Capítulo 21

ZONA DE MISILES DE WHITE SANDS, NUEVO MÉXICO. 93 horas, 30 minutos.

Lo primero que hizo el coronel Dickerson cuando su helicóptero de comando y control se dirigía a la baliza del personal del agitador número tres, fue ordenar a su ayudante de campo, el capitán Travers, que le quitara las águilas de plata del cuello y las sustituyera por dos estrellas. Lo hacía por si encontraban a cualquier militar. Los militares consideraban a los generales como dioses, y así era como Dickerson quería que su gente respondiera a sus órdenes aquella noche.

– Tiempo aproximado de llegada a la baliza, dos minutos -anunció el piloto del Blackhawk UH60 por el intercomunicador.

Dickerson miró por la ventana. Los otros tres Blackhawk iban detrás, desplegados en el cielo de la noche, con sus luces apagadas. Pulsó el botón de transmisión de su aparato de radio.

– Roller, aquí Hawk. Denme buenas noticias. Cambio.

La respuesta de su segundo al mando en el complejo principal de White Sands fue inmediata.

– Aquí Roller. Tengo a la gente en alerta. El oficial de guardia nos ha reunido para hacer un transporte. Tenemos dos camiones de plataforma baja que podemos utilizar y una grúa adecuada para lo que hemos de recuperar. Cambio.

– ¿Cuánto tiempo hace falta para sacarlos de la zona? Cambio.

– Una hora y media, como máximo. Cambio.

– Roger. Corto.

La voz del piloto se oyó en el intercomunicador en cuanto Dickerson cortó.

– Ahí está, señor.

Dickerson se inclinó hacia adelante y miró hacia fuera.

– Recójalo -ordenó

El Blackhawk bajó y aterrizó. El hombre en tierra estaba sentado sobre su paracaídas para impedir que se hinchara con el vaivén de las aspas del rotor. Los hombres descendieron de la parte trasera de la nave de Dickerson, se dirigieron corriendo hacia el capitán Scheuler y lo escoltaron hasta el helicóptero mientras ponían el paracaídas a buen recaudo.

Tan pronto como estuvo a bordo, Scheuler se colocó unos cascos.

– ¿Ha captado alguna señal del mayor Terrent? -preguntó.

– No -repuso Dickerson después de dar la orden al piloto de despegar-. Nosotros nos dirigimos hacia la señal del disco.

– Es posible que su equipo se dañara al salir del disco -dijo Scheuler.

Dickerson miró al piloto, éste le devolvió la mirada y luego se centró en pilotar. No había tiempo para contarle a Scheuler la leve ralentización de la caída del agitador número tres justo antes del impacto.

– ¿Tiempo estimado de llegada a la señal del disco? -preguntó Dickerson.

– Treinta segundos. -El piloto señaló con un dedo y dijo-: Allí está, señor. Mierda.

Dickerson oyó lo que dijo el copiloto en voz baja. Era un comentario bastante apropiado sobre el estado actual del agitador número tres. Tecleó en su aparato de radio.

– Roller, vamos a necesitar un tractor oruga y posiblemente también un aparato para mover la tierra. Cambio.

Su auxiliar de campo en la base principal estaba dispuesto.

– Roger.

El piloto dejó la nave suspendida en el aire, mientras el foco de búsqueda situado en la parte inferior del helicóptero examinaba de un lado a otro el lugar del impacto. El agitador número tres había caído de lado. Sólo se veía un extremo que sobresalía en el montículo de tierra contra el que había chocado. Dickerson, que conocía las dimensiones del disco, calculó que habría quedado enterrado por lo menos a unos seis metros.

– ¿Qué hay de la señal de la escotilla?-preguntó al capitán Travers.

– Nightscape Dos la tiene en pantalla y va hacia ella. Aproximadamente, a seis kilómetros y medio al suroeste de nuestra situación -respondió Travers.

Tenían que eliminar todas las piezas del aparato y el equipo. Siempre existía la posibilidad de que alguna de las personas contratadas para ayudar, como los conductores de los camiones de plataforma baja o el operador de la grúa, se fuera de la lengua, por lo que, cuanto menos pruebas físicas, tanto mejor.

