9. Belgrado, 1926

Los hombres han aprendido a desconfiar de su imaginación. Por esto les extraña descubrir que un mundo concebido por la imaginación, fuera del campo de la experiencia, pueda existir en realidad. En este sentido, Latimer recordaría como una de las más extrañas de su vida la tarde que pasara en Villa Acacias, escuchando el relato de Grodek.

En una carta en francés a su amigo, el griego Marukakis, que comenzó a escribir esa misma noche, cuando todo estaba aún fresco en su memoria, y que dio por terminada a la mañana del día siguiente, domingo, Latimer registraría esa rara experiencia.


Ginebra

Sábado


"Mi estimado Marukakis:

Recuerdo que prometí escribirle para informarle de lo que fuera descubierto acerca de Dimitrios. Me pregunto si usted no se sorprenderá tanto como yo al comprobar que así ha sucedido. Me refiero al hecho de haber descubierto algo. Porque, de todas maneras, me había propuesto escribirle para volver a darle las gracias por la ayuda que usted me ofreció durante mi estancia en Sofía.

Al despedirnos, recordará usted que me proponía viajar a Belgrado. ¿Cómo es posible, pues, que le esté escribiendo desde Ginebra?

Mucho me temo que ya se habrá hecho esa pregunta.

Mi querido amigo, yo mismo querría conocer la respuesta. Sólo conozco parte de ella. El hombre, el espía profesional, que empleara a Dimitrios en Belgrado en 1926, vive en las cercanías de Ginebra. Hoy mismo le he visto y he hablado con él de Dimitrios. También puedo explicarle cómo me he puesto en contacto con ese hombre. He sido presentado a él. Pero el motivo y lo que el hombre que ha actuado de intermediario espera obtener de todo esto es algo que se me escapa aún.

Espero descubrir algo eventualmente. Entre tanto, permítame asegurarle que, si a usted le parece éste un misterio irritante, yo no lo encuentro menos desagradable. Ahora, permítame que le hable de Dimitrios.

¿Ha creído usted alguna vez en la existencia de un «jefe» de espías? Hasta hoy yo no lo creía, pero ahora sí. El motivo: he pasado la mayor parte del día hablando con uno de ellos. No puedo decirle su nombre, de modo que, según la mejor tradición de las novelas de espionaje, le llamaré «G».

G. era un «jefe» de espías (está retirado en la actualidad), tal como es jefe de tipógrafos el hombre que trabaja como tipógrafo para mi editor.

G. contrataba a otros para que trabajaran en el espionaje. Su tarea era, sobre todo, de índole administrativa.

Ahora comprendo cuántas son las tonterías que se dicen y escriben sobre los espías y el espionaje. Pero trataré de explicárselo a usted tal como me lo ha explicado G.

Ha comenzado la conversación recordando una frase de Napoleón, quien aseguraba que en la guerra el elemento básico de cualquier estrategia para lograr la victoria debe ser la sorpresa.

Me atrevería a decir que G. es un maníaco de las citas de Napoleón. Sin duda, Napoleón dijo esas palabras u otras muy similares. Pero estoy segurísimo de que no fue el primer jefe militar que las empleó. Alejandro, César, Genghis Khan y Federico de Prusia, todos ellos, expusieron alguna que otra vez esa misma idea. También en 1928 Foch pensó algo parecido. Pero volvamos a G.

Nuestro hombre asegura que las «experiencias del conflicto de 1914-1918» han demostrado que en una guerra futura (eso suena a algo hermosamente lejano, ¿no es verdad?) la capacidad de movimientos y el poder de choque de los ejércitos y de la marina modernos, así como la existencia de fuerzas aéreas, harán que el elemento sorpresa sea más importante que nunca. Tan importante, en rigor, que posiblemente la nación que realice el primer ataque por sorpresa sea la que salga victoriosa de la guerra. Más que nunca, pues, se pensaba durante la posguerra en la necesidad de estar prevenido contra las sorpresas, guardarse de ellas y hacerlo, evidentemente, antes de que la guerra hubiera comenzado.

Ahora bien, en total en Europa existen cerca de unos veintisiete estados independientes. Cada uno posee un ejército y una fuerza aérea y la mayoría tiene un cuerpo de marina, más o menos importante, según los casos.

Para su propia seguridad, cada uno de esos ejércitos, cada fuerza aérea y cada marina debe conocer los recursos de cada fuerza correspondiente en cada uno de los otros veintiséis países y debe saber qué hacen esos grupos militares: de qué poderío disponen, cuál es su eficacia, qué entrenamiento secreto realizan. Todo esto requiere espías… un verdadero ejército de espías.

En 1926, G. había sido contratado por el gobierno de Italia; durante la primavera de ese año, plantó su cuartel general en Belgrado.

Las relaciones entre Yugoslavia e Italia, por ese tiempo, eran muy tensas. Italia se había apoderado de Fiume, hecho que estaba aún tan fresco en las mentes yugoslavas como los bombardeos de Corfú. También circulaban rumores (que más tarde, durante ese mismo año, resultarían ser fundados) de que Mussolini contemplaba la posibilidad de ocupar Albania.

Italia, por su parte, abrigaba sospechas contra Yugoslavia. La ciudad de Fiume permanecía constantemente encañonada por las armas yugoslavas. Una Albania yugoslava a lo largo del Canal de Otranto resultaba ser una propuesta inadmisible. Y la posibilidad de una Albania independiente sólo era aceptable en la medida en que se admitiese una influencia italiana predominante. Lo ideal era consolidar cualquier estado de cosas favorable a Italia. Pero los yugoslavos podrían presentar batalla. Los informes de los agentes italianos en Belgrado indicaban que, en caso de que estallara una guerra, Yugoslavia se proponía proteger su costa obstruyendo de modo deliberado el Adriático con campos de minas que se tenderían al norte del Canal de Otranto.

Mi conocimiento de estas cuestiones es muy pobre, pero al parecer un país no necesita minar doscientas millas marinas para hacer que un corredor marítimo de doscientas millas sea impenetrable. Basta con que plante dos campos de minas, reducidos, o tal vez uno solo, sin dejar que el enemigo se entere de la posición exacta. O sea que el enemigo necesita llegar a conocer la posición de esos lugares minados.

