Dos días más tarde, Latimer partió de Esmirna. No había vuelto a ver a Muishkin.
Siempre ha sido algo fascinante ver que una persona, aunque con ingenua arrogancia crea dominar los hilos que mueven su destino, resulte ser juguete de circunstancias que van más allá de sus propias posibilidades de control. Esto es lo esencial de las mejores obras de teatro, desde el Edipo de Sófocles hasta East Lynne.
Sin embargo, cuando uno mismo ha pasado por esta situación y reflexiona sobre ella, esa fascinación se convierte en algo baladí un tanto ambiguo. De modo que cuando Latimer, tiempo atrás, reconsideró aquellos días pasados en Esmirna, se sintió abrumado no tanto por desconocer el papel que estaba desempeñando, como por el carácter bienaventurado que acompaña a la ignorancia.
Se había metido en aquel asunto convencido de que tenía los ojos bien abiertos, cuando, en realidad, los tenía absolutamente cerrados. Pero eso, al menos, era un hecho irreversible. Lo irritante del caso consistía en que no se había percatado de nada durante un largo período. Por cierto que no era justo consigo mismo, pero su orgullo, la estima de sí mismo, había sufrido una mengua. Sin darse cuenta de ello, de su papel de sofisticado e impersonal registrador de hechos, había llegado a convertirse en el activo participante de un melodrama.
A la mañana siguiente de la cena con Muishkin, se sentó ante su libreta de notas para poner en orden el material de sus pesquisas.
Un día de principios del mes de octubre de 1922, Dimitrios partió de Esmirna. Entonces tenía dinero suficiente para comprar un billete en uno de aquellos barcos griegos. Luego, el coronel Haki volvió a tener noticias de él estando en Adrianópolis, dos años más tarde. Pero en ese intervalo, la policía búlgara supo de la participación de Dimitrios en el intento de asesinar a Stambutisky.
Latimer no podía precisar con seguridad la fecha de aquel atentado, pero aun así comenzó a establecer una tabla cronológica no muy exacta.
FECHA: 1922 (octubre)
LUGAR: Esmirna
OBSERVACIONES: Sholem
FUENTE: Archivos policiales
FECHA: 1923 (comienzos)
LUGAR: Sofía
OBSERVACIONES: Stambulisky
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1924
LUGAR: Adrianópolis
OBSERVACIONES: Atentado contra Kemal
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1926
LUGAR: Belgrado
OBSERVACIONES: Espionaje para Francia
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1926
LUGAR: Suiza
OBSERVACIONES: Pasaporte a nombre de Talat
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1929-31 (?)
LUGAR: París
OBSERVACIONES: Drogas
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1932
LUGAR: Zagreb
OBSERVACIONES: Asesino croata
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1937
LUGAR: I von
OBSERVACIONES: Carte d'identité
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1938
LUGAR: Estambul
OBSERVACIONES: Asesinado
FUENTE: Cor. Haki
El problema más inmediato era, pues, comenzar a desenmarañar todo aquello. En los seis meses siguientes al asesinato de Sholem, Dimitrios salió de Esmirna, se encaminó a Sofía y se sumó al complot para asesinar al primer ministro búlgaro. Latimer encontraba difícil llegar a calcular el tiempo que se requiere para entrar a tomar parte de una conspiración destinada a asesinar a un primer ministro; no obstante, no resultaba descabellado pensar que Dimitrios hubiese llegado a Sofía poco tiempo después de su partida de Esmirna.
De haber escapado en un barco griego, su primer destino habría sido, sin duda, el puerto del Pireo y, luego, Atenas. Desde Atenas podía haber llegado por tierra hasta Sofia, vía Salónica, o bien por mar, a través del estrecho de los Dardanelos, el Bósforo, podía haber desembarcado en Burgas o en Varna, puertos búlgaros del mar Negro.
