Latimer sintió que se ruborizaba. Su actitud de profesional condescendiente cambió, de pronto, a la de aficionado ridículo. Era algo desconcertante.
– Pues sí -respondió lentamente-. Creo que sí.
El coronel Haki frunció los labios.
– Sabe usted, mister Latimer -dijo-, pienso que el asesino de un roman policier es mucho más simpático que un asesino de verdad. En una novela hay un cadáver, numerosos sospechosos, un detective y la horca. Se trata de algo artístico. El asesino real no forma parte de una ficción artística. Yo, que soy una especie de policía, me atrevo a asegurárselo a usted rotundamente -Golpeó con el sobre en el escritorio-. Aquí hay un asesino de verdad. Estamos enterados de su existencia desde hace unos veinte años. Este es el dossier de ese individuo. Sabemos de un asesinato que tal vez haya cometido él. Sin duda tiene que haber otros muchos que desconocemos. Este hombre es un caso típico. Un tipo sucio, vulgar, cobarde, una escoria. Asesinato, espionaje, drogas: ésa es la historia. De la que también forman parte dos casos de asesinato.
– ¡Asesinato! Eso implica una cierta dosis de valor, ¿no es verdad?
El coronel dejó oír una risa desagradable.
– Mi querido amigo, Dimitrios jamás hubiera cometido un vulgar asesinato. ¡No! No pertenece a esa clase de individuos que arriesgan su piel por eso. Este tipo permanece entre las sombras. Son los profesionales, los entrepreneurs [5], los nexos entre los hombres de negocios, los políticos que desean obtener ciertos resultados pero les dan miedo los medios para lograrlos, y los fanáticos, los idealistas que están preparados para morir en aras de sus convicciones. En un asesinato o en un intento, lo importante no es saber quién ha disparado, sino quién ha pagado la bala. Las ratas como Dimitrios son las que mejor podrán decirle a usted esto. Siempre están dispuestos a hablar para ahorrarse los inconvenientes de una celda. Dimitrios ha sido igual a cualquier otro. ¡Valor! -Haki volvió a reír-. Sólo que Dimitrios debe de haber sido un poco más inteligente que algunos de los de su clase. Esto se lo puedo asegurar a usted. De acuerdo con los datos de que dispongo, ningún gobierno le ha podido echar el guante y en su dossier no hay fotografías. Pero aquí le conocemos muy bien y también le conocen en Sofía, en Belgrado, en París y en Atenas. Este Dimitrios ha sido un gran viajero.
– Habla usted como si se tratara de un muerto.
– Sí, ha muerto. -El coronel Haki esbozó con sus labios un gesto de evidente desprecio-. Un pescador sacó anoche su cadáver del Bósforo. Se cree que ha sido acuchillado y que su cadáver ha sido arrojado desde un barco. Como basura que ha sido, lo han encontrado flotando.
– Al menos -dijo Latimer- ha muerto de manera violenta. Eso parece ser un arreglo de cuentas.
– ¡Ah! -exclamó el coronel mientras se inclinaba hacia adelante-. Aquí tenemos al escritor: todo debe ser pulcro, artístico, como en un roman policier. ¡Muy bien! -acercó el dossier hacia sí, lo abrió-. Escuche, mister Latimer, escuche esto. Después me dirá si encuentra algo artístico aquí.