– Aterricemos -ordenó Dickerson.


EL CUBO, ÁREA 51.


El general Gullick miraba fijamente los rostros ojerosos que había en torno a la mesa de reuniones. Había dos asientos vacíos. La doctora Duncan no había sido informada, o invitada, a las actividades nocturnas y Von Seeckt, naturalmente, no estaba. El mayor Quinn, en calidad de técnico para la presentación de información, estaba sentado en un lugar separado de la mesa, frente a una consola de ordenador situada a la izquierda de Gullick.

– Caballeros -empezó Gullick-, tenemos un problema justo en un momento muy delicado. El agitador número tres ha caído con una baja en White Sands. Tenemos también seis tripulaciones de avión que están presentando informes sobre los acontecimientos de esta noche. Y todo lo que hemos conseguido a cambio de estas posibles fisuras en seguridad es una repetición de los acontecimientos de la noche pasada. Ahora disponemos de más fotografías de ese caza Fu para añadir a nuestros archivos y tenemos casi exactamente la misma localización en el océano Pacífico en que desapareció.

Gullick hizo una pausa y se reclinó en su butaca, mientras jugaba con los dedos.

– Esa cosa, esa nave, ha superado lo mejor que tenemos para hacerle frente, incluso los sistemas propios de aquí. -Miró al doctor Underhill-. ¿Tiene alguna idea de lo que provocó en el agitador número tres?

El representante del laboratorio de propulsión de naves sostenía un amasijo de papeles telemétricos.

– No hasta que tenga la oportunidad de ver el registrador de vuelo y hablar con la tripulación superviviente. Todo lo que puedo concluir a partir de esto -dijo agitando los papeles- es que se produjo una pérdida total de energía en el agitador número tres vinculada a una colisión inminente con el caza Fu. La pérdida de potencia duró un minuto y cuarenta y seis segundos. Luego recuperó un poco de energía, pero resultó insuficiente para que el piloto lograra compensar la velocidad terminal de la nave.

El doctor Ferrell, el físico, se aclaró la garganta antes de intervenir:

– Como no comprendemos el funcionamiento exacto del sistema de propulsión de los discos, resulta doblemente difícil para nosotros intentar averiguar qué hizo el caza Fu para provocar el impacto en el agitador número tres.

– ¿Qué tal si hablamos de algo que sí entendemos? -preguntó Gullick-. Ciertamente sabemos cómo funcionan los helicópteros.

– Así es -asintió Underhill-. He estudiado los restos del AH6 que se estrelló en Nebraska y lo único que he podido constatar es que sufrió una avería completa del motor. No hubo avería en la transmisión, ni en el sistema hidráulico, puesto que, en ese caso, nadie habría sobrevivido al siniestro. El motor dejó de funcionar, sin más. Tal vez a causa de algún tipo de interferencia eléctrica o magnética. El piloto todavía está en coma y no he podido hablar con él. Tengo algunas teorías, pero por el momento no tengo ni idea de cómo el caza Fu pudo causar el cese de funcionamiento del motor de la nave.

– ¿Alguien -dijo Gullick con énfasis- tiene alguna idea de qué son esos cazas Fu y quién hay detrás de ellos?

Un largo silencio sobrevino en la mesa de reuniones.

– ¿Alienígenas?

Las diez cabezas se giraron y miraron al único hombre que no ocupaba una butaca de piel. El mayor Quinn parecía querer hundirse detrás del ordenador portátil.

– ¿Puede repetirlo, por favor? -dijo Gullick con su tono grave de voz.

– Podrían ser alienígenas, señor -volvió a decir Quinn.

– ¿Está usted diciendo que los cazas Fu son ovnis? -dijo el general Brown con desdén.

– Por supuesto que son ovnis -interrumpió el general Gullick con una aspereza en la voz que sorprendió a los presentes en la sala-. Son objetos reales, ¿no? Vuelan, ¿verdad? No sabemos qué cono son, ¿eh? Pues eso los convierte en objetos voladores no identificados. -Dio un golpe en la mesa con la palma de la mano-. Caballeros, para el resto del mundo, aquí cada semana hacemos volar ovnis. La pregunta que quiero que me respondan es quién pilota los ovnis que nosotros no pilotamos. -Volvió el rostro hacia Quinn-. ¿Y usted cree que son alienígenas?

