Está maldita. Debí desprenderme de ella hace tiempo.