6. Tarjeta postal

La Vierge St. Marie estaba situado, con algo de misteriosa lógica, en una calle de casas particulares detrás de la iglesia de Sveta Nedelja. Era una callejuela estrecha, que descendía en un empinado declive, pobremente iluminada.

En un primer momento el lugar parecía extrañamente silencioso. Pero por debajo de aquel silencio se oían susurros de música y de risas: susurros que se elevaban de improviso, cuando se abría alguna puerta, para volver a apagarse de inmediato. Los pasos de algún peatón se aproximaron para detenerse cuando el hombre se metió dentro de una casa.

– No se ve demasiada gente por aquí a estas horas -comentó Marukakis-; es temprano todavía.

Por detrás de sus paneles de cristal translúcido, la mayoría de las puertas dejaban ver algunas lánguidas luces. En algunos paneles había sido pintado el número de la casa, con unos adornos mucho más elaborados de lo que cabía esperar en una casa normal. En otras puertas había nombres escritos en ellos: Wonderbar, O.K. Jymmies Bar, Stambul, Torquemada, Vitocha, Le Viol de Lucrèce y, en parte superior de la pendiente, La Vierge St. Marie.

Durante unos momentos permanecieron fuera. La puerta parecía menos descuidada que las otras. Latimer sintió el impulso de comprobar si su cartera estaba a buen recaudo en el fondo de su bolsillo cuando Marukakis empujó la puerta y se metió en el club nocturno.

Se encontraron en un salón de techo bajo, de unos treinta pies cuadrados. A intervalos regulares, en las paredes pintadas de pálido color azul, colgaban espejos ovalados, sostenidos por querubines de cartón piedra. Los espacios que mediaban entre uno y otro espejo estaban decorados, sin relación aparente, por pinturas muy estilizadas que representaban hombres con monóculo, pelo pajizo y torsos desnudos, y mujeres que llevaban trajes de corte severo y medias a rayas. En uno de los rincones del salón había un diminuto bar; en el extremo opuesto se alzaba la plataforma sobre la que se había sentado la orquesta: cuatro negros de aire indiferente, vestidos con blusas blancas «argentinas». Cerca de ellos, una cortina de terciopelo azul ocultaba una puerta. El resto de la pared estaba cubierto por pequeños cubículos cuyos tabiques divisorios llegaban hasta los hombros de quienes se sentaban en las mesas situadas dentro de cada espacio. Unas pocas mesas más delimitaban la pista de baile central.

Cuando Latimer y su acompañante entraron al club, había una docena de personas sentadas en los cubículos. La orquesta tocaba mientras dos muchachas, que tenían todo el aspecto de formar parte del personal del cabaret, bailaban en la pista, solemnemente enlazadas.

– No es una hora adecuada todavía -murmuró Marukakis, con un tono desilusionado-. Pero pronto tendremos mayor animación, sin duda.

Un camarero se escurrió de uno de los cubículos, alejándose de prisa; al cabo de un par de minutos, regresó con una botella de champagne.

– ¿Tiene suficiente dinero?-murmuró Marukakis-. Tendremos que pagar por lo menos doscientos leva por ese veneno.

Latimer asintió. Doscientos leva equivalían, poco más o menos, a diez chelines.

La orquesta dejó de tocar. Las dos muchachas habían dejado de bailar y una de ellas miró a Latimer. Ambas se acercaron al cubículo y los observaron sonriendo. Marukakis les dijo algo. Las dos mujeres, sonriendo siempre, se encogieron de hombros y se alejaron. Marukakis echó una mirada inquisitiva a Latimer.

– Les he dicho que debemos hablar de negocios, pero que más tarde las invitaremos. Pero, por supuesto, si usted no quiere enredarse con ellas…

– No quiero -respondió Latimer con firmeza.

Al beber el primer trago de aquel champagne, el escritor se estremeció.

Marukakis dejó escapar un suspiro.

– Es una lástima. Tendremos que pagar el champaña. Y alguien más podría beber de esta botella…

– (,Dónde está La Preveza?

– Supongo que bajará en cualquier momento. Claro está -agregó con cautela- que podríamos subir a verla -y alzó los ojos en una significativa mirada hacia el cielorraso-. Este lugar es muy refinado, de verdad. Todo se realiza aquí con la mayor discreción.

– Si va a bajar de un momento a otro, no creo que tenga sentido subir ahora.

Latimer se sentía como una persona austera y llena de melindres y sólo hubiera querido que el champagne no hubiese resultado tan malo.

– Esperaremos, entonces -asintió Marukakis, melancólico.

Pero habría de transcurrir una hora y media antes de que la propietaria de La Vierge St. Marie hiciera su aparición. Durante ese lapso, el ambiente del club nocturno se había animado, por cierto. Había llegado más gente, hombres casi todos, aun cuando junto con ellos llegaron algunas mujeres de aspecto muy particular.

