Capítulo 31

EL CUBO, ÁREA 51. 22 horas, 9 minutos tras la modificación


– ¿Qué pasa?

El mayor Quinn había sido avisado por el oficial de guardia. Había cerrado rápidamente el ordenador de GuUick y se encaminaba hacia el centro principal de control del Cubo.

– Hay varios vehículos en el sector tres -anunció el operador señalando la pantalla del ordenador-. Van en dirección oeste a lo largo de la carretera.

– Muéstreme la imagen del radar y otra imagen térmica desde las montañas -ordenó Quinn.

El operador pulsó los controles necesarios. Se vio una fila de vehículos avanzando por la carretera.

– ¿Cómo está el Buzón? -preguntó Quinn.

En pantalla apareció otra escena: un buzón solitario, sin nada alrededor, lo cual le confirmó a Quinn el punto del que provenían los vehículos.

– Pero ¿qué cono están haciendo? -murmuró Quinn para sí mientras la cámara seguía la fila de vehículos.

– Avise a la policía aérea para que detenga a toda esa gente.

– Tengo a Jarvis al teléfono -exclamó otro hombre.

Quinn cogió el aparato y estuvo escuchando durante un minuto. Hizo una mueca de fastidio al colgar el auricular. Se giró y se dirigió rápidamente hacia la puerta de madera y llamó. La abrió sin esperar respuesta. Una figura estaba tendida sobre una cama plegable; Quinn se acercó y tocó al hombre por el hombro.

– Señor, tenemos penetraciones múltiples en la carretera del Buzón. Parece que nuestros avistadores de ovnis se están acercando para ver más de cerca. Jarvis acaba de llamar y dice que Von Seeckt y aquella periodista están con ellos, así que esto podría ser más de lo que parece.

Gullick puso los pies en el suelo. Iba ya vestido para la acción con un traje de camuflaje.

– Avise a Nightscape. Que los helicópteros estén dispuestos -ordenó.

En cuanto Quinn salió, Gullick rebuscó en los bolsillos y sacó otra pastilla analgésica. Los latidos del corazón se aceleraron de inmediato y el general se sintió listo para la acción. Luego siguió a Quinn a la sala de control.

– ¡Están saliendo de la carretera! -exclamó el operador-. Por lo menos, un par de ellos lo están haciendo. -Se corrigió mientras intentaba seguir a los vehículos-. Se están dispersando por el desierto y continúan avanzando. -Colocó un dedo en el auricular que llevaba en el oído derecho-. La policía aérea no tiene suficientes vehículos en el área para capturarlos a todos de una vez. Algunos conseguirán romper el perímetro externo.

– Quiero Nightscape listo en un minuto -dijo Gullick mirando la visualización táctica por encima del hombro del hombre-. Tenga también alerta a la tripulación de guardia del platillo.

– Sí, señor.

Treinta y dos kilómetros más al sur, la teniente Hawerstaw activó el intercomunicador. -Vamos allá. Agárrense.

El Blackhawk descendía hacia el suelo del desierto. Lisa Duncan miró por la ventana del lado derecho y observó que ahora subía junto a una línea rocosa de la cordillera, que estaba a menos de doce metros. Puso los dedos dentro de la malla que le rodeaba el pecho e hizo exactamente lo que Hawerstaw había sugerido: agarrarse.

– Tengo una fuente de calor en el radar procedente del sector seis -anunció Quinn-. Es algo bajo y rápido.

– ¿Qué es? -preguntó Gullick.

– Un helicóptero. Está por debajo del radar pero lo captamos desde arriba.

– Compruebe la señal -ordenó Gullick refiriéndose a la señal que indicaba si una nave militar era amiga o enemiga.

– Es uno de los nuestros -informó Quinn. Tecleó rápidamente varios botones-. Es un Blackhawk asignado a la unidad 325 de pararrescates de Nellis.

– Dígales que hagan el puto favor de largarse de mi espacio aéreo -dijo bruscamente Gullick.