Al instante comenzó a leer:
– «Dimitrios Makropoulos» -se detuvo para alzar los ojos-. No hemos logrado averiguar nunca si éste era el apellido de la familia que lo adoptó o si se trataba de un alias. Normalmente todos le llaman Dimitrios -Haki le dio la vuelta a otro folio-. «Dimitrios Makropoulos. Nacido en 1881, en Larissa, Grecia. Se le encontró después de haber sido abandonado por sus padres, a quienes se desconoce. Madre rumana, tal vez. Registrado como súbdito griego y adoptado por una familia griega. Antecedentes criminales en poder de la policía griega. Los detalles no se han podido obtener.» -Haki miró a Latimer-. Esto es cuanto se sabe de él, del periodo anterior a lo que conocemos nosotros de ese individuo. Hemos tenido noticias de Dimitrios por primera vez en Izmir [6] en 1922, pocos días después de que nuestras tropas ocuparan la ciudad. Un deunme [7] llamado Sholem fue hallado en su habitación, degollado. Este hombre era prestamista y guardaba su dinero bajo la madera del piso. Las tablas aparecieron arrancadas y ya no había dinero debajo. En esos días, en Izmir, la violencia era moneda corriente y muy poco caso hacían de ella las autoridades militares. El asesinato podía haber sido cometido por alguno de nuestros soldados. Pero otro judío, amigo de Sholem, llamó la atención de las autoridades militares respecto a la conducta de un negro llamado Dhris Mohammed, que había ido por los cafés de la ciudad gastando dinero y proclamando que había conseguido que un judío le hiciera un préstamo sin cobrarle intereses. Se llevaron a cabo algunas investigaciones y el individuo llamado Dhris fue arrestado. Sus respuestas ante el tribunal militar fueron consideradas como poco satisfactorias y se le condenó a muerte. Entonces el reo hizo una amplia confesión. Dhris era empacador de higos y declaró que uno de sus compañeros, un hombre al que llamó Dimitrios, le había hablado del dinero que Sholem escondía bajo las tablas del piso de su habitación. Ambos habían planeado el robo y una noche fueron al cuarto de Sholem. Fue Dimitrios quien, según declaró el acusado, asesinó al judío. Dhris creía que Dimitrios, por poseer papeles de nacionalidad griega, había escapado después de comprar un pasaje en uno de los barcos para refugiados que partían desde lugares secretos de la costa.
Antes de proseguir con la lectura, el coronel Haki se encogió de hombros.
– Las autoridades no dieron fe a esta declaración. En aquel entonces Turquía estaba en guerra con Grecia y el relato parecía ser uno de esos que un individuo culpable inventa para no ser condenado. No obstante, se ha comprobado que existía un empacador de higos llamado Dimitrios, al que sus compañeros habían repudiado y que desapareció -Haki sonrió-. Muchos griegos llamados Dimitrios desaparecieron en ese tiempo. Cualquiera podía tropezarse con sus cuerpos en las calles o verlos flotando en las aguas del puerto. El relato del negro no pudo ser comprobado. Y se le ahorcó.
El coronel hizo una pausa. En realidad, durante toda esa exposición no había mirado casi los folios del dossier.
– Tiene usted muy buena memoria para los hechos -comentó Latimer.
Haki volvió a sonreír.
– Yo era el presidente de aquel tribunal militar. Gracias a eso, más tarde, pude seguir los pasos de Dimitrios. Un año después de aquellos hechos, me trasladaron al servicio de la policía secreta. En 1924 un complot para asesinar al Gazi fue descubierto por nuestros agentes. Eso ocurrió el año en que fue abolido el califato y la conspiración era, evidentemente, obra de un grupo de fanáticos religiosos. Por cierto que los hombres que se encontraban tras la conjura eran agentes de personas que mantenían excelentes relaciones con funcionarios del gobierno de un vecino país amigo. Todos ellos tenían buenos motivos para desear que el Gazi desapareciera de su camino. La conjura fue descubierta. Los detalles carecen de importancia. Pero uno de los agentes que logró escapar era un hombre conocido como Dimitrios -El coronel le ofreció la cigarrera a Latimer-: Fume usted, por favor.
Latimer hizo un gesto negativo con la cabeza.
– ¿Era el mismo Dimitrios?
– Sí, lo era. Ahora, mister Latimer, respóndame con sinceridad: ¿tiene algún valor literario todo esto? ¿Podría sacar de aquí un buen roman policier? Y en todo lo que le he contado, ¿hay algo que pueda tener siquiera un mínimo interés para un escritor?
– El trabajo de la policía me interesa muchísimo… naturalmente. Pero, ¿qué ha sucedido con Dimitrios? ¿Cómo ha terminado esta historia?
El coronel Haki hizo castañetear sus dedos.
