Latimer llegó a París en un día gris de noviembre.
Mientras el taxi atravesaba el puente en dirección a la Île de la Cité, observó durante unos momentos el cúmulo de nubes bajas y negras, deslizándose impulsadas por un viento frío y cargado de polvo.
Las grandes fachadas de las casas del quai de Corse se escudaban tras su secreto silencio. Uno hubiera dicho que en cada ventana se ocultaba un observador. Poca era la gente que transitaba por las calles. En esa tarde de finales de otoño, París tenía el macabro aspecto de un grabado antiguo.
Se sintió deprimido al subir las escaleras de su hotel en el quai de Voltaire y se arrepintió profundamente por no haber regresado a Atenas.
Su habitación estaba fría. Era demasiado temprano para tomar un aperitivo. En el tren había comido lo suficiente para que no le apeteciera cenar demasiado pronto. Estaba decidido a inspeccionar, desde fuera, el número 3 de la impasse des Huit Anges.
No sin cierta dificultad logró dar con el pasaje, oculto en una calle que cruzaba la rue de Rennes.
El pasaje, amplio, empedrado, describía una L; a cada lado de la entrada había una alta verja de hierro. Ambas estaban sujetas a las paredes, en las que se apoyaban sus goznes, con unos pesados ganchos de hierro que, evidentemente, no habían sido quitados durante años. Una fila continua de hierros rematados en puntas formaba una reja que separaba un lado del pasaje de la alta pared ciega del edificio contiguo. Otra pared ciega, sin estar protegida por las rejas, pero sí amparada por las palabras: «DÉFENSE D'AFFICHER, LOI DU 10 AVRIL 1929» [38], escritas con pintura resistente a la intemperie, encaraba a la primera.
Sólo tres casas daban a la impasse agrupadas fuera del alcance de la vista de la calle, al pie de la L y, a través de la estrecha hendidura existente entre el edificio en el que se prohibía fijar carteles y la parte trasera de un hotel en cuyo techo destacaban unos desagües retorcidos como serpientes, aquellas casas miraban hacia un espacio cerrado por muros de cemento.
La vida en la impasse des Huit Anges, pensó Latimer, debía ser como una especie de ensayo para la Eternidad. Otros, antes que él, habían pensado lo mismo: la prueba estaba en que de las tres casas, dos estaban cerradas y vacías, sin duda alguna, y la tercera, el número 3, precisamente, ocupada en el cuarto y en el último piso tan sólo.
Con la impresión de que estaba entrando en una propiedad privada, Latimer caminó por los irregulares adoquines del pasaje hasta llegar a la puerta del número 3.
La puerta estaba abierta; un pasillo embaldosado desembocaba en un pequeño patio trasero, húmedo y oscuro. El cuarto del conserje, a la derecha de la puerta, estaba vacío y no mostraba señales de haber sido utilizado desde hacía cierto tiempo. A su lado, sobre la pared, cuatro cajas de madera cubiertas de polvo, ostentaban cuatro placas de bronce, atornilladas en la parte superior de cada una. Tres de ellas estaban vacías. En la cuarta, un trozo mugriento de papel contenía el nombre «CAILLE», escrito con tinta violeta.
Al margen de esto, lo único que cabía pensar era que mister Peters le había dado unas señas reales, cosa de la que Latimer no había dudado en ningún momento. Giró y se encaminó hacia la calle. En la rue de Rennes compró una tarjeta, escribió su nombre, la dirección de su hotel, puso el nombre de Peters y echó el sobre en el buzón.
También envió una tarjeta postal a Marukakis.
Lo que ocurriera a partir de ese momento dependía, en gran medida, de Peters. Pero había algo que podía hacer, entretanto: averiguar qué dijeron los periódicos de París (si es que habían publicado algo al respecto) cuando en diciembre de 1931 había sido capturada la banda de traficantes de drogas.
A la mañana siguiente, a las ocho en punto, sin haber recibido aún noticias de Peters, se decidió a pasar la mañana en los archivos de la hemeroteca.
