Capítulo 14

LAS VEGAS, NEVADA. 109 horas, 20 minutos.

– ¿A quién ha llamado? -preguntó Turcotte secándose el cabello con una toalla.

Mientras Von Seeckt telefoneaba, Turcotte se había dado una ducha y se había aseado. Entretanto, Kelly había salido a la calle a comprarle unos pantalones y una camiseta que sustituyeran al mono desgarrado y cubierto de hollín. Ahora se sentía más humano. Los puntos que el doctor Cruise le había cosido aguantaban bien.

– He dejado un mensaje al profesor Nabinger. -Von Seeckt mostró un trozo de papel arrugado que tenía en la mano-. Es posible que él tenga la clave para entender la nave nodriza.

– ¿Quién es Nabinger? -preguntó Kelly.

– Un arqueólogo del museo de Brooklyn.

– Bueno, ¡ya está bien! -exclamó Turcote-. Creía que empezaba a entender todo este asunto. Ahora vuelvo a estar perdido.

– Cuando descubrieron la nave nodriza -explicó Von Seeckt-, encontraron también unas tablas escritas en lo que se conoce como runa superior. Nunca logramos descifrarlas, pero parece que el profesor Nabinger, sí. -Los dedos de Von Seeckt se deslizaron por el puño de su bastón-. El único problema es que tenemos que llegar a las tablas para poder enseñárselas al profesor.

– No vamos a regresar al Área 51 -aseguró Turcotte en tono terminante-. Si regresamos allí, Gullick nos atrapará. Y seguramente pronto nos localizarán aquí.

– Las tablas no están ahí -repuso Von Seeckt-. Están guardadas en las instalaciones de Majic12 en Dulce, Nuevo México. Por eso he dicho que tenemos que ir allí.

Turcotte se sentó en una silla y se frotó la frente.

– Así que usted está de acuerdo con Kelly y dice que tenemos que ir a Dulce. Me imagino que se trata de una instalación totalmente secreta. Sólo tenemos que introducirnos en ella, rescatar a ese periodista llamado Johnny Simmons, coger las tablas, descifrarlas, y después, ¿qué más?

– Anunciar el peligro -dijo Von Seeckt. Miró a Kelly.

– Ésa será tu tarea.

– ¡Oh! ¿Me contrata?

– No; creo que, como yo, te has prestado voluntaria -dijo Turcotte con una risa sarcástica-, como durante la Primera Guerra Mundial, cuando se empleaba a voluntarios para cruzar la tierra de nadie. ¿Nunca te dijo tu madre que no recogieras autoestopistas?

La voz de Von Seeckt fue grave.

– Nadie en esta habitación tiene otra elección. O nos exponemos a lo que intentan hacer en el Área 51 de aquí a cuatro días y lo paramos o nosotros, como tantos otros, moriremos.

– No estoy convencido del peligro que entraña esa nave nodriza -replicó Turcotte.

– Esto confirma mis suposiciones -dijo Von Seeckt blandiendo el papel que contenía el mensaje de Nabinger.

Turcotte miró a Kelly y ella le devolvió la mirada. Por lo que sabían, Von Seeckt podía ser un chiflado. La única razón por la que Turcotte empezó a creer en el anciano fue el que el doctor Cruise hubiera intentado asesinarlo. Eso significaba que alguien se lo tomaba suficientemente en serio para querer librarse de él. También era posible que intentaran matarlo por ser un chiflado, pero Turcotte pensó que era mejor guardar esa idea para sí mismo. No se sentía en suelo firme; al fin y al cabo, su llamada de teléfono había sido a un número desactivado, así que su historia no tenía más solidez que las de las otras dos personas de la habitación.

Von Seeckt le dijo que la doctora Duncan estaba en el Cubo. Podía estar legitimada o no. La experiencia de Turcotte le indicaba que cuando no se disponía de suficiente información, había que tomar la mejor opción posible. Ir a Dulce le pareció un buen modo de, por lo menos, acumular más información, tanto de Von Seeckt como de Kelly.

– Muy bien -aceptó Mike Turcotte-. Basta de cháchara. Vámonos.


