Capítulo 25

CARRETERA 64, NOROESTE DE NUEVO MÉXICO. 79 horas.

La carretera rodeó un pequeño lago a la izquierda y luego pasó entre colinas cubiertas de árboles. Turcotte comprobó el mapa. Estaban cerca de Dulce. Según el mapa, la ciudad estaba al sur de la frontera con el Colorado, hundida entre el Parque Nacional de Carson y el Parque Nacional de Río Grande. El terreno era rocoso y montañoso, con grupos de abetos diseminados que adornaban los lados de la colina. Era el tipo de zona relativamente poco poblada donde al gobierno le gustaba situar sus instalaciones secretas.

La carretera describió un trayecto recto y ante ellos apareció una extensa panorámica. Von Seeckt se inclinó hacia adelante entre los asientos.

– Allí. Aquella montaña de la izquierda -señaló-. Me acuerdo. La instalación se encuentra detrás de ella.

Una larga cadena de montañas se extendía de izquierda a derecha a unos dieciséis kilómetros por delante y terminaba en una cumbre levemente separada del cuerpo principal de la cadena.

– ¿Hacia dónde vamos? -preguntó Kelly.

– Continúa por la carretera -le indicó Turcotte-. Ya te diré dónde debes parar.

Cuando estuvieron más cerca, distinguieron la ciudad de Dulce al pie de la cadena de montañas. Era un conjunto de edificios esparcidos por el valle, que llegaban hasta la base de la montaña.

La carretera 64 pasaba por el lado sur del municipio, y Kelly mantuvo con cuidado la velocidad mientras la atravesaban. En cuanto hubieron dejado la ciudad atrás, Turcotte dijo que tomara una carretera de piedras y se detuviera.

– ¿Dice que la instalación se encuentra detrás de la montaña? -preguntó a Von Seeckt.

– Sí. Era de noche cuando vine y han pasado más de cincuenta años. Por aquel entonces no había mucha cosa. No recuerdo todos esos edificios.

– Bien -dijo Turcotte mirando hacia el norte-. Nos quedan unas dos horas de luz. Vamos a comprobar qué podemos ver desde la camioneta.

Señaló de nuevo la ciudad y Kelly se dirigió hacia allí.

Pasaron la señal que indicaba el comienzo de la ciudad y giraron a la derecha, pasando delante de la escuela elemental. Poco a poco la carretera iba ascendiendo. Al cabo de unos quinientos metros llegaron a la base de la sierra. Turcotte hizo que Kelly tomara las curvas que los conducían hacia la derecha. Era el único modo de que él pudiera observar la montaña. A la izquierda sólo veían el lado sur de la línea de la montaña.

Una cabeza de flecha con un número 2 en su interior indicó que había una carretera que llevaba al noreste. Las demás parecían ser calles de la zona residencial de la localidad. Kelly tomó la carretera señalada con la punta de flecha y empezaron a ascender por la ladera de la montaña. Luego otra señal les indicó que se encontraban en la reserva india de Jicarilla Apache. Un Ford Bronco de color blanco, con dos hombres sentados en el interior, los adelantó y Turcotte giró su cabeza para verlos pasar.

– Matrículas del gobierno -señaló.

– Bien -dijo Kelly.

– Probablemente sean de la instalación.

– No quisiera ahogaros la fiesta -dijo Kelly-. Pero por aquí se ven muchas matrículas del gobierno. Estamos en territorio federal, de hecho, en territorio indio, y la oficina para asuntos indios, que ayuda a gestionar las reservas, es federal.

– Pero podrían ser de la base -dijo Turcotte.

– ¡Ah! ¡El optimismo! -exclamó Kelly imitando el acento canadiense de Turcotte-. Me gusta eso.

– Allí. -Turcotte señaló a la derecha-. Párate aquí.

La carretera se dividía. A la derecha descendía hacia el valle. A la izquierda, una carretera de grava ancha y bien cuidada dibujaba una curva hacia la parte posterior de la base de la sierra y desaparecía.

– Está por ahí -anunció Turcotte con un tono seguro.

– ¿Por qué no hacia la derecha? -preguntó ella.

– Von Seeckt dijo que se encontraba detrás de la montaña. La derecha no va hacia atrás de la montaña. -Se volvió y miró hacia atrás-. ¿Es así? -Von Seeckt asintió-Creo que es hacia la izquierda -continuó Turcotte-. De hecho, desde que dejamos Phoenix, ésta es la mejor carretera de grava, y la más ancha que he visto. -Sonrió-. Aparte de la opinión de Von Seeckt, creo que la instalación está al final de esta carretera debido a esas pequeñas líneas sobre la carretera que parecen humo. -Señaló hacia la carretera de grava-. ¿Lo veis? ¿Allí y allí?

– Sí. ¿Qué son?