El periódico que por fin eligió había hecho algunas referencias al caso. La primera con fecha del 29 de noviembre de 1931. El titular decía:
TRAFICANTES DE DROGAS
ARRESTADOS
y proseguía:
«Un hombre y una mujer, relacionados con la distribución de droga y adictos, fueron arrestados ayer en el barrio de Alésia. Según se ha podido saber, forman parte de una conocida banda extranjera. La policía espera efectuar nuevos arrestos en los próximos días.»
Eso era todo. Es un texto extraño, pensó Latimer. Esas escuetas oraciones parecían haber sido entresacadas de un informe más extenso. También resultaba curioso que no se mencionara ningún nombre. Censura policial, tal vez.
La siguiente referencia apareció el 4 de diciembre con el siguiente titular:
TRAFICANTES DE DROGAS, TRES
NUEVOS ARRESTOS
«Tres miembros de una organización criminal, dedicada a la distribución de droga, fueron arrestados a última hora de la noche de ayer, en un café, cerca de la Porte d'Orléans. Los agentes, al entrar en el café para practicar los arrestos, se vieron obligados a disparar contra uno de los hombres, que iba armado y que resultó herido de poca consideración; el individuo había intentado escapar desesperadamente. Los dos hombres restantes, uno de ellos extranjero, no han ofrecido resistencia.
Se eleva ya a cinco el número de integrantes de la banda que se encuentran detenidos.
Se cree que los tres individuos detenidos anoche también formaban parte de la banda que integraban el hombre y la mujer arrestados en el barrio de Alésia, la semana pasada.
La policía estima que aún se producirán más detenciones, ya que la Brigada Superior de Estupefacientes tiene en su poder pruebas que comprometen a los actuales organizadores de esta pandilla.
El señor Auguste Lafon, director de la Brigada, ha declarado: "Tuvimos conocimiento de la existencia de esta banda hace algún tiempo y hemos llevado a cabo laboriosas investigaciones para determinar sus actividades. Pudimos haber realizado con anterioridad otras detenciones, pero no lo creímos prudente. Perseguíamos a los jefes, a los criminales más destacados. Sin sus jefes y sin la fuente de suministro, el ejército de pequeños traficantes que infestan las calles de París se verá incapaz de sacar adelante su nefasto negocio. Nos proponemos desarticular a esta banda e, incluso, a otras similares."»
Además, el 11 de diciembre, el periódico publicaba otra noticia:
UNA BANDA DE TRAFICANTES
DE DROGAS
HA SIDO DESARTICULADA
«Los hemos cogido a todos», dice Lafon
EL CONSEJO DE LOS SIETE
«Seis hombres y una mujer se encuentran detenidos como resultado de la operación organizada por monsieur Lafon, director de la Brigada Superior de Estupefacientes, contra una conocida banda extranjera de traficantes de droga, que actuaba en París y en Marsella.
La operación había comenzado dos semanas atrás, con el arresto de una mujer y un hombre, cómplices ambos, en el barrio de Alésia. Alcanzó su punto álgido ayer, con el arresto, en Marsella, de dos hombres que, al parecer, son los dos miembros restantes del Consejo de los Siete, responsable de la organización de esta banda criminal y de su tráfico.
A petición de la policía, no mencionamos los nombres de las personas arrestadas, con el fin de no poner en guardia a los demás implicados. Ahora, esa prohibición ya ha sido retirada.
La mujer, Lydia Prokofievna, de origen ruso, llegó a Francia, según se cree, desde Turquía, con pasaporte Nansen, expedido en 1924. En el mundo del hampa se la conoce con el sobrenombre de La Gran Duquesa. El hombre detenido con ella se llama Manus Visser, y como socio de la Prokofievna, es conocido con el apodo de El Señor Duque.
Los nombres de los otros cinco individuos detenidos son: Luis Galindo, súbdito mexicano nacionalizado francés, internado en la actualidad en un hospital con una herida de bala en el muslo; Jean-Baptiste Lenôtre, francés, vecino de Burdeos; Jacob Werner, belga, que fue detenido juntamente con Galindo; Pierre Lamare o Jo-jo, nizardo, y Frederik Petersen, súbdito danés, que fueron arrestados en Marsella. En unas declaraciones hechas anoche a la prensa, monsieur Lafon dijo: "Los hemos cogido ya a todos; la banda ha sido desarticulada; hemos decapitado a la organización que ha quedado, pues, sin su cerebro. El cuerpo morirá de una muerte rápida: todo ha terminado."