BIMINI, LAS BAHAMAS. 208 horas, 50 minutos.

Situadas a menos de ciento sesenta kilómetros al este de Miami, las islas que configuraban las Bimini se desparramaban por el océano en forma de pequeños puntos verdes. Fue en aquellas aguas azules y brillantes que rodeaban esos puntitos donde se habían encontrado grandes bloques de piedra que dispararon las conjeturas acerca de que la Atlántida se hubiera encontrado allí.

Peter Nabinger no tenía tiempo para bucear y observar esos bloques. Por otra parte, ya había visto fotografías de ellos. Había ido hasta allí para visitar a la mujer que había tomado las fotografías y que luego se quedó para proseguir su estudio.

Mientras recorría el corto trayecto que separaba el pequeño aeropuerto de pista de tierra del pueblo donde vivía Slater, Nabinger recordó la única ocasión en que había visto a aquella mujer. Fue en una conferencia arqueológica en Charleston, en Carolina del Sur. Slater presentó una ponencia sobre las piedras que se habían hallado en las aguas poco profundas de la isla donde vivía. No fue bien recibida, no porque su trabajo preliminar o su investigación fueran incorrectos, sino porque algunas de las conclusiones que proponía atentaban contra la tendencia predominante en el mundo de la arqueología académica.

Lo que fascinó a Nabinger fue que algunas diapositivas de Slater mostraban formas de runa superior grabadas en los bloques de piedra sumergidos. Consiguió las copias de las diapositivas, y éstas lo ayudaron a descifrar unos cuantos símbolos más de runa superior. Sin embargo, la glacial y hostil acogida que tuvo la presentación reafirmó a Nabinger en su actitud de mantener ocultos sus propios estudios.

Nabinger se secó el sudor de la frente y se ajustó la mochila. Durante la conferencia Slater no pareció especialmente molesta por los ataques contra sus teorías. Sonrió, recogió sus cosas y regresó a su isla. Su actitud parecía decir que, por ella, podían creerlo o no creerlo. Hasta que alguien propusiera una idea mejor y pudiera justificarla, ella se mantendría en la suya. A Nabinger le impresionó esa actitud de seguridad. Naturalmente, ella no tenía un consejo de dirección de un museo o un consejo de evaluación académica mirando por encima de la espalda, así que podía permitirse el lujo de mantener las distancias.

Miró la tarjeta que ella le había dado en aquel congreso cuando le pidió fotocopias de las diapositivas; un pequeño mapa fotocopiado indicaba el camino hacia su casa.

– En mi isla las calles no tienen nombre -le dijo-. Si no sabe adonde quiere ir no lo encontrará jamás. Pero no se preocupe, puede ir a pie a cualquier lugar, tanto desde el aeropuerto como desde el muelle.

Nabinger distinguió una melena de cabellos blancos en un jardín de plantas verdes que rodeaban una pequeña vivienda campestre. Cuando la mujer se giró, reconoció a Slater. Ella puso una mano sobre los ojos a modo de visera y lo observó llegar. Slater, que había rebasado los sesenta años, se había acercado tarde a la arqueología, tras retirarse de su carrera como abogada especializada en derechos mineros y geológicos que representaba a varios grupos ecologistas; ése era otro motivo por el que podía permitirse seguir su propio camino, algo que también resultaba irritante para la vieja guardia de la arqueología.

– Buenos días, joven -dijo en voz alta en cuanto él se acercó.

– Señora Slater, soy…

– Peter Nabinger, del museo de Brooklyn -lo interrumpió ella-. Puede que sea vieja y decrépita, pero todavía tengo memoria. ¿Se equivocó de dirección al cruzar el Nilo? Si no recuerdo mal, ésa es su especialidad.

– Acabo de llegar aquí procedente de El Cairo, luego he tomado el avión de Miami -repuso Nabinger.

– ¿Té frío? -preguntó Slater desde la puerta haciéndole un gesto con la mano para que entrara.

– Gracias.

Entraron en la sombra fresca de la casa. Era un pequeño bungaló muy bien decorado, con libros y papeles apilados por todas partes. Sacó una pila de papeles de una silla plegable.