– No tenemos indicios de que nadie en la Tierra disponga de la tecnología necesaria para fabricar esos cazas Fu, señor -repuso Quinn.

– Sí, mayor, pero me juego lo que quiera a que los rusos tampoco creen que disponemos de la tecnología para fabricar los agitadores. Y, de hecho, así es -susurró Gullick-. Mi pregunta es ¿hay alguien más que haya descubierto alguna tecnología como la que tenemos aquí?

– Si no recuerdo mal -intervino Kennedy, el representante de la CÍA, inclinándose hacia adelante-, en los informes se decía que en las tablas había otros emplazamientos que nunca hemos podido investigar.

– La mayoría de esos lugares eran yacimientos antiguos -dijo Quinn rápidamente-, pero el hecho es que en ellos hay más runas superiores. ¿Quién sabe lo que podría estar escrito allí? No hemos podido descifrar esa escritura. Sabemos que los alemanes lograron descifrar alguno, pero aquello se perdió durante la Segunda Guerra Mundial.

– Está perdido para nosotros -corrigió Gullick-. Y tampoco es cierto que los alemanes hayan sido capaces de comprender las runas superiores. Es posible que hayan utilizado un mapa, como cuando fuimos a la Antártida y descubrimos los otros siete agitadores. Recuerden -añadió- que sólo hace ocho meses que descubrimos lo que había en Jamiltepec.

Aquello llamó la atención del mayor Quinn. Nunca había oído hablar de Jamiltepec ni de un descubrimiento relacionado con el proyecto Majic12. Pero ése no era el momento de sacar a relucir el tema.

– Hemos de tener en cuenta -dijo Kennedy inclinándose hacia adelante- que los rusos obtuvieron bastante información a finales de la Segunda Guerra Mundial. Al fin y al cabo, ellos pudieron examinar todos los archivos de Berlín. También sabían lo que estaban haciendo cuando ocuparon Alemania. Si la gente supiera la lucha que se libró entre nosotros y los rusos por el personal científico del Tercer Reich…

El último comentario le costó al representante de la CÍA una mirada severa del general Gullick, y Kennedy cambió enseguida de tema.

– Lo que quiero decir -dijo Kennedy rápidamente- es que tal vez los rusos descubrieron su propia tecnología en la forma de esos cazas Fu. En fin de cuentas, no disponemos de informes de que la aviación rusa tropezara con ellos durante la guerra. Y resulta bastante sospechoso que el Enola Gay fuera escoltado durante su trayecto hasta Hiroshima. Truman informó a Salín de que se iba a lanzar la bomba. Tal vez quisieron saber qué estaba ocurriendo e intentaron averiguar todo lo que podían sobre ella.

– Piensen que en mil novecientos cincuenta y siete lograron poner en órbita el Sputnik. -El general Brown estaba convencido de la teoría de Kennedy-. Mientras nosotros nos partíamos los huevos con los agitadores y no nos esforzábamos en nuestro propio programa espacial con la agresividad que deberíamos haberlo hecho, tal vez ellos estuvieran trabajando en esos cazas Fu y lograron rediseñarlos con algo más de éxito que nosotros. Mierda, esos malditos Sputniks eran muy parecidos a estos cazas Fu.

– ¿Dispone de información que pudiera estar vinculada con esto? -preguntó Gullick volviéndose hacia Kennedy.

– Hay varias cosas que podrían ser significativas -repuso Kennedy frotándose la barbilla-. Sabemos que llevan varias décadas efectuando pruebas secretas de vuelo en su base de Tiuratam, al sur de Siberia, y nunca hemos podido vencer su seguridad y penetrar allí. Lo hacen todo por la noche e incluso con imágenes infrarrojas de satélite colocados encima. No hemos podido averiguar lo que tienen. Así que podrían hacer volar cazas Fu.

– Pero esas cosas se hundieron en el Pacífico -apuntó el general Brown.