Lamare y Petersen serán interrogados hoy por el juez instructor. Se espera que se celebre un juicio común de todos estos detenidos.»
En Inglaterra, pensaba Latimer, monsieur Lafon se hubiera encontrado en un serio apuro. De acuerdo con lo publicado por el periódico, parecía ocioso celebrar un juicio, ya que la policía y la prensa ya habían pronunciado su propio veredicto.
Pero, por esos años, el acusado era siempre culpable a los ojos de los jueces. De hecho, el que se les concediera un juicio no servía de otra cosa que para preguntarles si tenían algo que alegar antes de oír la sentencia.
Al parecer, con el arresto del Consejo de los Siete el interés por ese caso había desaparecido. La Gran Duquesa había sido enviada a Niza para ser juzgada allí por un fraude cometido tres años antes; tal vez eso explicara el silencio que siguió. El resto de los procesados fueron juzgados rápidamente. Todos ellos fueron declarados culpables. A Galindo, Lenôtre y Werner se les condenó a pagar una multa de cinco mil francos y a tres meses de cárcel; Lamare, Petersen y Visser, a sendas multas de dos mil francos y a un mes de prisión.
Latimer se quedó perplejo ante lo atenuado de aquellas sentencias. Lafon se había sentido ultrajado, pero sin asombrarse en lo más mínimo había hecho tronar en público su indignación: «De no haber sido por un código de leyes anacrónicas y ridículas, aquellos seis hombres tendrían que haber sido condenados a cadena perpetua».
El periódico no mencionaba que la policía no había dado con el paradero de Dimitrios. No era nada extraño. La policía, sin duda, no se había sentido inclinada a comunicar a la prensa que las detenciones se habían podido llevar a cabo sólo gracias a una concisa información, generosamente proporcionada por algún anónimo bien intencionado, del que se sospechaba que debía ser el jefe de la banda.
No obstante, Latimer se enojó al comprobar que él sabía más sobre el caso que el propio periódico al que había acudido en busca de esclarecimiento.
Estaba a punto de cerrar, disgustado, la carpeta del archivo, cuando advirtió una ilustración. Era una borrosa reproducción de una fotografía de tres de los detenidos, dirigiéndose a la sala de audiencias acompañados por tres detectives a cuyas muñecas habían sido esposados. Los tres acusados habían vuelto sus cabezas, para que la cámara no captara sus rostros, pero debido a que iban esposados no lo lograron del todo.
Latimer abandonó las oficinas de la hemeroteca en un estado de ánimo mejor que aquel con que había entrado.
En su hotel le esperaba un mensaje. A menos que enviara otro recado anulándolo, Peters le vería esa tarde a las seis en punto.
Pocos minutos después de las cinco y media llegó Peters. Su saludo fue efusivo:
– ¡Mi querido mister Latimer! Cómo decirle lo mucho que me alegra volver a verle. Nuestro último encuentro tuvo lugar en circunstancias tan poco esperanzadoras que, casi no me atrevía a esperar… En fin, será mejor que hablemos de cosas más agradables… ¡Bien venido a París! ¿Ha tenido usted un buen viaje? Tiene buen aspecto. Dígame, ¿qué le ha parecido Grodek? Me ha escrito para contarme lo encantador y simpático que ha sido el encuentro entre ambos. Es una persona estupenda, Grodek, ¿verdad?¡Y esos gatos que tiene! El los adora.
– Me ha servido de mucho la conversación con Grodek. Siéntese, por favor.
– Sabía que sería así.
Para Latimer la sonrisa dulzona de Peters valía tanto como el saludo de un antiguo y detestado conocido.
– También se ha mostrado algo misterioso: me ha rogado de modo muy especial para que viniera a París a verle a usted.
– ¿De veras?-Peters parecía contrariado: su sonrisa se había marchitado en parte-. ¿Y qué otra cosa le ha dicho Grodek, mister Latimer?
– Me ha dicho que usted se ha comportado como una persona muy inteligente. Al parecer ha encontrado divertida alguna de las cosas que le he dicho sobre usted.
Peters se sentó en la cama, con cautela. Su sonrisa había desaparecido.
