En las primeras horas de una mañana de agosto de mil novecientos veintidós, el Ejército Nacionalista Turco, bajo el mando de Mustafá Kemal Pasha, atacó al grueso del ejército griego en Dumlu Punar, en una meseta que se extiende a doscientas millas al oeste de Esmirna. A la mañana siguiente el ejército griego se había dispersado y sus restos se batían en presurosa retirada hacia Esmirna y hacia el mar. En los días subsiguientes, la retirada se convertiría en huida.
Incapaces de destruir al ejército turco, los griegos se entregaron con frenético salvajismo a la tarea de destruir las poblaciones turcas que hallaban durante su escapada. Desde Alashehr hasta Esmirna, quemaron y asesinaron. Ni una sola aldea quedó en pie. Mientras perseguían a los vencidos, entre las ruinas humeantes, las tropas turcas hallaban los cadáveres de los aldeanos.
Con la asistencia de los pocos labriegos anatolios, medio enloquecidos, que habían logrado sobrevivir, los turcos se vengaban en los griegos que iban encontrando a su paso. A los cadáveres de niños y mujeres turcos, se sumaban los cuerpos mutilados de los integrantes del ejército griego que se habían rezagado. Pero el grueso del ejército griego había huido por mar.
Con su apetito de sangre infiel aún insatisfecho, los turcos continuaron su avance. El día 9 de setiembre ocuparon Esmirna.
Durante dos semanas, los que huían de los invasores turcos habían afluido a la ciudad, para engrosar el ya elevado número de habitantes griegos y armenios. Todos pensaron que las tropas griegas defenderían la ciudad, después de reorganizarse. Pero el ejército griego se había embarcado ya, había huido. Y ahora todos estaban atrapados en una trampa. Comenzó entonces el holocausto.
El registro de la Liga Armenia de Defensa del Asia Menor cayó en manos de las tropas de ocupación, y en la noche del día 10, una patrulla de soldados de línea recorrió los barrios armenios, con el objetivo de hallar y matar a aquellas personas cuyos nombres aparecían en aquel registro.
Los armenios se resistieron y los turcos se entregaron a una orgía de sangre. La masacre que se produjo a continuación tuvo el sentido de una advertencia. Alentadas por sus oficiales, las tropas turcas, al día siguiente, se arrojaron contra los barrios no turcos de la ciudad y comenzaron a matar de manera sistemática.
Arrastrados fuera de sus casas y de sus escondites, hombres, mujeres y niños fueron degollados en las calles que, muy pronto, se vieron pavimentadas con cadáveres mutilados. Las paredes de madera de los templos, repletos de refugiados, fueron rociadas con gasolina e incendiadas. Los ocupantes que no morían quemados vivos eran recibidos por las puntas de las bayonetas cuando intentaban escapar. En muchos lugares, las casas saqueadas también eran entregadas a las llamas y los incendios comenzaron a extenderse por toda la ciudad.
En su primer momento, se hizo algún esfuerzo para controlar el fuego. Después cambió la dirección del viento, con lo que las llamas se inclinaron en dirección contraria al barrio turco y las tropas recomenzaron, entonces, sus actividades de matanza y saqueo.
Muy pronto toda la ciudad, a excepción del barrio turco y de unas pocas casas cercanas a la estación Kassamba del ferrocarril, fue presa de un incendio voraz.
La masacre, entretanto, continuaba con una ferocidad incontenible. Un cordón de tropas que rodeaba gran parte de la ciudad impedía que los refugiados abandonaran el área incendiada. Las avalanchas de fugitivos aterrorizados eran recibidas con el fuego despiadado de las armas o precipitadas otra vez hacia el infierno de las llamas.
Las estrechas y siniestras callejuelas estaban atascadas por los cadáveres hasta tal punto que, de haber sido las partidas de rescate capaces de soportar el hedor letal que iba en aumento a cada instante, no hubieran podido penetrar siquiera en ellas.
Esmirna, una ciudad llena antes de seres vivos, se había convertido en un matadero. Muchos de los refugiados intentaron llegar hasta los barcos anclados en el puerto. Liquidados a balazos, ahogados, mutilados por feroces enemigos, los cuerpos flotaban ominosamente en las aguas teñidas de sangre.
Pero los muelles seguían hirviendo: una multitud intentaba, en el paroxismo de su frenesí, escapar de los edificios cercanos, que se alzaban envueltos en llamas a escasa distancia, amenazando con el estrago. Se ha dicho que los alaridos de aquellas gentes se podían oír desde el mar, a una milla de distancia de la costa.
Giaur Izmir, la Esmirna infiel, estaba expiando sus pecados.