Un individuo que no podía ser sino un rufián de aspecto muy sobrio irrumpió remolcando a una pareja de alemanes aparentemente borrachos perdidos, que podrían haber sido hombres de negocios en una noche de juerga. Un par de hombres jóvenes, siniestros a primera vista, se sentaron en una mesa y pidieron una botella de agua de Vichy. No pocas idas y venidas se registraban en la puerta cubierta por la cortina de terciopelo azul. Todos los cubículos estaban ocupados, así como también las mesas cercanas a la pista de baile, que había desaparecido bajo un enjambre de parejas ondulantes y sudorosas.

De pronto, sin embargo, se produjo un claro en la pista y varias jóvenes que algunos minutos antes habían desaparecido, para cambiar sus ropas por uno o dos ramilletes de rosas artificiales y una buena capa de polvos color de bronce, ejecutaron una breve danza. A continuación, un muchacho vestido con ropas de mujer las reemplazó para cantar unas canciones en alemán. Y regresaron las muchachas, con sus ramilletes de rosas, y bailaron otra danza.

Con eso concluyó el espectáculo de la noche y la mayoría de los presentes volvió a apiñarse en la pista de baile. La atmósfera, muy cargada ya, se volvía más cálida a cada instante.

Con una astuta mirada, y sin demasiado interés, Latimer observó cómo uno de los dos jóvenes de siniestro aspecto le ofrecía al otro algo que bien podía pensarse que fuera rapé, pero que claro está, no lo era. Se preguntaba si sería o no conveniente volver a intentar quitarse la sed con aquel champagne, cuando Marukakis le tocó el brazo.

– Creo que es ella -dijo.

Latimer dirigió una mirada a través del salón. De momento, una pareja que bailaba en un extremo de la pista de baile le tapaba la vista; al cabo de un segundo la pareja se movió unos centímetros y la vio, de pie, inmóvil, junto a la cortina azul de terciopelo; acababa de entrar.

Aquella mujer tenía ese aire despreocupado que va más allá de la calidad de las ropas, del peinado de los cabellos y de un maquillaje bien aplicado. Su figura era plena, pero proporcionada; su porte causaba una buena impresión; el vestido que llevaba era, sin duda, caro y su abundante cabellera oscura hacía pensar en un laborioso trabajo de manos expertas. Así y todo, el aspecto de La Preveza era, inequívoca e irremediablemente, el de una mujer poco pulcra. Todo en su figura hacía pensar en algo efímero, a punto de transformarse. Parecía que su peinado fuese a deshacerse de un momento a otro, los pliegues del vestido se deslizaban con negligencia sobre un hombro suave y marfileño; la mano en la que brillaba una sortija con un racimo de diamantes, que hasta ese momento había permanecido quieta a un costado del cuerpo, se alzó hasta los pliegues rosados de la tela y ganó luego la cabeza, donde acomodó sin prisa un mechón de cabellos. Todo eso estaba reflejado en los ojos oscuros.

La boca de Irana Preveza era firme y casi sonriente entre los pliegues carnosos que la rodeaban. Pero sus ojos estaban húmedos de sueño, invadidos aún por la indolencia de quien apenas hace unos minutos ha despertado.

De pronto, aquellos ojos se abrieron en una mirada de alerta, moviéndose hacia uno y otro lado, mientras los labios sonreían y saludaban aquí y allá.

Latimer la vio girar, casi con un movimiento brusco, y encaminarse hacia el bar.

Marukakis llamó al camarero con un gesto, y le dijo algo. El hombre, después de vacilar durante un segundo, asintió. Latimer le vio dirigirse hacia el lugar donde madame Preveza hablaba con un hombre gordo que, con su brazo, enlazaba la cintura de una de las bailarinas. El camarero susurró algo. Madame Preveza dejó de hablar y miró al escritor, mientras su empleado apuntaba hacia la mesa en que estaban sentados él y Marukakis. La mujer desvió la mirada, dijo algunas palabras al camarero y reanudó su conversación.

– Vendrá dentro de un minuto aseguró Marukakis.

Transcurridos unos breves instantes, Irana Preveza abandonó a su gordo cliente y comenzó a recorrer el salón, entre leves inclinaciones e indulgentes sonrisas con las que obsequiaba a los presentes. Por fin llegó hasta la mesa. Inopinadamente Latimer se puso en pie. Aquellos ojos oscuros estudiaban sus facciones.

– ¿Ustedes querían hablar conmigo, messieurs?-su voz era ronca, apenas estridente; hablaba en francés, con marcado acento extranjero.

– Nos sentiríamos honrados si usted se sentara a nuestra mesa unos minutos -respondió Marukakis.

– Será un placer. -Madame Preveza se sentó junto al griego. Acto seguido se presentó el camarero. La mujer le hizo un gesto para que se alejara y clavó sus ojos en Latimer-. No le he visto antes, monsieur. He visto a su amigo, pero no en mi casa. -Miró a Marukakis para preguntarles-: ¿Escribirá sobre mí en los periódicos de París, monsieur? Si lo hace, tendrá que ver el resto de las diversiones que ofrece mi casa… usted y también su amigo.

Marukakis sonrió.

– No, madame. Hemos abusado de su hospitalidad para pedirle cierta información.