– ¿Y qué le ha dicho usted?
– Me ha preguntado con insistencia qué clase de relación tenía yo con usted. Le he dicho lo que he podido. Porque dado que nada sé -continuó Latimer, con tono desdeñoso-, he pensado que podía confiar en él sin temer ningún inconveniente. Si esto le desagrada, lo siento. Recuerde que aún desconozco absolutamente ese bonito plan suyo.
– ¿Grodek no le ha dicho nada?
– No. ¿Podía haberlo hecho?
La sonrisa volvió a entreabrir sus suaves labios. Parecía que una obscena planta hubiera vuelto sus hojas hacia el sol.
– Sí, mister Latimer, podía haberlo hecho. Lo que usted me dice explica el tono petulante de la carta que me ha enviado. Me complace que haya satisfecho usted la curiosidad de nuestro amigo. En este mundo en que vivimos, con demasiada frecuencia los ricos codician los bienes de los demás. Grodek es un buen amigo mío, pero no estará de más que sepa que no necesitamos su ayuda. De otro modo, podría seducirle la idea de ganar algún dinero.
Latimer observó a su interlocutor, pensativamente, durante unos segundos y después preguntó:
– ¿Lleva la pistola encima, mister Peters? El gordo cambió su sonrisa por un gesto de horror.
– Cielos, no, mister Latimer. ¿Por qué habría de traer semejante objeto cuando he venido a hacerle una visita amistosa?
– Estupendo -dijo Latimer con sequedad; se volvió hacia la puerta e hizo girar la llave en la cerradura; luego la guardó en su bolsillo-. Pues bien -comenzó a decir torvamente-, no quiero parecer un mal anfitrión, pero mi paciencia tiene sus límites. He recorrido una larga distancia para verle y todavía ignoro los motivos. Y quiero saber por qué he venido.
– Lo sabrá.
– Ya he oído eso mismo antes -replicó Latimer con un tono rudo-. Pero ahora, antes de que comience otra vez con sus divagaciones, hay una o dos cosas que debe saber. No soy una persona violenta, mister Peters. Y le digo sinceramente que me espanta la violencia. Pero hay circunstancias en las que aun el más acérrimo amante de la paz se ve obligado a utilizarla. Tal vez sea ésta una de esas circunstancias. Soy más joven que usted y me atrevo a asegurarle que estoy en mejores condiciones físicas. Si insiste en su reticencia, le daré una tunda. Esto lo primero.
»Lo segundo que debe saber es que sé quién es usted. Su nombre no es Peters sino Petersen, Frederik Petersen. Usted es uno de los miembros de la banda de traficantes de droga que organizó aquí Dimitrios y fue arrestado en diciembre de 1931, multado en dos mil francos y condenado a un mes de prisión.
La sonrisa de Peters era una mueca torturada.
– ¿Se lo ha dicho Grodek?
La pregunta fue formulada con cierta deferencia y pena a la vez. Por el tono como pronunció el nombre de Grodek bien hubiera podido ser sinónimo de Judas.
– No. Esta mañana he visto una fotografía suya en el archivo de la hemeroteca.
– Un periódico. ¡Ah, sí! Me resultaba imposible creer que mi amigo Grodek…
– ¿Lo niega?
– Oh, no. Es cierto.
– Bueno, mister Petersen…
– Peters, mister Latimer. Hace tiempo que decidí cambiar de nombre.
– Muy bien, pues, Peters. Hemos llegado ya al tercer punto de mi exposición. En Estambul me enteré de ciertas cosas de interés acerca de cómo acabó aquella banda de traficantes. Se decía que Dimitrios había traicionado a todos sus compinches: había enviado, sin mencionar su procedencia, a la policía un largo informe con minuciosos detalles que acusaban a siete de ustedes. ¿Es cierto eso?
– Dimitrios se ha portado muy mal con todos nosotros -dijo Peters con voz ronca.
– También se decía que Dimitrios se había convertido en un adicto a las drogas. ¿Es cierto eso?
– Por desgracia, lo es. Creo que, de lo contrario, nunca nos hubiese traicionado. Estábamos ganando muchísimo dinero en su provecho en esos días.
