– Así es, mister Latimer; la mayoría de los hombres van por la vida sin saber lo que buscan. Pero Dimitrios, ya lo sabe usted, no pertenecía a esa clase de personas. Dimitrios sabía muy bien qué quería para sí. Quería dinero y quería poder. Sólo esas dos cosas. Y cuanto más mejor. Lo curioso del caso es que yo he sido quien le ha ayudado a obtenerlo.
»En 1928 puse por primera vez mis ojos en Dimitrios. Fue aquí mismo, en París. Por esos años, yo estaba asociado con un hombre que se llamaba Giraud. Teníamos una boîte en la rue Blanche; el nombre del local era Le Kasbah Parisien; era un lugar muy bonito, muy íntimo, con luces ambarinas y alfombras.
»Giraud y yo nos habíamos conocido en Marrakesh y habíamos decidido imitar un lugar muy sofisticado que frecuentáramos en esa ciudad. Todo era de procedencia marroquí en nuestra boîte. A excepción de la orquesta, que tocaba piezas bailables y que era de origen sudamericano.
»Abrimos nuestro negocio en el año 1926: un año excelente en París. Los americanos y los ingleses (los americanos en especial) tenían dinero para gastárselo en champagne y también los franceses acudían a nuestra boîte. Casi todos los franceses sienten cierta nostalgia de Marruecos, salvo los que han tenido que hacer su servicio militar allá, por supuesto. Y Kasbah, nuestra boîte, era Marruecos. Teníamos camareros árabes y senegaleses y el champagne, realmente, procedía de Meknes. A los americanos les resultaba un poco dulce, pero aun así lo consideraban bueno y barato.
»Durante los dos primeros años hicimos mucho dinero y después, como suele ocurrir en ese tipo de negocios, la clientela comenzó a cambiar.
»Nuestros clientes franceses aumentaron, disminuyeron los americanos, los maquereaux [39] superaban en número a los caballeros, y las poules [40] a las damas elegantes.
»Nuestro negocio nos resultaba rentable todavía, pero no tanto como en los primeros tiempos. Comencé a pensar por entonces que había llegado el momento de irnos de ese lugar.
»Giraud trajo a Dimitrios a Le Kasbah.
»Yo había conocido a Giraud durante mi permanencia en Marrakesh. Este hombre era mestizo, hijo de madre árabe y de padre francés, un soldado francés. Había nacido en Argel y tenía pasaporte francés.
»No sé con exactitud cómo se habían conocido Giraud y Dimitrios. Es posible que fuese en una boîte que estaba rue Blanche arriba; nosotros no abríamos hasta las once de la noche y Giraud iba a bailar, a menudo, antes de esa hora.
»Una noche, pues, mi socio llevó a Dimitrios a Le Kasbah y después se apartó para hablar conmigo. Me recordó que nuestras ganancias habían disminuido y me aseguró que podíamos hacer más dinero si aceptábamos algunas propuestas de un amigo suyo, Dimitrios Makropoulos.
»La primera vez que le vi, Dimitrios no me impresionó. Recuerdo que pensé que era el perfecto maquereau que yo conocía muy bien; llevaba ropas muy ajustadas, su pelo era gris, se hacía la manicura y se pulía las uñas y miraba a las mujeres de un modo que no podía caerles bien a las damas que frecuentaban Le Kasbah.
»Con todo, me acerqué a la mesa junto con Giraud y nos dimos un apretón de manos. Dimitrios me pidió que me sentara en la silla que tenía a su lado. Cualquiera hubiese dicho que yo era un camarero y no el patrón.
En ese momento de su relato, Peters fijó sus ojos acuosos en los de su interlocutor.
– Tal vez piense usted, mister Latimer, que, a pesar de que Dimitrios no me había impresionado, recuerdo las circunstancias con demasiada precisión. Es cierto. Lo recuerdo todo con gran exactitud. Ya me comprenderá usted, entonces no conocía a Dimitrios tal como llegaría a conocerle más tarde. Ese hombre causaba una fuerte impresión, aunque pareciera que no. Lo cierto es que su actitud me irritó aquella noche; sin sentarme, le pregunté qué quería.