– Es polvo captado por un haz de rayos láser. Un coche baja por la carretera, el haz se interrumpe y envía una señal. Hay dos haces, de forma que pueden saber si un vehículo está entrando o saliendo según el orden en que se interrumpan los haces de luz. No creo que la oficina para asuntos indios salvaguarde la reserva de forma tan estricta, ¿no os parece?

– ¿Y ahora qué? -preguntó Kelly mirando sobre su hombro a los otros dos hombres que había en la parte posterior.

– No creo que este lugar esté tan bien protegido como el Área 51 -dijo Turcotte-. Aquí todas las tareas se realizan en el interior, por lo que obviamente no llaman tanto la atención como en la otra instalación. Ésta es una ventaja para nosotros. Otra cosa que hay que recordar es algo común a la mayoría de las instalaciones vigiladas. El objetivo de la seguridad no es, como podría creerse, impedir que alguien entre. El primer fin es la disuasión: impedir que alguien considere la posibilidad de entrar.

– No lo entiendo -dijo Nabinger desde atrás.

– Piense en las cámaras de seguridad de los bancos -dijo Turcotte-. Funcionan como elemento disuasorio. Hacen que muchos no roben porque saben que su imagen se grabaría y la policía podría pillarlos. Lo mismo ocurre con la mayoría de los sistemas de seguridad. Por ejemplo, si quisiera matar al Presidente, seguro que podría hacerlo. El problema está en matarlo y luego poder huir.

– ¿Así que estás diciendo que podremos penetrar en la instalación pero que no podremos salir? -preguntó Kelly.

– Bueno, creo que podremos salir. Lo único es que sabrán quién lo hizo.

– Bueno -repuso Kelly encogiéndose de hombros-, eso no será un problema. Ya van tras nosotros. Sacaremos a Johnny y luego iremos a la prensa. Es el único modo de hacerlo.

– Bien -apoyó Turcotte.

– Volvamos a mi pregunta inicial -dijo Kelly-. ¿Y ahora qué?

– De vuelta a la ciudad -dijo Turcotte-. Necesitamos un pase para entrar. Una vez dentro iremos en busca de Johnny.

– Y de las tablas con runa superior -agregó Nabinger-. Von Seeckt me dijo que en Dulce guardan las que tiene el gobierno.

– Y de las tablas con runa superior -aceptó Turcotte- o de lo que sea que encontremos.

– ¿Algún lugar en especial en la ciudad? -preguntó Kelly mientras hacía un cambio de sentido y los llevaba en dirección sur.

– ¿Sabes que los policías siempre se paran en la tienda donde venden bollos? -preguntó Turcotte.

– Sí.

– Necesitamos saber dónde compran los bollos los trabajadores de la base.


73 horas, 15 minutos.

– Ése -dijo Turcotte.

En las últimas horas habían observado una docena más o menos de coches con pequeños adhesivos verdes colocados en el centro del parabrisas entrar o salir del aparcamiento de una tienda de comidas preparadas. Turcotte señaló los pases y explicó que eran pegatinas empleadas para identificar a los vehículos que tenían acceso a instalaciones del gobierno. Cuando cayó la noche, las luces se encendieron e iluminaron el aparcamiento. Aparcaron su vehículo en la oscuridad de la calle.

– Lo tengo. -Kelly puso en marcha el motor de la camioneta y siguió a la otra camioneta que salía del aparcamiento del Minit Mart.

Siguieron al vehículo; éste se dirigió hacia el norte de la ciudad y luego tomó la ruta de la reserva número 2. Estaban a unos quinientos metros de la bifurcación de la carretera.

– Ahora -ordenó Turcotte.

Kelly encendió los faros y aceleró hasta colocarse justo detrás de la otra furgoneta. La adelantó mientras Turcotte sacaba el cuerpo por la ventana. Hizo un gesto obsceno al conductor del otro vehículo y le chilló algunas groserías.

Kelly frenó bruscamente y derraparon para parar en la intersección con la carretera de grava. El conductor de la otra camioneta se detuvo en la carretera de grava con los focos apuntando al otro vehículo.

– ¿Qué cono te pasa, cabronazo? -preguntó el corpulento conductor al apearse y dirigirse hacia la camioneta.

Turcotte saltó por el lado del copiloto de la camioneta y se dirigió a su encuentro a mitad de camino entre los dos vehículos en medio del resplandor de los focos.

– ¿Eres imbécil o qué? -preguntó el conductor-. Me has adelantado y…

Sin mediar palabra Turcotte disparó el arma paralizante y el hombre cayó al suelo. Le enmanilló con las esposas de plástico que llevaba en la cazadora y colocó el cuerpo en la parte trasera de la camioneta.

– Entrad en el otro vehículo -ordenó a Von Seeckt y a Nabinger. Los dos hombres pasaron al asiento trasero de la otra camioneta.

Kelly llevó la camioneta a unos cien metros por la carretera asfaltada, donde la curva la escondía de la intersección. No había un lugar donde esconder la camioneta así que simplemente la acercó a la cuneta. Turcotte se aseguró de que el hombre estuviera bien atado y lo registró rápidamente.