– Siéntese, por favor.

Nabinger se sentó y tomó el vaso que ella le ofreció. Slater se sentó en el suelo apoyando la espalda contra un diván cubierto de fotografías

– ¿Y qué lo ha traído hasta aquí, señor Egipto? ¿Quiere más fotos de los grabados de las piedras?

– Recordé la ponencia que presentó en Charleston el año pasado -empezó a decir Nabinger sin saber cómo conseguir lo que necesitaba.

– Eso fue hace once meses y seis días -replicó Slater-.

Quiero pensar que su cerebro funciona un poco más rápidamente, si no, nos espera un día muy largo. Por favor, señor Nabinger, usted ha venido aquí por alguna razón. No soy su profesora del colegio. Puede hacerme preguntas, aunque le parezcan estúpidas. He hecho muchas preguntas estúpidas en mi vida y nunca me he arrepentido de ninguna. En cambio, sí me arrepiento de las veces que cerré la boca cuando tendría que haber hablado.

Nabinger asintió.

– ¿Conoce algo sobre el culto de los nazis a Thule?

– Sí -Slater bajó lentamente el vaso y se quedó pensativa un momento-. ¿Sabe usted que hace unos diez años hubo una gran controversia entre la comunidad médica por utilizar algunos datos históricos para estudiar la hipotermia? -No esperó una respuesta-. Los mejores datos documentados sobre la hipotermia los aportaron los médicos nazis, pues zambullían a los prisioneros de los campos de concentración dentro de cubas de agua helada y luego medían las constantes vitales, que iban disminuyendo hasta desaparecer. A algunos los sacaban del agua antes de que se murieran e intentaban reanimarlos calentándolos de distintos modos, que nunca funcionaban. No es precisamente lo que un investigador médico típico debe hacer, pero es realista si lo que interesa es la exactitud.

»La decisión que tomó la comunidad médica norteamericana fue que los datos obtenidos de este modo tan brutal e inhumano no debían emplearse, incluso aunque ello impidiera el avance de la ciencia médica actual y salvar vidas. No sé qué le parece eso. Yo misma no sé qué pensar. -Slater hizo una pausa y sonrió-. Bueno, ahora soy yo la que divaga. Pero tiene que entender la situación. Naturalmente, he leído los papeles y la documentación disponible sobre el culto de Thule y la fascinación de los nazis por la Atlántida. Forma parte de mi área de estudio. Pero hay quien se opondría violentamente a emplear ese tipo de información por lo que, por muy excéntricas que parezcan mis teorías, he tenido que mantener esa particular fuente de información fuera de mis ponencias y presentaciones.

– ¿Qué descubrió? -preguntó Nabinger inclinándose hacia adelante.

– ¿Por qué quiere saberlo?

Nabinger buscó en su mochila y sacó su cuaderno de notas. Le mostró el dibujo y el borrador de la traducción.

– Esto procede de la pared en la cámara inferior de la gran pirámide.

Miró su reloj. En una hora y media tenía que tomar el avión de regreso a Miami. Empezó a contar rápidamente la historia de Kaji según la cual los alemanes habían abierto la cámara en 1942 y terminó enseñándole la daga de Von Seeckt. Luego describió sus esfuerzos para descifrar la runa superior y el mensaje que había obtenido de la pared de la cámara.

Slater lo había dejado hablar.

– Esa referencia a un lugar de origen, ¿cree que es una referencia a un lugar al otro lado del Atlántico?

– Sí. Y por eso estoy aquí. Porque los alemanes, si es verdad que entraron en la cámara en mil novecientos cuarenta y dos, algo de lo que todavía no estoy convencido a pesar de la daga, tuvieron que obtener información sobre la cámara en algún lugar. Tal vez los alemanes encontraran un texto que les permitió llegar hasta esa cámara, si es que usted me sigue.