»Durante un breve instante clavó sus ojos en mí. Tenía unos ojos afables, castaños, sabe usted. Y luego me dijo:
»-Quiero champaña, amigo. ¿Alguna objeción que hacer? Puedo pagarlo, se lo aseguro. ¿Será usted cortés o debo pensar que será mejor que le proponga mi negocio a personas más inteligentes?
»Soy un hombre de temperamento tranquilo. No me gusta el jaleo. A menudo he pensado que este mundo nuestro sería un lugar mucho más agradable si la gente se comportara con cortesía, si las personas hablaran entre sí serenamente. Sin embargo, hay ocasiones en que es difícil hacerlo.
»Le dije a Dimitrios que nada me movería a ser cortés con él y que podía marcharse a donde le diera la gana.
»De no haber sido por Giraud, se habría ido y yo no estaría sentado aquí, hablando con usted. Mi socio se sentó a la mesa de Dimitrios y le pidió disculpas por mi proceder. Mientras Giraud hablaba, advertí que Dimitrios me observaba: no me cabe duda de que se preguntaría qué clase de persona era yo.
»Tenía la gran seguridad de que no me interesaba ningún negocio, de la índole que fuera, que Dimitrios me propusiera. Pero intervino Giraud y me vi obligado a escuchar. Nos sentamos con aquel hombre para que nos explicara sus planes.
»Hablaba de una manera convincente y, al fin y a la postre, consentí en hacer lo que él quería. Nuestra sociedad con Dimitrios databa ya de varios meses, cuando un día…
– Un momento -le interrumpió Latimer-, ¿qué clase de sociedad era ésa? ¿Era el comienzo del tráfico de droga?
Peters dudaba. Frunció el ceño antes de proseguir con su explicación:
– No, mister Latimer, no lo fue. En aquel tiempo, Dimitrios estaba conectado con lo que usted, supongo, llamaría la trata de esclavas blancas. ¡Oh!, esta frase me parece muy interesante… trata es una palabra llena de significados horribles. Y eso de "esclavas blancas"… considere usted las connotaciones del adjetivo. ¿Quién habla en el presente del tráfico de esclavas de color? Creo que nadie. Y, sin embargo, la mayoría de mujeres afectadas son de color. Nunca he llegado a comprender por qué motivos las consecuencias de ese tráfico podrían resultar más desagradables para una joven blanca de algún barrio bajo de Bucarest que para una joven negra de Dakar o para una chica de Harbin.
»El Comité de la Liga de las Naciones lucha contra estos prejuicios: ya ha examinado este aspecto del problema. Y sus miembros han demostrado de nuevo su inteligencia al dejar de utilizar la palabra "esclavas". Ahora se refieren al tema llamándolo "tráfico de mujeres".
»Nunca me ha gustado este negocio. No se puede tratar a los seres humanos como si se tratara de mercancías inanimadas. Este negocio siempre acarrea problemas.
»Siempre existe la posibilidad de que el adjetivo "blanca" adquiera un sentido religioso, además del racial. Según mi experiencia, puedo asegurarle que esa posibilidad es remota, pero existe. Quizá sea yo ilógico y sentimental, pero me importa que no se mezclen esos dos conceptos, se lo aseguro.
»Además, los gastos más elementales de un tratante, en este negocio considerado fácil generalmente, son cuantiosos. Siempre hay que conseguir certificados falsos de nacimiento, de matrimonio y de defunción; luego están los costes de los viajes y los sobornos que se deben pagar, por no hablar de lo caro que es mantener varias identidades distintas.
»Es probable que usted no tenga una idea exacta de lo que cuestan los documentos falsos, mister Latimer. En aquellos años, las fuentes de suministro de documentos falsos eran tres: Zürich, Amsterdam y Bruselas. ¡Todas en países neutrales! Es curioso, ¿verdad?
»Un pasaporte danés falso-auténtico (es decir, un pasaporte danés auténtico que haya sido tratado con productos químicos para borrar los datos originales y la fotografía y que haya sido rellenado después con los datos nuevos) se podía conseguir por… déjeme ver… unos dos mil francos al cambio de nuestros días. Un pasaporte falso (es decir, un pasaporte hecho desde el principio por el mismo agente) costaba algo menos, unos mil quinientos francos, tal vez. En la actualidad, tendría que pagar el doble. Ahora la mayor parte de ese negocio se hace aquí, en París. Para los refugiados, por supuesto.