En aquellos días, Estambul estaba en poder de los aliados. Y Dimitrios no tenía nada que temer de los aliados. El problema era saber qué le llevaba a Sofía.
Pues bien, lo más lógico era ir a Atenas y desde allí emprender la tarea de rastrear su paradero. Iba a resultar difícil, sin duda. Aun cuando en esa época se hubiera intentado llevar un registro de los refugiados que llegaban, de diez mil en diez mil, era más que probable que esos registros, si aún existían, fueran incompletos. Pero no tenía sentido augurarse a sí mismo el fracaso.
Latimer tenía varios amigos influyentes en Atenas, de modo que si existía alguna clase de registro, daba por sentado que podría tener acceso al documento. Y así, se decidió a cerrar su libreta de notas.
Cuando el barco que cada semana soltaba amarras en Esmirna y ponía proa hacia el Pireo partió al día siguiente, Latimer era uno de sus viajeros.
Durante los meses subsiguientes a la ocupación de Esmirna por los turcos, más de ochocientos mil griegos regresaron a su país. Cargamento tras cargamento, llegaban apiñados en las cubiertas y en las bodegas de los barcos. Muchos de ellos iban desnudos y estaban famélicos. Algunos llevaban aún entre sus brazos los cuerpos de criaturas muertas que no habían podido sepultar. Con ellos llegaron los gérmenes del tifus y de la viruela.
Destrozados por la guerra, en la ruina total, debilitados por la falta de comida y diezmados por la carencia de medicinas, eran recibidos por su país de origen. En los presurosamente improvisados campos de refugiados morían como moscas. En las afueras de Atenas, del Pireo y de Salónica, una multitud informe yacía congelándose en medio del frío del invierno griego.
En Ginebra, la IV Asamblea de la Liga de las Naciones votó la entrega de cien mil francos oro a la organización Nansen, para que acudiera inmediatamente en ayuda de los refugiados griegos. Y así comenzó el trabajo de asistencia. Se montaron enormes edificios para albergar a aquellos infelices. Se les proporcionó comida, ropa y medicamentos. Las epidemias fueron controladas. Los supervivientes empezaron a dividirse por su propia voluntad, en nuevas comunidades. Por primera vez en la historia, un desastre de proporciones desmesuradas se había solucionado gracias al esfuerzo humanitario y a la razón. Parecía que, por fin, el animal humano descubría su conciencia, se hacía cargo del valor de su condición humana y racional.
Esto y mucho más aún oyó Latimer de boca de su amigo Siantos, en Atenas. Sin embargo, cuando llegó el momento de sus preguntas, el escritor vio que los labios de su amigo se fruncían en un gesto de desaliento:
– ¿Un registro completo de los refugiados provenientes de Esmirna? Eso es demasiado pedir. Si usted hubiera visto cómo llegaban… Eran tantos y en un estado tan desesperado… -y después formuló la pregunta inevitable-: ¿qué interés puede tener en eso?
Latimer ya había pensado que esa pregunta surgiría una y otra vez, y, por lo tanto, había preparado su explicación. Decir la verdad, explicar que, por razones meramente académicas, intentaba seguir el rastro de un criminal muerto llamado Dimitrios, sería una larga y compleja tarea. Además, no pretendía que nadie creyera en el éxito de su trabajo. Lo que en un depósito de cadáveres de Turquía pudo haberle parecido una idea brillante, a la luz nítida y cálida del otoño griego bien podía convertirse en algo perfectamente absurdo. Mucho más sencillo le tendría que resultar el uso de un subterfugio elegante.
Y respondió así:
– Todo esto está relacionado con el nuevo libro que estoy escribiendo. Se trata de un detalle que debo comprobar. Quiero saber si después de tanto tiempo es posible seguir la pista de un refugiado.
Siantos dijo que comprendía y Latimer sonrió, abrumado por la vergüenza en el fondo de su corazón. El hecho de ser escritor podía ser aducido en las más diversas circunstancias con el fin de explicar incluso actitudes extravagantes.