– ¿Cierta información?-una mirada vacía invadió los ojos oscuros-. No sé nada que pueda resultar de interés para nadie.

– Su discreción es bien conocida, madame. En este caso, sin embargo, se trata de un hombre ya muerto y enterrado, al que usted conoció quince años atrás.

Madame Preveza emitió una seca carcajada y Latimer observó que su dentadura estaba en mal estado. Después de una breve pausa la mujer se echó a reír con tanta fuerza que su cuerpo se estremeció. El sonido de sus carcajadas era desagradable, contrastaba con aquella suerte de dignidad soñolienta, que la había circundado hasta ese instante, y la convertía en una mujer vieja. Mientras su risa se desvanecía, Irana Preveza tosió un par de veces.

– Sus cumplidos son de exquisita delicadeza, monsieur -dijo con voz entrecortada-. ¡Quince años…! ¿Cómo quiere usted que recuerde a un hombre durante tanto tiempo? Santa Madre de Dios, creo que, después de todo, tendrían que pagarme una copa.

Latimer hizo una seña al camarero.

– ¿Qué quiere tomar, madame?

– Champagne. Pero no esta porquería. El camarero ya lo sabe. ¡Quince años…! -Aún parecía divertida por esa idea.

– Pensábamos que, tal vez, apenas le recordaría -dijo Marukakis, en un tono frío-. Pero si un nombre significa algo para usted… Dimitrios… se trata de Dimitrios Makropoulos.

Madame Preveza estaba encendiéndose un cigarrillo. Con la cerilla encendida entre los dedos se detuvo. Sus ojos estaban clavados en el extremo del cigarrillo. Durante varios segundos, el único movimiento que Latimer advirtió en aquella cara fue el de las comisuras de los labios, descendiendo con lentitud.

De pronto, parecía que el ruido se hubiera aplacado en torno a ellos; el escritor pensó que tal vez tuviera algodón en los oídos.

Madame Preveza movió con gesto cansado la cerilla y la arrojó al cenicero que tenía ante sí. Sus ojos siguieron inmóviles. Después, con un tono muy suave, dijo:

– No me gusta su presencia aquí. Largo… Largo de aquí, ¡los dos!

– Pero…

– ¡Largo de aquí! -repitió sin alzar la voz ni mover la cabeza.

Marukakis echó una mirada a Latimer, se encogió de hombros y se puso de pie. Latimer le imitó. La mujer esbozó un gesto de fastidio.

– Siéntense -ordenó con brusquedad-. No quiero escenas en este lugar.

Los dos hombres se sentaron.

– Madame, si usted nos explica cómo podemos largarnos sin ponernos en pie antes -dijo Marukakis ácidamente-, se lo agradeceríamos.

Los dedos de la mano derecha de Irana Preveza se movieron, veloces, para coger el pie de una copa. Por un momento, Latimer creyó que la mujer estrellaría la copa contra la cara del griego. Pero después sus dedos se abrieron, mientras ella decía algo en griego, con excesiva rapidez para que Latimer lograra comprenderlo.

Marukakis negó con un gesto.

– No, mi amigo no es policía. Es escritor de novelas y busca información.

– ¿Por qué?

– Es un hombre curioso. Vio el cadáver de Dimitrios Makropoulos en Estambul, hace un mes o dos, y tiene curiosidad por saber algo más acerca de ese individuo.

Madame Preveza se volvió hacia Latimer y le aferró el brazo con fuerza.

– ¿Ha muerto?¿Está seguro de que ha muerto?¿Ha visto usted mismo su cadáver?

Latimer asintió con un gesto. La actitud de aquella mujer le hacía sentirse como si fuera un médico que desciende por una escalera para anunciar que todo ha terminado.

– Le han acuchillado y le han arrojado al mar -dijo, pero en seguida se maldijo a sí mismo: había sido demasiado torpe.

En los ojos de la mujer brilló una emoción que Latimer no pudo identificar. Quizá, a su manera, ella le había amado. ¡Una parte de vida! Sin duda seguirían las lágrimas.

Pero no las hubo, sino una pregunta:

– ¿Llevaba dinero encima?

Sin comprender, Latimer sacudió la cabeza.

Merde! -exclamó madame, sin demasiada preocupación por el purismo-. Ese hijo de camella enferma me debía mil francos franceses. Y ahora jamás los volveré a ver. Salop! [22] ¡Largo de aquí, ustedes dos, antes de que les haga echar a la calle!


Poco faltaba para las tres y media de la madrugada cuando Latimer y Marukakis se marcharon de La Vierge St. Marie.

Las dos horas precedentes las habían pasado en el despacho privado de madame Preveza, una habitación con doble nivel en el piso, llena de muebles: un piano de cola, de madera de nogal cubierto con un chal de seda blanca, con flecos y pájaros pintados en los extremos, algunas mesillas con miniaturas y fruslerías, varias sillas, una palmera que languidecía en un tiesto revestido con cañas de bambú, un sofá y un escritorio muy grande, con una tapa plegable, de roble español. Conducidos por la dueña del club nocturno, Marukakis y Latimer habían llegado al despacho después de haber atravesado la cortina de terciopelo azul y de haber recorrido un tramo de escalera y un pasillo apenas iluminado, que tenía a ambos lados puertas numeradas; allí, el olor hizo pensar a Latimer en una clínica particular, muy cara, durante las horas de visita a los enfermos.