– Lo sigo. -Slater le devolvió el dibujo-. A principios de la Segunda Guerra Mundial, los submarinos alemanes tuvieron mucha actividad en la costa este de los Estados Unidos y también aquí, en mi isla. Hundieron algunos barcos pero también llevaron a cabo otras misiones. Igual que usted ha hablado con ese tal Kaji de Egipto, yo lo he hecho con algunos viejos pescadores de las islas, que conocen las aguas y la historia. Dicen que en mil novecientos cuarenta y uno hubo muchos avistamientos de submarinos alemanes moviéndose por las islas. No parecían interesados en cazar barcos, aquí estamos alejados de todas las rutas marítimas principales, sino más bien en encontrar algo en las aguas que rodean las islas. -Slater se volvió, buscó detrás de ella y recogió algunas fotografías-. Creo que encontraron esto.

Se las pasó. Parecían las mismas fotografías que había presentado en el congreso. Grandes bloques de piedra, muy bien ensamblados entre sí, situados a unos quince metros bajo el agua.

Slater siguió hablando a Nabinger mientras éste miraba las fotografías.

– Es posible que correspondan a la muralla exterior de una ciudad o a un trozo de muelle. No hay modo de saberlo, pues muchas zonas están cubiertas con coral y otras formas de vida submarina y el fondo del mar cercano se pierde en profundidades sin explorar. Esta zona de las piedras podría ser sólo una pequeñísima parte de un yacimiento antiguo mayor, o bien sólo un yacimiento construido hace miles de años, cuando la zona se encontraba sobre las aguas. Erigido por gentes de las que no sabemos nada por algún motivo que no podemos adivinar.

»El patrón general de las piedras es el de una "]" alargada, es decir, tiene forma de herradura con un extremo abierto hacia el noreste. Tiene una longitud aproximada de medio kilómetro y unos quince metros de profundidad. Se calcula que algunas de las piedras pesan casi quince toneladas; por lo tanto, no llegaron aquí por accidente, y quien fuera que las colocó allí tenía una capacidad de construcción notable. Apenas es posible insertar una punta de cuchillo entre las junturas de las piedras. -Al decir esto, Slater se levantó, se inclinó sobre el hombro de Nabinder y señaló con el dedo-Aquí.

Se veía una gran abolladura en una de las rocas.

– ¿Y esto? -preguntó Nabinger.

Slater buscó entre las fotografías.

– Aquí-dijo mostrándole una ampliación de la fisura en el bloque.

Nabinger lo miró detenidamente. En los bordes de la abolladura se distinguían otras señales de escritura, muy débiles y viejas. Eran muy parecidas a lo que tenía en el cuaderno de notas, pero la abolladura había destruido toda posibilidad de descifrarlas.

– ¿Qué pasó con esta piedra? -preguntó Nabinger.

– Por lo que sé -dijo Slater- fue un torpedo. -Tocó la fotografía, pasando los dedos sobre la runa superior-. He visto otras parecidas. Marcas antiguas destruidas en algún momento del siglo pasado por armas modernas.

– Son iguales a las que he descifrado en la cámara inferior -repuso Nabinger asintiendo con la cabeza-. No son jeroglíficos tradicionales, sino una escritura más antigua, una runa superior.

Slater fue hacia un escritorio oculto por pilas de carpetas y libros. Revolvió durante unos segundos y encontró lo que buscaba.

– Aquí -dijo mostrándole una carpeta a Nabinger-. Usted no es el único que se interesa por la runa superior.

La abrió. Estaba llena de fotografías de runas. Escritas en paredes, en tablillas de barro, grabadas en piedra, en casi todos los modos posibles en que las culturas antiguas dejaban constancia de sus acontecimientos.

– ¿Dónde ha tomado usted estas fotografías? -preguntó Nabinger mientras su corazón latía aprisa ante el potencial de información que tenía entre los dedos. Reconoció algunas fotografías, como aquel lugar de Centroamérica que lo había ayudado en el descifrado de la runa superior.

– En la carpeta hay un índice donde se detalla dónde se tomó cada fotografía. Están numeradas. Se obtuvieron en varios lugares. Aquí, bajo las olas. En México, cerca de Veracruz. En Perú, en Tucume. En la isla de Pascua. En algunas islas de Polinesia, algunas en Oriente Medio, en Egipto y la Mesopotámica.