Había acudido a Siantos porque sabía que, en Atenas, ese hombre ocupaba un importante puesto en el gobierno; y por medio de 61 le salió al encuentro la primera dificultad.
Sólo al cabo de una semana Siantos pudo comunicarle que existía un único registro, custodiado por las autoridades municipales y que no se permitía que personas no autorizadas tuvieran acceso a los archivos. Y el permiso exigía un trámite detallado. Le llevó otra semana: una semana de espera, de estar sentado en kafenios, de ser presentado a sedientos caballeros que tenían contactos dentro de las oficinas del municipio.
Con todo, el permiso fue expedido finalmente y al día siguiente Latimer, hacía acto de presencia en las oficinas en las que estaba archivado aquel registro.
La oficina de información era una habitación desnuda, con el piso cubierto de mosaicos y un mostrador en un extremo. Sentado detrás del mostrador se hallaba el empleado encargado del archivo. Aquel hombre se encogió de hombros una vez Latimer hubo formulado su pedido. ¿Un empacador de higos llamado Dimitrios? ¿Octubre de 1922? Era imposible. El registro había sido ordenado por orden alfabético de apellidos.
El corazón de Latimer se ensombreció. Tantas molestias para nada. Ya había dado las gracias al empleado y algunos pasos para marcharse, cuando se le ocurrió una idea. La posibilidad era muy remota…
Volvió junto al empleado.
– El apellido -le dijo- podría ser Makropoulos.
Como diría más tarde, Latimer tuvo en ese momento la vaga seguridad de ver entrar a un hombre en la oficina, por la puerta que daba a la calle. El sol dejaba caer sus rayos oblicuamente dentro de la habitación y durante una fracción de segundo, una larga sombra deformada se balanceó sobre los mosaicos del piso, mientras aquel visitante pasaba junto a la ventana.
– ¿Dimitrios Makropoulos?-repitió el empleado-. Eso ya es otra cosa. Si existe alguna persona con ese nombre en el registro, la encontraremos. Es cuestión de paciencia y de organización. Pase por aquí, por favor.
Alzó una tapa del mostrador para que Latimer pasara. Mientras la mantenía levantada, miró hacia el fondo de la habitación, por encima del hombro de Latimer.
– ¡Se ha ido! -exclamó-. Nadie me echa una mano en mi trabajo de organización. Todo el peso recae sobre mis espaldas. Pero la gente no tiene paciencia. Si de momento estoy ocupado. Y no pueden esperar -liquidó el asunto con un gesto-. En fin, eso es cosa de cada uno. Yo cumplo con mi deber. ¿Quiere usted seguirme, por favor?
Latimer le siguió a través de un tramo de escaleras de piedra, hasta desembocar en un extenso sótano ocupado por numerosas filas paralelas de armarios metálicos.
– Organización -comentó el empleado-, ése es el secreto del arte de gobernar en los días que corren. La organización engrandecerá a Grecia. Un nuevo imperio. Pero hay que tener paciencia -dijo mientras se dirigía hacia un grupo de pequeños armarios ordenados en un ángulo del sótano; abrió un cajón y comenzó a separar las tarjetas allí ordenadas; al cabo de un momento se detuvo, separó una tarjeta y la leyó con atención antes de devolverla a su sitio-. Makropoulos. Si este hombre ha sido registrado, encontraremos su ficha en el cajón número dieciséis. Esto es la organización.
En el cajón número dieciséis, sin embargo, no encontraron nada. El empleado hizo un gesto de impotencia y volvió a buscar, pero sin éxito. En ese instante, Latimer recordó algo:
– Busque por el apellido Talat -pidió, con acento casi desesperado.
– Pero es un apellido turco.
– Lo sé, pero búsquelo.
El empleado se encogió de hombros. Volvió, pues, a consultar el fichero principal.