Pues bien, ésa era la labor que debía desarrollar G. en Belgrado. Los agentes italianos se habían enterado de la existencia de esos campos de minas. Y G., espía experto, había sido enviado para descubrir la exacta localización de esas minas, sin que el gobierno yugoslavo (esta condición era la más importante de su trabajo) llegara a saber que el presunto enemigo poseía esa información. Porque, en caso de saberlo, sin duda, Yugoslavia cambiaría de lugar aquellas minas.

En este sentido, la operación planeada por G. fracasó. Y la razón del fracaso fue Dimitrios.

Siempre se me ha ocurrido la idea de que el trabajo de espía debe ser extraordinariamente difícil. Me refiero a que, si yo fuera enviado a la capital yugoslava por el gobierno británico, con la misión de obtener los detalles de un proyecto de minar el Canal de Otranto, ni siquiera sabría por dónde empezar mis averiguaciones.

Supongamos que yo supiera, como lo sabía G., que los detalles del plan estaban registrados con marcas especiales en cartas de navegación del canal. Pues bien. ¿Cuántas copias existen de esas cartas? Yo no llegaría a saberlo. ¿Dónde pueden estar esas cartas de navegación? Tampoco eso.

Una mínima reflexión lógica me llevaría a pensar que, al menos una copia, debía hallarse en alguna de las divisiones del Ministerio de Marina; pero el Ministerio de Marina es un lugar muy grande. Y además, claro está, esos mapas tendrían que estar custodiados bajo llave y sello.

De modo que, aunque fuera capaz de descubrir en qué oficinas está guardado el mapa y cómo puedo llegar hasta allí, ¿cómo lograr una copia sin permitir que los yugoslavos se percataran del hecho?

Pues bien, un mes después de llegar a Belgrado, G. no sólo había averiguado dónde se guardaba una de las copias de aquella carta de navegación, sino que también había elaborado un plan para hacerse de una copia, sin permitir que los yugoslavos se enteraran. Como verá es una persona competente.

¿Cómo lo había logrado? ¿A qué maniobra ingeniosa, a qué trampa sutil había recurrido? Trataré de explicarle paso a paso cada uno de sus movimientos.

En primer lugar, fingió ser un súbdito alemán, representante de una fábrica de instrumentos ópticos de Dresde. De ese modo, estableció cierta relación con un empleado del Departamento de Defensa Submarina (que se ocupa de todo lo relacionado con redes y cables submarinos, lanzaminas y barreminas) del Ministerio de Marina.

¡Qué lamentable!, ¿verdad? Lo más asombroso es que él mismo cree que ésa fue una astuta ocurrencia. Su sentido del humor ya no le funciona, por cierto. Al preguntarle si había leído alguna vez novelas de espionaje, me ha respondido que no, porque siempre las consideró demasiado ingenuas. Pero aún falta lo peor.

G. estableció relación con aquel empleado del siguiente modo: fue al Ministerio y preguntó al bedel por el Departamento de Suministros, pregunta que bien podía haber hecho cualquier extraño. Una vez dentro del edificio, lejos de la vista del bedel, detuvo a otro empleado, le explicó que le habían indicado cómo llegar hasta el Departamento de Defensa Submarina, pero que se había extraviado por los pasillos y le pidió que le orientara de nuevo. Una vez ante las oficinas del Departamento de Defensa Submarina, sin vacilar lo más mínimo, entró en él y preguntó si aquél era el Departamento de Suministros. Le dijeron que no y se marchó. No estuvo dentro más de un minuto, pero eso le bastó para echar un rápido vistazo al personal del departamento o, al menos, al que trabajaba en ese despacho. Y escogió a tres hombres. Esa tarde, G. esperó fuera del Ministerio hasta ver salir a uno de esos tres hombres. Siguió al empleado hasta su casa. Después de averiguar el nombre del individuo y cuantos pormenores pudo acerca de su vida, hizo lo mismo con los otros dos, en tardes sucesivas.

Así fue como eligió a un hombre llamado Bulic.

Pues bien: aun cuando el método que G. empleó carecía, a todas luces, de sutileza, él mismo fue sutil por el modo cómo lo llevó a la práctica. En realidad, G. no es capaz de darse cuenta de esto, con lo cual no deja de ser precisamente el primer hombre que ha triunfado sin lograr ver claramente las verdaderas razones de sus propios logros.

La primera prueba de la sutileza de G. radica en haber elegido a Bulic como conducto.

Bulic era un desagradable engreído, de unos cuarenta o cincuenta años de edad, mayor que sus compañeros de trabajo y poco apreciado por ellos. La mujer de Bulic, diez años menor que su marido, era bonita y tenía el aire de una persona insatisfecha.

Además, Bulic padecía de catarro crónico y acostumbraba tomarse una copa en un determinado bar cada día, al abandonar el Ministerio. En ese bar, G. se acercaría a él, le pediría una cerilla, le ofrecería un cigarrillo y, por último le invitaría a una copa.

Ya puede usted suponer que un empleado de un departamento gubernamental que se ocupa de asuntos estrictamente confidenciales se inclinará, como es natural, a sospechar de las amistades que pueda hacer en un bar, sobre todo si esas personas intentan sonsacarle alguna información referente a su trabajo. G. estaba dispuesto a evitar esas sospechas mucho antes de que se le pasaran, siquiera, por la mente a Bulic.

La relación maduraba. G. estaba ya en el bar, cada tarde, cuando Bulic aparecía en aquel lugar. Charlaban sobre cosas más o menos interesantes. Como forastero que era en Belgrado, G. le pedía a su ocasional amigo consejo acerca de una u otra cosa, le pagaba las copas y permitía que Bulic fuera condescendiente con él. Algunas veces jugaban largas partidas de ajedrez: siempre ganaba Bulic; otras veces, en compañía de un par de parroquianos, jugaban al bezique.

Así las cosas, una noche G. inició su ofensiva.

Le contó a Bulic que un amigo común le había dicho que él, Bulic, tenía un cargo de suma importancia dentro del Ministerio de Marina.

Para Bulic, aquel «amigo común» bien podía ser cualquiera de los asiduos clientes del bar, con los que jugaban a las cartas y conversaban y que, vagamente, sabían que él trabajaba en alguna oficina del Ministerio.