Al alba del día 15 de setiembre, más de ciento veinte mil personas habían perecido. Sin embargo, en algún lugar, en medio de todo aquel horror, Dimitrios seguía con vida.
Dieciséis años más tarde, cuando su tren entraba en Esmirna, Latimer llegó a la conclusión de que se estaba comportando como un tonto.
No se trataba de una conclusión a la que hubiera llegado de pronto, sin haber llevado a cabo un minucioso examen de todos los elementos de juicio de que disponía. Era una conclusión desagradable que le colmaba de disgusto. Porque había dos hechos que le parecían evidentísimos. En primer lugar, se reprochaba el no haberle pedido al coronel Haki que le facilitara el acceso a los archivos del tribunal militar, para poder conocer la confesión de Dhris Mohammed; pero no había sido capaz de hallar ningún pretexto razonable para apoyar tal petición.
En segundo término, sus conocimientos del idioma turco eran tan pobres que, aun en el caso hipotético de que tuviera acceso a los archivos, sin la ayuda del coronel Haki, sería incapaz de leer aquel documento.
Haber emprendido aquella fantástica y poco digna caza del ganso salvaje era una equivocación bastante imperdonable. Haberla emprendido sin armas ni municiones adecuadas, por así decirlo, era cosa de un tonto o de un loco.
De no haber logrado instalarse, al cabo de una hora después de su llegada, en un excelente hotel, de no haber tenido en su habitación una buena cama y una vista que abarcaba el golfo y las colinas rojizas, bañadas por el sol, que se alzaban al otro lado de las aguas, y -sobre todo- de no haber sido convidado con un martini seco por el dueño del hotel, un francés de gran cordialidad, Latimer habría abandonado sus sueños de hacer una incursión en el mundo detectivesco y habría regresado a Estambul inmediatamente.
Así las cosas… con o sin la historia de Dimitrios de por medio, bien podía conocer algo de la ciudad de Esmirna ahora que estaba allí. Deshizo, pues, en parte, sus maletas.
La segunda mañana de su estancia en Esmirna, Latimer acudió al dueño del hotel para pedirle que le pusiera en contacto con un buen intérprete.
Fedor Muishkin era un diminuto ruso engreído, que debía frisar en los sesenta, con un labio inferior gordo y pendulante, que hacía ondear y temblar cuando hablaba. Tenía una oficina en la zona portuaria y se ganaba la vida traduciendo documentos de negocios y sirviendo de intérprete a capitanes de barcos y a despachantes de casas extranjeras que llegaban al puerto. Formó parte de los mencheviques que en 1919 se vieron obligados a huir de Odessa; a pesar de ello (como lo señalara con tono sardónico el dueño del hotel), ahora se declaraba simpatizante de los bolcheviques: así y todo, al parecer, no pensaba en la posibilidad de su regreso a Rusia. Un farsante, por cierto. Pero, al mismo tiempo, un buen intérprete. Si quería los servicios de un intérprete, Muishkin era el hombre apropiado.
El propio Fedor Muishkin aseguraba que él era el hombre indicado. Su voz era aguda y áspera; además, se rascaba casi sin cesar. Su inglés era correcto, aunque empañado a veces con frases de argot que no siempre resultaban pertinentes. Decía, en sus presentaciones:
– Si hay algo en que pueda servirle, écheme un cabo, soy un tío baratísimo.
– Quiero seguir la pista -explicó Latimer- de un griego que partió de aquí en setiembre de mil novecientos veintidós.
Las cejas de su interlocutor se alzaron en un gesto de asombro.
– En mil novecientos veintidós, ¿eh?¿Un griego que partió de aquí?-Muishkin emitió un par de cloqueos-. Muchos griegos se marcharon de aquí en esos días. -Escupió sobre su dedo índice y pasó la yema por su garganta-. ¡Así! Fue terrible lo que aquellos turcos hicieron a aquellos griegos. ¡Una carnicería!
– Este hombre huyó en un barco de refugiados. Su nombre era Dimitrios. Se cree que había planeado, junto con un negro llamado Dhris Mohammed, el asesinato de un prestamista llamado Sholem. El negro fue juzgado por un tribunal militar y ahorcado. Dimitrios pudo escapar. Me interesaría ver, si es posible, la relación de las declaraciones obtenidas durante el juicio, la confesión del negro y los datos que se reunieron sobre Dimitrios.
Muishkin le clavó una firme mirada.
– ¿Dimitrios?
– Sí.
– ¿Mil novecientos veintidós?
– Sí -el corazón de Latimer dio un brinco-. ¿Por qué?¿Le conoció usted?