– Cajón veintisiete -anunció el hombre, con cierta impaciencia-. ¿Está usted seguro de que ese individuo vino a Atenas? En aquellos días muchos desembarcaban en Salónica. ¿Por qué no pudo haberlo hecho este empacador de higos?
Esa era la pregunta que el mismo Latimer se había formulado ya antes. Pero nada dijo y observó los dedos de su acompañante recorriendo otro grupo de tarjetas. De pronto el hombre se detuvo.
– ¿Lo ha encontrado?-preguntó Latimer, ansioso.
El empleado extrajo una tarjeta del cajón.
– Aquí hay uno -dijo-. Este hombre era empacador de higos, pero se llamaba Dimitrios Taladis.
– Permítame verlo.
Latimer cogió la tarjeta. ¡Dimitrios Taladis! Allí estaba, y por escrito. Había descubierto ya algo que el coronel Haki ignoraba: Dimitrios había utilizado el apellido Talat antes de 1926. No cabía duda de que ése era Dimitrios. Simplemente había agregado un sufijo griego al apellido. Echó una rápida mirada al texto. Allí había otras cosas que el coronel Haki tampoco sabía.
Observó la expresión radiante del empleado.
– ¿Puedo copiar esto?
– Claro que sí. Paciencia y organización, ya lo ha visto usted. Mi organización tiene por fin ser útil. Pero no puedo permitir que el registro permanezca fuera de mi vista. Así lo exige el reglamento.
Bajo los ojos un tanto ofuscados del apóstol de la organización y de la paciencia, Latimer comenzó a copiar las frases anotadas en la tarjeta, traduciendo el texto al pasarlo a su libreta de notas. La tarjeta decía así:
NUMERO T. 53462
ORGANIZACIÓN NACIONAL
DE SOCORRO
Sector de refugio: Atenas
Sexo: masculino. Nombre: Dimitrios. Lugar y fecha de nacimiento: Salónica, 1889. Ocupación: empacador de higos. Padres: se cree que han muerto. Documento de identidad o pasaporte: carnet de identidad extraviado. Dice haberlo tramitado en Esmirna. Nacionalidad: griega. Llegada: 1 de octubre de 1922. Procedencia: Esmirna. Resultados del examen médico: físicamente apto, sin enfermedades. Observaciones: sin dinero; asignado al campo de Tabouria; se le ha entregado una tarjeta de identidad provisional.
Nota: Ha abandonado el campo de Tabouria por propia decisión, el día 29 de noviembre de 1922. Orden de arresto, bajo la acusación de robo e intento de asesinato, librada en Atenas el 30 de noviembre de 1922. Se cree que ha escapado por mar.
Sí, era Dimitrios, sin duda alguna. La fecha de nacimiento concordaba con la que proporcionara la policía griega (que, a su vez, la había obtenido de una información anterior a 1922) al coronel Haki. No obstante, el lugar de nacimiento era distinto. De acuerdo con el dossier de los turcos, había nacido en Larissa. ¿Por qué se había preocupado Dimitrios por cambiar de pueblo de origen? Toda vez que se había arriesgado a dar un nombre falso, tenía que haber previsto que las probabilidades de que descubrieran su engaño eran tan grandes en el caso de una investigación de los registros de Salónica como en los de Larissa.
¡Salónica, 1889! ¿Por qué había elegido Salónica? Y entonces Latimer comprendió todo. ¡Por supuesto! Era muy sencillo. En 1889, Salónica pertenecía al territorio turco, integraba el Imperio Otomano. El archivo de los registros de aquellos años, casi con absoluta certeza, no estaría al alcance de las autoridades griegas. Dimitrios no era tonto. ¿Pero por qué no había elegido un nombre griego corriente?¿Por qué Taladis? Era posible que el apellido turco «Talat» tuviera algún significado especial para él. En cuanto a su carnet de identidad, obtenido en Esmirna, se veía obligado a decir que lo había «extraviado», porque posiblemente hubiera sido expedido a nombre de Makropoulos, bajo cuyo nombre era ya conocido por la policía griega.
