13. «Rendezvous»

Eran ya las dos de la madrugada cuando Latimer abandonó la impasse des Huit Anges y comenzó a caminar, a paso lento, hacia el quai Voltaire.

En la esquina del boulevard St. Germain vio un café abierto. Se metió dentro; un camarero mudo y aburrido le sirvió una cerveza desde detrás de un mostrador de zinc. Latimer bebió unos sorbos de cerveza y dirigió una mirada vacía en torno suyo, como la persona que se ha extraviado y entra en un museo para protegerse de la lluvia.

Al cabo de unos instantes sintió que sólo quería estar en la cama. Pagó la cerveza y cogió un taxi para regresar a su hotel. Estaba fatigado, por supuesto: era la causa de todo.

Una vez en su habitación, Latimer se sentó junto a la ventana y contempló las luces que se reflejaban sobre la superficie negra del río y aquel débil resplandor que empalidecía el cielo, al otro lado del Louvre. Su mente padecía el acoso del pasado: la confesión de Dhris, el negro, y los recuerdos de Irana Preveza; la tragedia de Bulic y el relato de aquellos blancos cristales que viajaban hacia el oeste, hacia París, para rendir beneficios al antiguo empacador de higos de Izmir.

Tres seres humanos habían muerto de una manera horrible y otros, muchísimos otros, habían vivido de una manera horrible para que Dimitrios consiguiera una situación de holgura. Si existía algo que pudiera recibir la denominación de Mal, pues entonces, ese hombre…

Pero no tenía sentido el intento de explicar a ese individuo en términos de Mal y Bien. Esos conceptos no eran más que complicadas abstracciones. Buenos Negocios y Malos Negocios eran el fundamento de la nueva teología.

Dimitrios no era el mismo diablo. Sólo lógico y consistente; tan lógico y consistente, dentro de la jungla europea, como el gas venenoso llamado lewisite y los cuerpos destrozados de miles de criaturas muertas durante los bombardeos de una ciudad indefensa.

La lógica del David de Miguel Ángel, de los cuartetos de Beethoven y de la física de Einstein había sido reemplazada por la del Anuario Comercial y del Mein Kampf, la obra de Hitler.

Sin embargo, reflexionaba Latimer, aunque no puedas impedir que la gente venda y compre lewisite, aunque no puedas hacer otra cosa que no sea «deplorar» la matanza de un gran número de niños, existían por lo menos medios para evitar que un aspecto particular de esta expeditiva actitud llegara a ocasionar daños irreparables. La mayoría de criminales internacionales escapan al alcance de las leyes dictadas por el hombre, pero Dimitrios, precisamente, se hallaba dentro del alcance de la Ley. Había cometido dos asesinatos como mínimo, y por lo tanto, había transgredido la ley como el pobrecito que está famélico y roba un trozo de pan.

Resulta muy fácil, por supuesto, decir que Dimitrios estaba al alcance de la ley; lo que no resultaba nada fácil era determinar cómo podía llegar esa información a oídos de la Ley. Tal como Peters se lo había señalado a las claras, él, Latimer, no poseía ninguna información que le fuera útil a la policía.

¿Pero era exacta esa pintura de la situación? Latimer poseía, ciertamente, alguna información. Sabía que Dimitrios estaba vivo, que era uno de los integrantes de la Junta de Directores del Banco de Crédito Eurasiático, que era amigo de una condesa francesa, una dama dueña de una casa señorial en la avenue de Hoche y que, años atrás, había tenido un lujoso Hispano Suiza, que ambos -Dimitrios y la condesa- habían pasado la temporada invernal de ese año en las pistas de esquí de St. Anton y que él había alquilado un yate griego durante el mes de junio, que tenía una villa en Estoril y que, en la actualidad, era ciudadano de una república sudamericana.

Sin lugar a dudas, se podía encontrar a una persona que reuniese todas esas características. Aunque los nombres de los directivos del Banco de Crédito Eurasiático fuesen imposibles de obtener, existía la posibilidad de averiguar los nombres de las personas que hubieran alquilado yates de bandera griega durante el mes de junio, los de los ricos sudamericanos dueños de una villa en Estoril y los de los sudamericanos que habían pasado la temporada invernal, el mes de febrero para ser exactos, en las pistas de esquí de St. Anton. Era cosa de conseguir aquellas listas y, simplemente, ver qué nombres (si había más de uno) aparecían en las tres.

