EL CUBO, ÁREA 51. 96 horas.
– Estado -ordenó Gullick.
– Agitador número tres listo para despegar -informó Quinn-. Agitador número ocho también preparado y dispuesto. El Aurora está en estado de alerta. Nuestro enlace a la montaña Cheyene es directo y seguro. Si algo se mueve, podremos captarlo, señor.
– ¿General Brown? -preguntó Gullick.
El vicedirector de personal de las Fuerzas Aéreas tenía el entrecejo fruncido. Su conversación con el jefe en Washington no había tenido nada de divertido.
– He hablado con el jefe de personal y ha dado luz verde a los avisos, pero no estaba muy contento de ello.
– No me importa nada si estaba contento o no -repuso Gullick-. Lo único importante es que la misión está preparada.
Brown dirigió la mirada a la pantalla de su ordenador.
– Tenemos todas las bases y los aviones en estado de alerta para la persecución. Las zonas de peligro primarias y alternativas están dispuestas.
– ¿Almirante Coakley?
– El carguero Abraham Lincoln navega hacia el lugar donde el caza Fu se hundió. Tiene aviones en estado de alerta.
– Entonces estamos dispuestos -anunció Gullick-. Vamos a empezar.
Las puertas del hangar número dos se abrieron lentamente. Dentro del agitador número tres, el mayor Paul Terrent verificaba el panel de control, que era una combinación de los mandos originales y la tecnología humana añadida e incluía un enlace de comunicación vía satélite con el general Gullick y el Cubo.
– Todo listo -anunció.
– No me gusta hacer de cebo -indicó su copiloto, el capitán Kevin Scheuler.
Los dos estaban recostados en unas depresiones que había en el suelo del disco. La cabina tenía forma ovalada y medía unos tres metros y medio de diámetro. Podían ver el exterior desde todas las direcciones, pues las paredes internas dejaban ver lo que había fuera, como si no estuvieran ahí, otra característica del sistema que podían emplear y que no lograban comprender. Si bien este efecto resultaba muy práctico, era extraordinariamente desorientador y tal vez fuera el segundo gran obstáculo que los pilotos de prueba de agitadores habían tenido que salvar. Concretamente, mirar hacia abajo cuando la nave había ganado altura y parecía que el piloto estuviera suspendido en el aire, daba mucha impresión hasta que uno se acostumbraba a ella. Para esa misión los dos hombres llevaban unas gafas de visión nocturna en los cascos de vuelo, y el interior del hangar estaba iluminado con luces rojas para que la diferencia de luz con respecto al cielo nocturno fuera mínima.
Sin embargo, el gran obstáculo para pilotar aquella nave residía en las limitaciones físicas de los pilotos. El agitador era capaz de maniobras que la fisiología de los pilotos no podía soportar. En los primeros días del proyecto se produjeron desmayos, huesos rotos y otras lesiones, incluso una caída mortal. El disco quedó intacto mientras que al hacer impacto contra el suelo los pilotos, ya inconscientes, se convirtieron en protoplasma. El disco se recuperó, se limpió y quedó listo para volar. Los dos pilotos fueron enterrados con todos los honores; a sus viudas les dijeron que habían muerto al pilotar una nave experimental y les hicieron entrega de unas medallas postreras durante el funeral.
A los lados de las depresiones todavía había instrumental que los científicos no sabían qué era. Se creía que había un mecanismo incorporado para que las depresionesasientos del piloto resultasen protegidas del efecto de las fuerzas gravitatorias, pero aún no se había descubierto. Era como si a un niño capaz de montar en bicicleta se le permitiera conducir un coche. Podría entender para qué era el volante, pero no sabría para qué era la pequeña ranura situada por detrás, sobre todo si al niño no se le habían dado llaves.
Lo más que habían conseguido era permitir a los pilotos de pruebas el tiempo de vuelo suficiente para que comprendieran sus propias limitaciones y no forzaran la máquina más de lo que ellos podían soportar. Además, los arneses del hombro y la cintura anudados en la depresión tenían su utilidad.
– No hay nada que nos pueda alcanzar -dijo el mayor Terrent.