– Esperaba que me hiciera esta pregunta. Sabía que me lo preguntaría. Y mi respuesta es: no hubo final.
– ¿Qué ocurrió, pues?
– Ya se lo diré. El primer problema consistía en esclarecer la identidad del Dimitrios de Izmir con respecto a la del Dimitrios de Edirné [8]. De modo que volvimos a revisar el caso de Sholem, las autoridades dictaron una orden de arresto contra un mercader griego llamado Dimitrios, bajo la acusación de asesinato, y con ese pretexto, pedimos la colaboración de las autoridades de la policía extranjera. No hemos conseguido demasiadas pistas, pero sí las suficientes. Dimitrios había estado implicado en el intento de asesinato a Stambulisky en Bulgaria, que había precedido al putsch [9] de los oficiales macedónicos en 1923. La policía de Sofía no poseía muchos datos pero, de todas maneras, a Dimitrios se le conocía allí como un griego que había llegado desde Izmir. Una mujer a quien se había unido fue interrogada en Sofía. Por sus declaraciones se supo que Dimitrios le había escrito poco tiempo antes, sin darle su dirección. La mujer tenía importantes y graves motivos para desear ponerse en contacto con él, de modo que reparó en el sello de correos: era de Edirné. La policía de Sofía obtuvo una somera descripción del individuo, acorde con la que había dado aquel negro de Izmir. La policía griega confirmó que tenía antecedentes criminales de ese hombre anteriores a 1922 y puso a nuestra disposición un detallado informe de esos antecedentes. Es posible que la orden de arresto exista todavía, pero con ella no hemos logrado cazar a Dimitrios.
»Hace apenas dos años volví a tener noticias de él. En aquella ocasión el Gobierno yugoslavo nos consultó acerca de un súbdito turco llamado Dimitrios Talat. Se le acusaba, según nos dijeron, de robo. Pero uno de nuestros agentes en Belgrado informó que el móvil del robo había sido la obtención de ciertos documentos secretos de la marina y que el cargo que el Gobierno yugoslavo esperaba esgrimir contra Dimitrios era el de espionaje a favor de Francia. Por el nombre de pila y por la descripción que nos hizo la policía de Belgrado, supusimos que ese Talat era, quizá, Dimitrios de Izmir. Por aquel entonces nuestro cónsul en Suiza había renovado el pasaporte, al parecer expedido en Ankara, de un hombre llamado Talat. Se trata de un apellido turco bastante corriente, pero cuando se buscó en los archivos el comprobante de la renovación, se averiguó que jamás se había expedido un pasaporte con ese número. Era un pasaporte falso -El coronel Haki abrió sus manos a modo de conclusión-. Ya lo ve usted, mister Latimer. Esta es su historia: incompleta, sin valor artístico, sin investigaciones, sin sospechosos ni móviles ocultos; pura sordidez.
– Pero interesante, a pesar de todo -objetó Latimer-. ¿Qué ha sucedido con el descubrimiento de aquel pasaporte de Talat?
– ¿Aún busca usted un final para su historia, mister Latimer? Pues bien: no se ha sabido nada acerca de aquel Talat; no ha sido más que un nombre. Jamás hemos vuelto a saber nada de él. Si ha utilizado ese pasaporte, lo ignoramos. Y no importa. Tenemos a Dimitrios. Es un cadáver, por cierto, pero lo tenemos. La policía regular hará sus investigaciones, sin duda, y nos informará que no hay modo de descubrir al asesino. Este dossier irá a parar a nuestros archivos. Entre tantos otros similares, éste no es más que un caso más.
– Usted ha dicho algo acerca de tráfico de drogas.
En el rostro del coronel Haki comenzaba a dibujarse una expresión de aburrimiento.