– Es posible que los lancen y luego los recuperen con un submarino -dijo el almirante Coakley-. Sus submarinos de la clase delta son los mayores del mundo. Estoy seguro de que pueden haber modificado uno para tratar este tipo de cosas.

– ¿Hay algún signo de actividad submarina de los rusos en el lugar? -preguntó el general Gullick.

– Ninguno. El último informe que tengo es que nuestros barcos se encontraban en posición y que se estaban preparando para enviar un submarino ahí abajo -respondió Coakley.

El mayor Quinn tuvo que asir con fuerza su ordenador para recordarse a sí mismo que estaba despierto. Le costaba creer que los hombres de la mesa de reuniones hablasen así. Parecía como si hubieran reducido a la mitad su coeficiente intelectual y hubieran añadido una dosis de paranoia.

Gullick volvió a dirigir su atención hacia Kennedy y le hizo una señal para que continuase.

– Es posible que esto no tenga nada que ver con esta situación, pero es lo último que hemos descubierto -dijo Kennedy-. Sabemos que los rusos están trabajando con cerebros humanos conectados directamente a un hardware informático. No sabemos de dónde han obtenido la tecnología para hacerlo. Va mucho más allá de lo que se ha hecho en Occidente. Esos cazas Fu, evidentemente, son demasiado pequeños para llevar una persona, pero es posible que los rusos hayan colocado uno de esos bioordenadores empleando para ello un sistema de vuelo magnético semejante al que tenemos en los discos. O, una posibilidad más sencilla, que esas naves puedan ser controladas de forma remota desde una sala como la que tenemos aquí.

– No hemos captado ningún enlace de radio con los cazas Fu -dijo el mayor Quinn intentando reconducir la discusión a una base de mayor sensatez-. Lo habríamos captado, a no ser que se tratase de un enlace láser vía satélite con haz limitado. Sin embargo, este tipo de haz hubiera sido muy difícil de mantener sobre el caza Fu dada su velocidad y su rapidez de maniobra.

– ¿Von Seeckt podría haberse cambiado de bando? -preguntó de repente Gullick-. Sé que ha estado aquí desde el principio, pero recordemos de dónde procede. Tal vez por fin los rusos lo ganaron para su causa o podría haber estado trabajando para ellos durante todo este tiempo.

– Lo dudo -repuso Kennedy frunciendo el entrecejo-. Hemos aplicado la seguridad más estricta sobre todo el personal de Majic12.

– Bien. ¿Y qué hay de ese tipo, Turcotte, y de la periodista? ¿Alguno de los dos podría estar trabajando para el otro lado?

Quinn se sobresaltó al recordar el mensaje interceptado de la doctora Duncan al jefe de personal de la Casa Blanca. Posiblemente Gullick no lo habría leído. De nuevo decidió mantenerse quieto, para evitarse una bronca.

– Tengo a mi gente trabajando en ello -dijo Kennedy-. Pero hasta ahora no hemos encontrado nada.

– Veremos lo que el almirante Coakley encuentra en el Pacífico. Tal vez eso logre resolver el misterio -dijo Gullick-. Por el momento, nuestras prioridades son esterilizar el punto de impacto en White Sands y continuar la cuenta atrás para la nave nodriza.

El mayor Quinn se había puesto a trabajar en su ordenador, donde podía leer los datos de los distintos miembros del proyecto diseminados por los Estados Unidos y el mundo. Se tranquilizó cuando empezó a aparecer información.

– Señor, tenemos algunas noticias de Von Seeckt -dijo el mayor a Gullick, quien le hizo un gesto para que continuase-. La vigilancia en Phoenix ha localizado a Von Seeckt, a Turcotte y a Reynolds, esa periodista.

– ¿Phoenix? -preguntó Gullick.

– Sí, señor. Cuando supe que Reynolds había preguntado por el periodista que intentó infiltrarse la noche anterior, ordené vigilar su apartamento. El equipo de vigilancia se puso en marcha este atardecer. Han descubierto ya a los tres objetivos en el apartamento y solicitan instrucciones.

– Que los atrapen a los tres y los lleven a Dulce -ordenó Gullick.