– Nada humano -corrigió Scheuler-. Pero ese caza Fu fue construido por los mismos que crearon esto o, si no, por seres iguales a los que hicieron esto, por lo tanto…
– Por lo tanto, nada -cortó Terrent-. Esta nave tiene por lo menos diez mil años de antigüedad. Por lo menos, esto los intelectuales lo saben. Quien fuera que lo dejó aquí se ha marchado. Y probablemente no se tratase de personas.
– Entonces, ¿por qué hacemos esta misión de intentar hacer picar el anzuelo al caza Fu? ¿Quién lo construyó?
– Porque el general Gullick lo ha ordenado -dijo Terrent. Miró a Scheuler-. Si tienes más preguntas, será mejor que se las dirijas a él.
– No, gracias -repuso Scheuler negando con la cabeza.
Terrent pulsó un pequeño botón rojo en el extremo del mando en forma de Y que había delante de él y tecleó la radio SATCOM.
– Cubo Seis, aquí agitador número tres. Todos los sistemas preparados. Cambio.
Respondió la voz grave de Gullick.
– Aquí Cubo Seis. Adelante. Fuera.
La pista de despegue en el exterior estaba a oscuras. Con la mano izquierda Terrent levantó una palanca que había a su lado y el disco se elevó. El sistema de control era muy simple. Se levantaba la palanca y el disco se elevaba. Si se dejaba, la palanca volvía al centro y el disco se mantenía a esa altura, Al pulsar la palanca hacia abajo, el disco bajaba.
Terrent llevó hacia adelante el mando con la mano derecha y avanzaron. Aquel mando funcionaba igual que una palanca de altura. Si se soltaba, el disco se detenía. Una presión constante equivalía a una velocidad constante en cualquier dirección hacia la que se pulsara el mando.
Scheuler miraba el visor de navegación, un dispositivo humano conectado al sistema de posicionamiento vía satélite. Una imagen rectangular de ordenador perfilada en negro para resaltarla mostraba su posición actual en forma de un punto rojo brillante, con las fronteras de los estados indicadas en líneas de color verde claro. Era el modo más simple de orientar a los pilotos con respecto a su localización.
– Vamos allá -dijo Terrent. Pulsó hacia adelante y salieron del hangar.
Tras ellos, el agitador número ocho se quedó suspendido en el aire a la espera, todavía en el hangar. En el extremo de la pista el Aurora estaba listo para despegar, con los motores en marcha. En las pistas de Estados Unidos y de Panamá y a bordo del Abraham Lincoln en el mar, había pilotos sentados en sus cabinas esperando algo que nadie les había explicado. Lo único que sabían era que aquello no era un juego. Las alas de los aviones llevaban misiles prendidos debajo y las armas Gatling iban cargadas de balas.
– Todo despejado -dijo Quinn.
Era una constatación innecesaria, pues todos los presentes en la sala podían ver el pequeño punto rojo que mostraba al agitador número tres dirigiéndose hacia el noroeste, fuera del estado. El ordenador ya había sacado de pantalla todos los vuelos comerciales.
– ¡Contacto! -anunció Quinn. Un pequeño punto verde acababa de aparecer en pantalla, justo detrás del agitador número tres-. La lectura es igual al primero.
– Tres, aquí Seis -dijo Gullick a través de casco-. Diríjanse a Checkpoint Alfa. Cambio.
A bordo del agitador número tres, el mayor Terrent movió lentamente el mando hacia la derecha y el disco empezó a describir una larga curva por encima de la parte sur de Idaho, en dirección al gran lago Salado. La diferencia con respecto a una nave normal era que, al girar el disco no se ladeaba. Cambiaba de dirección, sin más, manteniéndose plano y estable. Durante el giro, los cuerpos de los dos hombres que viajaban en su interior se estiraron dentro de los arneses que los sujetaban y luego volvieron a la posición inicial en las depresiones en que estaban sentados.
– Dame una lectura -indicó Terrent.
– El duende se encuentra aproximadamente a quinientos kilómetros detrás de nosotros -respondió el capitán Scheuler. En la pequeña pantalla tenían la misma información que los del Cubo, en su pantalla grande.
– ¿Ha girado hacia nosotros? -preguntó Terrent.
– Todavía no.