– ¿Los mismos símbolos? -preguntó Nabinger mientras pasaba las fotografías. Muchas las había visto antes, pero había algunas que podría añadir a su base de datos sobre la runa superior.

– Hay algunas diferencias. De hecho, muchas -respondió Slater-. Pero, sí, creo que todas proceden de la misma lengua raíz y que están relacionadas entre sí. Es un lenguaje escrito que precede al idioma más antiguo conocido y aceptado por los historiadores.

– Llevo muchos años estudiando la runa superior -dijo Nabinger cerrando la carpeta-. Gran parte de lo que usted tiene ya lo había visto antes; de hecho, pude descifrar lo que hallé en la pared de la cámara en la gran pirámide utilizando para ello los símbolos de un lugar situado en Sudamérica. Pero la pregunta que me inquieta, y por la que nunca he dado a conocer mi descubrimiento, es ¿cómo es posible encontrar la misma escritura antigua en lugares tan separados?

– ¿Conoce la teoría difusionista de la civilización? -preguntó Slater mientras volvía a sentarse.

– Sí -asintió Nabinger.

Sabía a qué se refería Slater, aunque la corriente de pensamiento predominante en esa década se decantaba más por la teoría aislacionista. Los aislacionistas creían que las civilizaciones antiguas se habían desarrollado de forma independiente entre sí. Mesopotámica, China, Egipto… todas esas civilizaciones habían cruzado el umbral de la civilización a la vez: aproximadamente tres o cuatro siglos antes de Cristo.

Nabinger había oído ese argumento muchas veces. Los aislacionistas se servían de la teoría de la evolución natural para explicar esa sincronicidad. Atribuían las similitudes entre los hallazgos arqueológicos de esas civilizaciones a los puntos en común genéticos entre los hombres. Por consiguiente, el hecho de que hubiera pirámides en Perú, Egipto, Indochina y América del Norte, algunas de piedra, otras de tierra, otras de fango, pero todas notablemente parecidas entre sí dadas las distancias entre esos lugares, se debía a una tendencia natural de todas las sociedades a hacer las mismas cosas durante su desarrollo.

Para Nabinger aquello era rizar el rizo. Sería realmente una sorpresa genética que todas aquellas civilizaciones hubieran desarrollado también la misma escritura en forma de runa superior y que luego la hubieran abandonado, antes de que se pintaran los primeros jeroglíficos en papiro.

Los difusionistas sostenían la otra cara de esa moneda llamada civilización, y Nabinger sentía mayor afinidad por esa postura. Creían que esas civilizaciones habían surgido aproximadamente en el mismo momento a escala cósmica y que todas sus similitudes, incluida la runa superior, se debían a que habían sido fundadas por seres pertenecientes a la misma civilización, más antigua.

Sin embargo, la teoría difusionista planteaba muchos problemas, problemas serios, y por ello Nabinger mantenía para sí mismo su punto de vista sobre el tema. El argumento más fuerte contra la teoría difusionista era que las gentes de esos diversos lugares no tenían modo alguno de comunicarse entre sí ni de tener relación social o cultural alguna. Según la teoría difusionista, esos primeros pueblos habrían cruzado el Atlántico o el Pacífico. Si ya tenían serios problemas para navegar a vela por el Mediterráneo en esa época, qué decir sobre cruzar océanos.

– Y usted ya sabe quién es el número uno de los difusionistas, ¿no? -El rostro de Slater se cubrió de arrugas al sonreír. No esperó la respuesta-. Leif Jorgenson. El hombre que navegó por el Atlántico con un barco vikingo para demostrar que los europeos ya estaban en América del Norte mucho antes que Cristóbal Colón. El mismo que fue en una balsa de madera desde Indonesia hasta las Islas Hawai para demostrar su teoría de que las islas fueron colonizadas desde el oeste. Sin embargo, en los últimos diez años, ha dado uno o más pasos hacia adelante. Actualmente está trabajado en unos yacimientos recién descubiertos de Mesoamérica, investigando las pirámides y el calendario maya y, ¿sabe?, ha encontrado runa superior.