Volvió a la visualización táctica de tierra y vio que la policía aérea detenía siete de los trece vehículos que penetraban. Los otros seis se encontraban ahora en el perímetro interno. Habían pasado el cordón del la policía aérea y se habían dispersado por dos sectores de seguridad.

– Nos están llamando, -anunció Hawerstaw-. Nos van a ordenar regresar.

– No les haga caso -ordenó Duncan.

– Sí, señora.

– El Blackhawk no responde, señor -informó Quinn. Gullick se frotó la frente.

– ¿Autorizo a Landscape a atacar cuando estén al alcance? -preguntó Quinn.

– Dígales que lo sigan, pero que se abstengan de disparar hasta que yo dé la orden.

– Nightscape, listo para despegar, -dijo Quinn.

Kelly dio un golpe brusco con el volante de la camioneta y levantó una nube de polvo detrás de las ruedas traseras. Podía ver las luces del complejo de Groom Lake a menos de tres kilómetros por delante.

– Lo conseguiremos -dijo Nabinger en el asiento situado al lado.

Unas luces intermitentes se alejaban de las luces fijas que señalaban los edificios. Las luces ascendían.

– Lo ha dicho demasiado pronto. Creo que vamos a tener compañía.

– Intentaré hacer algo para ayudar -dijo Von Seeckt desde atrás trabajando rápidamente en el teclado de la consola del ordenador que estaba conectada a la consola de comunicaciones.

Cuando Turcotte tocó con sus botas una superficie dura, empezó a deslizarse rápidamente por la pista. Se sentía desnudo y, por instinto, inclinó la barbilla contra el pecho y se agazapó, casi esperando que un disparo surgiera desde la oscuridad. En el extremo alejado de la pista, a unos quinientos metros, en la base de la ladera de la montaña, advirtió una masa oscura que se recortaba contra las rocas. Era una red de camuflaje que cubría alguna cosa. Al ver aquello, se animó. Por lo menos parecía que la sospecha de Von Seeckt era cierta.

– Hay alguien en la pista -anunció Quinn.

– Póngalo en la pantalla principal -dijo el general Gullick.

El campo de la imagen del radar de la montaña cercana tenía una resolución de 300 y mostraba claramente un hombre corriendo.

– ¿Cómo es posible que no hayamos captado su señal térmica antes? -preguntó Gullick.

Quinn tecleó y cambió la imagen. La figura del hombre desapareció y mostró un pequeño punto rojo moviéndose por la pantalla.

– Es la imagen térmica del objetivo. Lleva una especie de protector térmico. -Quinn cambió la imagen y mostró un mapa del Área 51 vista desde arriba-. Va hacia la zona de ingeniería fuera del hangar dos.

– Separe una nave de Nightscape -ordenó Gullick-. Detener a ese hombre, prioridad número uno.

– Sí, señor. -Quinn habló por el micrófono y luego se giró de repente hacia el general-. Tenemos interferencias, señor. No puedo hablar con Nightscape. Alguien está interrumpiendo la radio.

En la parte trasera de la camioneta, Von Seeckt sonrió mientras oía las voces nerviosas de los pilotos de Nightscape que intentaban comunicarse con el Cubo y entre sí para coordinar sus acciones. Pulsó el botón de transmisión de la radio de alta frecuencia de la camioneta y luego lo dejó unos segundos. Luego volvió de nuevo a pulsarlo.

Gullick miraba el mapa del Área 51 e intentaba entender cada uno de los símbolos. Tenía tres amenazas: un hombre que se acercaba a la zona de ingeniería, el helicóptero que se aproximaba al interior y los vehículos que entraban desde el desierto. Era, sin duda, una acción coordinada y él no podía arriesgarse más. Incluso sin radio podía controlar todavía las cosas. Dio las órdenes en voz alta.

– Informen a los puntos antiaéreos de Landscape por línea de tierra de que se encuentran en un estado de libre de armas.