– Esto no tiene nada de plan -dijo Kelly en voz baja mientras cerraba la camioneta y se guardaba las llaves-. No estoy segura de tu teoría fácil de entrar y salir.

– Uno de mis comandantes en infantería decía que ningún plan era mejor que tener a Rommel pegado al culo en una zona de descenso -dijo Turcotte mientras iban corriendo por la carretera hacia la nueva camioneta.

– No lo pillo -dijo Kelly.

– Yo tampoco, pero sonaba bien. Lo interesante -dijo él parándose un segundo y mirándola bajo la luz de las estrellas- es que eres la primera persona que ante esta cita me dice esto. Nunca le dije a mi comandante que no la entendía.

– ¿Y?-dijo Kelly.

El empezó a correr de nuevo.

– Significa que escuchas y piensas.

Esta vez Turcotte se encargó del volante. Miró el interior y tocó encima del parasol, había una tarjeta electrónica como las de los hoteles para abrir puertas. Comprobó el nombre: Spencer.

– Este plan mejora por minutos. -Colocó la tarjeta entre las piernas, junto a la pistola paralizante-. Todos al suelo. Vamos a aparecer en las cámaras en unos segundos.

Puso el motor en marcha, cruzó la carretera de grava y pasó los sensores láser. No había manera de saberlo, pero estaba seguro de que el vehículo era comprobado por cámaras infrarrojas que revisaban la pegatina y se aseguraban de que tenía el acceso autorizado. Sabía que la pegatina estaba cubierta por un revestimiento fosforescente que podía ser visto fácilmente por un aparato de ese tipo. Miró cuidadosamente la carretera con la esperanza de que no hubiera más intersecciones en las que tomar una decisión.

Una señal en el camino le avisó que estaba entrando en un área federal de acceso restringido; la letra pequeña reseñaba las temibles consecuencias que el personal no autorizado debería afrontar y todos los derechos constitucionales que ya no tenía. A unos cuatrocientos metros de la señal una barra de acero cruzaba la carretera. En el lado izquierdo había una máquina como las que se emplean en los aeropuertos para introducir los tickets de aparcamiento. Turcotte insertó la tarjeta clave en la ranura. La barra de acero se elevó.

Continuó y vio que la carretera se bifurcaba. Turcotte tenía tres segundos para decidirse. La izquierda rodeaba la montaña, y la derecha iba hacia el valle. Tomó la izquierda e inmediatamente se encontró en un valle estrecho. Los lados se estrecharon y una red de camuflaje, prendida en las paredes de roca, le confirmó que había tomado una buena decisión. Vio entonces una abertura de unos nueve metros de ancho cavada en la base de la montaña. Una luz roja salía de su interior.

Un guarda de seguridad aburrido, dentro de una cabina situada en la abertura de la caverna, apenas miró la camioneta mientras le hacía un gesto para que entrara. A la derecha se abría un gran aparcamiento y Turcotte se dirigió hacia allí. La caverna estaba iluminada con luces rojas a fin de evitar la detección desde el exterior y permitir a la gente acostumbrarse a la visión nocturna al salir.

Los aparcamientos estaban numerados, pero Turcotte se arriesgó y fue hacia el extremo más alejado, fuera de la vista del guarda y aparcó. Había otros diez coches en el garaje. Unos cincuenta espacios estaban desocupados, lo que significaba que había poca gente en el turno de noche, algo que Turcotte agradeció íntimamente.

A unos seis metros de donde había aparcado había unas puertas correderas incrustadas en la roca.

– Vamos.

Turcotte miró a las tres personas que lo seguían: Kelly, pequeña y robusta; Von Seeckt, apoyado en su bastón y Nabinger a la cola. Kelly le sonrió.

– Tú, que no tienes miedo, diriges.

Introdujo la tarjeta en la ranura del ascensor. Las puertas se abrieron. Entraron y Turcotte examinó los botones. Indicaban HP, garaje y subniveles numerados del 4 al 1.

– Diría que HP significa helipuerto. Probablemente tendrán uno en el lado de la montaña o incluso en la cima, sobre nosotros. ¿Alguna idea de adonde ir? -preguntó a Von Seeckt.

El anciano se encogió de hombros.

– La última vez que estuve aquí tenían escaleras, pero fuimos hacia abajo.

– Yo sugiero el nivel más inferior -propuso Kelly-. Cuanto mayor es el secreto, más abajo hay que ir.

– Muy científico -dijo en voz baja Turcotte.

Pulsó el subnivel 1. El ascensor descendió mientras las luces de la pared parpadeaban y se detuvo en el subnivel 2. Un mensaje apareció en el visor digital: «ACCESO A SUBNIVEL 1 LIMITADO SÓLO A PERSONAL AUTORIZADO. Es PRECISO TENER ACREDITACIÓN Q. ACCESO DUAL OBLIGATORIO. INSERTAR LLAVES DE ACCESO».