¿Pero cómo conseguir esas listas? Además, aunque pudiera persuadir a la policía turca y lograra que se llevase a cabo la exhumación de Visser, con el fin de constatar la información obtenida, ¿cómo probar que el hombre señalado era realmente Dimitrios? Incluso, en el caso de que Latimer convenciera al coronel Haki sobre la objetiva veracidad de sus afirmaciones, ¿dispondría de las pruebas suficientes para iniciar, ante las autoridades francesas con una razón justificada, el proceso de extradición de un director del poderoso Banco de Crédito Eurasiático?

Si a Dreyfus se le había absuelto al cabo de doce años, bien podría transcurrir un período igualmente largo antes de que se probara la culpabilidad de Dimitrios.

Presa de una oscura preocupación, Latimer se desvistió y se metió en la cama.

Al parecer, estaba amarrado sin remedio al plan de chantaje de Peters. Tendido en aquella blanda cama, con los ojos cerrados, comprendió que, al cabo de pocos días, se habría convertido en uno de los peores y más extraños criminales del mundo, hablando en términos apropiados.

Y del fondo de su mente surgía una incómoda sensación. Cuando comprendió el verdadero motivo de ese sentimiento, Latimer se sobresaltó un poco. La verdad desnuda era que tenía miedo de Dimitrios. Ese hombre era peligroso; ahora mucho más peligroso que en Esmirna, en Atenas y en Sofía: ahora tenía mucho más que perder. Visser le había extorsionado y estaba muerto. Y Latimer estaba a punto de extorsionarle, también. Dimitrios jamás había vacilado, ni por un segundo, en asesinar a un hombre en el caso de juzgarlo necesario. Si lo había juzgado necesario en el caso de un hombre que pretendía descubrirle como traficante de drogas, ¿vacilaría en el caso de dos hombres que le amenazaban con denunciarle como asesino?

Era muy importante tener presente que, vacilara o no vacilara, Dimitrios no dispondría de ninguna oportunidad. Peters había previsto adoptar las debidas precauciones.

El primer contacto con Dimitrios se establecería mediante una carta. Latimer había visto un borrador de la carta y le había parecido para su satisfacción similar, por su tono, a una carta que él mismo había escrito para un chantajista de una de sus novelas.

El comienzo de la carta era de una siniestra cordialidad: era de esperar que, después de tantos años, monsieur C.K. no hubiera olvidado al remitente y los agradables y provechosos momentos que ambos habían pasado juntos. La carta proseguía afirmando que resulta muy grato saber que él era un hombre de tanto éxito; por fin, le invitaba con la mayor cordialidad a reunirse con el remitente en el Hotel XX, a las nueve en punto de la noche del jueves de esa semana. La frase final subrayaba la expresión de la «plus sincère amitié» [48] del remitente. Una breve posdata, muy significativa, advertía que el destinatario tendría la ocasión de departir con alguien que había conocido muy bien a Manus Visser, aquel viejo amigo; además, señalaba que esa persona estaba ansiosa por ser presentada a monsieur K. y que resultaría muy de lamentar para todos que monsieur K. no pudiera acudir a la cita del jueves por la noche.

Dimitrios recibiría la carta el jueves por la mañana. A las ocho y media de la noche del jueves, «mister Petersen» y «mister Smith» llegarían al hotel elegido para la entrevista. «Mister Petersen» pediría una habitación en donde aguardarían la llegada de Dimitrios. Una vez que se le explicara la situación, Dimitrios sabría que debería esperar las instrucciones para el pago del millón de francos, que le serían enviadas a la mañana siguiente. Y se marcharía del hotel. «Mister Petersen» y «mister Smith» harían otro tanto después.

A partir de ese momento tendrían que adoptar especiales precauciones para asegurarse de que nadie los identificara. Peters no había sido muy explícito en cuanto al tipo de precauciones, pero había dado toda clase de seguridades: no podía haber ningún fallo.