Quinn hizo una pausa antes de enviar la orden.

– Hay algo más, señor. Los hombres que enviamos a comprobar las habitaciones de Von Seeckt han encontrado un mensaje en su buzón de voz que podría ser importante. Era del profesor Nabinger.

– ¿Y qué era ese mensaje? -preguntó el general Gullick.

– «Profesor Von Seeckt -leyó Quinn en la pantalla-, me llamo Peter Nabinger. Trabajo en el departamento de egiptología del museo de Brooklyn. Me gustaría hablar con usted sobre la gran pirámide, en la que creo ambos tenemos interés. Acabo de descifrar algunas palabras de la cámara inferior en la que me parece que usted estuvo hace tiempo. Son las siguientes: poder sol; prohibido; lugar origen, nave, nunca más; muerte a todos los seres vivientes. Es posible que usted pueda ayudarme con la traducción. Le ruego me deje un mensaje en mi buzón de voz para saber cómo contactar con usted. Mi número de teléfono es dos uno dos, cinco cinco cinco, uno cuatro siete cuatro.»

– Si ese Nabinger sabe algo sobre Von Seeckt y la gran pirámide… -empezó a decir Kennedy. Un gesto de la mano de Gullick lo detuvo.

– Estoy de acuerdo en que podría ser peligroso. -Gullick estaba excitado-. Pero puede ser de gran importancia el hecho de que Nabinger sea capaz de descifrar las runas superiores. Si es así, tal vez nosotros podríamos… -Gullick se detuvo-. ¿Su gente comprobó si Von Seeckt había contactado con Nabinger?

– Sí, señor -asintió Quinn-. Von Seeckt llamó al buzón de voz de Nabinger a las ocho y treinta y seis y dejó un mensaje indicándole un lugar donde encontrarse al día siguiente, es decir, esta mañana -se corrigió al ver el reloj digital de la pared.

– ¿El lugar?

– El apartamento de Phoenix -respondió Quinn.

Gullick sonrió por vez primera en veinticuatro horas.

– Así que en unas pocas horas habremos cazado a nuestros pajaritos en un nido. Excelente. Póngame en línea directa con el jefe de Nightscape en la base de Phoenix.


ZONA DE MISILES DE WHITE SANDS, NUEVO MÉXICO.

El motor de la grúa crujía como si protestase, pero la tierra cedía con el cable y, palmo a palmo, el agitador número tres iba saliendo del agujero. En cuanto quedó despejado, el operador de la grúa lo hizo girar hacia la derecha de forma que colocó el disco en la plataforma plana que aguardaba. Bajo la luz del arco de focos que se había erigido rápidamente, el coronel Dickerson comprobó que el revestimiento externo del disco no parecía haber sufrido siquiera un rasguño.

En cuanto el agitador número tres estuvo sobre el camión, Dickerson se asió a un lado de la plataforma y trepó por la cubierta de madera y luego, por el lado inclinado de la nave. Su ayudante de campo y el capitán Scheuler lo seguían. Balanceándose con cuidado, Dickerson subió lentamente hasta llegar a la escotilla que Scheuler había tirado a tres kilómetros por encima de sus cabezas.

El interior estaba oscuro y el motor desconectado. Con una linterna halógena que llevaba en el cinturón, Dickerson iluminó el interior. A pesar de haber participado en dos guerras y haber visto sangre, la escena que vio lo estremeció.

– ¡Dios mío! -musitó Scheuler, que se hallaba situado detrás del coronel.

La sangre y los restos del mayor Terrent estaban esparcidos por todo el interior. Dickerson se sentó con la espalda contra la escotilla e intentó controlar su respiración mientras Scheuler vomitaba. Dickerson había sido controlador aéreo en la avanzada durante la operación Tormenta del Desierto y había visto la destrucción causada en la autopista norte a la salida de Kuwait al final de la guerra. Pero aquello era guerra y los cuerpos eran los del enemigo. «Maldito Gullick», pensó. Dickerson asió los extremos de la escotilla y empezó a entrar.

– Vamos -ordenó a Scheuler, quien lo siguió con cautela-. Compruebe si todavía funciona. -Dickerson prefería mil veces volar con eso de regreso a Nevada que tener que cubrirlo y llevarlo por carreteras secundarias de noche.