– Sí, señor.

– Avise al centro de ingeniería de la infiltración de un hombre en su posición. Tiene que detenerse con la sanción más alta.

– No tenemos línea de tierra con el centro de ingeniería -informó Quinn-. Su red de protección es la frecuencia de Nightscape. No podemos conectar con ellos.

– ¡Maldita sea! -bramó Gullick en su frustración.

Una exclamación de sorpresa resonó en el auricular de la doctora Duncan. Arriba, delante de la cabina, brilló una luz roja en el panel de control.

– ¡Lanzamiento de misil! -exclamó la teniente Hawerstaw-. ¡Maniobras de evasión! Hancock y Murphy, vigilad por detrás y preparaos si se trata de uno de los térmicos.

El Blackhawk se volvió sobre su lado izquierdo y luego adoptó de nuevo su posición. La doctora Duncan vio que los dos miembros de la tripulación de la parte trasera abrían las puertas de la nave y dejaban entrar aire frío. Llevaban unos arneses sobre sus cuerpos y se inclinaron fuera de la nave para mirar hacia abajo.

– Veo un lanzamiento -dijo Murphy-. En la posición horaria de las cuatro. Subiendo rápidamente.

Murphy sostuvo una bengala, la disparó hacia el exterior y hacia arriba con la esperanza de que el calor desviara el misil. Al mismo tiempo, Hawerstaw pulsó bruscamente los mandos hacia adelante y enseguida empezaron a perder algo de altura.

El misil pasó cerca del lado derecho del helicóptero y perdió el extremo exterior de las hojas de su rotor a menos tres metros.

– Esto es lo que se dice cerca -dijo Hawerstaw por el intercomunicador constatando algo obvio, mientras tiraba del paso de rotor y del mando y detenía el descenso casi sobre el suelo del desierto.

– Esto fue cerca -dijo la doctora Duncan mirando el suelo, a menos de seis metros por debajo.

– No creo que seamos bienvenidos aquí -dijo secamente Hawerstaw.

– Póngame con la radio de sus oficinas -indicó la doctora Duncan.

– Imposible -replicó Hawerstaw-. La frecuencia de Groom Lake está repleta de interferencias.

– ¡Alto! -exclamó una voz en la oscuridad a la derecha de Turcotte. Distinguió a una figura con gafas de visión nocturna y una metralleta que le apuntaba.

Como respuesta, Turcotte disparó dos veces, los dos tiros hacia abajo, de forma que hirió al hombre en las piernas y lo hizo caer. No había necesidad de más muertes. Se arrepentía de lo ocurrido en el laboratorio. Las circunstancias y la rabia habían movido su mano en aquella ocasión. Se precipitó sobre él, le quitó la metralleta Calicó y también las gafas.

– ¡Mierda! -dijo el hombre, mientras buscaba su arma. Turcotte le dio un golpe en la cabeza con el cañón de la Calicó y el hombre quedó inconsciente. Turcotte comprobó las heridas, ninguna arteria afectada. Rápidamente aplicó a cada muslo un vendaje para detener la hemorragia con la misma chaqueta de combate del hombre y luego continuó su camino.

Un helicóptero Little Bird AH6 sobrevolaba justo por encima de sus cabezas. Kelly pulsó el acelerador a fondo. Las luces del complejo estaban a poco menos de un kilómetro.

– Las puertas del hangar están cerradas -dijo Nabinger.

– ¿Qué piensas hacer?

– Sólo quiero salir de aquí de una sola pieza. Luego ya inventaré algo -respondió Kelly.

– El helicóptero todavía no ha sido abatido -informó Quinn-. Quienquiera que lo conduzca es muy bueno. Vuela por debajo del seguimiento de un radar de tierra. Todavía no podemos fiarnos del seguimiento de satélite a los puntos AA a causa de las interferencias.

– Lance el platillo de alerta -ordenó Gullick-. ¡Que obligue a bajar el helicóptero!