– Ponga el Aurora en el aire -ordenó Gullick-. Alerta a las fuerzas de reacción de la zona de peligro Alfa, que despeguen también. ¿Ha indicado las coordenadas del duende a Teal Amber?
Quinn trabajaba a toda prisa.
– Sí, señor.
En la base aérea de Hill, en las afueras de Salt Lake City, dos Fighting Falcons F16 aceleraron sobre la pista de despegue y se lanzaron al cielo de la noche. En cuanto alcanzaron una altura suficiente, giraron hacia el oeste pasando sobre la superficie del lago y luego se dirigieron hacia el territorio desértico que se encontraba más adelante.
– Aquí está el lago -anunció Terrent, y torció el mando un poco hacia la derecha.
– En curso -dijo Scheuler, comprobando la dirección planeada.
– ¿Ha girado ya el duende?
– Sí -respondió Scheuler-. Ya ha picado. Justo detrás de nosotros, a unos doscientos cincuenta kilómetros.
Terrent activó el intercomunicador.
– Seis, aquí Tres. Zona de peligro Alfa en un minuto cuarenta segundos. Cambio.
– Roger -respondió Gullick.
En la pantalla se veían varios puntos más. El rojo señalaba el agitador número tres que se encaminaba directamente hacia un pequeño rectángulo naranja, la zona de peligro Alfa, situada directamente encima del centro de la base aérea de Hill. Allí, en tierra, esperaban un helicóptero y la tripulación de salvamento. El punto verde era el duende que perseguía al agitador número tres. Las dos siluetas de avión indicaban los dos F16 en la ruta de interceptación. Un triángulo rojo representaba al Aurora, en ruta procedente del Área 51.
– Interceptación en cuarenta y cinco segundos -anunció Quinn.
El agitador número tres entró en el rectángulo naranja.
– ¿Qué cono es eso? -exclamó el piloto del F16 que iba a la cabeza cuando vio el agitador número tres.
– Wolfhound Uno, aquí Seis. Permanezca en el blanco. -La voz del general Gullick en el casco cayó como una bofetada en la cara del piloto-. ¿Tienes un hueco sobre el objetivo?
El piloto comprobó el instrumental.
– Roger, Seis.
– Prepare los misiles.
El piloto dispuso los misiles aire-aire que llevaba debajo de las alas. Todavía estremecido por la imagen del agitador número tres, preparó su cañón de múltiples tambores de 20 milímetros. Su compañero de escuadrilla hizo lo mismo.
– Este hijo de puta se está moviendo rápido -dijo el compañero por el canal de seguridad que había entre los dos aviones.
– No lo suficiente -dijo el piloto.
Eso mismo preocupaba al general Gullick en el Cubo:
– ¿A qué velocidad va el duende?
– El ordenador calcula unos trescientos veinte kilómetros por hora -respondió Quinn-. La misma que el agitador número tres.
Por esta razón el disco volaba tan lentamente, pues intentaba llevar al duende en la zona de peligro a una velocidad lo bastante lenta como para ser alcanzado por un avión convencional. Gullick estaba muy familiarizado con el armamento de los F16, tenía buena información sobre esas naves. Podían mantener aquella velocidad.
– Seis, aquí Wolfhound Uno. El objetivo estará a nuestro alcance en diez segundos. Solicito autorización final. Cambio.
– Aquí Seis. Disparen en cuanto el objetivo esté al alcance. Cambio.
El piloto tomó aire profundamente.
– ¿Este tipo va en serio? -preguntó su compañero de escuadrilla.
– No hay tiempo de preguntas -repuso bruscamente el piloto. Su indicador le decía que el objetivo estaba a su alcance-. ¡Fuego! -exclamó.
Un misil SideWinder salió por debajo de las alas de los dos aviones.
Aunque, en teoría, sabían de qué eran capaces los agitadores y, por consiguiente, también qué podían hacer los cazas Fu, la sorpresa fue mayúscula cuando el duende abandonó sin más el cuadrado naranja y, en el momento en que los Sidewinders recorrieron los tres kilómetros que había entre los F16 y el duende, éste ya se había alejado unos ochenta kilómetros.