– Oh, sí. Dimitrios, según creo, hizo una sustanciosa suma de dinero con las drogas, tiempo atrás. Es otra historia sin final. Unos tres años después de aquel asunto de Belgrado hemos tenido de nuevo noticias de este individuo. No se trataba de nada relacionado con nuestro país, pero la información que obtuvimos fue agregada al dossier, una mera cuestión de rutina -Haki buscó algo entre los folios y comenzó a leer-: «En 1929 el Comité Asesor de la Liga de las Naciones sobre el tráfico ilícito de drogas recibió un informe del Gobierno francés referido a la captura de un cargamento importante de heroína en la frontera suiza. La droga había sido escondida en el colchón de un coche litera de un tren proveniente de Sofía. A uno de los camareros del coche se le consideró responsable del contrabando, pero cuanto ha podido o querido decir a la policía ha sido que la droga debía ser retirada por un hombre que trabajaba en la estación de término del ferrocarril. El camarero declaró que ignoraba el nombre del individuo y aseguró que jamás había hablado con él, pero facilitó una descripción del sujeto. Más adelante dicho hombre fue detenido. Durante el interrogatorio subsiguiente, admitió su culpabilidad pero juró desconocer el destino de la droga. Este hombre recibía un cargamento cada mes, que era recogido por un tercer sujeto. La policía le tendió una trampa y arrestó a este individuo, descubriendo que existía un cuarto intermediario. Fueron arrestados en total seis hombres, relacionados con el caso, llegándose a obtener un único dato fidedigno: a la cabeza de la organización que distribuía la droga estaba un hombre llamado Dimitrios. A través del Comité, el Gobierno de Bulgaria reveló entonces que se había hallado un laboratorio clandestino de heroína en Radomir y que se habían incautado doscientos treinta kilos de heroína lista para ser enviada al exterior. El nombre del destinatario era Dimitrios. A lo largo del año siguiente, los policías franceses lograron descubrir uno o dos importantes cargamentos consignados a nombre de Dimitrios. Pero no pudieron llegar mucho más cerca del mismo Dimitrios. Surgieron dificultades. La mercancía jamás arribaba, al parecer, dos veces por la misma vía, y a finales de aquel año, 1930, todo cuanto habían obtenido se reducía al arresto de un buen número de contrabandistas y de algunos mercachifles insignificantes. A juzgar por las cantidades de heroína incautadas en esa ocasión, se dedujo que Dimitrios tuvo que haber amasado importantes sumas de dinero. Luego, de pronto, al cabo de un año de aquellos hechos, Dimitrios desapareció del mundo del tráfico de estupefacientes. Las primeras noticias que la policía tuvo al respecto llegaron por medio de una carta anónima que refería los nombres de los principales miembros de la banda, la historia de sus vidas y los detalles de cómo se podrían obtener las pruebas en contra de cada uno de ellos. En aquel tiempo, la policía francesa había elaborado una tesis: aseguraban que el propio Dimitrios se había convertido en adicto a la heroína. Ya fuera cierto o no, el hecho es que en diciembre se procedió a la detención de esa banda. Una de esas personas, una mujer, había sido denunciada ya por fraude. Algunos de los arrestados juraron que asesinarían a Dimitrios en cuanto salieran de la cárcel, pero lo más que dijeron a la policía fue que su apellido era Makropoulos y que era dueño de un piso en el decimoséptimo arrondissement [10]. La policía jamás pudo hallar el piso y jamás pudo hallar a Dimitrios.»
El empleado vestido con ropas militares había entrado al despacho y aguardaba de pie junto al escritorio.
– ¡Ah! -dijo el coronel-; aquí está su copia.
Latimer cogió los folios y le dio las gracias con una expresión evasiva.
– ¿Eso fue lo último que ha sabido acerca de Dimitrios?-preguntó.
– Oh, no. La última noticia sobre este individuo nos llegó después, un año más tarde. Un croata había intentado asesinar a un político yugoslavo en Zagreb. En la confesión que hizo ante la policía, afirmó que la pistola utilizada en el atentado la había obtenido en Roma, de manos de un hombre llamado Dimitrios. De tratarse de Dimitrios de Izmir, eso significaría que ha vuelto a su antigua profesión. Un sucio bandido. Existen algunos más como él, que bien podrían estar flotando en las aguas del Bósforo.