La fecha de su llegada concordaba con las vagas alusiones temporales de las declaraciones y la sentencia del tribunal militar. A diferencia de la mayoría de los refugiados, estaba físicamente sano, sin enfermedades, al llegar a Grecia. Con el dinero de Sholem en su bolsillo, había podido comprar un billete en el Pireo, que le permitió viajar con cierta comodidad, sin ser cargado, junto con varios miles más, en un barco de refugiados comunes. Dimitrios había sabido cuidar de sí mismo. El empacador de higos había empacado ya muchos higos. Dimitrios, el Hombre, comenzaba a emerger de su crisálida.
Por otra parte, era indudable que al llegar debía poseer aún una buena cantidad de dinero, el resto de lo que había robado a Sholem; a pesar de ello, para las autoridades encargadas de socorrer a los refugiados, Dimitrios carecía de dinero. Era lo único que se podía esperar de él. En caso contrario, se habría visto forzado a comprar comida y ropas con su dinero, para aquellos idiotas que, a diferencia de él, no habían sabido hacer reservas para el futuro.
También era presumible que sus gastos hubieran sido muy elevados y que por eso se viera en la necesidad de buscar un nuevo Sholem. Con toda certeza podía afirmarse que Dimitrios había echado en falta la mitad que se llevara consigo Dhris Mohammed.
«Se cree que ha escapado por mar.» Lo obtenido en el segundo robo, sumado al dinero que le quedaba del primero, le había bastado para pagar su billete a Burgas. Era evidente que el viaje por tierra significaba un peligro para Dimitrios. Sólo poseía papeles de identidad provisionales y podía ser detenido en la frontera. En cambio, en Burgas, los mismos papeles, expedidos por una entidad internacional de mucho prestigio, debían de haberle servido para pasar el registro aduanero.
La muy encomiada paciencia del empleado municipal comenzaba a dar señales de momentáneo debilitamiento. Latimer le devolvió la tarjeta, le expresó su agradecimiento con la mayor cortesía y regresó a su hotel, abrumado por diversas reflexiones.
Empezaba a sentirse satisfecho de sí mismo. Había descubierto algunos datos acerca de Dimitrios y los había descubierto por su propio esfuerzo. Sin duda se trataba de una cuestión rutinaria de toda investigación; pero, de acuerdo con la mejor tradición de Scotland Yard, se había exigido paciencia y persistencia.
Además, si no se le hubiera ocurrido buscar el apellido Talat… ¡Cuánto le agradaría enviarle un informe de sus pesquisas al coronel Haki! Pero ni pensarlo, siquiera. Probablemente el coronel no comprendería el espíritu con el que había emprendido aquella pesquisa experimental.
En fin, de todas maneras, el mismo Dimitrios se pudría ahora bajo tierra, su dossier había sido lacrado y olvidado en los archivos de la policía secreta de Turquía. Lo fundamental, a continuación, era abordar los sucesos de Sofía.
Latimer trató de recordar lo que había llegado a saber sobre los políticos búlgaros del periodo de posguerra y bien pronto llegó a la conclusión de que había sido bien pobre su conocimiento del tema.
Sabía que en 1923 Stambulisky había encabezado un gobierno de tendencias liberales, pero ignoraba cuán liberales habían sido esas tendencias. Se había producido un conato de asesinato y, más tarde, un coup d'état [17] militar instigado (y tal vez directamente dirigido) por la OMRI, la Organización Macedónica Revolucionaria Internacional. Stambulisky había huido de Sofía, había tratado de armar un grupo contrarrevolucionario y había sido asesinado.
Eso era lo esencial de aquel caso, según recordaba Latimer. Pero las razones y sinrazones (si es que se podía establecer tal distinción) de las fuerzas políticas en juego en aquella coyuntura las desconocía.