Por cierto que aquella invitación a subir al despacho había sido lo último que Latimer se esperaba. Había seguido muy de cerca la última exhortación para que se largaran. Pero madame se había mostrado apenada: les había pedido disculpas. Mil francos eran mil francos. Ahora podía estar bien segura de que no los volvería a ver jamás. Sus ojos se habían llenado de lágrimas. Latimer pensaba que aquella mujer era fantástica. La deuda databa del año 1923. No resultaba creíble que hubiera estado esperando la devolución del dinero, después de quince años. Tal vez en algún rincón de su cerebro había mantenido intacta la romántica ilusión de que algún día Dimitrios habría de llegar para cubrirla con una lluvia de francos. ¡El gesto clásico de los cuentos de hadas! Las noticias traídas por Latimer habían hecho añicos aquella ilusión y cuando se hubo disipado su ira, madame Preveza sintió que necesitaba un poco de simpatía a su lado. Quedaba olvidada aquella petición de información sobre Dimitrios. Los portadores de las malas noticias debían saber hasta qué punto habían sido malas aquellas nuevas. Irana Preveza estaba diciéndole adiós a una leyenda. Necesitaba, pues, una audiencia: una audiencia que fuera capaz de comprender hasta qué punto era ella una mujer tonta y generosa.

Y así, echando sal a la herida, había anunciado con cierta unción que la casa pagaba los tragos.

Marukakis y Latimer se sentaron en el sofá, en tanto que La Preveza prefería apoyarse en el escritorio. De uno de los innumerables casilleros del mueble, había sacado una libreta pequeña, con los ángulos superior e inferior derechos doblados por el uso. Después de pasar varias páginas, leyó:

– 15 de febrero de 1923 -cerró la libreta con un golpe seco y levantó los ojos, poniendo a los cielos por testigos de la absoluta veracidad de aquella fecha-. Fue ese día; ese día le presté el dinero. Mil francos que Dimitrios me prometió con insistencia devolverme. Era un dinero que me debían a mí y que recibió el. Antes que hacer una escena (porque yo detesto las escenas), preferí decirle que le prestaba ese dinero. Y Dimitrios me aseguró que me lo pagaría, que al cabo de unas semanas recibiría mucho dinero. El recibió el dinero, pero jamás me ha pagado mis mil francos. ¡Y después de todo lo que he hecho por él!

»Yo había recogido a ese hombre en el arroyo, messieurs. Eso fue en diciembre. ¡Jesús, qué frío hacía! En las provincias del oriente la gente moría más de prisa que si les hubieran ametrallado… y yo he visto morir gente ametrallada. En aquella época yo no tenia un lugar como esta casa, ya me comprenderán ustedes. Desde luego que era una niña, entonces. A menudo recibía propuestas para posar para alguna fotografía. Una de esas fotografías era mi favorita. Llevaba una sencilla túnica de terciopelo blanco, ceñida a la cintura por un lazo, y una corona de pequeñas flores blancas. En mi mano derecha, que descansaba… así… sobre una bonita columna blanca sostenía una rosa roja… La han utilizado para una tarjeta postal, pour les amoureux [23], y el fotógrafo había pintado la rosa y también había hecho imprimir unos versos muy bonitos al pie de la fotografía.

Los párpados oscuros y húmedos de madame Preveza habían caído sobre sus ojos mientras ella recitaba con voz suave:


Je veux que mon coeur vous serve d'oreiller,

Et à votre bonheur je saurai veiller. [24]


– Muy bonito, ¿verdad?-la sombra de una sonrisa le iluminaba los labios-. Oh, quemé todas mis fotografías hace años. A veces me he lamentado por ello, pero creo que he hecho bien. No es bueno estar recordando siempre el pasado. Por eso, messieurs, me he enfadado esta noche, cuando ustedes me hablaron de Dimitrios: porque él es el pasado. Y tienes que pensar en el presente y en el futuro.

»Pero Dimitrios no era un hombre al que se pueda olvidar con facilidad. He conocido a muchos hombres pero sólo he temido a dos en toda mi vida. Uno fue el hombre con quien me casé. El otro, Dimitrios. A veces te engañas a ti misma, ya me entienden ustedes. A veces piensas que quieres ser comprendida, cuando lo que quieres es que te comprendan a medias. Y si una persona te comprende de verdad, le temes. Mi marido me comprendía, porque me amaba y yo le temía por eso. Pero en cuanto él se cansó de amarme, me pude reír de él y dejé de temerle. Pero Dimitrios era distinto. Dimitrios me comprendió mejor que yo misma. Pero no me amaba. No creo que haya amado a nadie en ninguna ocasión.