El yugoslavo frunció el ceño y abrió la boca; quizá se disponía a oponer algún reparo al calificativo «de suma importancia», quizá se disponía a mofarse de ello con falsa modestia. Pero G. no le dejó hablar. Le explicó que, como jefe de ventas de una respetable firma fabricante de instrumentos ópticos de medición, estaba facultado para negociar con el Ministerio de Marina la compra de cierta cantidad de binoculares. Ya había presentado los papeles para la cotización y confiaba en obtener el pedido, pero como Bulic ya sabía sin duda, en esos casos nada era tan importante como tener un amigo metido en el asunto. Por lo tanto, si el amable e influyente señor Bulic pudiera interceder para que la compañía de Dresde se adjudicara el pedido se embolsaría una suma del orden de los veinte mil dinares [33].

Juzgue esa proposición desde el punto de vista de Bulic: él, un insignificante empleado, era agasajado y halagado por el representante de una gran compañía alemana, que le prometía veinte mil dinares, o sea, una suma de dinero equivalente a seis meses de su sueldo, por no hacer exactamente nada. Si las cotizaciones ya habían sido estudiadas, nada podía hacer. Pero podría haber de por medio otras cotizaciones. Si la compañía de Dresde obtenía el pedido, él obtendría mil dinares sin compromiso alguno. Si lo perdía, él no perdería mucho más que el respeto de aquel estúpido y mal informado alemán.

G. dice que Bulic se esforzó sólo a medias por ser sincero; murmuró algo acerca de que no estaba seguro de que su influencia sirviera de mucho; G. fingió interpretar esto como un intento de elevar la cifra del soborno; Bulic protestó: no se le había pasado por la cabeza semejante idea. De modo que ya estaba perdido. Al cabo de cinco minutos había aceptado.

Durante los días siguientes, Bulic y G. se convirtieron en íntimos amigos. G. nada arriesgaba. Bulic no podía enterarse de que ninguna compañía de Dresde había enviado una cotización, ya que todas las cotizaciones recibidas por el Departamento de Suministros se consideraban confidenciales hasta tanto se adjudicara el pedido. En el caso de que quisiera averiguar algo más, podría enterarse (tal como se había enterado G. leyendo la Gaceta Oficial) de que realmente el Departamento de Suministros había pedido la cotización de una cierta cantidad de binoculares.

G. se entregó, pues, a su tarea.

Bulic (recuérdelo usted) se veía obligado a representar el papel que le había asignado su pretendido amigo, el papel de un funcionario influyente. G., por su parte, comenzó a mostrarse muy deferente con el yugoslavo y su hermosa pero estúpida mujer: les invitaba a restaurantes y a night casi continuamente.

La pareja respondía como puede hacerlo una planta sedienta ante la lluvia. ¿Cómo podía Bulic andarse con cautela, después de haberse bebido casi una botella de excelente champaña dulce, de enzarzarse en una conversación sobre el asombroso poderío naval de Italia y el peligro que suponía para las costas yugoslavas? No, no podía hacerlo. Estaba un poco ebrio, su mujer estaba presente, por primera vez en su sombría y monótona vida alguien se interesaba por sus opiniones con todo el respeto que merecían. Además, tenía que representar su papel con dignidad, no podía mostrar ignorancia ante los sucesos que se desarrollaban tras el telón.

O sea, que Bulic se volvió presuntuoso: había tenido ante sus mismos ojos los detallados planes operativos que detendrían, en tal caso, a la flota italiana en el Adriático. Por supuesto que estaba obligado a ser discreto, pero…

Al final de aquella velada, G. supo que Bulic tenía acceso a una copia de dicho mapa. Y también había planeado su estrategia: Bulic sería quien le proporcionara una copia de aquel documento.

Con gran cuidado, G. elaboró su plan. Luego buscó a la persona capaz de llevarlo a buen fin. El mediador era indispensable. Así fue como dio con Dimitrios.

Le he preguntado a este ex espía en qué se ocupaba la persona que le había hablado de Dimitrios. Admito que lo he hecho con la esperanza de hallar algún nexo con el Banco de Crédito Eurasiático. Pero la respuesta de G. ha sido muy vaga: a pesar del tiempo transcurrido, recuerda las palabras que acompañaron a aquella recomendación.

Dimitrios Talat era un turco, hablaba griego, con pasaporte «efectivo», con una reputación de «útil» y discreto a la vez; también decían de él que tenía experiencia en «trabajos financieros de índole confidencial».

Quien no supiera para qué era útil y desconociera la índole de los trabajos financieros que había llevado a cabo, podía llegar a pensar que el hombre en cuestión era una especie de contable. Pero, al parecer, existe una jerga propia para estos asuntos. G. comprendió el significado de aquellas palabras y decidió que Dimitrios era el hombre adecuado para la misión que se le había encomendado. Y así, pues, le escribió (me dijo a qué dirección como si se tratara de una especie de lista de correos del American Express) ¡a cargo del Banco de Crédito Eurasiático, de su sucursal en Bucarest!

Dimitrios llegó a Belgrado cinco días después y se presentó en casa de G. en Knez Miletina.

G. recuerda ese encuentro con toda precisión. Dimitrios, me ha dicho, era un hombre de mediana estatura y de edad difícil de determinar, entre los treinta y cinco y los cincuenta años (en realidad tenía treinta y siete). Iba vestido con elegancia y… pero será mejor que le cite las propias palabras de G.:

– Vestía con una elegancia costosa y su pelo se iba agrisando poco a poco en las sienes. Tenía un aire pulido, satisfecho, confiado, y algo en sus ojos que adiviné al instante. Ese hombre era un rufián. Y nunca me he equivocado en estas apreciaciones. No me pregunte por qué. En esto tengo un instinto de mujer.

Aquí lo tenemos, pues. Dimitrios había prosperado. ¿Hubo más mujeres como madame Preveza en su vida? Jamás llegaremos a saberlo.

El hecho es que G. había detectado a un rufián en Dimitrios y eso no le parecía mal. Según el, un rufián nunca se busca líos con ninguna mujer en detrimento de la misión que se le ha encomendado. Además, Dimitrios tenía el aspecto adecuado para el caso. Creo que será mejor que le cite de nuevo las palabras de G.:

– Vestía con elegancia. Y también tenía aspecto de persona inteligente. Esto me pareció estupendo, porque nunca me ha gustado emplear gentuza del montón. A veces era imprescindible hacerlo, pero nunca me ha gustado: esa gente no siempre ha comprendido mi temperamento.

Ya lo ve usted: G. era muy exigente.

Dimitrios no había malgastado su tiempo. Para aquel entonces ya hablaba alemán y francés con bastante soltura.