Al parecer, el ruso estaba a punto de decir algo; pero cambió de idea. Al cabo de un instante sacudió la cabeza.
– No. Estaba pensando que ése es un nombre muy común. ¿Tiene usted el permiso para examinar los archivos de la policía?
– No. He pensado que tal vez usted podría aconsejarme acerca del mejor modo de obtener ese permiso. Por supuesto que sé muy bien que sólo se dedica a las traducciones, pero si pudiera echarme una mano en este asunto, le estaría muy agradecido.
Muishkin se pellizcó el labio inferior con aire pensativo.
– ¿Tal vez podría usted entrevistarse con el vicecónsul británico? Tendría que pedirle que le ayudara a obtener ese permiso… -Se interrumpió-. Perdóneme usted, pero, ¿por qué quiere ver esas declaraciones? No se lo pregunto porque sí, ni porque no sea capaz de meter mis narices sólo en mis propios asuntos, sino porque la policía seguramente le hará esa pregunta. Ahora bien -prosiguió-, si se tratara de un trámite legal, de algo que no deje entrever, ni por asomo, ni una sospecha, yo tengo un amigo influyente que tal vez podría arreglarlo todo a cambio de una pequeña suma.
Latimer sintió que se ruborizaba.
– Ocurre que sí se trata de un trámite legal -dijo con el tono más natural que pudo hallar en su repertorio-. Por supuesto que podría recurrir al cónsul, pero si usted se encargara de todo, me evitaría el ajetreo que es de suponer.
– Oh, será un placer. Hablaré con ese amigo hoy mismo. La policía, como usted comprenderá, es un incordio y si acudiera a ella yo personalmente, el trámite resultaría muy caro. Y, además, me gusta proteger a mis clientes.
– Es usted muy amable.
– No tiene ninguna importancia. -Una mirada ausente revoloteó en los ojos del ruso-. Me caen bien los ingleses, sabe usted. Ustedes saben muy bien cuál es la mejor manera de negociar. No acostumbran a regatear, como estos malditos griegos. Cuando un hombre les dice metálico a la entrega de la mercancía, ustedes pagan metálico contra entrega de la mercancía. ¿Un cheque? Muy bien. Los ingleses juegan limpio. Con ellos hay una mutua confianza entre ambas partes. Y cualquiera puede hacer un trabajo excelente en tales circunstancias. Sientes…
– ¿Cuánto?-le interrumpió Latimer.
– ¿Quinientas piastras?
Muishkin lo dijo en tono de duda. En sus ojos reinaba el desconsuelo: era un artista que carecía de confianza en sí mismo, una criatura obligada a negociar, un hombre que sólo se sentía feliz con su trabajo.
Latimer reflexionó durante unos segundos. Quinientas piastras equivalían a algo menos de una libra. Bastante barato. Pero entonces detectó un brillo particular en los ojos desconsolados.
– Doscientas cincuenta -replicó, con tono firme.
Muishkin alzó sus manos en un gesto de desamparo. El tenía que vivir. Y también estaba de por medio su amigo, una persona de gran influencia.
Momentos después, tras haber pagado ciento cincuenta piastras como adelanto de un precio total establecido en trescientas piastras (incluidas las cincuenta, para el amigo influyente), Latimer se marchó. Anduvo por el paseo del puerto; se sentía satisfecho de su trabajo de aquella mañana. Sin duda hubiera preferido ver los archivos él mismo, observar mientras le hiciesen la traducción. Se hubiera sentido más acorde con su papel de investigador y no reducido a la posición de mero turista inquisitivo. Pero así se habían presentado las cosas. Siempre existía la posibilidad, claro estaba, de que a Muishkin se le ocurriera embolsarse esas fáciles ciento cincuenta piastras. Pero había algo que no le permitía dar crédito a esa posibilidad. Susceptible como era a las impresiones, descansaba en la idea que le había sugerido el ruso: era un hombre honesto, si no a simple vista, al menos en el fondo.
Además no podían engañarle con documentos falsos. El coronel Haki le había contado lo suficiente sobre el juicio contra Dhris Mohammed; estaba en condiciones de detectar ese tipo de fraude. Lo único que podía suceder era que el amigo no fuera merecedor de aquellas cincuenta piastras.
Al día siguiente llegó Muishkin, sudando copiosamente, poco antes de cenar, mientras Latimer se tomaba un aperitivo. El ruso se acercó agitando los brazos, revolviendo los ojos como un desesperado, y después de arrojarse sobre un sillón, dejó oír un fuerte suspiro de agotamiento.
– ¡Qué día! ¡Qué calor! -exclamó.