– Usted me ha dicho que jamás ha visto una fotografía de ese hombre. ¿Cómo le han identificado, entonces?
– Han encontrado una carte d'identité [11] cosida en la parte interior del forro de su chaqueta. Este documento fue expedido hace un año, en Lyon, a nombre de Dimitrios Makropoulos. Es el tipo de documentación que se da a los turistas y en él se describe al sujeto como persona sin trabajo. Todo esto puede significar cualquier cosa. Por supuesto, en esa tarjeta hay una fotografía. La hemos enviado a las autoridades francesas, quienes nos han asegurado que se trata de una fotografía auténtica. -El coronel Haki apartó de sí el dossier y se puso en pie-. Mañana habrá una pesquisa. Debo asistir a ella y ahora mismo tengo que ir a ver el cadáver que está en el depósito policial. Esto es algo con lo que usted no ha de verse en sus libros, mister Latimer: una lista de reglamentaciones. Ha sido hallado el cadáver de un hombre flotando en el Bósforo. Un asunto que incumbe a la policía, sin duda. No obstante, y ya que a ese hombre se le cita en un dossier de nuestros archivos, mi organización también tiene que participar. En fin, mi coche está esperando. ¿Quiere usted que le lleve a alguna parte?
– Si mi hotel no cae demasiado lejos de su camino, podría dejarme allí, tal vez.
– Sí, claro. ¿Tiene ya usted la copia del argumento de su nuevo libro? Bueno. Nos marchamos, pues.
Una vez en el coche, el coronel expuso sus opiniones acerca de las virtudes de La clave del testamento ensangrentado. Latimer le prometió que se mantendría en contacto con él y que le informaría de los progresos de la novela.
El coche se detuvo frente al hotel. Ya habían intercambiado los saludos acostumbrados y Latimer se disponía a bajar del coche, cuando, tras un instante de vacilación, volvió a reclinarse contra el respaldo de su asiento.
– Mire usted, coronel -dijo-, quiero hacerle lo que tal vez le parezca una extraña petición.
El coronel gesticuló amistosamente.
– Sí, dígame usted.
– Tengo la curiosidad de ver el cadáver de ese hombre, Dimitrios. Me pregunto si podría llevarme al depósito con usted.
El coronel frunció el entrecejo y después se encogió de hombros.
– Si quiere venir, puede hacerlo. Pero no veo…
– Jamás he visto -mintió Latimer al instante- ni un cadáver ni una morgue. Y creo que todos los escritores de novelas policíacas tienen que verlos alguna vez.
El rostro del coronel se despejó.
– Mi querido amigo, está usted en lo cierto. No es imposible escribir sobre lo que jamás se ha visto -Haki hizo una seña al chófer para que reemprendiera la marcha-. Tal vez podamos -agregó cuando el coche se hubo puesto en movimiento- incorporar a su nuevo libro una escena en una morgue. Lo pensaré.
El depósito de cadáveres era un pequeño edificio construido con chapas acanaladas de hierro, dentro del predio de una comisaría, cerca de la mezquita de Nouri Osmanieh.
Un oficial de la policía, recogido en route [12] por el coronel, les guió a través del patio que separaba al depósito del edificio principal. El calor de la tarde se había detenido encima del piso de hormigón, con un vaho tembloroso. Latimer comenzó a arrepentirse de haber ido a ese sitio: no era el momento apropiado para visitar depósitos de cadáveres construidos con chapas acanaladas.
El oficial hizo girar la llave en la cerradura y abrió la puerta. Una tromba de aire caliente, cargado de olor a ácido fénico, se precipitó a recibirles, como si se tratara del efluvio de un horno. Latimer se quitó el sombrero y siguió al coronel.
No había ventanas y la luz procedía de una única bombilla, muy potente, metida dentro de un reflector esmaltado. A cada uno de los lados de un pasillo que recorría el centro del depósito, había cuatro mesas de madera, muy altas. A excepción de tres de ellas, las demás estaban desnudas. Sobre aquellas tres mesas, una tela encerada, rígida, destacaba un poco apenas por encima del nivel de las mesas desnudas. El calor era insoportable y Latimer sentía que el sudor comenzaba a empapar su camisa y a deslizarse hacia abajo, a lo largo de sus piernas.