Tendría que buscar elementos de juicio; y el lugar para hallarlos era Sofía.
Esa noche invitó a Siantos a cenar. Latimer conocía su espíritu ligero y generoso, que gustaba de discutir los problemas de sus amigos y que se sentía halagado cuando, haciendo un uso razonable de su posición política oficial, podía echarles una mano.
Después de darle las gracias por la ayuda que le había brindado en la consulta del registro municipal, Latimer abordó el tema de Sofía.
– Mi querido amigo Siantos, me temo que voy a abusar de su amabilidad.
– Hágalo usted.
– ¿Conoce a alguna persona en Sofía? Quisiera una carta de presentación para algún periodista inteligente, que me pueda proporcionar lo esencial y una interpretación de la política de Bulgaria en 1923; me refiero sobre todo a los políticos.
Siantos pasó una mano por sus blancos cabellos y sonrió con una expresión divertida:
– Ustedes los escritores siempre se interesan por casos raros. Algo podré hacer. ¿Prefiere que sea griego o búlgaro?
– Mejor si es griego. No hablo búlgaro.
Durante unos minutos, Siantos permaneció ensimismado.
– Hay un hombre en Sofía… se llama Marukakis -comenzó a decir por último-. Es el corresponsal en Sofía de una agencia de noticias francesa. No le conozco personalmente, pero podría conseguir una carta de presentación, por un amigo mío. -Estaban sentados en un restaurante y Siantos echó una mirada furtiva a su alrededor y bajó el tono de su voz antes de proseguir-: Desde su punto de vista británico, existe un pequeño problema con este hombre. Me he enterado de que… -Siantos bajó un poco la voz; Latimer se preparaba para oír que Marukakis tendría, por lo menos, la lepra- es de… tendencia comunista -concluyó Siantos, en un susurro.
Las cejas de Latimer se arquearon.
– No creo que sea un inconveniente. Todos los comunistas que he conocido hasta el momento han resultado poseer una notable inteligencia.
Siantos parecía sorprendido y atemorizado a la vez.
– ¿Que dice usted? Es peligroso declarar eso en público, amigo. El pensamiento marxista está prohibido en Grecia.
– ¿Cuándo podrá conseguirse esa carta?
Siantos suspiró.
– ¡Extraños intereses! -comentó-. La tendrá usted mañana mismo. ¡Ustedes los escritores…!
Antes de una semana, Latimer había obtenido ya la carta de presentación y, después de hacer los preparativos para salir de Grecia y de pedir el visado de entrada en Bulgaria, abordaba un tren nocturno que le conduciría a la capital búlgara.
El tren no llevaba demasiados viajeros y Latimer había abrigado la esperanza de disponer para él solo todo un compartimiento de un coche de literas. Pero cinco minutos antes de la hora fijada para la partida del tren, un mozo de cordel depositó un par de maletas en el compartimiento. El dueño del equipaje llegó al cabo de unos instantes.
– Discúlpeme por entrar de esta manera como un intruso -dijo a Latimer en inglés.
Era un hombre gordo, de aspecto poco saludable, que parecía haber cumplido ya los cincuenta y cinco años. Se había dado la vuelta para darle una propina al mozo, antes de hablar con Latimer, y lo primero que el escritor pudo advertir en él fue la anchura absurda de sus pantalones: cuando se movía, hacía pensar en el trasero fláccido de un elefante. Luego, al ver su cara, Latimer olvidó la comparación con el paquidermo. En sus facciones se advertía la pálida deformidad que ocasiona el exceso de comida, y también la falta de sueño. Por encima de dos pesadas bolsas de carne, se asomaban unos ojos inyectados de sangre, de un pálido azul, que parecían continuamente llorosos. Su nariz parecía de caucho y amorfa. La boca era el rasgo más expresivo de aquel rostro. Los labios, pálidos e informes, sin ser gruesos, lo parecían; apretados por encima de una dentadura blanca y regular, postiza, mostraban una continua sonrisa azucarada. En conjunto, con los ojos llorosos, aquella boca daba la impresión de una dulce resignación ante la adversidad; la hondura de ese gesto llamaba la atención del observador.