– ¿Qué cono ha sido eso? -dijo por segunda vez en menos de dos minutos el piloto del F16. En su visor todo estaba despejado. Los Sidewinder que acababa de disparar formaban un arco que desaparecía más allá de la base, mientras perdía carburante y descendía. Fuera lo que fuese contra lo que había disparado, había desaparecido.
Gullick fue el primero en reaccionar.
– Que el Aurora lo persiga. Lanzamiento del agitador número ocho -tecleó sobre su radio-. Agitador número tres, aquí Seis. En dirección a zona de peligro Bravo. Cambio.
– Aquí Tres, Roger.
Gullick cambió la frecuencia.
– Wolfhound Uno, aquí Seis. Regresen a la base para informar. Corto.
Cuando los dos F16 regresaban a Salt Lake City y a la base aérea de Hill, el piloto de la nave delantera miró en el cielo a su compañero.
– Será una noche muy larga -dijo por el canal de seguridad-. No sé exactamente qué es lo que acabamos de ver, o no ver, pero hay algo claro, esos idiotas de seguridad nos caerán encima en cuanto aterricemos.
El mayor Terrent alineó el agitador número tres en una coordenada que los llevaría directamente hacia las cuatro esquinas, allí donde Colorado, Utah, Arizona y Nuevo México confluyen, el único lugar en los Estados Unidos en que se juntan cuatro estados.
La zona de peligro Bravo se hallaba a varios cientos de kilómetros por delante en aquella misma dirección. La zona de misiles de White Sands.
– ¿Dónde está el duende? -preguntó Terrent.
– Se mantiene a unos ochenta kilómetros detrás de nosotros -notificó Scheuler.
– Esperemos que en Bravo estén mejor preparados.
El general Gullick dirigía la situación para asegurarse justamente de ello. Tenía al Aurora y al agitador número ocho de camino hacia la zona de peligro. En cuatro minutos alcanzarían al número tres.
Cuatro F15 de la escuadrilla táctica de cazas 49 de la base aérea de Holloman ya estaban en el aire. No confiaba en que tuvieran más suerte que los dos F16; la única diferencia es que ahora tenían la sorpresa de contar con el platillo ocho en el aire. Gullick planeaba emplear éste y el agitador número tres para acorralar el duende en una posición donde los F15 pudieran disparar bien. El Aurora debía estar en alerta por si volvía a escaparse de nuevo y se movía fuera de los Estados Unidos. Era una norma que ni siquiera el general Gullick podía saltarse por iniciativa propia: los agitadores no podían cruzar el océano o pasar sobre un territorio extranjero por la remota posibilidad de que se hundieran en las aguas.
La imagen de la pared estaba ahora muy concurrida. El agitador número tres se dirigía del lago Salado directamente a White Sands con el duende detrás. El agitador número ocho y Aurora volaban en línea desde Nevada. Las cuatro siluetas de avión estaban a la espera sobre White Sands.
– Amber Teal tiene al duende -anunció Quinn-. Estamos recibiendo algunas imágenes.
A Gullick ni le impresionaron ni le interesaron. Ya tenían fotografías de los cazas Fu. El quería el objeto real. Tecleó en su enlace SATCOM con el comandante de los F15.
– Eagle Leader, aquí Cubo Seis. Hora de llegada al blanco, cinco minutos y veinte segundos. Sólo dispone de un disparo contra él. Hágalo bien. Corto.
– Aquí Eagle Leader. Roger. Cambio. -El oficial al mando de la escuadrilla, el Eagle Leader, miró desde su cabina los otros tres aviones-. Escuadrilla Eagle, tomen posiciones. Tomen posición de la primera nave en cuanto pase. Se detendrá en un extremo de la zona de peligro. Una segunda nave muy similar a la primera está también en ruta procedente del oeste y se detendrá también en el lado oeste de la zona de peligro. Disparen al duende en cuanto cruce la fase Línea Feliz. Cambio.
Los cuatro aviones se desplegaron en formación de hoja de trébol; en cuanto activaron los radares de detección, el cielo de la zona de peligro se convirtió en una gran bolsa de aire vacía atravesada por energía electrónica.
Desde el agitador número tres, el capitán Scheuler podía ver los F15 vigilantes en su pantalla.
– Tiempo previsto de llegada, treinta segundos -dijo.
– Reduciendo. -El mayor Terrent soltó levemente el mando.