– ¿Ha traído la traducción?
Muishkin asintió con un gesto de fatiga, metió una mano en un bolsillo interior y sacó un rollo de papeles.
– ¿Quiere beber algo?-preguntó Latimer.
Los ojos del ruso se abrieron con brusquedad mientras dirigían a su alrededor una mirada de hombre que acaba de recobrar el sentido.
– Si no le importa -dijo-. Tomaré ajenjo, por favor; avec de la glace [13].
El camarero recibió el pedido y Latimer se dispuso a inspeccionar la presa cobrada.
La traducción estaba manuscrita y llenaba doce folios. Latimer hojeó los dos o tres folios iniciales. Sin duda alguna, era la traducción del documento genuino. Entonces inició una lectura cuidadosa.
GOBIERNO NACIONAL DE TURQUÍA
TRIBUNAL DE LA INDEPENDENCIA
Por orden del oficial comandante de la guarnición de Izmir, de acuerdo con las facultades otorgadas por el Decreto Ley promulgado en Ankara en el decimoctavo día del sexto mes de 1922 del nuevo calendario.
Sumario de las declaraciones hechas ante el Comisionado Presidente del Tribunal, mayor de brigada Zia Haki, en el sexto día del décimo mes del año 1922, del nuevo calendario.
Zakari, el judío, denuncia que el asesinato de su primo Sholem ha sido obra de Dhris Mohammed, un empacador de higos oriundo de Buja.
Durante la semana pasada, una patrulla perteneciente al Sexagésimo Regimiento descubrió el cadáver de Sholem, un prestamista deunme, en su cuarto situado en un edificio que da a una callejuela sin nombre, en los alrededores de la Antigua Mezquita. Había sido degollado. Aun cuando este hombre no era hijo de Verdaderos Creyentes ni gozaba de buena reputación, nuestra vigilante policía ha llevado a cabo las investigaciones pertinentes y ha comprobado la desaparición de una considerable suma de dinero.
Varios días más tarde, Zakari, el denunciante, informó al comandante de policía que, mientras estaba en un café, había visto a Dhris exhibiendo puñados de billetes de moneda griega. Zakari sabía que Dhris era un individuo pobre y se extrañó. Más tarde, cuando Dhris se hubo emborrachado, le oyó jactarse de que Sholem, el judío, le hubiera prestado dinero sin pedirle intereses. En ese momento, Zakari no se había enterado aún de la muerte de Sholem, pero cuando se lo comunicó un familiar, recordó lo que había visto y oído en aquel café.
Se ha requerido la declaración de Abdul Hakk, dueño del bar Cristal, quien ha dicho que Dhris había mostrado dinero griego, varios cientos de dracmas, al parecer, y había dicho a gritos que el judío Sholem le había prestado ese dinero sin pedirle intereses. Hakk pensó que eso era raro, porque Sholem era un hombre de duro corazón.
Un jornalero del puerto, llamado Ismail, también ha declarado que había oído esto mismo de boca del prisionero.
Interrogado acerca de la manera como había obtenido el dinero, el asesino en un principio ha negado que estuviera en posesión de dicha suma y ha afirmado que no conocía a Sholem y que, por ser un verdadero creyente, el judío Zakari le odiaba. También ha dicho que Hakk e Ismail habían mentido.
Ante las severas preguntas del Comisionado Presidente del Tribunal, ha admitido posteriormente que estaba en posesión de una suma de dinero, pagada por Sholem a cambio de un servicio que él le había prestado. Pero Dhris Mohammed se ha negado a explicar en qué había consistido ese servicio. Al proseguir el interrogatorio, la actitud del acusado se volvió extraña y desequilibrada. Ha negado su responsabilidad en el asesinato de Sholem y, con blasfemias, ha invocado al Dios Verdadero como testigo de su inocencia.
El Comisionado Presidente, en vista de todo esto, ordena que el reo sea ahorcado, mediando el acuerdo de los otros miembros del Tribunal, por ser ésta la sentencia justa.
Latimer acabó el folio. Echó una mirada a Muishkin. El ruso se había tragado su ajenjo y examinaba la copa. Las miradas de ambos se cruzaron.
– El ajenjo -observó Muishkin- es una bebida excelente. Muy refrescante.
– Tómese otra copa.
– Si no le importa -sonrió Muishkin; señalando los papeles que tenía Latimer preguntó-: ¿Están en orden?
– Oh, sí, creo que sí. Pero las fechas son un tanto vagas, ¿verdad? Y tampoco veo que haya un informe del médico forense ni un intento de fijar la hora del crimen. En cuanto a las pruebas, me parecen terriblemente endebles. En rigor, nada ha sido probado.