Esa misma noche remitirían una segunda carta a Dimitrios, ordenándole que enviara a un mensajero con el millón de francos, en billetes de mil, a un lugar determinado de la carretera del cementerio de Neuilly, a las once en punto de la noche del viernes. Allí le esperaría un coche de alquiler, con dos hombres dentro. Los dos hombres serían personas reclutadas por mister Peters para cumplir esa tarea. A ellos les correspondería recoger al mensajero y avanzar por el quai National, en dirección hacia Suresnes, hasta estar bien seguros de que nadie les estaba siguiendo. Después, se encaminarían hacia la avenue de la Reine y cerca de la Porte de St. Cloud «Mister Petersen» y «mister Smith» estarían esperando para recibir el dinero.

Los dos hombres contratados escoltarían al mensajero hasta Neuilly; la carta establecería, asimismo, que el mensajero debía ser una mujer.

Latimer había mostrado su perplejidad ante esta última disposición. Peters la había justificado: si el mismo Dimitrios se decidiera a ir, existiría la posibilidad de que fuera demasiado astuto para los hombres del coche; en ese caso, «mister Petersen» y «mister Smith» podían terminar tendidos en la avenue de la Reine con un par de balas en la espalda.

Las descripciones eran poco seguras y a aquellos dos hombres les resultaría imposible saber, en medio de la oscuridad, si el hombre que se presentaría ante ellos era o no Dimitrios. Con una mujer, ese peligro quedaba eliminado.

«Sí -pensaba Latimer-, es absurdo figurarse que Dimitrios pueda representar un peligro. Lo único importante para mí será el encuentro con ese extraño hombre, en cuyo camino me he cruzado sin proponérmelo.»

Sería una experiencia singular la de verle cara a cara, después de haber oído hablar tanto de él; le produciría una extraña sensación ver la mano que había empacado higos, la que había hundido el cuchillo en la garganta de Sholem; podría ver aquellos ojos que Irana Preveza, Wiadyslaw Grodek y Peters recordaban con tanta precisión. Sería como si una de las estatuas de cera de la cámara de los horrores volviese de nuevo a la vida.

Durante un largo rato, Latimer clavó sus ojos en la estrecha separación de las cortinas. Por ese intersticio comenzaba a filtrarse la luz del amanecer. Y por fin se durmió.

A eso de las once, le sobresaltó la campanilla del teléfono: Peters le comunicaba que la carta para Dimitrios ya había sido despachada y le preguntaba si podrían cenar juntos «para discutir los planes para mañana». Latimer tenía la vaga idea de que esos planes ya hablan sido discutidos, pero asintió. Pasó la tarde en el zoológico de Vincennes, solo. La cena de esa noche le resultaba engorrosa. Poco quedaba por decir sobre los planes ya puestos en marcha y el escritor dedujo que mister Peters había hecho aquella invitación para continuar con sus medidas de precaución: quería cerciorarse de que su socio, que ya no tenía intereses financieros en aquel negocio, no cambiara de parecer en cuanto a su colaboración.

Con el pretexto de una fuerte jaqueca, Latimer se esfumó tan pronto como fueron las diez de la noche y se acostó de inmediato. Al despertar, a la mañana siguiente, la jaqueca era ya algo real y dedujo que la botella de borgoña, recomendada con tanto énfasis por su anfitrión, había sido de las baratas.

A medida que recuperaba la conciencia de su entorno, tomaba cuerpo en su mente la idea de que algo desagradable había ocurrido. Por fin lo recordó. ¡Sí, era eso! A esas horas, Dimitrios ya habría recibido la primera carta.

Se sentó en la cama, debía pensar. Al cabo de unos pocos minutos, llegó a la firme conclusión de que, si bien resulta muy sencillo odiar a los extorsionistas y despreciarles, cuando lees o escribes sobre el tema, el hecho en sí del chantaje exige una mayor fuerza interior y una mayor firmeza que la que él mismo poseía, sin lugar a dudas.

Y no quería decir nada que se repitiera a sí mismo que Dimitrios era un criminal. El chantaje era el chantaje, tal como un asesinato era un asesinato. Tal vez en el último minuto, Macbeth hubiera vacilado ante la idea de matar a un Duncan criminal tanto como ante la idea de matar a un Duncan cuyas virtudes competían con las de los mismos ángeles. Por suerte o por desgracia, él -Latimer- tenía una lady Macbeth en la persona de mister Peters. Y decidió irse a tomar el desayuno.