– Éste es el primero -exclamó el jefe de escuadrilla de los Eagle cuando el agitador número tres pasó ante ellos reduciendo la marcha.
Sus hombres eran disciplinados. Nadie preguntó qué era aquello. Para eso había que esperar al vestuario, después de la misión. Incluso entonces todos sabían que nadie podría hablar abiertamente de aquella misión nocturna.
– Listos para disparar -confirmó el jefe de escuadrilla de los Eagle.
– Listos -repitieron Eagle Dos y los otros dos pilotos.
– ¡Fuego!
En la pantalla frontal del Cubo el caza Fu parecía haberse quedado de repente sin movimiento mientras una fina línea roja salía de cada uno de los cazas hacia el punto verde.
– ¡Dios mío! -exclamó el jefe de escuadrilla de los Eagle. El duende había desaparecido ¡hacia arriba! Entonces la realidad se impuso.
– ¡Maniobras de evasión! -gritó el jefe de escuadrilla cuando el misil Sidewinder lanzado por el F15 opuesto a él le iba a dar caza.
Durante cuatro segundos reinó la confusión más absoluta mientras los pilotos y los aviones se abrían paso para escapar del fuego amigo.
El general Gullick no miró siquiera la refriega autoinducida.
– ¡Agitador número tres! ¡Fuera! Directo el ángulo de interceptación. Corto. Ocho, diríjase hacia el sur y atrápelo si va en la misma dirección que el otro. Aurora, indique altura. ¡Muévanse, gente, muévanse! Cambio.
– Veinte mil metros y subiendo -informó Quinn-. Veintitrés mil.
– ¡Te lo ruego, Dios mío! -dijo para sí el jefe de escuadrilla de los Eagle mientras salía del vuelo en picado en el que se había metido. Un Sidewinder pasó ruidoso por la izquierda. Tecleó en la radio.
– Escuadrilla Eagle, informen. Cambio.
– Uno, Roger. Cambio.
– Dos, Roger. Cambio.
– Tres. Me dio un mordisco, pero todavía estoy vivo. Cambio.
El jefe de escuadrilla de los Eagle miró el cielo hacia arriba, más allá del punto de donde se había marchado el duende.
– Gracias, Señor.
– Veintiocho mil y todavía ascendiendo -informó Scheuler al mayor Terrent. Sus dedos golpeaban el teclado que tenía delante, mientras sus brazos se debatían contra las fuerzas de la gravedad que lo obligaban a estar dentro del asiento.
– Treinta mil y todavía en ascenso -dijo el mayor Quinn-. Los F15 están todos a salvo y de regreso a Holloman -agregó-. Treinta y seis mil.
Había subido más de treinta kilómetros hacia arriba y todavía iba en vertical.
– Treinta y ocho mil. Está llegando al máximo -dijo Scheuler.
El mayor Terrent emitió un suspiro de alivio. Los controles empezaban a ir más lentamente. La altura máxima alcanzada por un agitador había sido de cincuenta mil trescientos metros; cuatro años antes aquello había sido un paseo salvaje. Por algún motivo, seguramente relacionado con el sistema de propulsión magnético que todavía no se había descubierto, a más de trescientos mil metros los discos empezaban a perder potencia.
La tripulación del disco que había llegado a la altura máxima experimentó la terrible experiencia de llegar al máximo mientras todavía intentaban ascender y luego sufrir una caída descontrolada antes de que el disco recuperase la energía.
– ¿Dirección? -preguntó Terrent concentrado en mantener el control.
– Suroeste -respondió Scheuler -Dirección dos, uno, cero grados.
– ¿Qué está haciendo? -preguntó Gullick.
– Duende en dirección dos, uno, cero grados -dijo Quinn-. En descenso en ruta de planeo, bajando a trescientos treinta mil metros. El número tres lo persigue de cerca. El número ocho está… -Quinn calló-. ¡El duende está cambiando de dirección!
– ¡Vaya! -exclamó el capitán Schleuder cuando las cosas cambiaron en su visor.
– ¿Qué? -Los controles en manos del mayor Terrent eran cada vez más firmes. Ya estaban casi por debajo de los trescientos mil metros.
Scheuler se puso en acción.
– ¡Peligro de colisión!