Muishkin se mostró sorprendido.
– ¿Para qué preocuparse de las pruebas? Ese negro era culpable, sin ninguna duda. Lo mejor era ahorcarle.
– Ya entiendo. Bueno, si no le molesta, seguiré leyendo las notas del juicio.
Muishkin se encogió de hombros, se estiró después en el sillón y llamó al camarero. Latimer volvió el folio para proseguir con la lectura.
DECLARACIÓN HECHA POR EL ASESINO DHRIS MOHAMMED, EN PRESENCIA DEL GUARDIA COMANDANTE DE LA CÁRCEL DE IZMIR Y CON LA COMPARECENCIA DE OTROS TESTIGOS FIDEDIGNOS
Dice el Libro que no debe salvarse aquel que mienta y yo declararé estas cosas con el fin de probar mi inocencia y de salvarme de la horca. He mentido antes, pero ahora diré la verdad. Soy un verdadero creyente. No existe otro dios que el Dios Verdadero.
No he asesinado a Sholem. Le digo a usted que yo no le he asesinado. ¿Para qué habría de mentir, ahora? Sí, lo explicaré todo. No he sido yo, Dimitrios ha sido quien ha asesinado a Sholem.
Le diré quién es Dimitrios y usted me creerá. Dimitrios es un griego. Para los griegos, él es griego; pero para los verdaderos creyentes, él también es creyente y sólo ante las autoridades se muestra como griego, porque tiene algunos papeles que ha firmado su padre adoptivo.
Dimitrios trabajaba con nosotros, empacando higos, y muchos le odiaban por su violencia y el veneno de su lengua. Pero yo soy un hombre que ama a los demás hombres como si fueran sus hermanos y a menudo hablaba con Dimitrios en el trabajo, y le explicaba la religión del Dios Verdadero. Y él siempre me escuchó.
Después, cuando los griegos huían ante los ejércitos victoriosos del Dios Verdadero, Dimitrios fue a mi casa y me pidió que le ocultara para no sufrir el terror de los griegos. Me dijo que era un verdadero creyente. De modo que le escondí. Después, nuestro glorioso ejército llegó para ayudarnos. Pero Dimitrios no podía partir, porque a causa de aquel papel firmado por su padre adoptivo, era un griego y temía por su vida.
De modo que siguió en mi casa y cuando salía a la calle iba vestido con ropas turcas. Así, un día me dijo ciertas cosas. El judío Sholem, me dijo, tenía mucho dinero, billetes griegos y monedas de oro, escondidos debajo del suelo del piso, en su habitación. Ya es hora, me decía, de que nos venguemos aquellos que no han insultado al Dios Verdadero y a su profeta.
Es intolerable, aseguraba, que un cerdo judío tenga todo ese dinero que, por derecho, les pertenece a los verdaderos creyentes. Y me hacía proposiciones para que fuéramos en secreto a casa de Sholem, y para que le amarráramos y cogiésemos el dinero.
Al principio sentí miedo, pero él me dio valor, me hizo reflexionar sobre las palabras del Libro, que dice que quienquiera que luche por la religión de Dios, ya sea vencido o bien obtenga la victoria, siempre encontrará una gran recompensa. Ahora mi recompensa es ésta: seré colgado como un perro.
Sí, ya seguiré adelante. Aquella noche, después del toque de queda, marchamos hacia la casa de Sholem y subimos a tientas por las escaleras, hasta la habitación del judío. La puerta estaba cerrada. Dimitrios llamó, mientras decía a gritos que era una patrulla que quería registrar la casa. Sholem, entonces, abrió la puerta.
Ya se había acostado y gruñó de mala manera porque le habíamos obligado a levantarse. Al vernos, invocó la protección de Dios e intentó cerrarnos el paso. Pero Dimitrios le cogió y le impidió moverse mientras yo, como habíamos planeado, entraba en el cuarto y lo registraba para encontrar aquella tabla del piso bajo la que el viejo guardaba su dinero.
Dimitrios, entretanto, había arrastrado a Sholem hasta la cama, lo había arrojado sobre el colchón e inmovilizado con una rodilla.
Muy pronto encontré la madera suelta y, lleno de alegría, me di la vuelta para decírselo a Dimitrios. Le vi de espaldas a mí; con una sábana mantenía cubierta la cara de Sholem, para ahogar sus gritos. Antes me había dicho que amarraría a Sholem con una cuerda que llevaba consigo. Pero en ese momento le vi desenfundar su cuchillo. Pensé que iba a cortar la cuerda, o algo así, y no le dije nada. Pero después, antes de que pudiera yo decir una palabra, Dimitrios hundió el cuchillo en la garganta del viejo judío y le degolló.