El día le pareció interminable. Peters había dicho que debía ocuparse del alquiler del coche y de los hombres que lo conducirían; de modo que ambos se verían después de la cena, hacia las ocho menos cuarto. Latimer pasó la mañana vagando sin rumbo fijo por el Bois y por la tarde se metió en un cine.

A eso de las seis de la tarde, tras la salida del cine, el escritor comenzó a sentir una ligera sensación de ahogo que invadía su plexo solar. Era como si alguien le hubiera asestado un puñetazo, no muy potente, en ese lugar.

Lo pensó durante un rato y concluyó que era aquel borgoña corrosivo de Peters: el vino producía una reacción retardada. Se detuvo, pues, en uno de los cafés de los Champs Elysées para tomarse una infusión.

Pero aquella sensación persistía y comenzó a comprobar que a cada instante se volvía más intensa. Después, en el momento mismo en que su mirada se fijó durante unos segundos en un grupo de cuatro hombres y mujeres que hablaban y reían, excitados por algún chiste, comprendió qué le estaba sucediendo. No quería encontrarse con Peters. No quería participar en.el chantaje. No quería enfrentarse con un hombre cuyo pensamiento predominante sería el de asesinarle tan pronto como le fuera posible y dentro de la mayor de las discreciones. No se encontraba mal del estómago. En realidad, sus pies estaban fríos.

Al comprender aquello se sintió anonadado. ¿Por qué tenía que temer? No había nada que justificara ese temor. Aquel hombre, Dimitrios, era un criminal inteligente y peligroso, pero estaba muy lejos de ser un superhombre. Y si un individuo como Peters podía… Aunque, en rigor, Peters era una persona habituada a ese tipo de embrollos. Y yo, pensó Latimer, no lo estoy.

Se dijo que hubiera debido acudir a la policía en el momento mismo en que supo que Dimitrios estaba vivo, aun a riesgo de que le tomaran por un molesto chiflado. Se dijo que mucho antes hubiera tenido que comprender que, a partir de las revelaciones de mister Peters, aquel asunto había cambiado de aspecto por completo: ya no era un simple modo de satisfacer su curiosidad de criminólogo aficionado y de escritor de ficción.

No debía tomarse tan a la ligera esa situación; estaba en la pista de un verdadero criminal. ¿Y el trato que había cerrado con Peters, por ejemplo? ¿Qué diría un juez, en Inglaterra, al juzgar el caso? Casi podía oír las palabras que utilizaría el magistrado:

«En cuanto al individuo llamado Latimer, nos ha dado una explicación de los hechos difícil de creer. Según se nos ha dicho, se trata de un hombre inteligente, de un catedrático que ha ocupado cargos de responsabilidad en las universidades de este país y que ha escrito libros que sirven como textos de estudio. Además, es un conocido autor de aquella clase de ficciones que, aunque cualquier hombre normal no los considera más que como evasión para el espíritu de los adolescentes, tiene, al menos, la virtud de plantear un axioma inamovible: es deber de los hombres y de las mujeres de recta conducta asistir a la policía, siempre y cuando se presente la oportunidad, para evitar el crimen y para capturar a los criminales. Si aceptáis la explicación de Latimer llegaréis a la conclusión de que él ha tramado deliberadamente junto con Peters contra la justicia y así ha actuado como cómplice de un delito de chantaje, con la única finalidad de continuar con unas investigaciones que, tal como él lo ha planteado, no se proponían más que satisfacer una curiosidad personal. Podéis preguntaros a vosotros mismos si no sería ésta la conducta de una mente infantil y desequilibrada y no la de una persona inteligente y adulta. También tendréis que tener muy en cuenta la sugerencia del fiscal en cuanto a que Latimer ha participado de manera efectiva en el chantaje y a que sus explicaciones no constituyen otra cosa que un esfuerzo para que se considere que su participación en dicho plan ha sido mínima.»

Y, sin duda, un magistrado francés podía lograr que todo eso sonara peor.