Turcotte observó las dos pequeñas aberturas destinadas a insertar un objeto redondo; una estaba junto debajo del visor digital y la otra en la pared más alejada. Se encontraban lo suficientemente apartadas para que una persona no pudiera accionar las dos llaves, igual que los sistemas de lanzamiento de ICBM.

– No tengo llaves para eso, y nuestro señor Spencer tampoco.

Turcotte pulsó el botón de abertura y las puertas se abrieron dejando ver un pequeño vestíbulo, otra puerta y un cartel aviso: «SUBNIVEL 2. SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. AUTORIZACIÓN ROJA NECESARIA».

Justo debajo de la señal había una ranura para insertar la llave de acceso. Turcotte sacó la tarjeta que había cogido en la furgoneta. Era de color naranja.

– Todavía estamos debajo del margen de seguridad del señor Spencer -dijo. Dio un paso hacia adelante y buscó en la pequeña mochila que llevaba-. Pero creo que podremos solventar ese pequeño inconveniente. -Extrajo una pequeña caja negra.

– ¿Qué es eso? -preguntó Kelly.

– Algo que encontré en la camioneta. Allí tenían muchos tesoros. -Había una tarjeta de acceso conectada a la caja con varios cables. Turcotte la insertó en la ranura en la dirección opuesta a la que indicaba la flecha-. Lee el código de la puerta al revés, lo memoriza y luego invierte el código. Usé aparatos semejantes en otras misiones.

La insertó en la dirección adecuada y las dos puertas se abrieron dejando ver un guarda sentado en una recepción a unos diez pasos.

– ¡Oigan! -exclamó el guarda poniéndose de pie.

Turcotte dejó caer la caja y cogió la pistola paralizante, pero ésta quedó trabada en el bolsillo, por lo que desistió y avanzó. El guarda acababa de desenfundar su arma cuando Turcotte dio un salto con los pies hacia adelante en dirección a la mesa. El tacón de las botas golpeó el pecho del guarda y éste fue a parar contra la pared.

Turcotte había quedado de espaldas al guarda y, girándose bruscamente dio un golpe contra la cabeza del guarda dejándolo inconsciente. Se volvió hacia el escritorio y miró a la pantalla del ordenador que llevaba incorporado. Mostraba un esquema de habitaciones con etiquetas y luces verdes en cada uno de los pequeños compartimientos. Los demás se arremolinaron rápidamente alrededor.

– Archivos -dijo Turcotte mientras colocaba un dedo en una habitación. Miró a Nabinger y a Von Seeckt-. Todo suyo, señores. -Buscó en los bolsillos y sacó un arma paralizante-. Si encuentran a alguien, pueden usar esto. Basta con apuntar y darle al gatillo, el arma se encarga del resto. Tendrán cinco minutos. Luego tendrán que regresar aquí, hayan encontrado o no lo que buscaban.

Nabinger se orientó con el diagrama y miró hacia el pasillo.

– De acuerdo, Vámonos. -Y se marchó con Von Seeckt.

– Diría que tu amigo ha de estar en uno de esos dos lugares -dijo Turcotte señalando con el dedo. En uno se leía «ZONA DE MANTENIMIENTO», y en el otro, «LABORATORIO BIOLÓGICO».

– Laboratorio biológico -se aventuró Kelly.

Salieron corriendo en la dirección opuesta a la que habían tomado Von Seeckt y Nabinger. La zona estaba en silencio. Pasaron varias puertas con rótulos que indicaban nombres, sin duda, las oficinas de la gente que trabajaba durante el día.

– A la izquierda -dijo Kelly. Unas puertas dobles basculantes los esperaban al final de un pasillo corto. Se detuvieron y Kelly arqueó las cejas en señal de pregunta al oír que alguien tosía al otro lado.

– A la carga -susurró Turcotte.

– No tienes un gran repertorio de tácticas -respondió Kelly en voz baja.

Turcotte abrió de un golpe las puertas y entró. Una mujer mediana edad vestida con una bata blanca estaba inclinada sobre un objeto negro rectangular que le llegaba a la altura de1 pecho. Llevaba el pelo atado en un moño y miraba a través: unas gafas.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó.

– ¿Johnny Simmons? -preguntó Turcotte.

– ¿Qué? -respondió la mujer, desviando luego los ojos hacia el objeto negro.

Turcotte avanzó hacia ella y miró hacia abajo. Parecía un ataúd de gran tamaño. Había un panel en la parte superior, y o era lo que la mujer había mirado.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– ¿Quiénes son ustedes? -La mujer los miró-. ¿Qué tan haciendo aquí?

Unos cuantos cables caían del techo y entraban en la parte superior de la caja negra. Algunos de los cables eran transparentes y por ellos corrían fluidos. Se dirigió hacia la mujer.