– Nada más recibir su carta, me he venido hasta aquí. Tenía muchas cosas que hacer en Bucarest, pero me seducía la idea de conocerle; me he enterado de sus actividades.

Con cuidado y circunspección (no es bueno revelar detalles a un futuro empleado), G. le explicó qué quería hacer. Dimitrios le escuchó sin inmutarse. Después de oír la explicación, preguntó cuánto dinero recibiría en pago.

– Treinta mil dinares -respondió G.

– Cincuenta mil -repuso Dimitrios- y prefiero que sean francos suizos.

Acordaron cuarenta mil, pagados en francos suizos. Dimitrios demostró su beneplácito con una sonrisa.

Entretanto, a Bulic le parecía que la vida era más digna de vivirse que nunca. Recibía invitaciones para ir a los lugares más ricos de la ciudad; su mujer, feliz con aquellos lujos desacostumbrados, ya no le miraba con desprecio y disgusto a los ojos: con el dinero que ahorraban gracias a las cenas pagadas por aquel estúpido alemán, podía comprarse su coñac favorito. Cuando bebía, la señora Bulic se convertía en una mujercita jovial, encantadora. Además, al cabo de una semana, el yugoslavo se embolsaría sus veinte mil dinares. Al menos, existía esa posibilidad. Una noche, llegó a confesar que se encontraba mucho mejor, ya que la comida barata le iba mal para su catarro. Pero, por lo demás, ése fue el único desliz en el que incurrió.

Una firma checa se había adjudicado el pedido de los binoculares. La Gaceta Oficial, que traía esta noticia, había salido a la calle al mediodía. Un minuto más tarde, G. tenía ya su ejemplar y se dirigía al taller de un grabador, en cuyo banco de trabajo aguardaba una plancha de cobre a medio terminar.

A las seis en punto, G. estaba apostado en la acera opuesta a la del Ministerio. Pocos minutos después, salía Bulic del edificio: había visto la Gaceta Oficial, llevaba su ejemplar bajo el brazo. Desde el puesto de observación de G. podía verse el aire desilusionado del empleadillo. G. comenzó a seguirle.

Según la costumbre, Bulic debía haber cruzado la calle para encaminarse hacia el bar. Pero esa tarde dudó unos minutos y, por último, siguió andando en línea recta: no tenía ninguna gana de enfrentarse con el hombre de Dresde.

G. se metió por una calle lateral y llamó a un taxi. Dos minutos más tarde, tras haber dado un rodeo, el taxi se fue acercando a Bulic. En ese instante, G. ordenó al taxista que se detuviera, saltó a la acera y estrechó a Bulic entre sus brazos, exultante. Antes de que el perplejo yugoslavo tuviera tiempo de protestar, se vio empujado al interior del coche, donde G. continuó prodigándole palabras de agradecimiento mientras depositaba en sus manos un cheque por la suma de veinte mil dinares.

– Pero si yo había creído que su firma no había obtenido ese pedido -farfulló Bulic, al cabo de unos instantes.

G. se echó a reír, como si hubiera escuchado un chiste estupendo.

– ¡Que no lo había conseguido!

Pero, en ese preciso momento, G. «entendió».

– ¡Oh, sí! Me había olvidado de decírselo.

La cotización había sido enviada a través de una firma checa, subsidiaria de nuestra compañía. Mire, ¿lo ve usted?-y extrajo una de las tarjetas recién impresas para ponerla en manos de Bulic-, no uso a menudo esta tarjeta: la mayoría de nuestros clientes y la gente en general sabe que los dueños de la compañía checa son los alemanes de Dresde.

– Y con un gesto se desentendió del tema-. ¡Oh, vamos a tomarnos una copa ahora mismo! ¡Conductor!

Y esa noche lo celebraron. Tras su inicial confusión, Bulic quiso sacar un ventajoso partido de aquella casualidad. Se emborrachó primero y a continuación comenzó a jactarse del poder de sus influencias en el Ministerio con tanto énfasis que hasta al mismo G. -que tenía sus buenas razones para estar satisfecho- le resultó difícil aquella arrogante verborrea.

Al término de aquella cena, G. y Bulic se apartaron. Ahora, le dijo, podría haber un negocio de telémetros. ¿Podría él prestar alguna ayuda? Claro que podía, por supuesto, pero se había convertido en un personaje astuto. Pero ya que el valor de su cooperación había quedado bien claro, tenía derecho a esperar algún adelanto.

En realidad, a G. no se le había ocurrido esto, pero asintió de inmediato y muy divertido, en el fondo. Bulic recibió un segundo cheque, de diez mil dinares esta vez. Según el trato, recibiría otros diez mil cuando el nuevo pedido llegara a manos de los «jefes» de G.

En esos momentos el yugoslavo era más rico que nunca. Tenía treinta mil dinares. Dos días después, en el comedor de un elegante hote, G. le presentó a un tal Freiherr [34] von Kiessling. No es preciso puntualizar que el verdadero nombre de freiherr von Kiessling era Dimitrios.

– Cualquiera hubiera pensado -me ha dicho G.- que ese hombre se había pasado la vida en ambientes de lujo. Yo mismo hubiera podido engañarme: sus modales eran perfectos. Cuando le presenté a Bulic como un importante funcionario del Ministerio de Marina, adoptó unas maneras encantadoras. Ante madame Bulic esgrimió una cortesía exquisita, como si la considerara una princesa. Sin embargo, advertí con claridad cómo se movían sus dedos en la palma de ella mientras besaba el dorso de su mano.

Dimitrios se había instalado en el comedor del hotel con el fin de que G. pudiera preparar el terreno antes de la presentación. Después de haber señalado a Dimitrios, G. les dijo a los Bulic que el freiherr era un hombre muy importante. Que posiblemente mezclado en actividades un tanto misteriosas, pero que, sin duda, constituía una pieza importante en el manejo de negocios internacionales de gran envergadura. Que era una persona muy rica y que se decía que controlaba no menos de veintisiete compañías comerciales y financieras. Conocer a ese hombre podía ser muy útil para cualquiera.

De modo que a los Bulic les encantó ser presentados a ese personaje: cuando el freiherr aceptó la invitación de tomar una copa de champaña con ellos, se sintieron honrados, por cierto. La pareja, con su inseguro alemán, se esforzó por congraciarse con aquel invitado.