Aquí, parecía decir el mensaje de aquel rostro, hay un hombre que ha sufrido, que ha sido abofeteado por perversos Hados vengativos, tanto como ningún otro hombre haya podido serlo, y no obstante, ha mantenido viva su humilde fe en la esencial bondad del Hombre; aquí hay un mártir que ha sonreído en medio de las llamas y ha sonreído aunque no hubiera podido hacer otra cosa que llorar, mientras mostraba aquella sonrisa.
Latimer recordó al sacerdote de una iglesia, que conoció en Inglaterra, al que se había despojado de sus hábitos por haberse apropiado del dinero de su parroquia.
– Oh, el maletero estaba libre -señaló Latimer-; no se puede hablar de intrusión.
Mientras suspiraba sólo mentalmente, el escritor anotó que aquel hombre respiraba con pesadez y de manera ruidosa por su congestionada nariz: roncaría, sin duda.
El nuevo viajero se sentó en su puesto y sacudió la cabeza con lentitud:
– ¡Cuánta amabilidad la suya! ¡Qué poca gente buena se encuentra hoy en día por el mundo! ¡Qué poca consideración se tiene hacia el prójimo! -Los ojos inyectados de sangre se encontraron con la mirada de Latimer-, ¿no le importaría decirme adónde va?
– A Sofía.
– A Sofía, ¿eh? Una hermosa ciudad, muy hermosa. Yo seguiré hasta Bucarest. Espero que juntos disfrutemos de up viaje agradable.
Latimer le aseguró que él mismo abrigaba idéntica esperanza. El inglés de aquel obeso viajero era muy elaborado, pero su acento atroz, de procedencia imposible de establecer. Era un acento pesado, poco gutural, como si hablara con la boca llena de pastel. En algunos momentos, en mitad de una oración de complejísima sintaxis, aquel elaborado inglés cedía el paso a un fluido francés o a un alemán muy correcto, con lo que Latimer se afirmó en su primera impresión: ese hombre había aprendido inglés en los libros.
El viajero gordo se dio la vuelta y comenzó a desempacar; de un pequeño maletín sacó un pijama de lana, algunos calcetines de dormir, y un libro de bolsillo, cuyas páginas mostraban, en los ángulos externos, unos dobleces lamentables.
Latimer se esforzó por ver el título del libro: Joyas de la sabiduría cotidiana; estaba escrito en francés.
El hombre acomodó todas sus cosas con gran cuidado sobre la red del maletero. Acto seguido se sacó del bolsillo un paquete de finos y largos cigarrillos griegos.
– ¿Le importa que fume?-preguntó mientras le alargaba el paquete a Latimer.
– Oh, fume usted; ahora no me apetece, gracias.
El tren comenzó a tomar velocidad y el camarero se presentó en la cabina, para preparar las literas. Cuando acabó y se hubo marchado, Latimer se desvistió a medias y se echó sobre su cama.,
El viajero gordo había cogido el libro, pero lo abandonó al cabo de unos minutos.
– Sabe usted -dijo-, cuando el revisor me ha dicho que había un caballero inglés viajando en el tren, he comprendido que me aguardaba una agradable jornada. -Espiritual, dulce y compasivo, su sonrisa parecía, en este instante, equivaler a una palmada sobre la cabeza.
– Le agradezco su gentileza.
– Oh, no se trata de una formalidad: se lo digo sinceramente.
– Habla usted un inglés estupendo.
– Creo que el inglés es la más hermosa de las lenguas. Shakespeare, H.G. Wells…; ah, los grandes escritores ingleses. Sin embargo, me resulta imposible expresar todas mis ideas en inglés. Supongo que ya habrá observado usted que me resulta más fácil hablar en francés.