– Sáquelo de ahí.

– ¿Johnny está ahí? -dijo Kelly mirando fijamente la caja. Se acercó y tomó un portapapeles que colgaba de un clavo. Comprobó los papeles.

– Ahí hay alguien -dijo Turcotte-. Estos son tubos de ero. No sé qué llevan, pero ahí dentro hay alguien.

– Es Johnny -afirmó Kelly sujetando el portapapeles.

– Sáquelo de aquí-repitió Turcotte.

– No sé quiénes son ustedes -empezó a decir la mujer-, ro…

Turcotte desenfundó su Browning High Power Pulsó el gatillo con el pulgar.

– Tiene cinco segundos o le meteré una bala en su pierna izquierda.

La mujer se quedó mirándolo.

– No se atreverá.

– Lo hará -dijo Kelly-. Y si él no lo hace, lo haré yo. ¡Abra eso ahora mismo!

– Uno, dos, tres. -Turcotte bajó el cañón apuntando hacia la pierna de la mujer.

– ¡De acuerdo! ¡De acuerdo! -La mujer levantó las manos-. Pero no puedo abrirlo así como así. El shock mataría el obj… -calló-, el paciente. Tengo que hacerlo de la forma apropiada.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Turcotte.

– Quince minutos para…

– Hágalo en cinco.

En el otro extremo de aquel piso de las instalaciones, Von Seeckt y el profesor Nabinger se encontraban frente a un tesoro intelectual. Los archivos estaban a oscuras cuando abrieron la puerta. Cuando Nabinger encontró el pulsador de la luz, iluminó una sala llena de grandes archivadores. Al abrir los cajones encontraron fotografías. Los cajones estaban etiquetados con números que no significaban nada para ninguno de ambos. En el extremo de la habitación había una puerta acorazada con una pequeña ventana de cristal. Von Seeckt miró a su través.

– Ahí dentro están las tablas originales de piedra de la caverna de la nave nodriza -dijo-. Pero en estos archivos tiene que haber fotografías de ellas.

Nabinger ya estaba abriendo cajones.

– Aquí hay la misma runa superior del lugar de México que Slater me mostró -dijo Nabinger mostrando unas copias en papel satinado de veinticinco por cuarenta centímetros.

– Sí, sí -respondió Von Seeckt en tono ausente, abriendo un cajón tras otro-. Pero tenemos que encontrar la que ella no le mostró, la de la caverna de la nave nodriza. No creo que nuestro capitán Turcotte tenga mucha paciencia en cuanta hayamos rebasado el límite de los cinco minutos.

Nabinger empezó a registrar los cajones deprisa.


Las manos de la mujer temblaban mientras trabajaba en el panel. Ya había desconectado la mayoría de los cables y realizaba algunas comprobaciones.

– ¿Qué le han hecho? -preguntó Kelly.

– Es complicado -dijo la mujer.

– ¿DEM? -dijo Kelly deletreando las letras.

– ¿Cómo sabe eso? -repuso la mujer, rígida.

– Termine el trabajo.

La mujer pulsó una tecla y la caja empezó a hacer ruido.

– Podrá abrirse con seguridad en treinta segundos.

Von Seeckt permanecía inmóvil delante de un cajón, mirando detenidamente unas fotografías. Al final del pasillo, Nabinger se disponía a abrir el archivo siguiente cuando advirtió algo en la vitrina de cristal de la pared. Se acercó y miró el objeto que había dentro.

Von Seeckt sacó una gran cantidad de fotografías.

– Éstas son las fotografías de la caverna de la nave nodriza. Vayamos a reunimos con el capitán.

El pitido paró y la mujer señaló una palanca en un lado de la caja.

– Levántela.

Turcotte cogió la palanca roja y tiró de ella. La tapa salió de golpe y dejó ver el cuerpo desnudo de Johnny Simmons sumergido en una piscina con un líquido de color oscuro. Tenía agujas clavadas en los dos brazos y unos tubos salían de la parte inferior del cuerpo. Otro tubo colocado en la boca llevaba incorporado un material de plástico transparente para evitar que el fluido penetrara en la boca.

– Hay que quitar el tubo de oxígeno, los catéteres y el suero -dijo la mujer.

– Hágalo -ordenó Turcotte. Se volvió y vio a Von Seeckt y Nabinger en la puerta. Nabinger tenía las manos ensangrentadas y sostenía algo en su chaqueta.

– No estabais en… -Von Seeckt se interrumpió al ver el cuerpo dentro de la caja negra-. ¡Esta gente! Nunca paran. Nunca paran.

– Basta ya -ordenó Turcotte. La mujer ya había acabado. Él se inclinó y levantó a Johnny.

– Vamos.

– ¿Qué hago con ella? -preguntó Kelly.

– Mátala -dijo bruscamente Turcotte mientras se encaminaba hacia la puerta.