Vi que la sangre salía a borbotones de la herida, como si de una fuente se tratara, y vi también a Sholem. Dimitrios se había apartado y observaba al viejo; al cabo de unos segundos, se volvió para mirarme. Le pregunté entonces por qué lo había hecho y me contestó que había que matar a Sholem para que no nos denunciara a la policía. Sholem se revolcaba todavía sobre la cama, brotándole la sangre de la garganta, pero Dimitrios me dijo que estaba bien muerto. Luego, nos apoderamos del dinero.
Dimitrios, acto seguido, me dijo que era mejor que no saliéramos juntos, que cada uno cogiera su parte y que nos marcháramos por separado. Y así lo hicimos. Sentí miedo, porque Dimitrios tenía un cuchillo y yo no y pensé que tal vez estaba decidido a matarme.
Me había dicho que necesitaba un compañero que buscara el dinero mientras él aguantaba a Sholem. Pero ya me di cuenta en seguida de que Dimitrios había pensado matar al judío, desde el primer momento. ¿Por qué me pidió que lo acompañara, entonces? Hubiera podido encontrar fácilmente el dinero después de degollar al judío. Pero dividimos el dinero en partes iguales y Dimitrios me sonrió, sin intentar matarme.
Abandonamos el lugar por separado. Dimitrios me había dicho el día anterior que, cerca de la costa de Esmirna, había algunos barcos anclados griegos y que sabía que los capitanes de aquellos barcos aceptaban llevar refugiados que pudieran pagar la travesía. Creo que ha huido en alguno de aquellos barcos.
Ahora comprendo lo tonto que he sido y también que. Dimitrios llevaba razón al sonreírme: él sabía muy bien que cuando mi bolsillo se llena, mi cabeza queda vacía. El sabía, y que las maldiciones de Dios caigan sobre él, que cuando peco emborrachándome soy incapaz de evitar que mi lengua se desmande. Yo no he asesinado a Sholem. Ha sido el griego Dimitrios quien le ha asesinado. Dimitrios… (aquí el reo ha proferido numerosas obscenidades irrepetibles). En todo lo que he dicho no hay ni un ápice de mentira.
Como que Dios es Dios y Mahoma su Profeta, juro que he dicho la verdad. Por el amor de Dios, tened misericordia.
En una nota agregada al texto, se ponía de manifiesto que la confesión estaba firmada con la impresión de un pulgar y refrendada por las firmas de los testigos. El documento proseguía:
Se ha pedido al asesino una descripción del individuo llamado Dimitrios, a lo que ha respondido:
«Tiene el aspecto de un griego, pero no creo que lo sea, porque odia a sus propios compatriotas. Es más bajo que yo y su pelo es largo y liso. Su rostro muy inexpresivo y habla muy poco. Sus ojos son castaños y dan la impresión de cansancio. Muchos son los que le temen, pero no me lo explico, porque no es un hombre fuerte y yo podría partirle en dos sólo con mis propias manos.»
N.B.: su estatura es de 185 centímetros.
Se ha realizado una investigación acerca del sujeto llamado Dimitrios en la tienda donde se empacan los higos. Es conocido y mal visto. Nadie ha sabido nada de él durante las últimas semanas y se presume que ha muerto durante el incendio. Al parecer, esto es posible.
El asesino fue ejecutado en el noveno día del décimo mes del año 1922 del nuevo calendario.
Latimer volvió al texto de la confesión y la examinó con expresión pensativa… Parecía verdadera: respecto a esto, no cabía ninguna duda. Era cuestión de un sentimiento que surgía fuera de control. El negro Dhris había sido, obviamente, un hombre muy estúpido. ¿Cómo pudo haber inventado todos aquellos detalles de la escena en el cuarto de Sholem? Un individuo culpable que hubiera inventado su historia armaría seguramente su relato de una manera muy distinta. Y allí hacía alusión al miedo de que Dimitrios le asesinara también a él. De haber sido responsable de la muerte del judío, no se le habría pasado por la cabeza semejante idea. El coronel Haki había dicho que aquélla era una de esas historias que un hombre sólo es capaz de inventar con el solo fin de salvar su pellejo. El miedo excita increíblemente la imaginación, pero, ¿puede excitarla en ese sentido? Era evidente que las autoridades no se habían preocupado mucho por comprobar si la confesión era verdadera o no. Las pesquisas habían sido de una lamentable mezquindad y, a pesar de todo, cuanto se averiguó tendía a confirmar la confesión del negro.