Scheuler miró a la depresión cubierta de sangre y vísceras que había ocupado Terrent.

– Más tarde podrá darse una ducha -se forzó a decir Dickerson-. Ahora necesito saber si disponemos de energía y no tenemos tiempo para limpiar esto.

– Señor, yo…

– ¡Capitán! -lo interrumpió Dickerson con brusquedad.

– Sí, señor.

Scheuler se deslizó hacia el asiento con una expresión de horror en el rostro. Llevó sus manos al panel de control. Las luces se encendieron por un momento y, en cuanto el revestimiento de la nave se volvió transparente, se apagaron. Desde ahí podían ver las luces colocadas en el exterior.

– Tenemos energía -Scheuler constató algo obvio. Bajó la mirada hacia la palanca del control de altura y se quedó aterrado. La mano de Terrent todavía estaba asida a él y del extremo de su antebrazo pendían huesos y carne destrozados. Lanzó un chillido y volvió el rostro.

El coronel Dickerson se arrodilló y quitó aquel resto inerte. «Maldito Gullick, maldito Gullick.» Era una cantinela a la que su cerebro se aferraba para permanecer en la cordura.

– Compruebe si tiene control de vuelo -le ordenó en un tono más amable.

Scheuler tomó la palanca. El espacio se abrió bajo sus pies.

– Tenemos control de vuelo -respondió como un autómata.

– De acuerdo -dijo Dickerson-. El capitán Travers volará con usted de vuelta a Groom Lake. Una nave volará a modo de escolta. ¿Lo ha entendido, capitán?

No obtuvo respuesta.

– ¿Me ha comprendido?

– Sí, señor -dijo Scheuler con voz débil.

Dickerson salió fuera del disco y dio las órdenes apropiadas. Cuando hubo acabado se apartó de las luces y fue detrás del montículo de arena contra el que el disco había chocado. Se puso de rodillas y vomitó.


EL CUBO, ÁREA 51.


En la sala de reuniones las luces estaban bajas y Gullick permanecía completamente en la sombra. Los demás miembros de Majic12 se habían retirado para tomarse un merecido descanso o para supervisar sus propios departamentos, con excepción de Kennedy, el subdirector de operaciones de la CÍA, que se había quedado esperando a que los demás se fueran.

– Estamos sentados sobre un polvorín -empezó a decir Kennedy.

– Lo sé -dijo Gullick. Tenía la carpeta que contenía el mensaje interceptado de la doctora Duncan. Aquello confirmaba que Turcotte era un infiltrado; sin embargo, lo más importante era la amenaza de que la doctora Duncan consiguiera que el Presidente atrasara la prueba de vuelo. Eso era, simplemente, intolerable.

– Los demás no saben lo que Von Seeckt, usted y yo sabemos sobre la historia de este proyecto -continuó Kennedy.

– Llevan demasiado tiempo ya. Incluso si lo supieran sería demasiado tarde para todos -dijo Gullick-. Ya sólo el asunto de Majestic12 es suficiente para hundirlos a todos.

– Pero si descubren lo de Paperclip… -empezó a decir Kennedy.

– Nosotros heredamos Paperclip -interrumpió Gullick-.

Igual que heredamos Majic. Y la gente sabe cosas sobre Paperclip. Ya no es un gran secreto.

– Sí, pero nosotros los mantenemos en marcha -remarcó Kennedy-. Y lo que la mayoría de la gente sabe sólo es la punta del iceberg.

– Von Seeckt no sabe que Paperclip todavía funciona, y en los años cuarenta, él sólo estaba en la superficie del proyecto.

– Sabe lo de Dulce -replicó Kennedy.

– Sabe que Dulce existe y que de algún modo está conectado con nosotros, pero nunca ha tenido acceso a lo que allí ocurre -dijo Gullick-. No tiene ni idea de lo que ocurre.

El lado derecho del rostro de Gullick se contrajo y levantó una mano para aplacar el dolor que sentía en su cabeza. Incluso pensar en Dulce dolía. No quería volver a hablar de ello jamás. Había cosas más importantes que tratar. Gullick contó sus problemas con los dedos.