»También pensé que un día yo sería capaz de reírme de el… pero ese día no llegó… jamás. Nadie podía reírse de Dimitrios. Lo he comprendido. Le odiaba y me he dicho a mí misma que era porque me debía aquellos mil francos. Y por eso lo he anotado en mi libreta. Pero me estaba mintiendo a mí misma. Me debía más de mil francos, mucho más. Siempre me había estafado con el dinero. Le odiaba porque le temía y no era capaz de comprenderle como él me comprendía a mí.

»En ese tiempo yo vivía en un hotel. Un lugar repugnante, lleno de escombros. El patrón era un gigantón asqueroso, pero mantenía buenas relaciones con la policía. Y mientras pagaras tu habitación estabas a salvo: aunque tus papeles no estuvieran en regla.

»Una tarde, mientras descansaba, oí que el patrón insultaba a alguien en el cuarto contiguo. Las paredes eran muy delgadas, de modo que pude oírlo todo. En un primer momento no presté atención, porque ese tío siempre le estaba gritando a alguien, pero al cabo de unos minutos escuché lo que decían, porque hablaban en griego y yo sé hablarlo. El patrón amenazaba con llamar a la policía si no recibía el pago de la habitación. No podía oír las respuestas, porque el otro hombre hablaba con una voz muy baja. Por último, el patrón se fue y se hizo el silencio. Ya me había adormilado cuando de pronto oí que el pomo de la puerta se movía. La puerta estaba cerrada con llave. Observé que el pomo giraba con lentitud hasta volver a su posición. Entonces alguien golpeó a la puerta.

»Pregunté quién era, pero no hubo respuesta. En ese instante pensé que tal vez se tratara de alguno de mis amigos y que quizá no había oído mi pregunta, de modo que fui hasta la puerta y la abrí. Fuera estaba Dimitrios.

»Me preguntó en griego si le permitía pasar. Le pregunté qué quería y me respondió que quería hablar conmigo. Le pregunté cómo sabía que yo hablaba griego, pero permaneció sin contestar. Y comprendí que ese hombre era mi vecino de habitación. Le había visto una o dos veces en la escalera y siempre me había parecido muy correcto y un tanto nervioso cuando me cedía el paso. Pero en ese instante no se le veía nervioso. Le dije que estaba descansando, que pasara más tarde si quería hablar conmigo. Pero Dimitrios sonrió, empujó la puerta para entrar, una vez dentro del cuarto, se apoyó contra la pared.

»Le dije que si no se iba llamaría al patrón; él sonrió apenas y siguió sin moverse. Me preguntó después si había oído lo que el patrón había hablado con él; le respondí que no. En uno de los cajones de mi mesa guardaba una pistola y me acerqué para cogerla. Tal vez Dimitrios adivinó mi intención: con disimulo se acercó hasta la mesa y se apoyó en ella, como si fuera el dueño del cuarto. Entonces me pidió que le prestara dinero.

»Nunca he sido tonta. Tenía un billete de mil leva cosido a la cortina, muy cerca del techo y sólo unas pocas monedas en mi bolso. Y le dije que no tenía dinero. No hizo ningún caso de mis palabras y comenzó a decirme que no había comido nada desde el día anterior, que no tenía ni un céntimo y que se encontraba mal. Pero mientras hablaba, durante todo ese tiempo, sus ojos no dejaron de moverse, mirando cada una de las cosas que había en el cuarto. Como si ahora mismo estuviera viéndole… Su cara era suave y ovalada, de piel pálida y ojos muy castaños, ansiosos, que te recordaban los ojos de un doctor cuando te está haciendo algo que ha de dolerte. Ese hombre me daba miedo. Le dije otra vez que no tenía dinero, pero que podía darle un trozo de pan, si él quería. Y me respondió: "Dame el pan."

»Saqué un trozo de pan de un cajón y se lo di. Se lo comió lentamente, apoyado siempre contra la mesa. Cuando hubo terminado con el pan, me pidió un cigarrillo. Se lo di. Entonces me aseguró que yo necesitaba un protector. Me pidió que escribiera una nota que él mismo me dictaría. Estaba dirigida a un hombre cuyo apellido yo jamás había oído y sencillamente le pedía cinco mil leva.

»Pensé que Dimitrios estaba loco y escribí la nota; firmé "Irana", nada más. Antes de irse me dijo que nos veríamos esa noche, en un café.

»Por supuesto, no acudí a la cita. A la mañana siguiente, Dimitrios volvió a golpear a mi puerta. Esta vez no quise abrirle. Se enfadó muchísimo y me gritó que tenía dos mil quinientos leva para mí. Desde luego que no le creí. Pero vi que por debajo de la puerta se deslizaba un billete de mil y oí la voz de Dimitrios advirtiéndome que tendría el resto cuando le abriese la puerta. O sea que le dejé pasar. En seguida me entregó los mil quinientos leva restantes. Le pregunté de dónde había sacado ese dinero y me respondió que había entregado, él en persona, la nota que yo había escrito a aquel hombre, quien le había dado el dinero sin rechistar.