Kelly miró a la mujer.

– Por favor, no… -suplicó la mujer.

– Aquí empieza el cambio -dijo Kelly y disparó a la mujer con el arma paralizante.

Se apresuró a reunirse con los demás, que estaban ya dentro del ascensor. Turcotte apoyó a Johnny contra la pared y Kelly lo ayudó a sostenerlo con la rodilla.

Turcotte pulsó el botón con la letra G y el ascensor subió. Luego dio un golpecito a Nabinger en el pecho.

– Usted y Kelly lo llevarán a la camioneta.

– ¿Qué haces? -preguntó Kelly.

– Mi trabajo -respondió Turcotte-. Me reuniré con vosotros en Utah. En el Parque Nacional Capitol Reef. Es pequeño. Os encontraré.

– ¿Por qué no vienes con nosotros? -preguntó Kelly, sorprendida por la decisión de Turcotte.

– Quiero saber qué hay en el subnivel uno -repuso Turcotte-. Además, haré una maniobra de distracción para que podáis huir.

Los empujó hacia el aparcamiento y luego volvió a entrar en el ascensor.

– Pero… -Las puertas al cerrarse apagaron las palabras de Kelly.

Turcotte pulsó el botón del subnivel 2 y el ascensor regresó al lugar que acababa de dejar. Corriendo, se dirigió al cuerpo del guarda y comprobó su estado. Arrastró el cuerpo hasta la puerta del ascensor para impedir que se cerrara. Luego abrió la mochila que contenía el instrumental que había cogido de la camioneta. Sabía que disponía de poco tiempo hasta que sonara alguna alarma. Seguro que había algún tipo de control interno de los guardas, y cuando el guarda del subnivel 2 no respondiera… bueno, la cosa se estaba poniendo realmente emocionante.

Colocó sobre el suelo enmoquetado del ascensor dos cargas de aproximadamente medio kilo de explosivo C6 que había encontrado en la furgoneta. Moldeó el material, semejante a la plastilina, en dos semicírculos de medio metro de largo y los colocó en el centro del suelo, a unos siete centímetros de distancia entre sí. Insertó una cápsula explosiva no eléctrica en cada una de las cargas. En la camioneta ya había colocado hilo detonante dentro de cada fusible. Así pues, todo lo que debía hacer era atar los extremos del hilo detonante en un nudo y dejar suficiente espacio para luego poner el fusible de ignición M60. Este aparato medía unos quince centímetros de largo por dos y medio de diámetro y constaba de un anillo metálico colocado en el extremo opuesto del hilo detonante. Éste medía lo suficiente como para darle tiempo a entrar en el ascensor. Retiró al guarda inconsciente de las puertas y mantuvo abierta una de ellas con sus propias manos. Luego comprobó el reloj, habían transcurrido ya casi cinco minutos desde que había dejado a los demás en el aparcamiento. Tenían que estar cerca de la barrera metálica. Les daría dos minutos más y luego comenzaría el espectáculo. Los segundos pasaban muy lentamente.

Era el momento. Turcotte se colocó el M60 en la boca y lo mantuvo sujeto entre los dientes. Luego extrajo la anilla metálica con la mano derecha. El hilo detonante ardía con rapidez, y Turcotte aún estaba tirando cuando estallaron las cargas. Tiró al suelo el dispositivo de ignición y entró en el ascensor. En el suelo había un orificio de un metro aproximadamente. Turcotte se deslizó por él y fue a caer tres metros más abajo, aterrizando en el fondo de hormigón de la caja del ascensor. Oyó alarmas que sonaban a lo lejos.

Las puertas del ascensor del subnivel se encontraban a la altura de la cintura. Turcotte extendió los brazos, introdujo los dedos entre ellas y empujó. Sintió cómo saltaban algunos de los puntos que Cruise le había cosido en el costado. Las puertas cedieron unos quince centímetros, luego el sistema de alarma se activó y se abrieron solas.

Turcotte tenía la Browning en la mano derecha. Había dos guardas de pie en el pasillo, en alerta a causa de la explosión. Unas balas pasaron por encima de la cabeza de Turcotte. Este se agachó y oyó cómo las balas chocaban contra la pared, a la altura de la cabeza. Sacó una granada de explosión y destello del bolsillo, quitó la lengüeta y la arrojó hacia donde procedía el ruido de las armas. Cerró los ojos y se cubrió los oídos con las manos.

En cuanto oyó el estruendo, saltó. En su última misión, Turcotte había disparado cientos de balas cada día. La pistola era una extensión de su cuerpo y era capaz de meter una bala en un círculo del tamaño de una moneda a siete metros de distancia.

Uno de los guardas estaba de rodillas, con la metralleta colgada de su portafusil, y se frotaba los ojos con las manos. El otro tenía todavía el arma preparada pero estaba desorientado, miraba la pared, parpadeando y moviendo la cabeza. Turcotte disparó dos veces y dio en el centro de la frente del primer hombre, que cayó sobre la espalda. En la segunda vuelta hirió al segundo hombre en la sien. Cuando cayó de rodillas, con el dedo muerto le dio al gatillo enviando una ráfaga de balas contra la pared.