Se suponía que Dimitrios había muerto durante el incendio. Pero no había ninguna prueba que apoyara tal suposición. No cabía ninguna duda de que colgar a Dhris Mohammed había resultado mucho más fácil que intentar, en medio de la terrible confusión de aquellos días de octubre, encontrar a un griego desconocido llamado Dimitrios. Por supuesto que Dimitrios había contado con esa posibilidad. Pero debido al fortuito traslado del coronel Haki al servicio de la policía secreta, se había visto finalmente implicado en aquel caso.
En cierta ocasión, Latimer había visto cómo un zoólogo amigo suyo iba reconstruyendo el esqueleto entero de un animal prehistórico, a partir de un trozo de hueso fosilizado. El trabajo le llevó unos dos años, y Latimer, el economista, se quedó maravillado ante el inagotable entusiasmo con que su amigo había llevado a cabo la tarea. Ahora, por primera vez, comprendía aquel entusiasmo. Después de haber desenterrado un pequeñísimo e informe fragmento de la personalidad de Dimitrios, anhelaba completar la estructura. El fragmento era muy pequeño, sin duda, pero era esencial.
El cuitado de Dhris jamás había tenido la más mínima oportunidad. Dimitrios se había servido de la obtusa mentalidad del negro, había jugado con su fanatismo religioso, con su simpleza, con su ansia de dinero, echando mano de una astucia que tenía algo de aterrador. «Pero dividimos el dinero en partes iguales y Dimitrios me sonrió, sin intentar matarme.» Dimitrios había sonreído. Y el negro había sentido tanto miedo ante aquel hombre al que podía haber partido en dos sólo con sus manos, que se había preguntado qué significaba aquella sonrisa cuando ya era demasiado tarde.
Aquellos ojos castaños, que reflejaban un gran cansancio, habían observado a Dhris Mohammed y le habían penetrado de manera perfecta.
Latimer dobló los folios, los guardó en su bolsillo y se volvió hacia Muishkin.
– Ciento cincuenta piastras es lo que le debo.
– Exacto -dijo Muishkin con su boca metida casi dentro de la copa. Había pedido otra al camarero: estaba a punto de terminarse su tercer ajenjo. Después de depositar la copa sobre la mesa, cogió el dinero que le ofrecía Latimer-. Usted me cae bien -aseguró con tono serio-; usted no tiene nada de esnob. Ahora se tomará un trago conmigo, ¿verdad?
Latimer echó una ojeada a su reloj.
– ¿Por qué no cena usted conmigo, antes?
– ¡Estupendo! -exclamó Muishkin al tiempo que se ponía en pie, con gran esfuerzo-. Estupendo -repitió; Latimer había advertido que en los ojos del traductor había un brillo distinto del habitual.
El ruso sugirió que fueran a un restaurante: era un lugar de luces tenues, lleno de espejos con marcos de terciopelo encarnado y volutas doradas, con manchas indelebles en los cristales; allí servían comida francesa. El local estaba abarrotado de clientes y el aire se había cargado con el humo de los cigarrillos.
Se sentaron en unas sillas tapizadas que desprendían un olor casi fétido.
– Ton [14] -dijo Muishkin mientras echaba un vistazo a su alrededor; cogió el menú y después de algunas deliberaciones, eligió el plato más caro que había.
Acompañaron la comida con un vino resinoso, un jarabe casi, típico de Esmirna. Muishkin empezó a contar su vida. Odessa, 1918. Estambul, 1919. Esmirna, 1921. Los bolcheviques. El ejército de Wrangel. Kiev. Una mujer a la que llamaban El Carnicero. Utilizaban el matadero como prisión, porque la cárcel se había convertido en un matadero. Terribles, espantosas atrocidades. Un ejército aliado de ocupación. El sentido deportivo de los ingleses. La ayuda de los americanos. Chinches en las camas. Tifus. Los cañones Vickers. Los griegos… ¡oh, Dios, aquellos griegos! Verdaderas fortunas a la espera de que alguien las cogiera. Los kemalistas. La voz de Muishkin continuó oyéndose mientras fuera, más allá del humo de los cigarrillos, más allá del terciopelo encarnado, de las volutas doradas, de los manteles blancos, la penumbra de color amatista se había convertido en una noche profunda.
Otra botella de aquel vino parecido a un jarabe había sido depositada en la mesa. Latimer comenzaba a sentir que lo invadía el sueño.