»Hace cuatro años Jorgenson descubrió un yacimiento enorme en México, cerca de Jamiltepec. Más de veinte grandes pirámides de barro y piedra que cubrían más de doscientas ochenta hectáreas de la costa oeste de México, a menos de tres kilómetros del océano Pacífico. Había sido cubierto por la jungla y, a causa de unas montañas que lo rodeaban, sólo era accesible por mar. Allí descubrió más pruebas de comunicación intercultural en un período de tiempo anterior al que los historiadores consideran posible. Había joyas hechas con gemas que sólo podían haber sido extraídas a tres mil kilómetros de ahí, en Sudamérica. Esculturas de piedra muy parecidas a las de otros lugares, algunos situados al otro lado del Pacífico, en Oceanía. Jorgenson dispone de pruebas concluyentes de cierto grado de interacción muchos siglos atrás entre pueblos muy alejados entre sí. Sin embargo, la comunidad científica no le hace el menor caso, simplemente, porque no cree que eso sea posible.

Nabinger conocía ese hallazgo, pero no quería ofender a Slater. Al fin y al cabo, él había acudido a ella.

– ¿Cómo cree Jorgenson que se originó la civilización?

– Cree que hubo una cultura original de individuos de piel blanca y orejas grandes, capaces de construir pirámides y que escribían en runa. Vivieron y se desarrollaron en lo que él denomina «punto cero» -contestó Slater-, y que la civilización se dispersó a partir de ese punto cero en la que él llama «hora cero», es decir, el momento en que la civilización comenzó a desarrollarse de forma simultánea en todos esos lugares que ahora estamos estudiando. La civilización procede del punto cero.

– ¿Y dónde está el punto cero? -preguntó Nabinger conociendo la respuesta.

– Es el lugar que muchas leyendas llaman la Atlántida.

– ¿Por eso usted conoce tan bien sus teorías? -preguntó Nabinger.

– Sí. Y es que efectivamente hay conexiones que no han podido aclararse de forma adecuada. -Slater hizo una pausa-. Permítame que se lo explique. Hay mucha gente que no cree en la teoría del punto cero de Jorgenson debido a la imposibilidad física. Dicen que no es posible que los hombres de aquel tiempo, aproximadamente cuatro mil años antes de Cristo, pudieran partir del punto cero a otros lugares del globo, independientemente de dónde se hallase ese punto cero. Tendrían que haber cruzado los océanos.

»La respuesta de Jorgenson es que si bien no hay una prueba científica que apoye de forma convincente su teoría, tampoco la hay para refutarla. Si admitimos un modo en que el hombre antiguo pudiera atravesar océanos y haberse dispersado, entonces la prueba es concluyente. Por eso Jorgenson ha realizado todos los trayectos marinos en réplicas de antiguos barcos a vela. Slater dio un golpecito sobre la hoja que contenía la traducción que Nabinger le había dado-. Tengo que felicitarlo, joven, por perseverar en el estudio de puntos en común entre las runas superiores a pesar de las teorías habituales. Obviamente, esto le ha dado un fruto que otros científicos e investigadores no han podido conseguir porque han aceptado las teorías habituales y no han sabido ver las grandes posibilidades que da pensar de forma distinta. Yo intenté traducir las runas superiores, pero ésa no es mi especialidad.

– Volvamos a la idea de la Atlántida -dijo Nabinger mirando de nuevo el reloj.

– Jorgenson cree, y como usted sabrá hay suficientes datos científicos que así lo avalan, que a mediados del año tres mil cuatrocientos antes de Cristo se produjo un gran movimiento geológico en el océano Atlántico. Se podría decir que todas las culturas del mundo relatan una gran inundación ocurrida en aquel tiempo. Incluso el Libro de la muerte tibetano habla de una gran masa de tierra hundiéndose en el mar en aquella época, y quienes lo escribieron se encontraban en el otro lado del Atlántico. Muchas leyendas que remiten a lo mismo: una gran civilización en el medio del océano, destruida por el fuego o el agua. Los mayas la llamaron Atlantis Mu, los noreuropeos, Thule. También existió el país de Lemuria, que una tal madame Blavatsky rescató para crear su propio culto de Thule, que es la pregunta que usted me formuló al iniciar esta conversación.