– Hace mucho calor -dijo.
El coronel Haki se encogió de hombros y con un movimiento de cabeza señaló las mesas cubiertas.
– Ellos no se quejan.
El oficial se acercó a la más próxima de las tres mesas y se inclinó para retirar la tela que la cubría. El coronel se adelantó para observar el cadáver. Latimer se forzó a sí mismo a seguirle.
El cuerpo que yacía sobre la madera era el de un hombre bajo, de anchos hombros, de unos cincuenta años. Desde su sitio, Latimer podía ver muy poco de su cara: tan sólo una masa de carne de color ceniciento y un mechón de desgreñado pelo gris. El cuerpo estaba envuelto con una tela impermeable. Junto a los pies había una pila de ropas arrugadas: prendas interiores, una camisa, calcetines, una corbata estampada con flores, un traje azul, de sarga, que el agua de mar había vuelto casi gris. Junto a la pila de ropas descansaba un par de zapatos estrechos y puntiagudos, cuyas suelas se habían combado al secarse.
Latimer se adelantó un paso, para poder ver la cara de aquel cuerpo.
Nadie se había preocupado de cerrarle los ojos y el blanco de las córneas se alzaba hacia la luz. La mandíbula inferior estaba apenas caída. No era el rostro que Latimer se había imaginado: redondo, de labios gruesos -y no finos-, una cara que puede temblar y traducir la intensidad de una emoción. Las mejillas eran suaves, de línea rotunda. Pero era demasiado tarde para hacerse ninguna clase de juicio acerca de la mente que en otro tiempo había alentado detrás de esas facciones. Esa mente ya había desaparecido.
El oficial hablaba con el coronel Haki. Al cabo de unos segundos, calló.
– Muerto de una cuchillada en el vientre, según el informe del médico -tradujo el coronel-. Ya había muerto cuando le arrojaron al agua.
– ¿Dónde han sido compradas las ropas?
– En Lyon, excepto el traje y los zapatos, que son griegos. Todo de mala calidad.
Haki volvió a hablar con el oficial.
Latimer observaba el cadáver. De modo que ése era Dimitrios. Ese era el hombre que, tal vez, le cortó el cuello a Sholem, aquel judío que se había convertido al islamismo. Ese era el hombre que había participado en varios asesinatos, que había trabajado de espía para Francia. Ese hombre había traficado con drogas, había vendido un arma a un terrorista croata, y por último, había sido víctima de la violencia él mismo.
Ese bulto de color ceniciento significaba el final de una odisea. En el último capítulo, Dimitrios había regresado al país en el que, años atrás, se iniciara su trayectoria.
Muchos años. Europa, después de la agonía, imaginó por un instante que sus dolores constituirían una nueva gloria; después, había vuelto a caer en el lodo, en medio de los pavores de la guerra. Nuevos gobiernos habían surgido y habían caído; hombres y mujeres habían trabajado, habían padecido hambre, habían dicho discursos, habían luchado, habían sido torturados, habían muerto. La esperanza había surgido y se había apagado; una fugitiva en el aura perfumada de la ilusión. Los hombres habían aprendido a husmear la materia de los sueños impetuosos del alma y esperaban sin inmutarse que las plataformas giratorias pusieran a los cañones en el sitio exacto para la destrucción.
Y a lo largo de todos aquellos años, Dimitrios había vivido y respirado y mantenido tratos con sus extraños dioses. Había sido un hombre peligroso. Ahora, en medio de la soledad de su muerte, junto a aquella escuálida pila de ropas que constituían todo su patrimonio, resultaba digno de piedad.
Latimer observó a los dos funcionarios, mientras discutían acerca de los datos con que rellenarían un formulario, que el oficial se había sacado de un bolsillo. Ambos comenzaron a revolver las ropas, para hacer un inventario de ellas.