– Indíqueme la dirección -exclamó Terrent.
– Giro a la derecha -se aventuró a decir Scheuler.
En la pantalla grande, los puntos rojo y verde describieron una curva en la misma dirección y se fundieron. Gullick se puso en pie clavando los dientes en el puro.
Scheuler vio cómo el caza Fu se colocaba directamente sobre sus cabezas, a menos de tres metros. Un haz de luz blanca se desprendió de la pequeña bola brillante, alcanzó el disco y lo atravesó.
– ¡Fallo del motor! ¡Sin control! -informó Terrent. Ambos sintieron cómo su peso se volvía más ligero al ser agitados hacia arriba y luego despedidos hacia abajo.
– Veintisiete mil metros y en caída libre -dijo Scheuler mirando el visor.
La palanca y el mando se movían sin control en las manos de Terrent.
– Nada. No hay energía.
Miró a Scheuler. Ambos hombres mantenían su disciplina externa pero sus voces revelaban su miedo.
– Veintiséis mil -dijo Scheuler.
– El agitador número tres va en descenso sin control -informó Quinn-. No tiene energía. El platillo número ocho y el Aurora prosiguen todavía la caza.
El punto verde que representaba el caza Fu se desplazó bruscamente en dirección al suroeste.
– Veintiún mil -informó Scheuler.
Terrent soltó los mandos, que ya no servían para nada.
– Diecisiete mil.
El duende atravesará la frontera mexicana en dos minutos -informó Quinn.
– Agitador número ocho, aquí Cubo Seis -dijo Gullick por el micrófono que llevaba-. ¡Atrapen a ese hijo de puta!
Con la gravedad de la Tierra como única energía, el agitador número tres se desplomaba a una velocidad terminal. Habían volcado hacia un lado, y los cuerpos de los dos hombres se inclinaron bruscamente hacia abajo.
En realidad, bajaban más lentamente de lo que habían subido, pensó Scheuler, mientras miraba el contador del visor digital que tenía ante sí. Se sintió extrañamente indiferente; sus años de entrenamiento como piloto mantenían a raya el pánico. Por lo menos, no daban volteretas en el aire.
Scheuler dirigió una mirada interrogante a Terrent.
– Catorce mil. -Terrent comprobó de nuevo los controles-. Todavía, nada.
– Treinta segundos para la frontera -dijo Quinn.
Confirmó las malas noticias que mostraba la pantalla. La distancia entre el duende y el agitador número ocho aumentaba en lugar de disminuir, a pesar de que la tripulación del disco lo estaba forzando hasta el máximo que podía soportar.
Gullick escupió los restos de su puro.
– Agitador número ocho, aquí Cubo Seis. Se cancela la operación. Repito. Se cancela la operación, regrese a casa. Aurora, prosiga la caza. Cambio.
– Aquí agitador número ocho, Roger. Cambio.
– Aquí Aurora, Roger. Cambio.
En la pantalla, el platillo número ocho desaceleró rápidamente y volvió de nuevo hacia el espacio aéreo sobre los Estados Unidos. El Aurora continuó persiguiendo al duende.
– Alerte al Abraham Lincoln para proseguir la persecución -ordenó el general Gullick al almirante Coakley. Por fin el general fijó su mirada en la parte superior de la pantalla. El punto verde que representaba el agitador número tres todavía estaba quieto.
– ¿Altura? -preguntó.
Quinn supo a lo que se refería.
– Nueve mil metros. Todavía sin energía. Caída sin control.
– ¿Situación del equipo de recuperación Nightscape? -preguntó Gullick.
– En el aire, hacia el área de impacto prevista -respondió Quinn.
– Voy a inicializar a los seis mil -dijo Terrent con la mano de nuevo en la palanca roja-. Todo despejado.
Scheuler apartó el teclado y la pantalla de sus rodillas mientras Terrent hacía lo mismo.
– Despejado.
– Cable arriba -ordenó Terrent.
Scheuler pulsó un botón al lado de su asiento. Por detrás de ambos se tensó un cable sujeto del techo y su punto de anclaje se deslizó por un canal fijado en el suelo hasta detenerse exactamente entre las dos depresiones en las que los hombres estaban sentados.
– Enganche -ordenó Terrent.