Turcotte se arrastró lentamente por el pasillo y luego se puso en pie manteniéndose agachado. La sala tenía unos dieciocho metros y terminaba en un extremo muerto. Había varias puertas a la izquierda y otro pasillo que conducía a la derecha. Había luces rojas encendidas y sonaba una sirena de baja frecuencia que hacía temblar los dientes. Una de las puertas de la izquierda se abrió y Turcotte lanzó un disparo en aquella dirección, de modo que el que la había abierto la cerró de golpe. En cada puerta de la izquierda había una placa con un nombre escrito en ella, y Turcotte imaginó que aquellas habitaciones eran las oficinas destinadas al personal del primer subnivel.

Abandonando su actitud cauta, se lanzó a la carrera tomando la esquina que doblaba hacia la derecha. El pasillo con que se encontró medía unos tres metros y finalizaba en unas puertas dobles abatibles con avisos en rojo. Turcotte abrió las puertas de un golpe y entró. El vasto suelo de hormigón lo condujo a una gran caverna excavada dentro de la montaña. El techo estaba a unos seis metros de altura y la pared más lejana a unos cien metros. Varias docenas de grandes cubas verticales llenas de un líquido de color ámbar llamaron la atención de Turcotte. Todas ellas contenían algo en su interior. Turcotte se acercó a la más cercana y miró. Dio un paso atrás al ver que se trataba de un ser humano. Varios tubos entraban y salían del cuerpo, y la cabeza estaba incrustada en una especie de casco negro con numerosos cables. Turcotte pensó que se parecía a lo que le habían hecho a Johnny Simmons, sólo que con mayor grado de complejidad.

Un destello dorado a la derecha llamó la atención de Turcotte. Corrió en esa dirección y se detuvo sorprendido al pasar la última cuba. El destello procedía de la superficie de una pequeña pirámide de unos dos metros y medio de altura y un metro de largo en cada lado de la base.

Varios cables que pendían del techo estaban conectados a ella, pero lo que llamó la atención de Turcotte fue la textura de su superficie, perfectamente pulida y, al parecer, sólida. Parecía estar hecha de algún tipo de metal. Cuando Turcotte la tocó la encontró fría y rígida como si se tratara del acero más duro. Sin embargo, el resplandor parecía proceder del material.

Había marcas por todas partes. Turcotte reconoció la escritura de la runa superior que Nabinger le había enseñado en fotografías.

Oyó un ruido. Turcotte se volvió y disparó. Un guarda entrando a todo correr por las puertas abatibles le devolvió el disparo con una metralleta, de modo que las balas dañaron varias cubas, se rompieron varios cristales y el líquido se derramó. El hombre había disparado de forma instintiva ante el disparo de Turcotte, y estaba desorientado ante la disposición de la sala.

Turcotte volvió a disparar dos veces al hombre y éste cayó muerto. Turcotte no sintió nada. Estaba en acción, haciendo lo que debía hacer. Necesitaba información y, con lo que acababa de ver en aquella sala, tenía mucha. No esperaba encontrarse con más guardas. Una de las paradojas de un lugar como aquél era que cuantos más guardas tuviera, mayor era el número de personas que podían poner en peligro la seguridad. A aquella hora de la noche no creía que hubiera un pelotón de hombres disponibles por si acaso.

Un zumbido atrajo su atención de nuevo a la pirámide. Un fulgor dorado salía de su vértice creando un círculo de un metro de diámetro en el aire. Turcotte retrocedió. Sintió como si su cabeza hubiera sido cortada en dos con un hacha. Se volvió y corrió en dirección al pasillo por el que había llegado. Al entrar por vez primera en la sala había pensado que era imposible que hubieran llevado todo ese material por el ascensor que había destrozado. Tenía que haber otro camino. Luchó por mantener la lucidez a pesar del intenso dolor que sentía en la cabeza.

El suelo empezó a ascender. Turcotte vio una gran puerta vertical y se dirigió a ella. Cogió la correa que había debajo y tiró hacia arriba. Se trataba de un montacargas. Se introdujo en él, volvió a bajar la puerta y observó el panel de control.

Tenía el mismo sistema de dos llaves, pero éstas eran necesarias sólo para bajar. Pulsó el botón que indicaba HP y el suelo se sacudió.