»Siempre he sido una mujer discreta. Nunca me he interesado por conocer los verdaderos nombres de mis amigos. Dimitrios había seguido a uno de ellos hasta su casa, había averiguado cómo se llamaba y qué hacía (resultó ser un hombre importante) y días después, con mi nota en la mano le había amenazado con revelar nuestras relaciones a la mujer y a las hijas de aquel hombre, a menos que él le entregara esa suma de dinero.

»Me sentí llena de ira; le dije que por dos mil quinientos leva acababa de perder a uno de mis buenos amigos.

»Dimitrios me aseguró que él me conseguiría amigos más ricos que ése. Y también me hizo advertir que me había dado el dinero para demostrarme su seriedad, porque bien hubiera podido escribir él mismo la nota y ver después a mi amigo sin decírmelo.

»Comprendí que eso era verdad. Y también me di cuenta de que podía acudir a otros amigos míos y molestarles a menos que yo aceptara el trato. De modo que Dimitrios se convirtió en mi protector y verdaderamente me presentó hombres muy ricos. Al mismo tiempo, él se compraba ropas muy elegantes y a veces iba a los mejores cafés.

»Pero no pasó mucho tiempo antes de que un conocido mío me dijera que Dimitrios estaba metido en cuestiones de política y que a menudo se le veía en ciertos cafés que la policía vigilaba. Advertí a Dimitrios que su comportamiento era el de un tonto. Pero me aseguró que muy pronto tendría una enorme cantidad de dinero.

»A menudo Dimitrios marchaba a algún lugar, desaparecía durante períodos más o menos largos. Nunca me dijo adónde iba y yo jamás se lo pregunté.

»Sin embargo, yo supe que Dimitrios se había relacionado con personas importantes, porque cierta vez, cuando la policía le puso problemas por sus papeles de identidad y permanencia, él se echó a reír y me dijo que no me preocupara por la policía. No se atreverían a tocarle, me dijo.

»Pero una mañana llegó a verme presa de una gran agitación. Por su aspecto pensé que había viajado durante toda la noche y también advertí que llevaba una barba de varios días. Jamás le había visto nervioso hasta ese punto. Me cogió de las muñecas y me dijo que si alguien me lo preguntaba, tendría que asegurar que él había estado conmigo durante los tres últimos días. Por cierto que no le había visto durante toda la semana, pero tuve que asentir y dejar que durmiera en mi cuarto.

»Nadie me preguntó nada acerca de Dimitrios. Pero ese día, hacia la noche, leí en los periódicos que se había cometido un atentado contra Stambulisky, en Haskovo, y de esa manera comprendí dónde había estado ese individuo durante aquellos días.

»Me sentí aterrorizada. Un viejo amigo mío, al que había conocido antes que a Dimitrios, quería darme un apartamento para que viviera sola allí. Cuando Dimitrios se fue, después de haber dormido, acudí a mi amigo y le dije que aceptaría su ofrecimiento.

»Tuve miedo al adoptar esa determinación pero, a pesar de todo, esa noche busqué a Dimitrios y le comuniqué lo que había decidido. Me había figurado que él se pondría furioso; sin embargo, se mostró muy tranquilo y dijo que eso era lo mejor para mí. Pero me resultaba imposible saber qué pensaba Dimitrios en realidad: siempre se le veía con la misma expresión, la de un doctor que te está haciendo algo que te resulta doloroso. Me di ánimos y le dije que teníamos que arreglar nuestros negocios. Dimitrios asintió y me propuso que nos viéramos al cabo de tres días; entonces podría darme el dinero que me debía.

»Al tercer día le esperé inútilmente en el café donde siempre nos encontrábamos. Algunas semanas más tarde, le encontré; me dijo que había estado fuera de la ciudad pero que si podíamos vernos al día siguiente, me devolvería mi dinero. El lugar donde convinimos encontrarnos era un café de la calle Perotska, en un barrio bajo que me resultaba muy desagradable.

»Esta vez acudió a la cita, tal como me lo había prometido. Me explicó que pasaba apuros de dinero, que esperaba que pronto le pagaran una suma importante y que en pocas semanas podría devolverme aquel dinero.

»Me pregunté para qué había ido a la cita, porque me parecía raro que hubiera acudido para decirme eso, tan sólo. Más tarde comprendí sus motivos. Seguimos hablando y me dijo que debía pedirme un favor: necesitaba que alguien de su confianza recibiera algunas cartas que llegarían dirigidas no a él mismo, sino a un amigo suyo, un turco llamado Talat. Si su amigo podía usar las señas de mi apartamento, Dimitrios en persona iría a buscar las cartas, cuando tuviera el dinero para pagarme su deuda.

»Accedí. No podía hacer otra cosa. Porque si Dimitrios iba a recoger aquellas cartas, yo podría exigirle que me devolviera mi dinero. Pero en el fondo de mi corazón bien sabía yo (y también él lo sabía) que podría recoger las cartas sin pagarme ni un céntimo y sin que yo pudiese hacer nada al respecto.