Bulic debió pensar que aquella ocasión era la que había estado esperando durante toda su vida: por fin podía relacionarse con gente brillante, con personas de verdad, con las personas que creaban y destruían a los hombres, personas que podían convertirle en «algo». Tal vez se viera ya como director de una de las compañías del freiherr, dueño de una bonita casa, rodeado de domésticos, leales servidores que le respetarían como a hombre y como a amo.

Y por cierto que a la mañana siguiente, al ir a su despacho del Ministerio, debió sentir su corazón rebosante de alegría, una dulcísima alegría que no podían empañar aún los recelos ni los escozores de su conciencia: todo eso podía sobrellevarlo fácilmente. Después de todo, G. había recibido lo que quería; él, Bulic, no tenía nada que perder. Además, uno nunca sabe adónde pueden ir a parar ciertos hechos. Son muchos hombres que recorren extraños caminos para llegar al seno mismo de la fortuna.

El freiherr se había mostrado muy amable al decir que esperaba que herr G. y sus amigos cenaran con él dos días después de aquella noche de la presentación.

Le he preguntado a G. los motivos de esa demora. ¿No habría sido más lógico golpear mientras el hierro estaba candente? En dos días los Bulic tenían tiempo para pensar.

– En efecto -ha sido la respuesta de G.-; tiempo para pensar en las cosas buenas que tendrían, tiempo para prepararse para la fiesta, para que soñaran.

Después de esta explicación el ex espía adoptó un aire de gran solemnidad y, de pronto, con una sonrisa en los labios, me soltó una cita de Goethe: «Ach! warum, ihr Götter, ist unendlich, alles, alles, endlich unser Glück nur?» [35]. Ya lo ve usted: G. no carece de sentido del humor.

Aquella cena sería el momento decisivo de la operación. Dimitrios no dejó en ningún momento de lisonjear a madame. Era un auténtico placer encontrar a personas como madame… y, por supuesto, como su marido. Ella… y su marido, naturalmente… ¿por qué no iban a hacerle una visita a su casa de Baviera, al mes siguiente? Esa casa era mejor que la de París, sin duda, y Cannes gozaba un clima muy fresco en primavera. Madame disfrutaría en Baviera; también su marido, sin duda. Es decir, si él podía abandonar por un tiempo su trabajo dentro del Ministerio.

Todo muy vulgar, demasiado simple, sí, pero los Bulic eran gente vulgar, simple.

Madame se tragaba aquellas patrañas junto con los sorbos de champaña dulce, mientras Bulic comenzaba a enfurruñarse. Y así llegó el gran momento.

Una vendedora de flores se detuvo junto a la mesa con su cesto lleno de orquídeas. Dimitrios observó las flores con ojos de experto y eligió el ramo más grande y caro y con gran caballerosidad se lo ofreció a madame Bulic, al tiempo que le pedía que lo aceptara como prueba de su estima. Madame aceptó. Dimitrios hizo ademán de echar mano a su cartera para pagar. Junto con la cartera, como sin querer, sacó un grueso fajo de billetes de mil dinares, que cayó sobre la mesa.

Tras disculparse por su torpeza, Dimitrios se guardó el dinero en el bolsillo. G. comenzó a representar su papel: señaló que era mucho dinero para llevarlo en el bolsillo y le preguntó al freiherr si llevaba a menudo sumas tan importantes encima. No, no muy a menudo; ese dinero lo había ganado en Alessandro's esa misma noche y se había olvidado llevarlo a su habitación. ¿Conocía madame ese casino de juego? No, madame no lo conocía. Los Bulic permanecieron en silencio mientras el freiherr seguía hablando: jamás habían visto tanto dinero en manos de una sola persona.

El freiherr opinaba que Alessandro's era el casino de juego más digno de confianza de Belgrado. Allí, lo que contaba era la habilidad de cada jugador y no la del croupier. El, personalmente, había tenido un día de suerte -lo decía dirigiendo una aterciopelada mirada a los ojos de madame- y había ganado un poco más que de costumbre. En ese instante hizo una breve pausa y luego añadió:

– Puesto que no conoce ese lugar, me encantaría que me acompañaran, como mis invitados, esta noche.

Fueron y, por supuesto, ya se habían hecho los preparativos necesarios para recibirles. Dimitrios lo había arreglado todo. Nada de ruleta (es difícil estafar a alguien en la ruleta) sino el trente et quarante. La apuesta mínima era de doscientos cincuenta dinares.

Pidieron una copa y miraron cómo jugaban durante un rato. Y entonces G. decidió probar su suerte. Vieron cómo ganaba dos veces. El freiherr preguntó a madame si querría jugar. La mujer buscó la mirada de su marido. Como excusa, Bulic dijo que llevaba poco dinero encima. Pero Dimitrios estaba preparado para replicar: ¡oh, eso no era ningún inconveniente! El, personalmente, era conocido de Alessandro y cualquier amigo suyo gozaba de la confianza de la casa. En el caso de que perdiera unos pocos dinares, Alessandro aceptaría un cheque o una letra.

La farsa seguía adelante. Se llamó a Alessandro a la mesa y se hicieron las presentaciones. Luego le explicaron la situación. Alessandro alzó las manos como para protestar. Cualquier amigo del freiherr no tenía motivos para hacer de eso un problema. Además, el señor no había jugado aún. Ya habría tiempo de hablar sobre esos detalles si la suerte le era un poquitín adversa.

G. cree que si Dimitrios les hubiera dejado hablar a ambos siquiera un instante, los Bulic no habrían jugado. Doscientos cincuenta dinares era la apuesta mínima y ni el poseer treinta mil podía hacerles olvidar cuánto significaban aquellos doscientos cincuenta en términos de pagos de alquiler y compra de comida.

Pero Dimitrios no les dio oportunidad de que intercambiaran sus recelos: mientras esperaban junto a la mesa de juego, detrás de la silla donde estaba sentado G., en un murmullo, le pidió a Bulic que accediera a comer con él un día de esa semana. El freiherr tenía que hablarle de ciertos negocios.

Dijo eso en el momento preciso. Para Bulic sólo podía significar una cosa: «Mi querido Bulic, no es necesario que se preocupe por unos míseros cientos de dinares. Estoy interesado en usted y eso quiere decir que su fortuna ya es un hecho. No me desilusione, por favor, mostrándose menos importante de lo que creo que es.»