– Y después de tanta locura, ¿dónde estamos ahora?-preguntaba él ruso; su inglés se había ido deteriorando de manera gradual; en esos momentos su labio inferior estaba húmedo y tembloroso por la emoción y Muishkin clavó en su anfitrión aquella fija mirada propia del borracho que está a punto de convertirse en filósofo-. ¿Dónde estamos ahora?-repitió la pregunta acompañándola con un golpe sobre la mesa.
– En Esmirna -respondió Latimer y, al punto, comprendió que había bebido demasiado vino.
Muishkin negó, sacudiendo la cabeza con un movimiento que revelaba su enfado.
– Estamos descendiendo velozmente hacia el maldito infierno -declaró-. ¿Es usted marxista?
– No.
Muishkin se inclinó hacia delante, como quien está a punto de hacer una confidencia.
– Yo tampoco -y comenzó a tironear de la manga de Latimer; el labio inferior le temblaba con violencia-. Soy un timador.
– ¿De veras?
– Sí. -Rebuscó dentro de sus bolsillos-. Usted no es un esnob. Debo devolverle sus cincuenta piastras.
– ¿Por qué?
– Cójalas -ordenó; las lágrimas se deslizaban por sus mejillas para ir a mezclarse con el sudor y todo convergía en la punta del mentón-. Le he estafado, señor. No tengo ningún amigo a quien pagarle ese dinero, ningún permiso, nada.
– ¿Quiere decir que usted ha inventado estos documentos?
Muishkin se enderezó en su silla con un brusco movimiento.
– Je ne suis pas un faussaire [15] -dijo en tono categórico y comenzó a agitar un dedo ante los ojos de Latimer-. Hace tres meses apareció aquel tío. Mediante el pago de altísimos sobornos -sacudía el dedo con énfasis-, altísimos sobornos, había obtenido el permiso para examinar los archivos, en busca del dossier del asesinato de Sholem. El dossier estaba escrito con la antigua grafía árabe y aquel tío me trajo fotografías de los folios cuya traducción decía necesitar. Después recogió las fotografías, pero yo me guardé una copia de la traducción en mi propio archivo. ¿Lo comprende usted? Le he timado. Me ha pagado cincuenta piastras de más. ¡Puaf! -hizo castañetear los dedos-. Podría haberle estafado en cincuenta piastras; usted las hubiera pagado. Pero soy demasiado blando.
– ¿Por qué le interesaba obtener esta información?
Muishkin adoptó una expresión de pésimo humor.
– No crea que soy incapaz de meter mis malditas narices sólo en mis propios asuntos.
– ¿Qué aspecto tenía?
– El de un francés.
– ¿Qué clase de francés?
Pero la cabeza de Muishkin se había deslizado hacia delante y reposaba en su pecho; el ruso no respondió. Luego, ál cabo de unos pocos segundos, alzó la cabeza y le dirigió a Latimer una mirada vacía. Tenía el rostro lívido y, al parecer, le faltaban apenas tan sólo unos minutos para ponerse muy malo. Los labios del ruso se movieron.
– Je ne suis pas un faussaire -murmuró-; trescientas piastras, ¡asquerosamente barato! -De pronto se puso en pie y musitó-: Excusez-moi [16] -y echó a andar de prisa hacia los servicios.
Latimer aguardó durante unos minutos; después pidió la cuenta, pagó y se encaminó a investigar.
En los servicios había otra puerta y Muishkin se había marchado. Latimer volvió al hotel a pie.
Desde el balcón de su cuarto podía ver la bahía y las colinas que se alzaban al otro lado. La luna había aparecido ya y sus reflejos destellaban entre la maraña de grúas erguidas sobre la dársena en que estaban anclados varios buques de carga.
Los reflectores de un crucero turco, anclado en la rada que se abría fuera del fondeadero de carga, giraban como largos y blanquísimos dedos, rozaban las cimas de las colinas y, luego, se extinguían.
Fuera del abrigo del puerto y en las ondulaciones que coronaban la ciudad, se advertía el titilar de algunas lucecillas. Una suave brisa bonancible soplaba desde el mar y había comenzado a agitar las hojas de un árbol del jardín, cuya copa casi alcanzaba el balcón de Latimer.
En el cuarto del hotel, una mujer reía. A lo lejos, en algún lugar, resonaban las notas de un tango. El plato del gramófono giraba demasiado rápidamente y el sonido era áspero, precipitado.
Latimer encendió el último cigarrillo del día y por centésima vez se preguntó qué habría estado buscando aquel hombre que tenía aspecto de francés en el dossier del asesinato de Sholem. Por fin, arrojó la colilla de su cigarrillo y se encogió de hombros. Una sola cosa era segura: aquel hombre no podía estar interesado en Dimitrios.