«Lemuria fue un país que los científicos del siglo diecinueve creyeron que había existido por la presencia en Madagascar de cierto tipo de mono, el lémur, que también se encontraba en la India. Creían que Lemuria se hallaba en el océano índico. Con la punta de sus bolígrafos, los seguidores de Blavatsky desplazaron Lemuria al Pacífico de forma que vincularon la leyenda a las estatuas de la isla de Pascua, con lo que volvemos a la raza de hombres de orejas largas postulada por Jorgenson. Las estatuas de la isla de Pascua representan, como ya sabrá, personas de grandes orejas. -Slater se rió-. Conozco otros mitos e historias mejores. En mil novecientos veintidós otro alemán publicó un libro sobre la Atlántida. Decía que en sus orígenes había estado ocupada por un pueblo genéticamente perfecto. Pero la perfección se vino abajo cuando llegó una mujer del exterior y les enseñó a fermentar alcohol. Adiós a la sociedad perfecta. Y a causa de esta imperfección, la Atlántida fue destruida por la cola de un cometa. El continente ardió y sólo lograron salvarse un puñado de personas.

– ¿Y de dónde sacó esta gente esas ideas? -preguntó Nabinger.

– ¡Ah! ¡Ya está el científico! -exclamó Slater-. ¿Quiere materiales de referencia? -Fue hacia el escritorio, que se hallaba abarrotado de cosas, y durante un minuto buscó hasta encontrar un libro manoseado de tapa dura-. Ésta es la cita original de la Atlántida procedente del Timeo, un tratado sobre filosofía pitagoriana escrito por Platón. Está escrito en griego original. Permítame un poco de libertad en la traducción, no acostumbro a hablar muy a menudo en ese idioma.

– Pasó varias páginas y luego deslizó el dedo sobre el texto-. Como pasa con los griegos, este documento tiene la forma de un diálogo entre varias personas, una de las cuales es Sócrates. Aquí Solón está narrando la historia de algunas leyendas griegas, por ejemplo, la del diluvio del que se libraron Deucalión y Pirra. Un viejo sacerdote lo censura y dice:

»¡Oh, Solón! Vosotros los griegos sois como niños. Ha habido y habrá muchos destructores de sociedades, de los cuales los mayores son el fuego y el agua. -Slater pasó algunas páginas y prosiguió-: Muchas son las verdades y grandes son los logros de los griegos. Pero hay uno que reluce frente a los demás. Nuestra historia cuenta que hace muchos años nuestro país logró detener el avance de un poderoso intruso procedente de un punto remoto en un océano distante, que vino para atacar toda Europa y Asia. Como, en aquellos lejanos días, el océano era navegable allende los llamados Pilares de Hércules, allí, justo allí, había una isla mayor que el norte de África y Asia Menor juntas y los viajeros podían cruzar de ahí a nuestro país." -Slater levantó la vista del libro y a continuación dijo-: Muchos creen que Platón se refiere a América del Norte y del Sur, pero chocan con el mismo problema que Jorgenson. La tecnología de entonces excluye la posibilidad de cruzar el Atlántico, por lo que, sea lo que fuere el lugar al que Platón se refiera, si es real, tiene que estar más cerca de Europa.

«Naturalmente, Platón también dice algo que va contra el pensamiento convencional: que el océano fuera del Pilar de Hércules, es decir, el estrecho de Gibraltar, era navegable para las gentes de aquel tiempo. -Pasó otra página y leyó-"La isla de la Atlántida, como otras islas y países, estaba gobernada por una confederación de reyes muy poderosos. Aquí, desde los Pilares de Hércules, regían el norte de África hasta Egipto y en Europa hasta la Toscana. Los reyes de la Atlántida una vez intentaron someter a los pueblos griego y egipcio, pero los griegos, en una noble lucha, detuvieron a los invasores. Luego se produjeron terremotos e inundaciones y un día terrible toda la isla de la Atlántida fue engullida por el mar y desapareció". Ahora hay un dato especialmente interesante -dijo Slater, y reanudó la lectura-: "La Atlántida desapareció, y en aquel momento el océano se volvió infranqueable en aquel sitio pues resultó impedido por el fango que la isla dejó al quedar sumergida en el océano". -Slater sonrió-. Seguro que usted ha oído hablar sobre el mar de los Sargazos, que se halla situado al este de aquí. Y ocurre que en muchos puntos de dicho mar el agua alrededor de las islas es relativamente poco profunda. En caso de que el nivel del océano fuera un poco inferior, resultaría prácticamente impenetrable para muchos barcos.