– Mañana o, mejor dicho, esta mañana nos encargaremos de Von Seeckt y de los otros en Phoenix. Así esta fuga quedará cerrada.

– Al amanecer tendremos el follón de White Sands limpio y las tripulaciones interrogadas y listas.

– Tenemos la reunión de las ocho con Slayden, que debe distraer la atención de la doctora Duncan durante un tiempo suficiente.

– El almirante Coakley pronto nos podrá dar noticias sobre esos cazas Fu.

– Y, por último, aunque no menos importante, por supuesto, en noventa y tres horas haremos volar la nave nodriza. Eso es lo más importante. -El general Gullick se volvió y dejó de mirar a Kennedy a fin de poner punto final a la conversación. Oyó cómo Kennedy se marchaba, luego buscó en sus bolsillos y sacó dos pastillas especiales que el doctor Cruise le había dado. Necesitaba algo que le calmara el dolor de cabeza.


ESPACIO AÉREO, SUR DE LOS ESTADOS UNIDOS.

Al comprobar las pocas fotografías que no había visto antes, el profesor Nabinger completó el vocabulario de runa superior con una o dos frases. Había fotografías desparramadas sobre los asientos a ambos lados, que estaban desocupados. Se tomó la tercera taza de café que la azafata le había llevado y sonrió satisfecho. Sin embargo, esa sonrisa desapareció rápidamente en cuanto su mente regresó al mismo problema.

¿Cómo se había difundido la runa superior por todo el mundo en una fecha tan temprana de la historia del hombre, cuando incluso comerciar por el mar Mediterráneo era una aventura que entrañaba grandes peligros? Nabinger no lo sabía, pero esperaba que las fotografías le proporcionaran la respuesta. De hecho, había dos problemas. Uno era que muchas fotografías mostraban lugares que habían resultado dañados de algún modo. En muchos casos esos desperfectos parecían haber sido infligidos deforma deliberada, como ocurría en la costa de Bimini. El segundo y principal problema era que la mayoría de las fotografías pertenecían a runas superiores que, a falta de un término mejor, podrían considerarse dialectos. Era un problema que durante años había frustrado a Nabinger.

Había diferencias sutiles y, en ocasiones, no tanto, en la escritura de las runas superiores de un lugar y otro que revelaban que, a pesar de que evidentemente todas derivaban del mismo idioma, se habían desarrollado de forma distinta en lugares apartados. Era como si el lenguaje madre hubiera surgido en un lugar, se hubiera trasladado en cierto momento a otros sitios y luego se hubiera desarrollado de forma distinta en cada uno de ellos. Eso tenía sentido, pensó Nabinger. Era la forma en que se desarrolla el lenguaje. Y se ajustaba también a la teoría difusionista de la evolución de la civilización.

El verdadero problema de Nabinger, aparte de que los dialectos dificultaban la traducción, era que el contenido de los mensajes, una vez traducidos, resultaba difícil de entender. La mayoría de las palabras y frases parciales que había ido traduciendo se referían a la mitología, a la religión, a los dioses, a la muerte y a grandes calamidades. Pero había muy poca información específica. Casi todas las runas superiores de las fotografías parecían estar relacionadas con algún tipo de culto existente en los puntos donde fueron halladas.

No había más información sobre las pirámides o sobre la existencia o ubicación de la Atlántida. Se hacía referencia a un gran desastre natural acaecido en algún momento siglos antes de Cristo, pero eso no era nada nuevo. También se daba mucha importancia a la observación del cielo, pero Nabinger sabía que la mayoría de las religiones miraban el cielo, ya fuera el sol, las estrellas o la luna. La gente tendía a mirar hacia arriba cuando pensaba en Dios.

¿Cuál era la conexión? ¿Cómo se había difundido la runa superior? ¿Qué había encontrado Von Seeckt en la cámara inferior de la gran pirámide? Nabinger recogió las fotografías y volvió a colocarlas en su mochila gastada. Demasiadas piezas sin conexión. Sin un porqué. Y Nabinger quería ese por qué.

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