– También se decía que habían jurado vengarse. Que todos ustedes le habían dicho a Dimitrios que le matarían tan pronto salieran de la cárcel.
– Yo no le amenacé -corrigió Peters-. Alguno de los otros lo hizo. Galindo, por ejemplo, que no era un hombre de gran frialdad, precisamente.
– Ya entiendo. Usted no le amenazó. Usted ha preferido actuar.
– No entiendo qué quiere decir, mister Latimer -Peters hizo un gesto como si realmente no comprendiera.
– ¿No? Permítame que se lo explique a mi manera. Dimitrios fue asesinado hace menos de dos meses en Estambul. Al poco tiempo del asesinato, usted estaba en Atenas. No muy lejos de Estambul, ¿no es así? Dimitrios, según consta en los informes oficiales, ha muerto casi en la miseria. ¿Cómo es posible eso? Tal como usted mismo ha dicho, la banda de traficantes le había reportado mucho dinero en 1931. De acuerdo con lo que he podido saber de él, Dimitrios no era hombre que perdiera fácilmente el dinero que conseguía. ¿Sabe usted en qué estoy pensando, mister Peters? Me pregunto si no sería razonable suponer que usted ha asesinado a Dimitrios para apoderarse de aquel dinero. ¿Qué puede responderme a esto?
Peters guardó silencio durante unos segundos, mientras contemplaba a Latimer con aquel gesto de amarga admonición que podría dibujarse en la cara del buen pastor que se dirige a una oveja descarriada.
Tras la pausa, el gordo dijo:
– Mister Latimer, creo que es usted demasiado indiscreto.
– ¿De veras?
– Y también muy afortunado. Admitamos por un instante que, tal como usted ha sugerido, yo haya asesinado a Dimitrios. Piense en lo que me vería obligado a hacer: me vería obligado a asesinarle a usted también, ¿no es así?-Peters metió una mano en el bolsillo superior de su abrigo y la mano emergió empuñando la Lüger-. Ya lo ve usted: le he mentido hace unos momentos. Lo reconozco. Me interesaba muchísimo saber qué haría si creía que yo iba desarmado. Y, por otra parte, es una actitud nada elegante venir aquí con una pistola en el bolsillo. Probar que no había traído la pistola para emplearla contra usted hubiera sido casi imposible. De modo que le he mentido. ¿Comprende mis sentimientos, aunque sea un poco? Me gustaría mucho lograr que usted se fiase de mí.
– ¡Oh! Como respuesta a una acusación de asesinato, todo lo que acaba de decirme es muy astuto.
Peters guardó su pistola con un mohín de cansancio.
– Esto no es una novela policíaca, mister Latimer. No hay por qué comportarse tan estúpidamente. Si lo que ocurre es que usted no es capaz de ser discreto, utilice su imaginación, por lo menos. ¿Le parece verosímil que Dimitrios haya dejado un testamento a mi favor? No, no lo es. ¿Cómo supone usted, entonces, que he podido matarle para apoderarme de su dinero?En los tiempos que corren, la gente no lleva su fortuna en el bolsillo de la chaqueta. Vaya, mister Latimer, seamos razonables. Le invito a cenar, después hablaremos de negocios. Y propongo que tomemos el café en mi apartamento… es un poco más cómodo que esta habitación… Aunque si usted prefiriera ir a algún café, le comprendería. Es posible que no tenga una opinión demasiado buena sobre mí. No se lo reprocho, por cierto. Pero, por lo menos, déjeme creer en nuestra amistad.
Por un momento, Latimer sintió buena disposición hacia Peters. Aunque la parte final de su exhortación había ido acompañada por una excesiva autocompasión, el antiguo traficante de droga no había sonreído.
Además, ese hombre ya le había hecho sentirse estúpido y Latimer no quería que ahora le hiciera sentirse un perfecto melindroso. Al mismo tiempo…
– Tengo tanta hambre como usted -dijo- y no tengo ninguna razón para preferir un café a su apartamento. Al mismo tiempo, mister Peters, por muchas causas que tenga yo de mostrarme amigable, creo que es mi deber advertirle algo: a menos que esta misma noche reciba una explicación satisfactoria de por qué me ha hecho venir a verle a París, me iré en el primer tren que salga mañana, haya o no de por medio ese medio millón de francos. ¿Está claro?