Hawerstaw miró fuera del parabrisas. Estaban pasando muchas cosas allí en tierra. Abajo veía vehículos que describían una especie de circo de luces. También había varios helicópteros en el aire. Uno de ellos se dirigía hacia ella.

– Tenemos compañía -anunció el teniente Jefferson.

Hawerstaw no respondió. Vio el AH6 acercarse directamente a ellos a una distancia de un kilómetro.

– Estamos a punto de colisionar -dijo Jefferson.

Ahora había quinientos metros entre las dos naves. El piloto del AH6 hacía intermitencias con sus faros.

– Creo que quiere que aterricemos -dijo Jefferson.

Hawerstaw se mantuvo en silencio con las manos bien firmes en los controles.

Lisa Duncan se revolvió en su asiento y miró hacia adelante mientras Jefferson volvía a hablar.

– ¡Uy! Deb, está… ¡Dios mío! -exclamó el copiloto cuando el AH6 llenó toda la vista delantera. En el último momento, al darse cuenta de que la colisión era inminente el otro helicóptero viró de golpe.

– Gallina -musitó Hawerstaw. Luego levantó la voz-. Estaré ahí en treinta segundos.

– Las puertas del hangar se están abriendo -exclamó Nabinger en cuanto vio un reflejo rojo delante de ellos. -Voy para allá -dijo Kelly.

– ¡Hey! -exclamó el sargento sentado dentro de un vehículo cuando vio por la puerta el morro de una metralleta.

– ¡Ve con cuidado con ese chisme!

– No, mejor será que vayas tú con cuidado -dijo Turcotte apuntando al vehículo. Miró el ordenador y los cables que salían de la caja negra conectados a ella.

– ¿Esto es para hacer explotar las cargas que abren el hangar dos?

El sargento sólo podía ver el extremo del morro, cuyo orificio negro parecía hacerse mayor cada segundo que lo miraba.

– Sí.

– Póngalo en marcha y active el programa de secuencia de disparo.

– ¡Mirad aquello! -exclamó Hawerstaw cuando colocó el Blackhawk a doscientos metros de la gran puerta que se estaba abriendo en la montaña. Una luz roja se desparramaba sobre el asfalto y un disco se mantenía suspendido. Avanzó en cuanto la puerta se abrió suficientemente.

– ¿Pero qué es eso?

– Gracias por traerme -dijo Duncan-. Es mejor que os quedéis aquí y esperéis a que las cosas se aclaren.

– Roger,-dijo Hawerstaw-. Bienvenida.

Duncan se quitó el casco y bajó del helicóptero. Volvió la cabeza cuando una camioneta frenó entre ella y el disco con gran ruido de neumáticos.

Turcotte miró la pantalla. Las cargas estaban listadas con orden y hora de inicio. Empezó a teclear deprisa.

Unos guardas armados salieron corriendo del hangar en cuanto el agitador se levantó sobre sus cabezas iluminando la escena que se desarrollaba debajo.

– Fuera del vehículo con los brazos en alto -ordenó uno de los hombres apuntando con su arma el parabrisas de la camioneta.

– Vamos -dijo Kelly-. Hicimos todo lo que pudimos. Esperemos haber dado suficiente tiempo a Turcotte para que haya acabado.

Abrió la puerta del conductor y bajó con Nabinger, este último con la tabla rongorongo y con su mochila. Von Seeckt bajó por detrás.

– ¡Boca abajo al suelo! -ordenó el hombre.

– ¡Esperen un momento! -exclamó una voz de mujer. Todos los ojos se clavaron en la figura que salía del helicóptero Blackhawk-. Soy la doctora Duncan. -Mostró su tarjeta de identificación-. Soy la asesora presidencial de Majic12.

El oficial de mayor rango en Nightscape se detuvo, confundido con aquella aparición repentina y aquel cambio en la cadena de comandancia. Los tres grupos se habían reunido en un círculo de diez metros delante de las puertas del hangar uno.