Madame Bulic comenzó a jugar.

Perdió los primeros doscientos cincuenta en una apuesta a color. Ganó los segundos a la inverse. Después, Dimitrios le sugirió, demostrando su extraordinaria cautela, que los apostara à cheval. Hubo suerte: repitió la jugada ganadora. Por último, madame volvió a perder.

Al cabo de una hora, los cinco mil dinares en fichas que la mujer había recibido se esfumaron. Dimitrios, con palabras de aliento por su «mala suerte», cogió de la pila de fichas que descansaba ante él unas pocas, por valor de quinientos dinares, y le rogó a madame que apostara con esas fichas, para ver si encontraba esa «suerte» esquiva.

El atormentado Bulic pensó que, tal vez, se trataba de un regalo, porque apenas si emitió un débil sonido de protesta. No tardó mucho en comprender que no había ningún regalo en aquel gesto.

Madame Bulic, que ya se sentía una pobre estúpida, y cuyo aspecto había perdido gracia y frescura, siguió jugando. Ganó algo; perdió más. A las dos y media, Bulic le extendía un pagaré a Alessandro por valor de doce mil dinares.

G. les invitó a una copa.

No es difícil imaginar la escena entre los Bulic al quedar los dos a solas: las recriminaciones, las lágrimas, las discusiones interminables. Demasiado fácil. Sin embargo, a pesar de lo mal que pintaban las cosas, el desastre no era absoluto. Al día siguiente, Bulic comería con el freiherr. Y hablarían de negocios.

Sí, hablaron de negocios. Dimitrios había recibido instrucciones precisas: tenía que mostrarse alentador. Lo fue, sin duda alguna. Alusiones a importantes negocios que tenía por delante, a oportunidades para que quienes estuviesen al tanto se hicieran con grandes sumas, a misteriosos castillos en Baviera (al parecer, todo estaba en esos castillos). Bulic no había hecho más que escuchar y dejar que su corazón latiera más veloz que antes. ¿Qué importan doce mil dinares? Tienes que pensar en muchos millones.

Y después de la sugerente conversación, fue Dimitrios quien sacó a relucir el tema de la deuda de su invitado con Alessandro. El freiherr suponía que Bulic iría esa misma noche a pagarla. El, por su parte, pensaba ir a jugar. Después de todo, eso de ganar tanto dinero sin darle a Alessandro la oportunidad de recuperar algo, al menos… Quizá podrían ir los dos juntos… solos los dos. Las mujeres siempre resultan malas jugadoras.

Esa noche, al encontrarse, Bulic llevaba consigo unos treinta y cinco mil dinares. A los treinta mil de G. había sumado sus ahorros, al parecer.

A la mañana siguiente, cuando Dimitrios fue a informarle a G., le contó que Bulic, a pesar de las protestas de Alessandro, se había empeñado en pagar la letra firmada la noche anterior, antes de empezar a jugar.

– Yo pago mis deudas -había dicho con orgullo.

El dinero que le quedaba lo cambió, con un gesto de gran señor, en fichas de quinientos dinares. Esa noche jugaría a muerte. Se negó a beber. Quería que su cabeza se mantuviera despejada en todo momento.

G. se ha reído al contarme eso. Tal vez la risa sea lo más adecuado. La compasión a veces es demasiado incómoda y Bulic me parece una persona digna de compasión.

Cualquiera podría ver en ese hombre a un pobre de espíritu. Y lo era. Pero la Providencia no siempre es tan calculadora como lo eran G. y Dimitrios, y puede destrozar a un hombre, sin hacerle sentir el filo del cuchillo en las costillas.

Bulic no tenía ninguna otra opción. Esos hombres le habían comprendido a fondo y utilizaban esa comprensión con una astucia diabólica. Con las cartas tan en contra mía, como lo estaban para el yugoslavo, es probable que no fuera yo ni menos débil ni menos tonto. Me tranquiliza no poco pensar que seguramente no me voy a ver en una situación así en mi vida.

Era inevitable que perdiera. Comenzó a jugar con cuarenta fichas. Durante dos horas ganó y perdió hasta quedar sin nada. Después, con gran calma, pidió otras veinte, a crédito. Dijo que su suerte debía cambiar. Al pobre desdichado ni siquiera se le había ocurrido que podían estar estafándole.

¿Por qué iba a sospechar? El freiherr estaba perdiendo también, y mucho más dinero que él. Dobló sus apuestas y sobrevivió durante cuarenta minutos. Pidió otro préstamo y volvió a perder. Había perdido treinta y ocho mil dinares más de los que nunca había tenido cuando, pálido y cubierto de sudor, decidió abandonar el juego.

Ahora, el camino de Dimitrios estaba ya abierto. A la noche siguiente, Bulic volvió. Le dejaron marchar con treinta mil. Durante la tercera noche volvió a perder: catorce mil dinares. La cuarta noche, cuando debía veinticinco mil, Alessandro se le acercó para exigirle el dinero. Bulic prometió pagar sus deudas en el plazo de una semana. La primera persona a la que acudió en busca de ayuda fue G.

G. se mostró comprensivo. Veinticinco mil era mucho dinero, ¿no? Desde luego que todo el dinero que él utilizaba, en relación con los pedidos, era dinero de sus jefes. No estaba autorizado para hacer otro uso de ese dinero. Sin embargo, podía permitirse distraer doscientos cincuenta dinares durante algunos días, si eso solucionaba algo. Sentía no poder prestarle una ayuda más efectiva, pero… Bulic cogió los doscientos cincuenta.

Junto con el dinero, G. le dio un consejo. El freiherr era el hombre que podría sacarle de aquel aprieto. Jamás prestaba dinero (según le habían dicho, se trataba de una cuestión de principios), pero tenía fama de ayudar a sus amigos dándoles la oportunidad de ganar sumas importantes. ¿Por qué no se decidía a hablar con él?

La «conversación» entre Bulic y Dimitrios se celebró al término de una cena, pagada por Bulic, en la sala de la suite que ocupaba el freiherr en un hotel. G. estaba en el cuarto contiguo, escuchando a escondidas.

Cuando, por fin, Bulic abordó el tema, comenzó con unas preguntas sobre Alessandro. ¿Insistiría en que le pagara el dinero? ¿Qué podría ocurrir en el caso de que no lo hiciera?