Era todavía temprano, la hora de la cena estaba lejana. Salió del café y anduvo hacia la Opera. De todas maneras, reflexionó, ya era demasiado tarde para hacer algo. Estaba obligado a ayudar a Peters. ¿Pero de verdad era demasiado tarde? Si en ese mismo instante acudiera a la policía, algo se podría hacer, seguramente.

Latimer se detuvo. ¡En ese mismo instante! En la calle por la que acababa de pasar, había visto a un agente de policía haciendo su ronda. De modo que volvió sobre sus pasos. Sí, allí estaba el hombre, recostado contra un muro, haciendo oscilar en su mano la porra, mientras hablaba con alguien debajo de un portal. Latimer se detuvo; dudaba. Después atravesó la calzada y pidió que le indicara la dirección de la comisaría. Estaba a tres calles de allí, dijo el agente. El escritor reemprendió su marcha.

La entrada a la comisaría estaba casi obstruida por tres agentes de policía que, enzarzados en una interesante conversación, apenas si repararon en él al dejarle paso.

Dentro, una placa esmaltada indicaba que para cualquier tipo de información se debía acudir al primer piso; una flecha señalaba un tramo de escaleras, con una delgada barandilla de hierro a su derecha; una pared dividida en dos por una larga mancha grasienta a su izquierda.

El olor predominante era el de alcanfor, aunque menos intenso, pero perceptible, se respiraba también un olor de excrementos. Desde una habitación que daba al vestíbulo llegaba un murmullo de voces y el tecleteo de una máquina de escribir.

Mientras veía debilitarse a cada paso su entereza, Latimer subió hasta llegar a un cuarto dividido en dos por un mostrador de madera, bastante alto, cuyos bordes habían sido suavizados y abrillantados por el contacto de innumerables manos. Detrás del mostrador, un hombre, vestido de uniforme y con un espejo en la mano, trataba de observar algunos detalles de su cavidad bucal.

Latimer se detuvo una vez más: aún debía pensar lo que le diría. Podía decir: «Esta noche trataré de chantajear a un asesino, pero he reflexionado y he decidido que será mejor que la policía se haga cargo de él»; en ese caso, existía una razonable posibilidad de que el policía le tomara por un loco o por un borracho. A pesar de la urgente necesidad de que se debía actuar inmediatamente, tendría que mostrar la situación, comenzando por el principio del asunto. «Hace unas semanas, mientras estaba yo en Estambul, me hablaron de un asesinato cometido en esa ciudad en 1922. Por una extraña casualidad, me he enterado de que el hombre que cometió ese asesinato está aquí, en París, y de que será objeto de una extorsión.» Sí, una cosa por el estilo.

El policía uniformado vio reflejada en su espejo una parte de la cara de Latimer y se dio la vuelta bruscamente.

– ¿Qué desea?

– Quisiera ver a monsieur le Commissaire [49].

– ¿Para qué?

– Tengo cierta información que le interesará.

El hombre frunció el ceño, impaciente.

– ¿Qué clase de información? Sea explícito, por favor.

– Se trata de un caso de extorsión.

– ¿Le quieren chantajear?

– No, a mí no. Se trata de otra persona. Es un caso muy complicado y muy importante.

– Su documento de identidad, por favor.

– No tengo documento de identidad. Estoy aquí de paso. Llegué a París hace cuatro días.

– Su pasaporte, pues.

– Lo tengo en mi hotel.

Las facciones del hombre uniformado se endurecieron. La irritación desapareció de su rostro: en eso era él un verdadero entendido y su larga experiencia le había capacitado para tratar esos casos. De modo que habló con un tono de absoluta seguridad:

– Esto es muy grave, monsieur. ¿Lo comprende usted? ¿Es súbdito inglés?

– Sí.

El agente exhaló un profundo suspiro.

– Comprenderá, monsieur, que debe llevar sus papeles con usted, siempre. Así lo ordena la ley. Si usted presenciara un accidente en la calle y se requiriese su testimonio, el agente de policía le pediría sus papeles antes de permitirle abandonar el lugar del hecho. Si usted no los tuviera consigo, el agente estaría autorizado a arrestarle, en caso de que lo juzgara necesario. Si estuviera en una boîte de nuit [50] y la policía se presentara para pedir documentos de identidad, sería usted detenido, sin ninguna duda. Así lo ordena la ley, ¿me comprende? Tendré que tomar nota de esto. Dígame su nombre y el de su hotel, por favor.