– ¿Pero su verdadera lengua…?
El gordo separó sus grandes y suaves manos, en uno de cuyos dedos despuntaba el brillo de un diamante de imitación, en un gesto de abarcadora amplitud.
– Soy un ciudadano del mundo -aseguró-. Para mí, todos los países y todas las lenguas son hermosas. Ah, si sólo los hombres fueran capaces de vivir como hermanos, sin odiarse, viendo exclusivamente las cosas bellas. ¡Pero no es así! Siempre esos comunistas, etcétera, etcétera…
– Creo que ahora intentaré dormir -interrumpió momentáneamente Latimer.
– ¡Dormir! -apostrofó como en un arrebato su compañero-. ¡El enorme bien que se nos ha hecho a nosotros, pobres seres humanos! Mi nombre -agregó de modo sin duda alguna incongruente- es mister Peters.
– Ha sido un gran placer conocerle a usted, mister Peters -respondió Latimer con tono seco-. Llegaremos a Sofía muy temprano; creo que no merece la pena que me desvista.
De inmediato, Latimer apagó la luz principal de la cabina. Sólo quedaron encendidas la luz azul de emergencia, que brillaba a un lado, y las bombillas que alumbraban cada litera. A continuación quitó una sábana de su cama, se envolvió en ella y entornó los ojos.
Mister Peters había observado todos aquellos preparativos en medio de un silencio cargado de avidez. Pero también él se dispuso a dormir, al parecer: comenzó a quitarse la ropa, balanceándose con pericia para compensar el movimiento del tren, mientras se ponía el pijama. Por último trepó trabajosamente hasta su litera y permaneció tendido e inmóvil durante unos minutos, respirando ruidosamente por la nariz. Luego se volvió de costado, cogió su libro y comenzó a leer.
Latimer apagó su bombilla de lectura. Al cabo de unos pocos minutos estaba ya dormido.
El tren llegó a la frontera en las primeras horas de la mañana y el escritor fue despertado por el revisor que le pedía sus documentos. Mister Peters continuaba leyendo en esos momentos; sus papeles ya habían sido revisados por los oficiales griegos y búlgaros en el pasillo, de modo que Latimer no pudo enterarse de la verdadera nacionalidad del ciudadano del mundo.
Un oficial aduanero búlgaro metió la cabeza dentro de la cabina, frunció el entrecejo ante las maletas de cada uno y se escurrió hacia fuera. El tren abandonó muy pronto la zona fronteriza. Adormilado por momentos, Latimer vio que la delgada franja de cielo dibujada entre las tablillas de la persiana se volvía primero de color azul oscuro y luego gris.
El tren llegó a Sofía a las siete. Cuando se puso en pie para vestirse y recoger sus ropas, Latimer vio que mister Peters había apagado su lamparilla de lectura y tenía los ojos cerrados.
Cuando el tren comenzó a estremecerse encima del tupido tapiz de raíles que señalaban la cercanía de la estación, Latimer abrió con cuidado la puerta del compartimiento.
Mister Peters se rebulló en su litera y abrió los ojos.
– Lo siento -dijo Latimer-, no quería despertarle.
En la penumbra de la cabina, la sonrisa del obeso viajero hacía pensar en la mueca de un payaso.
– Oh, por favor, no se preocupe por mí -dijo-. No estaba dormido. Quería decirle que el mejor hotel en que puede alojarse es el Salvianska Besseda.
– Es usted muy amable, muchas gracias. Pero ya he enviado un telegrama desde Atenas, para que me reserven una habitación en el Grand Palace. Me lo han recomendado. ¿Lo conoce usted?
– Sí. Creo que es bastante bueno. -El tren había disminuido la velocidad-. Adiós, mister Latimer.
– Adiós.
Entre las prisas por ir al lavabo y tomar el desayuno, no se le había ocurrido preguntarse cómo había logrado mister Peters saber su nombre.