No obstante, en algún momento de su vida, Dimitrios había hecho dinero, mucho dinero. ¿Qué había ocurrido con esa fortuna?¿Lo habría gastado?¿Lo habría perdido?«Lo que se consigue fácilmente, fácilmente se pierde», dicen. ¿Pero era Dimitrios hombre que derrochara el dinero con facilidad, fuese cual fuera la manera como lo hubiera obtenido?¡Esos funcionarios sabían tan poco de él! Unos pocos hechos concretos acerca de ciertos incidentes especiales de su vida: ¡eso era todo lo que contenía el dossier! Nada más. Y por cada uno de los crímenes descritos en el dossier, sin duda habría otros, tal vez mucho más graves, incluso. ¿Qué podía haber ocurrido durante aquellos intervalos de dos o tres años que el dossier sorteaba de modo tan despreocupado?¿Y qué había ocurrido desde su estancia en Lyon, un año atrás?¿Por qué camino había avanzado para llegar a la cita que concertara con Némesis?
Todas ésas eran preguntas que el coronel Haki no se molestaría en formularse, y mucho menos, en hallar la respuesta. Haki era un simple profesional, preocupado tan sólo por el hecho desagradable de tener que disponer de un cadáver en estado de descomposición.
Pero sin duda habría gente que lo supiera, que supiera de la vida de Dimitrios, que hubiera conocido a sus amigos (si es que realmente los había tenido) y a sus enemigos. Sin duda habría gente en Esmirna, en Sofía, en Belgrado, en Adrianópolis, en París, en Lyon, gente de toda Europa que podría responderle a sus preguntas.
Si era capaz de hallar a toda aquella gente, si era capaz de obtener de ellos las respuestas a sus preguntas, Latimer tendría en sus manos el material para lo que, seguramente, sería la más extraña de las biografías.
El corazón de Latimer detuvo sus latidos. Era absurdo intentarlo, por supuesto. Una locura en la que no valía la pena pensar siquiera. En caso de hacerlo, habría que empezar en Esmirna, por así decir, y tratar de seguir uno a uno los pasos de aquel hombre, utilizando el dossier como guía inicial.
Podía ser una nueva experiencia como investigador, por cierto. Era posible que no descubriera nada; pero incluso el fracaso iba a aportar alguna pista aprovechable.
Lo lógico era que todas aquellas investigaciones rutinarias, que había organizado tan fácilmente en sus novelas, fueran llevadas a la práctica, al menos una vez, por él mismo.
Por supuesto que ningún hombre que tuviera un mínimo de sentido común podría soñar con salir a la caza del ganso salvaje… ¡no, por el amor de Dios! Pero era divertido jugar con la idea, y si de alguna manera Estambul comenzaba a convertirse en un lugar un poquitín aburrido…
Latimer alzó los ojos y se encontró con la mirada del coronel.
Haki hizo una alusión al calor que reinaba en el depósito. Ya había terminado su tarea de rellenar los papeles con el oficial.
– ¿Ha visto ya todo lo que quería ver?
Latimer asintió con un movimiento de cabeza.
El coronel Haki se volvió y le echó al cadáver una mirada como si se tratara de una obra de artesanía de la que fuese su propio artífice, y de la que estuviera a punto de desprenderse. Durante uno o dos segundos permaneció inmóvil. Después su brazo derecho se adelantó hasta que su mano cogió el pelo del muerto, para levantar la cabeza de modo que los ojos sin vida se enfrentaran con los suyos.
– Un demonio espantoso, ¿verdad?-dijo-. La vida es algo muy extraño. Le he conocido a lo largo de veinte años y ésta es la primera vez que le veo cara a cara. Estos ojos han visto cosas que me hubiera gustado ver. Es una lástima que esa boca ya no pueda hablar sobre ellas.
Haki soltó el mechón de pelo y la cabeza cayó sobre la madera, produciendo un sonido sordo; después, el coronel sacó de su bolsillo un pañuelo de seda y se limpió los dedos cuidadosamente.
– Cuanto antes esté en un ataúd, mejor -comentó mientras salían del depósito.