– ¿Así que usted cree hallarse sobre el emplazamiento de la Atlántida? -preguntó Nabinger.

– No lo puedo afirmar con seguridad -admitió Slater con franqueza. Sacó un libro de una estantería.-. Tome, lléveselo, también las fotografías de las runas. Este libro habla sobre la leyenda de la Atlántida, posiblemente haya algo que le interese saber. Espero haberle dado toda la información que quería.

– Ésa y mucho más -le aseguró Nabinger, pese a que muy poco de lo que le había dicho le había resultado nuevo y ya tenía catalogadas la mayoría de las fotografías de runas superiores. Tenía el tiempo justo para llegar al aeropuerto, tomar el avión hacia Miami y continuar el viaje. Confiaba en que Von Seeckt tuviera más.

– Una cosa -dijo Slater mientras iban hacia la puerta-. ¿Qué cree que había en la caja negra que sacaron de la pirámide?

Nabinger se detuvo y dijo:

– Ni idea.

– Cuando le hablé de los datos de los campos de concentración, no lo hice porque sí. Ese hombre al que busca, ese alemán, Von Seeckt, si forma parte de lo que me imagino, usted debe ir con mucho cuidado de saber dónde se mete.

– ¿De qué se trata? -Nabinger sentía cómo pasaban los minutos para su vuelo.

– Pregúnteselo cuando lo vea -dijo Slater-. Si intenta evadir la respuesta, pregúntele específicamente sobre la Operación Paperclip.

– ¿Qué es eso?

– Algo de lo que yo sólo oí rumores cuando trabajaba en Washington.

– ¿Hay algo más que deba saber? -preguntó Nabinger apostado en la entrada.

– Sé que me ha estado complaciendo -dijo Slater-. Ya sabía casi todo lo que le he contado pero, de todos modos, ha pasado por aquí. ¿Por qué?

– Venía de camino -respondió Nabinger con sinceridad-. Además, esperaba que usted tuviera alguna información nueva, pues todavía está investigando este campo. Su información sobre Von Seeckt puede resultar útil.

Slater estaba a la sombra, protegida por el tejado en punta de la casa.

– Hace ocho meses, encontraron algo poco usual en el yacimiento de Jamiltepec en México.

Era una noticia para Nabinger.

– ¿Qué descubrió Jorgenson?

– No fue Jorgenson -repuso Slater-. Sólo he oído rumores. Jorgenson estaba dando conferencias lejos de allí. Su gente, que se encontraba a bastante profundidad debajo de la pirámide principal, encontró un pasillo que conducía hacia abajo. Al hacer los preparativos para abrirlo los obligaron a detener la investigación. El ejército mexicano tomó cartas en el asunto y alegó que aquello era un yacimiento histórico, pero, en realidad, cualquiera con dinero suficiente pudo haber conseguido que detuvieran las excavaciones.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó Nabinger.

– Por lo que he oído, parece que el equipo de Jorgenson tenía un infiltrado. Unos dicen que era del gobierno mexicano, pues fue su ejército el que clausuró la excavación; otros dicen que era de la CÍA. Hay rumores de que, después de que el equipo de Jorgenson se hubiera marchado, los norteamericanos trabajaron en el yacimiento. Jorgenson armó un gran revuelo pero, como el gobierno mexicano le había retirado la autorización, no podía hacer mucho más.

– ¿Tiene alguna idea de lo que podía haber ahí dentro?

– Ni la más remota, hijito. Nada. Pero tal vez Von Seeckt lo sepa.

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