Latimer lo hizo. El hombre escribió los datos, cogió un teléfono y pidió que le pusieran con la Septième [51]. Hubo una pausa, después el uniformado leyó el nombre y las señas de Latimer y pidió que le confirmaran si eran o no verdaderas. Hubo otra pausa, un par de minutos esta vez, antes de que el hombre comenzara a asentir con movimientos rítmicos de cabeza, mientras afirmaba: «Bien, bien.» Después de escuchar durante unos segundos más, dijo: «Oui, c'est ça» [52] y depositó el auricular sobre la horquilla. De inmediato se volvió hacia Latimer.

– Todo está en orden -dijo-. Pero usted debe presentarse con su pasaporte, en la comisaría del Séptimo distrito en el plazo de veinticuatro horas. Y en cuanto a esa denuncia, podrá presentarla en ese momento. Le ruego que recuerde -prosiguió mientras golpeteaba con un lápiz sobre el mostrador, para darle mayor énfasis a sus palabras- que tiene que llevar siempre encima su pasaporte. Es obligatorio hacerlo. Usted es un súbdito inglés, por lo que no tendrá mayores problemas por el momento; pero deberá presentarse en la comisaría de su distrito y, en adelante, recuerde que siempre debe llevar consigo su pasaporte. Au'voir, Monsieur.

Tras la perorata, el hombre uniformado sonrió con aquella actitud benévola de quien sabe que ha cumplido con su deber de manera irreprochable.

Latimer salió de la oficina abrumado por un profundo mal humor. ¡Estúpido entrometido! Pero el hombre llevaba razón, desde luego. Había cometido una tontería yendo a la comisaría sin el pasaporte. ¡Una denuncia, claro! En cierto sentido, se había salvado a duras penas, porque poco le faltó para verse obligado a contarle toda aquella historia al hombre de uniforme. Y bien podía haber sido detenido en ese momento. Tal como estaban las cosas, no había tenido que explicar su historia y todavía seguía siendo un chantajista en potencia.

Con todo, su visita a la comisaría le había aligerado del peso que cargaba sobre su conciencia. Ya no se consideraba un completo irresponsable, como antes. Se había esforzado para que la policía tomara cartas en el asunto. Y su esfuerzo había abortado. Pero, a menos que fuera a recoger su pasaporte al otro extremo de París y que comenzara todo de nuevo (cosa que, se dijo tranquilamente, estaba fuera de discusión), nada le quedaba por hacer.

Se había citado con Peters a las ocho menos cuarto, en un café del boulevard Hausmann. Después de una frugal cena, aquella extraña sensación volvió a invadir su plexo solar; las dos copas de coñac que se tomó después del café tenían otra finalidad que la de pasar el tiempo de obligada espera. Es una pena, iba pensando Latimer mientras se dirigía al lugar de la cita con mister Peters, que no pueda aceptar ni una mínima parte de ese millón de francos. El precio que le exigía la mera satisfacción de curiosidad, en razón de su desgaste nervioso y de su intranquilidad de conciencia, comenzaba a resultarle prohibitivo.

Peters llegó al citado café con diez minutos de retraso y una maleta grande y barata en la mano. Tenía el aire decidido de un cirujano que está a punto de llevar a cabo una difícil intervención quirúrgica.

– ¡Ah, mister Latimer! -exclamó el chantajista, mientras se sentaba a la mesa y antes de pedir una copa de licor de frambuesas al camarero.

– ¿Está todo en orden?

Latimer pensó que su pregunta podía parecer un tanto teatral, pero en realidad deseaba saber cuál era la respuesta.

– De momento, sí. Como es lógico, no me ha contestado porque no sabe mis señas. Ya veremos qué ocurre.

– ¿Qué lleva en esa maleta?

– Periódicos viejos. Es mejor llegar a un hotel con una maleta. No quisiera verme obligado a llenar el registro del hotel, de modo que he elegido uno que está cerca de la estación de metro Ledru-Rollin. Es un lugar idóneo.

– ¿Por qué no podemos ir en taxi hasta allí?

– Iremos en taxi. Pero regresaremos en metro -agregó Peters con un tono persuasivo-. Ya lo verá usted.