Scheuler buscó en el bolsillo del cinturón de su traje de aviador y sacó una llave de bloqueo y la hizo pasar por el cable de acero, justo encima de donde Terrent había colocado la suya. Se aseguró de que estuviera activada y la enroscó con fuerza. A continuación hizo pasar la banda de nilón al arnés que tenía en el torso, asegurándose de que no estuviera obstruido.
– Enganchado -confirmó. Miró a su visor-. Siete mil.
Terrent tocó los controles una última vez y los probó. No respondían. Miró a Scheuler.
– ¿Estás listo, Kevin?
– Listo.
– Abriendo escotilla en Tres. Uno. Dos. Tres. -Terrent bajó la palanca roja y los pernos explosivos de la escotilla situados en el otro extremo del cable abrieron la escotilla. Esta salió rodando y el aire frío de la noche penetró en un silbido.
– ¡Fuera! -gritó Terrent.
El capitán Scheuler se desabrochó los tirantes del hombro e, impulsándose, se deslizó hacia arriba por el cable y se golpeó contra el techo del disco. Una vez que se orientó, miró a Terrent abajo, que todavía estaba en su asiento. Luego se soltó y fue engullido por la escotilla; entonces la tira de nilón llegó a su final y abrió el paracaídas sobre el que había estado sentado. Cuando el paracaídas terminó de abrirse, el disco ya se había perdido en la oscuridad de la noche.
Miró alrededor, pero no vio el brillo de una tela blanca más abajo.
Las manos del mayor Terrent estaban a punto de desabrochar los tirantes del hombro cuando su instinto de piloto lo obligó a una última comprobación. Se inclinó y tocó los controles. Había algo, una respuesta muy débil. Entonces centró de nuevo el interés en la nave y empezó a luchar con los controles.
– Tres mil metros -dijo Quinn. Miró la pantalla del ordenador y pulsó varias teclas-. Se advierte un ligero cambio en la velocidad de bajada del agitador número tres.
– Creía que había dicho que las lecturas indicaban que se había hecho explotar la escotilla y que los pilotos habían iniciado la huida -dijo Gullick.
– Sí, señor, ya no hay escotilla, pero… -Quinn comprobó los datos que le enviaban los satélites y el propio agitador número tres-. ¡Señor! Se está deteniendo.
Gullick asintió pero de nuevo dirigió su atención a la pantalla y a aquel punto verde, que ahora se encontraba en el Pacífico, en el extremo oeste de Panamá.
Sin Scheuler, Terrent no podía saber la altura a la que se encontraba. Al abrir la escotilla se había quitado el visor propio. La energía iba volviendo muy lentamente.
– Mil quinientos metros -informó Quinn-. Sigue desacelerando.
– ¿Por qué no veo los F14 del Abraham Lincoln en la pantalla? -preguntó el general Gullick.
– Yo…, bueno… -Los dedos de Quinn volaron sobre el tablero.
En la pantalla se dibujó un grupo de pequeñas siluetas de avión que se encaminaban hacia un círculo naranja el cual indicaba el lugar donde el caza Fu anterior se había hundido en el océano. Los símbolos del duende y del Aurora también se encaminaban hacia allí.
– ¡Creo que lo he conseguido! -exclamó Terrent. Había pulsado la palanca de altura tanto como era posible y podía sentir que la potencia volvía. -¡Lo conseguiré! ¡Lo conse…
– ¡Ha caído! -dijo Quinn en voz baja-. El agitador número tres ha caído. Toda la telemetría se ha cortado.
– Asegúrese de que el equipo de rescate de Nightscape tiene la posición exacta a partir de la última lectura -ordenó Gullick-. ¿Tiempo para la interceptación del duende por parte de los Tomcats?
Quinn se quedó mirando al general GuUick durante unos segundos y luego se volvió hacia su terminal.
– Seis minutos.
– No veo qué conseguiremos con la interceptación -protestó el almirante Coakley -. Lo hemos intentado dos veces. Está sobre el océano. Incluso si abatiésemos el duende, no sería…
– Yo soy quien está al mando -dijo en un silbido el general Gullick-. No se atreva nunca más…
– El duende ha desaparecido, señor -anunció Quinn-. Se ha hundido.