Dimitrios fingió sorprenderse. Esperaba que Alessandro recibiera su dinero. Después de todo, había sido por recomendación personal por lo que Alessandro le había ofrecido un primer crédito. No podía imaginar, siquiera, que aquello fuese a desembocar en una situación enojosa.

¿Qué clase de situación enojosa? Bueno, Alessandro tenía en su poder aquellas letras y tal vez acudiera a la policía. El freiherr esperaba, sinceramente, que nada de eso ocurriera.

Bulic esperaba lo mismo. Ahora se encontraba a punto de perderlo todo, incluso su cargo en el Ministerio. Tal vez se llegara a saber que había recibido un soborno de G. Eso podía significar la cárcel. ¿Quién pensaría que el yugoslavo no había hecho nada a cambio de esos treinta mil dinares? Era una tontería pensar que fuesen a creer eso. Su única opción era obtener el dinero del freiherr, de alguna manera.

Al pedírsele un préstamo, Dimitrios sacudió negativamente la cabeza. No. Eso sólo iba a empeorar las cosas, porque entonces debería el dinero a un amigo y no a un enemigo; además, para él era una cuestión de principios: no concedía préstamos. No obstante, al mismo tiempo, quería ayudarle. Había una salida, una única salida. ¿Herr Bulic estaba dispuesto a aceptarla? Ese era el meollo de la cuestión.

El freiherr no quería ni mencionar el tema, pero en vista de que herr Bulic le rogaba tanto… conocía a ciertas personas interesadas en cierta información relacionada con el Ministerio de Marina: una información imposible de obtener por los medios ordinarios. Tal vez se podría conseguir que le pagaran cincuenta mil dinares por esa información si, a cambio, se podía comprobar la exactitud de los datos.

G. me ha dicho que atribuye, en gran parte, el éxito de su plan (me ha hablado de éxito tal como lo haría un cirujano después de que el paciente abandone la sala de operaciones con vida) a la estricta elección de las cantidades. Cada suma, a partir de los primeros veinte mil dinares y hasta los montos de las sucesivas deudas con Alessandro (que era un agente italiano) y de la recompensa ofrecida por Dimitrios había sido calculada cuidadosamente, con el ojo puesto en el valor psicológico de ese dinero.

Por ejemplo: en aquellos cincuenta mil había un doble motivo para que Bulic se sintiera tentado. Con ese dinero pagaría su deuda y le quedaría casi la misma suma que se había embolsado antes de conocer al freiherr. Al incentivo del temor del principio, se añadía el de la codicia.

Pero Bulic no asintió en el acto. Cuando supo claramente de qué clase de información se trataba, mostró su miedo y hasta un poco de ira. Eficiente, Dimitrios se encargó de disipar la segunda. Si Bulic había comenzado a abrigar dudas acerca de la bona fides del freiherr, esas dudas no tardaron en convertirse en algo real. Cuando el yugoslavo le gritó «sucio espía» a su interlocutor, la impecable cortesía del freiherr desapareció. Bulic recibió un puntapié en el estómago y, cuando se dobló hacia adelante, con una intensa sensación de náusea, recibió otro puntapié en el rostro. Mientras jadeaba, sin resuello, dolorido y sangrando por la boca, Dimitrios le arrojó sobre una silla al tiempo que le advertía, fríamente, que el único riesgo que le amenazaba era el de no hacer lo que se le había pedido.

Las instrucciones eran muy sencillas. Bulic debía obtener una copia del mapa y llevarla al hotel, a la salida del Ministerio, al día siguiente. Una hora más tarde, se le entregaría el documento, para que pudiera devolverlo a su sitio al día siguiente. Eso era todo. Se le pagaría cuando trajera el mapa. Escuchó la enumeración de las posibles consecuencias de una denuncia a las autoridades, Dimitrios le recordó los cincuenta mil dinares y le ordenó que se marchara.

Puntualmente, a la noche siguiente, llegó al hotel con el mapa doblado en cuatro dentro de uno de los bolsillos de su abrigo. Dimitrios le entregó el mapa a G. y volvió a vigilar a Bulic mientras se sacaba la fotograba y se revelaba el negativo en un cuarto contiguo.

Al parecer, Bulic no tenía nada que decir. Cuando G. hubo terminado su trabajo, el yugoslavo recibió el dinero y el mapa de manos de Dimitrios y se fue.

G. me ha asegurado que en aquel momento, cuando desde el dormitorio oyó que la puerta se cerraba a espaldas de Bulic, cuando examinó el negativo a contraluz, se sintió muy satisfecho de sí mismo. Los gastos habían sido bajos; no se habían producido inútiles demoras; todos, Bulic inclusive, habían cooperado en la misión. Sólo había que esperar que Bulic devolviera el mapa sin mayores problemas. Y, en realidad, no había ninguna razón para suponer que no lo haría. Una misión muy satisfactoria, se mirara desde donde se mirase.

En ese momento, Dimitrios entró en el dormitorio. G. comprendió que había cometido un error.

– Mi dinero -dijo Dimitrios y alargó su mano.

G. le miró a los ojos y asintió. Necesitaba un arma y se había olvidado de llevarla consigo.

– Vamos a mi casa ahora mismo -dijo y comenzó a caminar hacia la puerta.

Dimitrios sacudió la cabeza con un gesto firme.

– Mi dinero está en su bolsillo.

– No, el suyo no; sólo el mío.

Dimitrios desenfundó un revólver. Una sonrisa jugueteaba en sus labios.

– Lo que yo quiero está en su bolsillo, mein herr. Ponga sus manos en la nuca.

G. obedeció. Dimitrios avanzó unos pasos hacia él. Al mirar con fijeza aquellos ojos castaños, llenos de ansiedad, G. comprendió que corría peligro. A pocos centímetros de distancia, Dimitrios se detuvo.

– Por favor, mein herr, no haga ninguna tontería.

Su sonrisa había desaparecido. Dimitrios dio un paso, hundiendo de pronto el revólver en el estómago de G., con su mano libre sacó el negativo del bolsillo del que, a partir de ahora, sería su enemigo. Al instante, con un ágil movimiento, se apartó.

– Puede irse -dijo.

G. se fue. A su vez, Dimitrios había cometido su propio error.

Durante toda aquella noche, un buen número de hombres, reclutados a toda prisa en los cafés de los barrios bajos, recorrieron de cabo a rabo la ciudad de Belgrado para hallar a Dimitrios. Fue inútil: Dimitrios había desaparecido y G. nunca volvió a verle.