La sonrisa de Peters volvía a florecer.
– Imposible estarlo más claro, mister Latimer. ¿Es necesario que le explique hasta qué punto aprecio su franqueza?
– ¿Dónde iremos a cenar? Hay un restaurante danés muy cerca de aquí, ¿verdad?
Peters luchaba para ponerse el abrigo.
– No, mister Latimer, como usted ya sabrá muy bien, sin duda alguna, no existe ese restaurante. -Peters suspiró con amargura-. Es poco amable de su parte al burlarse de mí de esta manera. En fin, sea como fuere, prefiero la cocina francesa, amigo mío.
Mientras bajaban por la escalera, Latimer pensó que la capacidad de Peters para hacerle sentir un perfecto idiota era enorme.
Por sugerencia de Peters, y a sus expensas, cenaron en un restaurante barato de la rue Jacob. Luego se dirigieron hacia la impasse des Huit Anges.
– ¿Qué pasa con Caillé?-preguntó Latimer mientras subían por la polvorienta escalera.
– No está en la ciudad. De momento soy el único que vive en la casa.
– Ya lo veo.
Peters, que respiraba con dificultad, se detuvo en cuanto llegó al segundo rellano. -Habrá pensado que soy Caillé.
– Sí.
Peters reanudó el ascenso. Los peldaños crujían bajo sus pies.
Latimer, que le seguía a dos o tres escalones de distancia, imaginó la escena de un elefante de circo que va subiendo, de mal grado, por una pirámide de módulos de distintos colores, para realizar alguna prueba de equilibrio en la cima.
Llegaron al cuarto piso. Peters se detuvo, jadeante, y buscó en sus bolsillos un manojo de llaves. Introdujo una en la cerradura de la vieja y desquiciada puerta que tenía ante sí y abrió. Después de accionar el interruptor de la luz, con un gesto le cedió el paso a Latimer.
El cuarto se extendía de un extremo a otro de la casa y estaba dividido en dos por una cortina que colgaba a la izquierda de la puerta de entrada. La mitad oculta por la cortina era de forma distinta a la otra mitad que incluía la puerta, ya que en determinado lugar se estrechaban para dar paso a una escalera interior, y entre la pared trasera y la casa contigua delimitaba una pequeña alcoba. A cada extremo del cuarto había una alta ventana francesa.
Pero si desde el punto de vista arquitectónico era ése un cuarto que cualquiera podría considerar típico de una casa francesa de esa índole y antigüedad, desde cualquier otro punto de vista resultaba fantástico.
El primer objeto que llamó la atención de Latimer fue la cortina divisoria. La tela era de imitación oro. Las paredes y el cielorraso estaban pintados de un rabioso azul y sembrados de estrellas doradas, de cinco puntas.
Diseminadas sobre el piso, de modo que no se veía un solo centímetro de él, había toda clase de alfombras marroquíes baratas. Estaban superpuestas, de tres en tres en ciertas partes y hasta de cuatro en cuatro en otras.
Había tres enormes divanes, cubiertos por gruesos cojines, algunas otomanas de piel repujada y una mesilla marroquí con una bandeja de bronce apoyada en la tapa.
En un rincón destacaba un enorme gong de bronce. La luz provenía de varias bombillas ocultas por unas pantallas de madera labrada de roble. En el centro mismo de la estancia descansaba una estufa eléctrica de metal plateado. El olor del polvo depositado en la tapicería era sofocante.
– ¡Este es mi hogar! -exclamó Peters-. Deje su abrigo allí, mister Latimer. ¿Le gustaría ver el resto de la casa?
– Oh, sí, muchísimo.
– En apariencia, no es más que una de tantas casas francesas incómodas -comentó Peters mientras subía la escalera interior-, pero por dentro es un oasis en medio de este árido desierto. Este es mi dormitorio.
Latimer tenía ante sus ojos otra mezcla de estilo francés y mobiliario marroquí. Aquí, los adornos más visibles eran dos pijamas arrugados de franela.
– Y el lavabo.
Latimer echó una ojeada al lavabo y descubrió que su anfitrión tenía una dentadura postiza de recambio.
– Ahora le mostraré algo interesante -anunció Peters a su compañero.