A medida que se alejaba del subnivel 1, el dolor de cabeza remitía. Pasó los niveles 2, 3 y 4, luego el aparcamiento y, al cabo de diez segundos, llegó al helipuerto. El ascensor se detuvo. Turcotte levantó la correa del interior y la puerta se abrió en una gran nave excavada en la montaña. Una tela de camuflaje tapaba el extremo descubierto. El recinto estaba muy poco iluminado, con luces rojas. Había jaulas y cajas apiladas. Si había un guarda ahí arriba, seguramente había respondido a la alarma del nivel inferior pues el lugar estaba desierto. Turcotte corrió por la red y miró hacia fuera. Allí había una plataforma de acero suficientemente grande para dar cabida al helicóptero más grande que había. Salió fuera. La ladera de la montaña era muy empinada allí. Miró hacia abajo. El valle que había a sus pies estaba a oscuras, por lo que no podía saber hasta dónde llegaba. A unos doscientos cincuenta metros más arriba, la cima de la montaña se recortaba con la luz de la luna. Turcotte se deslizó por el extremo de la plataforma a la ladera rocosa de la montaña y luego empezó a trepar.

Al cabo de unos minutos vio luces que se movían por la parte baja del valle. Refuerzos. Confió en que les llevase un tiempo conseguir refuerzos por aire. Tras varios años en las fuerzas de élite, Turcotte sabía que no había grupos de hombres sentados con helicópteros de gran velocidad esperando en cada esquina.

Se deslizaba de una roca a otra y de vez en cuando se agarraba a los arbustos. Había aprendido a escalar en Alemania y ese lugar no era técnicamente muy difícil. La oscuridad resultaba un problema pero su vista se iba adaptando.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos alcanzó la cima de la montaña. Luego se dirigió hacia el oeste, siguiendo la línea de la cadena de montañas que había visto horas antes al llegar a la ciudad. Ahora se movía más rápidamente pues el camino era en bajada. Todavía le dolía la cabeza y sentía como si un terrible dolor le perforara el cerebro, yendo de un lado para otro. ¿Qué era aquella pirámide? Estaba claro que no era obra del hombre. Sabía que estaba relacionada con los agitadores y la nave nodriza. ¿Por qué estaba conectada a los cuerpos de las cubas? ¿Qué demonios estaba ocurriendo ahí abajo?

Vio las luces de Dulce a su izquierda y hacia allí se dirigió, ladera abajo, para alcanzar el extremo oeste de la ciudad. Cuando la sierra llegó al valle pasó por delante de las primeras casas. De vez en cuando un perro ladraba pero Turcotte se movía rápidamente, sin preocuparse de los civiles.

Atisbo una cabina telefónica en la parte exterior de una bolera cerrada y corrió hacia ella. Descolgó el auricular y marcó el número que la doctora Duncan le había dado. Tras el segundo tono, una voz mecánica le informó de que el número no estaba en servicio. Turcotte pulsó hacia abajo la palanca metálica para colgar y luego marcó otro número con un código de zona 910. Fort Bragg, California del Norte.

– Coronel Mickell -respondió una voz dormida.

– Señor, aquí Mike Turcotte.

– Dios mío, Ture. -La voz se despertó-. ¿Qué cono has hecho?

– No lo sé, señor. No sé qué está pasando. ¿Qué ha oído usted?

– No sé una mierda, sólo que alguien te quiere dar por culo. Una de esas instituciones de muchas letras, ha puesto una orden de «Atrapar y Detener» contra ti. Casi me da algo cuando apareció eso en mis archivos de lectura.

Mickell era el subcomandante de la Comandancia de Entrenamiento del Cuerpo de Élite en Front Bragg y, además, un viejo amigo.

– ¿Puede usted ayudarme, señor?

– ¿Qué necesitas?

– Necesito saber si alguien existe de verdad y, si lo es, quiero contactar con ella.

– Dame su nombre.

– Duncan. Doctora Lisa Duncan. Me dijo que era la asesora presidencial de una cosa llamada Majic12.

Mickell lanzó un silbido.

– Tío, estás en un buen lío. ¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?

– No lo sé, señor. Estaré en contacto con usted.

– Vigila la espalda, Ture.

– Sí, señor.

Turcotte colgó lentamente el teléfono. No estaba del todo seguro de que Mickell lo protegiera. No sabía por qué el teléfono de la doctora Duncan no funcionaba. Era el único modo e comunicación que le habían dado al infiltrarse y ya se encontraba fuera de servicio al cabo de un par de días. Eso no era bueno. Nada bueno. Además, esa noche acababa de matar a es hombres.

– Mierda -dijo Turcotte en voz baja y se preguntó qué demonios era aquella pirámide.

Se frotó la frente. Había jugado sus últimas cartas. Al pensarlo, tuvo que admitir que las únicas personas en quienes odia confiar iban de camino hacia Utah, al encuentro que había preparado. No quería ir allí, pero era el único lugar donde odia ir.

Miró alrededor. Había un camioneta de reparto aparcada n la calle. La cabeza le dolía mucho. Turcotte buscó profundamente en su interior, confiando en los años de duro entrenamiento. Sabía sacar fuerzas de donde la mayoría no encontraba nada. Y se encaminó hacia la camioneta de reparto.

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