¿Qué ocurrió con el negativo? Le cito las propias palabras de G.:

– A la mañana siguiente, al enterarme de que mis hombres no le habían encontrado, supe qué tenía que hacer. Sentía una profunda amargura. Después de todo aquel trabajo, planeado tan meticulosamente, la desilusión era enorme. Pero de nada servía lamentarse. Una semana antes de aquel final, me había enterado de que Dimitrios estaba en contacto con un agente francés. El negativo, en esos momentos, tenía que estar en manos del francés. Y no me quedaba otra opción. Un amigo mío, de la Embajada de Alemania, podía echarme una mano. En aquellos días, los alemanes estaban deseosos de congraciarse con el Gobierno yugoslavo. Era lógico, pues, que le pasaran cierta interesante información al Gobierno de Belgrado.

– ¿Quiere decir -pregunté- que usted mismo lo dispuso todo para que el Gobierno yugoslavo se enterara de la sustracción del mapa y de que había sido fotografiado?

– Por desgracia era lo único que podía hacer. Ya lo ve usted, aquel mapa tenía que perder su valor. Dimitrios había cometido un gran error al dejarme marchar: carecía de experiencia. Tal vez pensó que yo volvería a chantajear a Bulic para obtener otra fotografía del mapa. Pero yo no ignoraba que una información que conocieran los franceses tenía poco valor. Además, estaba en juego mi reputación. Estaba muy furioso por el desenlace de aquella misión. Lo único divertido fue que los franceses ya le habían pagado a Dimitrios la mitad del precio convenido cuando descubrieron que esa información no valía de nada debido a mi pequeña démarche [36].

– ¿Y qué ocurrió con Bulic?

G. hizo una mueca.

– Sí, ha sido lamentable. Siempre me he considerado un tanto responsable por la gente que ha trabajado para mí. Fue arrestado casi de inmediato. No hubo dudas en cuanto a cuál de las copias guardadas en el Ministerio había sido sustraída. Era la única que tenía dobleces. Las impresiones dactilares hicieron lo demás. Bulic demostró su sensatez al decir a las autoridades todo cuanto sabía acerca de Dimitrios. Como resultado le condenaron a cadena perpetua, en lugar de fusilarle. Por cierto que yo esperaba verme complicado en todo aquello, pero no sucedió así. Eso me extrañó un poco, en su momento. Fuera como fuese, yo le había presentado a Dimitrios. En esos días me preguntaba a menudo si lo había hecho porque no quería enfrentarse con el cargo adicional de haber aceptado sobornos o porque sentía agradecimiento hacia mí por haberle prestado los doscientos cincuenta dinares. Tal vez no me había relacionado con el asunto del mapa náutico. En fin, de todas maneras, me sentí complacido. Aún me quedaba algún trabajo que hacer en Belgrado y que la policía me estuviera buscando, aunque con otro nombre, habría representado una complicación en mi vida. Nunca he podido soportar los disfraces.

Le hice una última pregunta. Me respondió lo siguiente:

– Sí, desde luego; conseguí el nuevo mapa tan pronto como lo hicieron. Por un conducto muy distinto, por supuesto. Después de invertir tanto dinero mío en esa misión, no podía regresar con las manos vacías. Siempre ocurre así: por uno u otro motivo, siempre se presentan ese tipo de demoras, esos derroches de esfuerzos y de dinero. Quizá usted piense que fui poco hábil en el modo como manejé a Dimitrios. Sería una apreciación injusta. No fue más que un pequeño error el juicio por mi parte, eso es todo. Supuse que sería como todos los demás tontos que hay en el mundo, demasiado proclive a la codicia. Pensé que esperaría a que yo le pagara los cuarenta mil dinares antes de intentar arrebatarme el negativo. Pero me cogió por sorpresa. Ese error de juicio me costó mucho dinero.

– A Bulic le costó su libertad.

Temo haber dicho esas palabras con un tono de reproche, porque G. frunció el ceño.

– Mi querido monsieur Latimer -me replicó con acritud-, Bulic no era más que un traidor y ha recibido la recompensa que le corresponde. No es posible ponerse sentimental ante un caso como el suyo. En toda guerra se producen, siempre, algunas bajas.

Y Bulic ha tenido suerte, a pesar de todo. Hubiera podido utilizarle una vez más y con eso le habrían fusilado, al final. Tal como se desarrolló todo, ha ido a parar sólo a la cárcel. Y de acuerdo con la información que poseo, todavía está allí.

No quiero mostrarme demasiado duro, pero es preciso admitir que está mejor dentro. ¿Su libertad? ¡Tonterías! No tenía nada que perder. Y en cuanto a su mujer, no me cabe ninguna duda de que ya se las habrá arreglado lo mejor que habrá podido por sí misma. Siempre me dio la impresión de que esa mujer no soportaba a su marido. Y no se lo reprocharía. Era un hombre desagradable, ese pobrecito Bulic. Creo que le caía la baba al comer. Y más aún, representaba un engorro. ¿Se le ocurrió pensar a usted que aquella noche, después de marcharse del hotel de Dimitrios, fuese a ir al casino de juego, para pagarle la deuda a Alessandro? Pues no lo hizo; al día siguiente, cuando la policía le arrestó, todavía llevaba los cincuenta mil dinares en el bolsillo. Otro gasto inútil.

Amigo mío, en momentos como ése resulta imprescindible un poco de sentido del humor.

Pues bien, mi apreciado Marukakis, esto es todo.

Y creo que más que suficiente. Mientras avanzo entre los fantasmas de estas viejas mentiras, me reconforta pensar que tal vez usted me escribirá para decirme que ha merecido la pena descubrir estas cosas. Quizá lo haga, quizá lo vea así. Yo mismo he comenzado a dudar. Es una historia muy mezquina, ¿no es cierto? No hay héroe; tampoco heroína; sólo bandidos y tontos. ¿O tendría que decir tontos, únicamente?

Pero a primeras horas de la tarde, no es momento apropiado para hacerse esta pregunta. Además, tendré que hacer el equipaje.

Dentro de pocos días le enviaré una tarjeta postal con mi nombre y mi nueva dirección. Espero que tenga usted tiempo para escribirme. De todas maneras, me figuro que pronto volveremos a vernos. Croyez en mes meilleurs souvenirs [37].

CHARLES LATIMER"

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