»Allí estábamos, sentados, tomando café (porque Dimitrios era muy tacaño en sus gastos), cuando la policía entró para revisar los papeles de identidad de la gente que había dentro. Era una cosa muy común en aquellos tiempos, pero no era nada bueno que te encontraran en ese café, que tenía una reputación pésima. Dimitrios tenía sus papeles en orden, pero por ser él extranjero, los policías tomaron nota de su hombre y también del mío, pues le estaba acompañando en ese momento. Cuando los policías marcharon de allí, Dimitrios estaba muy enfadado, pero no porque hubieran anotado su nombre, sino porque habían tomado nota del mío como el de una persona relacionada con él.

»Le vi desconcertado, pero me aseguró que no me preocupara por aquello de las cartas; él lo arreglaría de otra manera, con otra persona. Salimos del café y nunca más he vuelto a verle.

Madame Preveza se había servido una copa de Curaçao y se la bebió con avidez. Latimer se aclaró la garganta antes de preguntarle:

– ¿Y cuándo tuvo noticias suyas por última vez?

Una sombra de sospecha cubrió los ojos de la mujer y Latimer la tranquilizó:

– Dimitrios ha muerto, madame. Ya han transcurrido quince años. Han cambiado las cosas en Sofía.

Una sonrisa extraña, tensa, entreabrió los labios de Irana Preveza.

– «Dimitrios ha muerto, madame». Me suenan extrañas esas palabras. Es difícil pensar que Dimitrios ha muerto. Descríbame su cadáver.

– Tenía cabellos grises. Llevaba ropas compradas en Grecia y en Francia, de mala calidad -inconscientemente había recordado la frase del coronel Haki.

– ¿O sea que no se había vuelto rico?

– Lo era años atrás, en París, pero perdió su dinero.

Madame se echó a reír.

– Eso le habrá hecho daño -y de inmediato reapareció su mirada suspicaz-. Usted sabe muchas cosas sobre Dimitrios, monsieur. Si él ha muerto… no lo comprendo.

– Mi amigo es escritor -intervino Marukakis-, está interesado en desentrañar la naturaleza humana.

– ¿Qué escribe usted?

– Novelas policíacas.

La mujer se encogió de hombros.

– Para eso no necesita usted conocer la naturaleza humana. Para las historias de amor, para los romances es preciso conocer la naturaleza humana. Los romans policiers son feos. Folle Farine es una obra muy bonita. ¿Le parece buena a usted?

– Muy buena.

– La he leído diecisiete veces. Es el mejor libro de Ouida y yo los he leído todos. Algún día escribiré mis memorias. He visto mucho de la naturaleza humana, ya me comprende usted.

La sonrisa de madame había adquirido un leve mohín de picardía, mientras ella suspiraba acariciando su broche de diamantes.

– Pero usted quiere saber algo más sobre Dimitrios. De acuerdo. Un año más tarde, volví a tener noticias de él. Un día recibí una carta suya, desde Adrianópolis. Me daba una dirección de la lista de correos. En la carta me preguntaba si había recibido algo para aquel Talat. Si era así, debía escribirle haciéndoselo saber, pero tenía que guardar las cartas. Me ordenaba que no dijera a nadie que él había escrito. Y me prometía, una vez más, pagar el dinero que me debía. Ninguna carta a nombre de Talat me había sido enviada y así se lo hice saber; también le comuniqué que necesitaba mucho aquel dinero, porque después de haberse marchado él, había perdido a todos mis amigos. Esto no era cierto, pero me había imaginado que halagando su vanidad haría que Dimitrios me pagara. Pero tendría que haberle conocido mejor… Ni siquiera respondió a mi carta.

»Unas semanas después, un hombre fue a verme. Tenía el tipo de un fonctionnaire [25], un aspecto severo, de persona importante. Llevaba ropas muy caras. Me dijo que era posible que la policía me interrogara acerca de Dimitrios.

»No pude disimular mi miedo. Pero aquel hombre me dijo que no había motivos para que me intranquilizara; sólo tendría que cuidarme de lo que dijera a los policías. También me aleccionó sobre cómo debía ser mi declaración, sobre cómo tendría que describir a Dimitrios para que ellos quedaran satisfechos.

»Le mostré entonces la carta que había llegado de Adrianópolis y leerla, al parecer, le divirtió. Me pidió que revelara a la policía el contenido de la carta, pero sin mencionar el nombre de ese Talat. Dijo que esa carta era un documento peligroso y la quemó, con lo que me puse hecha una fiera, pero el hombre me entregó mil leva y me preguntó si yo estimaba a Dimitrios, si le consideraba un amigo. Le respondí que le odiaba. Entonces él exclamó que la amistad era algo sublime y que me daría cinco mil leva si mis declaraciones a la policía eran tal como me había explicado que debían ser -Irana Preveza hizo una pausa y se encogió de hombros antes de continuar-. Eso era hablar en serio, messieurs. ¡Cinco mil leva!

»Cuando la policía fue a interrogarme, declaré todo lo que aquel hombre me había pedido que declarara. Al día siguiente por correo, me llegó un sobre que contenía cinco mil leva. No había nada más en el sobre, ninguna nota. Hasta allí todo fue bien. Pero ya verán ustedes. Unos dos años más tarde vi a aquel hombre en la calle. Me acerqué a él, pero el salop fingió que no me conocía y quiso hacerme arrestar. La amistad es algo sublime.