Volvieron al rellano. Delante de ellos había un gran ropero. Peters abrió una de sus puertas y encendió una cerilla. Al fondo del ropero había una fila de perchas metálicas. Peters cogió una de ellas y, utilizándola a modo de tirador, la movió de su sitio. La parte trasera del ropero se deslizó hacia delante y Latimer sintió el aire de la noche en su rostro y oyó los ruidos de la ciudad.
– Hay una estrecha plataforma de hierro que va a lo largo de la pared exterior, hasta la casa contigua -explicó Peters-. Allá hay otro armario igual a éste. Usted no puede ver nada porque sólo tenemos muros ciegos al frente. Del mismo modo, nadie podría vernos si decidiéramos marcharnos por aquí. Dimitrios mandó hacer esto.
– ¡Dimitrios!
– Dimitrios era el dueño de estas tres casas. Las mantenía vacías para proteger su vida privada. En ciertas ocasiones han sido utilizadas como almacenes. En estas dos plantas era donde nos reuníamos. Desde el punto de vista moral, sin duda, estas casas todavía pertenecen a Dimitrios. Por suerte para mí, él había tenido la precaución de comprarlas a mi nombre. Yo mismo me ocupé del aspecto legal de la compra. La policía jamás tuvo noticia de la existencia de estas casas. De modo que al salir de la cárcel pude venir a vivir aquí. En el caso de que Dimitrios se preguntara alguna vez qué había ocurrido con sus propiedades, yo había tenido la precaución de comprármelas a mí mismo, a nombre de Caillé. ¿Le gusta a usted el café argelino?
– Sí.
– Hacerlo lleva más tiempo que si se hace café a la francesa. Pero yo prefiero prepararlo así. ¿Le parece bien si bajamos?
Bajaron. Después de cerciorarse de que Latimer estaba confortablemente en un mar de cojines, Peters desapareció en la alcoba.
Latimer apartó algunos cojines y echó un vistazo a su alrededor. Le producía una extraña sensación la idea de que aquella casa alguna vez hubiera pertenecido a Dimitrios. Pero lo que más le extrañaba era el hecho de que todo aquello estuviera en manos del ridículo Peters.
Sobre su cabeza, contra la pared, advirtió un pequeño estante, de madera calada, que sostenía algunos libros de ediciones de bolsillo. Allí estaba el ejemplar de Joyas de la sabiduría cotidiana, el mismo que Peters había estado leyendo en el trayecto Atenas-Sofía. Además, había un ejemplar del Simposio, de Platón, en francés e intonso, una antología titulada Poèmes Erotiques, sin nombre de autor ni de recopilador y tenía las páginas abiertas, las Fábulas, de Esopo, en versión inglesa, Robert Elsmere, por mistress Humphry Ward, en versión francesa, un Diccionario geográfico alemán y varios libros escritos por el doctor Frank Crane, en una lengua que Latimer estimó que sería el danés.
Peters volvió con una bandeja marroquí sobre la que descansaba una extraña cafetera, un infiernillo de alcohol, dos tazas y una caja de cigarrillos marroquíes.
Peters encendió el infiernillo y lo acomodó bajo la cafetera. Puso los cigarrillos sobre el diván, junto a Latimer. Después extendió una mano por encima de la cabeza de su huésped, para coger uno de los libros de Crane. Recorrió las páginas, se detuvo para abrir el libro en una determinada. Una pequeña fotografía cayó al suelo. La alzó y la puso ante los ojos de Latimer.
– ¿Le reconoce usted, mister Latimer?
Era una borrosa toma de la cabeza y los hombros de un individuo de mediana edad con…
Latimer apartó los ojos de la fotografía.
– ¡Es Dimitrios! -exclamó-. ¿De dónde la ha sacado?
Peters cogió con delicadeza la fotografía que estaba entre los dedos de su invitado.
– ¿Le ha reconocido usted? Estupendo.
Peters se sentó sobre una otomana, reguló la llama del infiernillo y miró a su interlocutor.
Si hubiera sido posible que los ojos húmedos y mates de Peters se mostraran resplandecientes, Latimer habría jurado que resplandecían de placer.
– Coja usted un cigarrillo, mister Latimer. Le contaré una historia.