– Quiero aquí al general Gullick y lo quiero aquí ahora -exigió Duncan.

– Primero tenemos que poner a buen recaudo a estos prisioneros -dijo el guarda.

– Soy Kelly Reynolds -dijo Kelly dando un paso al frente y manteniendo los brazos en alto-. Ya conoce al profesor Von Seeckt, y este señor es el profesor Nabinger del museo de Brooklyn. La hemos llamado antes.

– Sí -asintió la doctora Duncan-. Por eso estoy aquí. Vamos a llegar al fondo de todo esto. Se volvió hacia el guardia y dijo-: Sus prisioneros no van a ir a ningún sitio. Ninguno de nosotros lo hará. Tráigame aquí al general Gullick.

– Señor -dijo Quinn con precaución mientras colgaba el teléfono.

La vista del general Gullick estaba clavada en la pantalla principal que mostraba la vista general del Área 51. Por fin todos los vehículos habían sido acorralados y los avistadores de ovnis se encontraban ya bajo arresto.

– ¿Sí?

– La doctora Duncan se encontraba a bordo de aquel Blackhawk. Ahora está en el hangar número uno y exige verlo a usted. Von Seeckt, Nabinger y la periodista también están ahí.

Una arteria en la frente de Gullick empezó a palpitar.

– ¿Tenemos ya comunicación? -preguntó Gullick.

– Sí, señor. La interferencia ha cesado.

– ¿Tiene contacto con el centro de ingeniería?

– Sin respuesta, señor.

– Envíe el platillo cuatro a comprobarlo. ¡Rápido!

Gullick apartó la vista bruscamente de la pantalla y fue hacia el ascensor. Quinn se relajó levemente cuando las puertas se cerraron tras el general y pudo transmitir las órdenes.

De repente, el agitador salió disparado hacia el oeste, y el escenario del hangar permaneció inmóvil en un punto muerto entre las armas de los hombres de Nightscape y la protección provisional de la doctora Duncan.

Una gran silueta salió del hangar, precedida por una sombra larga provocada por la luz roja que tenía detrás. El general Gullick avanzaba y miraba a su lado.

– Muy bonito. Muy bonito. -Miró fijamente a Duncan-. Seguro que tendrá una explicación para todo el circo que ha organizado.

– Y yo estoy segura de que tendrá una respuesta ante el intento de abatir mi helicóptero -replicó.

– La ley me autoriza a utilizar la muerte si es preciso para salvaguardar esta instalación -dijo Gullick-. Usted es quien ha violado la ley al entrar en un espacio aéreo restringido y no haber respondido al ser requerida para ello.

– ¿Y qué me dice de Dulce, general? -replicó Duncan-. ¿Qué hay del general Hemstadt, ex miembro de la Wehrmacht? ¿Y de Paperclip? ¿Dónde está el capitán Turcotte?

Kelly observó el cambio que sobrevenía a Gullick y se dispuso a detener el discurso de la doctora Duncan.

Cuando terminó de teclear, Turcotte vio una luz brillante que salía del este a través de la red de camuflaje. Aquella era la misma luz que había visto en su primera noche allí. El agitador se detenía a unos doce metros de altura y aterrizaba. Un hombre salió de la escotilla superior con un arma en mano.

Duncan y Gullick dejaron de discutir al oír una nueva voz.

– Ustedes dos no entienden nada -chilló Nabinger. Tenía un aspecto salvaje y mantenía en alto la tabla rongorongo-. Ninguno de los dos. -Señaló hacia el hangar-. No saben lo que tienen ahí dentro ni de dónde proviene. No entienden nada de todo esto.

Gullick cogió una metralleta de uno de los guardas de Nightscape.

– No, no lo entiendo, pero usted tampoco lo conseguirá jamás. -Apuntó con el cañón a la doctora Duncan.

– Ha ido demasiado lejos -dijo la doctora.