El camarero se acercó con la copa de licor. Peters se la zampó de un trago, se estremeció, se pasó la lengua por los labios y anunció que ya era hora de ponerse en camino.

El hotel elegido por Peters para la cita con Dimitrios estaba en una calle paralela a la avenue Ledru. Era un edificio reducido y mugriento. Un hombre en mangas de camisa que masticaba algo en su boca, surgió del vano de una puerta sobre la que un letrero rezaba: «Despacho».

– He reservado una habitación… por teléfono -dijo Peters.

– ¿Monsieur Petersen?

– Sí.

El hombre escrutó a ambos de pies a cabeza.

– Es una habitación grande. Quince francos por persona. Veinte para dos. Doce y medio por ciento para el servicio.

– Este caballero no se quedará conmigo.

El hombre cogió una llave de un tablero que había dentro del despacho, cogió la maleta de Peters y se encaminó, escaleras arriba, para conducirlos hasta un cuarto del segundo piso. Peters echó un vistazo a la habitación y mostró su conformidad con un movimiento de cabeza.

– Una agradable habitación. Un amigo mío preguntará por mí dentro de media hora, probablemente. Dígale que suba, por favor.

El hombre desapareció al instante. Peters, sentado sobre la cama, recorrió la habitación con una mirada aprobatoria.

– Es una habitación agradable -repitió-. Y muy barata.

– Sí, lo es.

Era un cuarto estrecho, alargado, con una vieja alfombra extendida en el suelo, una cama de hierro, un armario, dos sillas de madera, una pequeña mesa, un biombo y un bidet de hierro enlozado. La alfombra era roja, pero al lado del bidet ostentaba una mancha oscura y brillante debida al roce. El empapelado lucía unos arriates que sostenían plantas trepadoras, cierto número de discos purpúreos y algunos objetos rosáceos, informes pero de un vago aire clínico. Las cortinas, azules y pesadas, colgaban de unas anillas de bronce.

Peters miró su reloj.

– Faltan veinticinco minutos para la hora acordada. Será mejor que nos pongamos cómodos. ¿Quiere echarse en la cama, mister Latimer?

– No, gracias. Supongo que usted llevará la conversación.

– Creo que será lo mejor.

Peters sacó la Lüger del bolsillo superior de su chaqueta, la examinó para ver si estaba cargada y luego la hundió en el bolsillo exterior derecho de su abrigo.

Latimer había observado esos movimientos en silencio. Comenzaba a sentirse realmente enfermo. De pronto exclamó:

– No me gusta esto.

– Tampoco a mí -aseguró Peters, conciliador-. Pero hemos de tomar precauciones. Creo que no será necesario utilizarla; no tiene motivos para sentir ningún miedo, mister Latimer.

El escritor recordó una película americana de gángsters que había visto alguna vez.

– ¿Qué puede impedirle que entre aquí dentro y nos acribille a tiros?

Peters le obsequió con una de sus pacientes sonrisas.

– ¡Un momento!, ¡un momento! No permita que su imaginación se desboque, mister Latimer. Dimitrios no es un hombre que actúe de ese modo. Proceder así sería demasiado ruidoso y le causaría más de un problema. Piense usted que el hombre que está en conserjería le verá entrar. Y por encima de todo, ésa no es su forma habitual de actuar.

– ¿Y cuál es su forma habitual de actuar?

– Dimitrios es un hombre muy cauto. Siempre se lo piensa mucho antes de actuar.

– Ya ha tenido todo un día para pensarlo cuidadosamente.

– Sí, pero aún no sabe qué sabemos nosotros ni tampoco si hay alguien más que sepa lo que nosotros sabemos. Tiene que averiguar todo eso. Déjelo todo en mis manos, mister Latimer. Conozco muy bien a Dimitrios.

Latimer estaba a punto de señalar que Manus Visser, probablemente, había pensado lo mismo, pero prefirió callar en ese momento. Quería aclarar otro recelo, que le incumbía de un modo mucho más personal.

– Usted dijo que una vez que Dimitrios nos haya entregado el millón de francos no volverá a tener noticias nuestras. ¿Pero se le ha ocurrido pensar que tal vez no quiera que las cosas queden así? Cuando advierta que no volvemos a pedirle dinero, quizá decida salir a darnos caza.