Madame Preveza cogió su libreta y la volvió a su sitio. Después, se excusó:

– Me disculparán, messieurs, pero es hora de que atienda a mis huéspedes. Creo que he hablado mucho ya. ¿Lo ve usted? No sé nada interesante acerca de Dimitrios.

– Su relato nos ha parecido muy interesante, madame.

La Preveza sonrió.

– Si no tuvieran prisa, messieurs, bien podría yo enseñarles cosas más interesantes que Dimitrios. Tengo aquí dos jóvenes encantadoras que…

– Ahora nos corre prisa, madame. En otro momento nos encantará conocerlas. Espero que nos permita pagar lo que hemos bebido.

Madame volvió a sonreír.

– Como deseen, messieurs, pero ha sido un placer para mí esta charla. ¡No, no, por favor! Soy supersticiosa, no quiero ver dinero en mi despacho privado. Ya le pedirán ustedes la cuenta al camarero, abajo, en la mesa. Me disculparán que no les acompañe, ¿verdad? Tengo que atender cierto negocio ahora. Au'voir, Monsieur. Au'voir, Monsieur. A bientôt.

Los ojos oscuros y húmedos se habían posado sobre ellos con afecto; en ese instante, Latimer se sintió apenado por tener que marcharse.

Abajo, en el club, un encargado les dijo cuánto debían pagar.

– Mil cien leva, messieurs.

– ¡¡¿Qué?!!

– Es el precio que ustedes han convenido con madame, messieurs.

– Verá usted, creo que hacemos mal al desaprobar por entero a Dimitrios -observó Marukakis, mientras esperaban el cambio-. Tenía sus motivos, sin duda.

– Dimitrios había sido contratado por Vazoff para que actuara por cuenta del Banco de Crédito Surasiático; tenía que trabajar en el caso Stambulisky, colaborar en su desaparición. Sería muy interesante llegar a saber cómo se había conectado con esa gente, pero nunca lo sabremos. Sin embargo, les pareció apto, porque más tarde le emplearían para llevar a cabo una tarea del mismo estilo en Adrianópolis. Es posible que allí haya utilizado el apellido Talat.

– La policía turca ignoraba ese apellido. Siempre le han llamado «Dimitrios» -recordó Latimer-. Lo que no logro entender es por qué Vazoff (es evidente que era Vazoff aquel hombre que visitara a La Preveza en 1924) ha permitido que ella dijera que había recibido una carta enviada desde Adrianópolis.

– No cabe duda de que lo ha hecho por una única razón. Porque Dimitrios ya no se encontraba en Adrianópolis -Marukakis reprimió un bostezo-. Ha sido una velada curiosa, ésta.

Estaban de pie, en la acera ante la puerta del hotel de Latimer. El aire de la noche era frío.

– Creo que seguiré mi camino ahora -anunció el escritor.

– ¿Se irá de Sofía?

– Sí, a Belgrado.

– ¿O sea que todavía sigue interesado en Dimitrios?

– Oh, sí -Latimer dudó un instante antes de proseguir-. No puedo expresarle toda mi gratitud por la ayuda que me ha prestado. Para usted todo esto no ha sido más que una tremenda pérdida de tiempo.

Marukakis se echó a reír y después se corrigió con la sonrisa de quien pide disculpas:

– Me he reído de mí mismo: porque le envidio a usted su Dimitrios. Me agradaría que, si descubre algo más en Belgrado, me escriba unas líneas. ¿Lo hará?

– Claro que sí.

Pero Latimer no habría de llegar a Belgrado.

Volvió a darle las gracias a Marukakis y le estrechó la mano. Acto seguido entró en el hotel. Su habitación estaba en el segundo piso. Llave en mano, el escritor subió la escalera. A lo largo del pasillo cubierto por una gruesa alfombra, sus pasos no hacían ningún ruido. Puso la llave en la cerradura y abrió la puerta.

Había esperado encontrarlo todo a oscuras, pero todas las luces estaban encendidas.

Eso le desconcertó. En su mente surgió la idea fugaz de que, quizá, se había equivocado de habitación; pero casi al mismo tiempo advirtió algo que disipaba por entero tal idea. Ese algo era el caos.

Esparcido por el suelo, en un desorden total, estaba el contenido de sus maletas. Tiradas sin cuidado sobre una silla, las sábanas y mantas de la cama. Sobre el colchón, despojado de la funda, estaban diseminados los pocos libros ingleses que había llevado consigo a Atenas. La habitación tenía el aspecto de un cuarto en el que hubieran abierto una jaula llena de chimpancés.

Estupefacto, Latimer avanzó un par de pasos. En ese instante un leve sonido le hizo girar la cabeza hacia la derecha.

Y entonces su corazón comenzó a latir desbocado.

La puerta del lavabo estaba abierta. De pie en el vano, con un tubo de crema dental, completamente estrujado, en una mano y una poderosa Lüger en la otra, abiertos los labios en una dulce y tristona sonrisa, se hallaba mister Peters.

Загрузка...