– Acaba de firmar su certificado de defunción, señora. Ha dicho demasiado y sabe ya demasiado.

Tenía ya el dedo en el gatillo cuando lo cegó el brillo de un foco de búsqueda brillante. El agitador número cuatro se había colocado detrás del grupo de Duncan sin hacer ningún ruido.

– ¡Venid aquí! -exclamó Turcotte desde la escotilla que había en la parte superior del platillo.

– ¡Vámonos! -dijo Kelly tomando a Duncan por los hombros y empujándola hacia el agitador. Los demás las siguieron.

Turcotte vio que Gullick levantaba el cañón de su metralleta y apuntaba hacia él.

– Hágalo y yo activaré las cargas -exclamó Turcotte mostrando en lo alto el detonador remoto del hangar dos.

Gullick se quedó helado.

– ¿Qué ha hecho?

– Un pequeño ajuste en la secuencia, no creo que vaya a funcionar del modo en que le habría gustado a usted -dijo Turcotte controlando a su gente mientras avanzaban hacia él y subían por el lado del disco.

– ¡No puede hacer eso! -chilló Gullick.

– No lo haré si nos permite marcharnos de aquí -prometió Turcotte.

– Váyanse -ordenó el general Gullick haciendo un gesto a sus hombres de seguridad.

Turcotte se hizo a un lado de modo que permitió que los demás pudieran pasar por la escotilla. Cuando estuvieron todos a bordo, entró en el interior y cerró la escotilla tras él.

– ¡Despegamos! -chilló al piloto.

En tierra Gullick se agitó.

– Quiero que el Aurora esté listo para despegar ahora mismo.

Había dejado de confiar en la tecnología alienígena.

– Sí, señor.

– ¿Adonde desean ir? -preguntó el capitán Scheuler desde la depresión que habían en el centro del disco. No se había opuesto en absoluto cuando en el centro de ingeniería Turante se había introducido por la escotilla, arma en mano y le había ordenado volar hasta el hangar uno. Los demás estaban sentados con miedo en el suelo del disco, arremolinados en el centro. Von Seeckt tenía los ojos cerrados, intentando no desorientarse por la vista exterior.

Turcotte todavía mantenía la metralleta apuntada hacia el piloto.

– A la derecha -ordenó al piloto.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Kelly.

Turcotte miraba el exterior, el revestimiento transparente del platillo, mientras rodeaban la montaña que escondía los complejos del hangar. Abrió la tapa del botón de ignición del control remoto y luego lo apretó.

– Le dijo a Gullick que no lo haría -dijo Lisa Duncan.

– Le mentí.

Afortunadamente, en el hangar dos no había nadie. La pared exterior se hundió sobre sí misma, pero no en el modo ordenado que había sido planeado sino en forma de una cascada de piedras y escombros que cayó por completo encima de la nave nodriza, de forma que quedó enterrada bajo toneladas de rocalla.

En el Cubo, el mayor Quinn oyó la serie de explosiones y vio cómo caían la primeras rocas en el hangar dos en las pantallas de vídeo remotas, antes de que éstas fueran destrozadas por aquel terremoto creado por el hombre. -¡Mierda! -murmuró.

Gullick ya sabía lo que había ocurrido en cuanto cesó la última de las secuencias de explosión. Se tambaleó y luego cayó sobre sus rodillas. Apretó las manos contra las sienes. El dolor era todavía más intenso. Cruzaba de un lado a otro, aserrando su cerebro. Un lamento se escapó de sus labios.

– Lo siento -decía en voz baja-, lo siento.

– Señor, Aurora está lista para despegar -dijo un joven oficial con mucho nerviosismo.

Tal vez pueda salvarse, pensó Gullick, asiéndose a la sola idea. Se puso en pie lentamente. La forma de pez manta del avión de gran velocidad se recortaba contra las luces de la pista. Sí, todavía había un modo de salvar las cosas.

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