– ¿Saldrá a la caza de mister Petersen y de míster Smith? Será difícil que nos encuentre con esos nombres, mi querido mister Latimer.

– Pero él ya le conoce a usted. Y hoy me conocerá a mí. Podría reconocer nuestras facciones, sea cual sea el nombre con que nos escondamos.

– Pero en primer lugar tendría que averiguar dónde estamos.

– Mi fotografía ha aparecido una o dos veces en los periódicos. Tal vez aparezca alguna que otra vez. O quizá mi editor se decida a imprimir mi fotografía en la contra-cubierta de alguna de mis novelas. No sería imposible que Dimitrios la viera. Pueden producirse numerosas coincidencias y muy extrañas.

Peters frunció los labios.

– Creo que exagera usted. Pero, en vista de que está tan nervioso, tal vez sea mejor que oculte su cara. ¿Lleva usted gafas?-preguntó Peters, después de reprimir un ligero encogimiento de hombros.

– Las uso sólo para leer.

– Póngaselas. Póngase el sombrero también y levántese el cuello y las solapas del abrigo. Puede sentarse en aquel rincón, allí hay menos luz. Al lado del biombo. De ese modo se desdibujarán las líneas de su cara. Eso es, está bien.

Latimer había obedecido. Una vez hubo ocupado su puesto, con el cuello abotonado por debajo del mentón y el sombrero caído sobre sus ojos, Peters se acercó a la puerta, le observó y meneó la cabeza, con un gesto de aprobación.

– Es suficiente. A pesar de todo, sigo creyendo que es innecesario; pero así está bien. Después de tantos preparativos, nos sentiremos unos perfectos idiotas si Dimitrios no acude a la cita.

Latimer, que a esa altura de la situación ya se sentía un perfecto idiota, gruñó:

– ¿Usted cree que existe la posibilidad de que Dimitrios no venga?

– ¿Cómo puedo saberlo?-mister Peters había vuelto a sentarse en la cama-. Pueden haber surgido mil inconvenientes que le impidan asistir a esta cita. Por algún motivo que ahora mismo no se me ocurre, podría no haber recibido mi carta. Tal vez salió ayer en viaje de negocios. Sin embargo, creo que vendrá, de haber recibido la carta. -Peters echó una ojeada a su reloj-. Las nueve menos cuarto. Si va a venir, muy pronto le tendremos en la puerta.

Ambos hombres guardaron silencio. Peters comenzó a recortar sus uñas con unas diminutas tijeras de bolsillo.

Salvo el ruido de las tijeras y del resuello de la pesada respiración del gordo, el silencio de la habitación era absoluto. Para Latimer, aquel silencio era algo casi palpable; un extraño efluvio gris que manaba de los rincones del cuarto. Incluso podía oír el tictac del reloj que llevaba en la muñeca. Antes de mirar la hora, el escritor dejó transcurrir lo que le pareció que bien podía ser la eternidad. Sin embargo, las nueve menos diez.

Transcurrió otra eternidad. Latimer intentaba pensar algo que decir, quería hablar con Peters, quería que el tiempo pasara de prisa. Trató de contar todos los cuadrados de entre el follaje del empapelado de las paredes que había entre el armario y la ventana. Por momentos creía oír el tictac del reloj de Peters. El ruido sordo de alguien que movía una silla y caminaba por el cuarto del piso superior parecía intensificar aquel gran silencio. Las nueve menos cuatro minutos.

A los pocos instantes, tan intempestivo que el ligero sonido le hizo pensar en el disparo de una pistola, Latimer oyó el crujido de uno de los peldaños de la escalera.

Peters dejó de recortar sus uñas y, tras tirar las tijeras encima de la cama, metió su mano derecha dentro del bolsillo de su abrigo.

Hubo una pausa. Rígido, estremecido por los dolorosos latidos de su corazón, Latimer tenía los ojos clavados en la puerta. Se oyó un golpe suave.

Peters se puso en pie y con la mano metida dentro del bolsillo se acercó a la puerta y la abrió.

Latimer le vio escudriñar en la penumbra del rellano y, después, hacerse á un lado. Dimitrios entró en la habitación.

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