»En fin, el hecho es que un tratante necesita disponer de un capital elevado. Si se trata de una persona conocida, siempre habrá a su alrededor personas que quieran proporcionárselo, pero a condición de obtener ganancias fantásticas. Es mejor poseer un capital propio.
»Dimitrios lo tenía. Pero también podía contar con dinero que pertenecía a sus representados, personajes muy ricos. Nunca le faltó el dinero. O sea, que cuando acudió a Giraud y a mí, el problema que se le presentaba era otro, y bien distinto.
»Debido a la gestión de la Liga de las Naciones, en muchos países las leyes habían cambiado y se habían vuelto tan rígidas que, a menudo, era muy difícil llevar mujeres de un lugar a otro. Un esfuerzo digno de alabanza, por cierto, pero en perjuicio de hombres como Dimitrios. En realidad, no les resultaba imposible sacar adelante sus negocios. No. Pero las cosas se volvían más complejas y más caras para esa gente.
»Antes de contar con nosotros, la técnica que empleaba Dimitrios era muy simple. En Alejandría tenía clientes que le hacían llegar sus pedidos. A continuación viajaban a Polonia, digamos, para reclutar a las mujeres, las llevaba a Francia, con sus pasaportes de origen y después las hacía embarcar en Marsella hacia su destino. Eso era todo. Se cumplía con lo legalmente dispuesto, diciendo que las muchachas habían de cumplir con un contrato en alguna compañía teatral.
»Con las nuevas leyes, más rígidas, todo dejó de ser tan sencillo.
»La noche en que fue a Le Kasbah por primera vez se había enfrentado con su primer problema. En casa de una tal madame de Vilna había comprado doce mujeres, pero las autoridades polacas no le permitían sacarlas del país sin una garantía del lugar de destino de las jóvenes y de la respetabilidad del futuro empleo de todas ellas. ¡Respetabilidad! En fin, así lo establecía la ley.
»Como es lógico, Dimitrios había asegurado a las autoridades polacas que presentaría esas garantías. No hacerlo podía resultarle fatal: entraría a formar parte de los sospechosos. De modo que estaba obligado a conseguir esas garantías.
»Allí entrábamos Giraud y yo en la cuestión. Teníamos que declarar que emplearíamos a las muchachas como bailarinas y tendríamos que responder a las preguntas que quisieran hacernos las autoridades consulares de Polonia. Mientras las mujeres permanecían en París, durante una semana o poco más, estábamos completamente a salvo. Si había preguntas o investigaciones después de ese plazo, debíamos callar. Las muchachas habían cumplido con sus contratos y se habían ido. El lugar al que hubieran ido no era asunto de nuestra incumbencia.
»Así nos lo explicó Dimitrios. Nos dijo que por nuestra colaboración en el negocio recibiríamos cinco mil francos. Era un dinero que podíamos ganar fácilmente. Sin embargo, tuve mis reparos. Por último, Giraud me persuadió y acepté. Pero le dije a Dimitrios que sólo aceptaba en ese caso en particular y que no debía contar con que yo le ayudaría siempre que él lo necesitara. Giraud refunfuñó durante unos minutos, pero se avino a aceptar esa condición.
»Un mes más tarde, Dimitrios volvió a vernos, nos pagó el resto de los cinco mil francos y dijo que tenía otra cosa que ofrecernos. Me negué, pero, tal como Giraud no tardó en apuntar, no habíamos tenido ningún problema la primera vez y mis objeciones no tenían mucho fundamento. El dinero nos era útil. Con aquella suma habíamos pagado una semana de trabajo de la orquesta de sudamericanos.
»Ahora tengo la seguridad de que Dimitrios nos había mentido respecto a aquellos cinco mil francos de la primera vez. Creo que no nos lo habíamos ganado. Nos los dio tan sólo para ganarse nuestra confianza. Hacer una cosa así era algo muy propio de él. Otro hombre te hubiera engañado para que te pusieras al servicio de sus fines; pero Dimitrios, no; Dimitrios te compraba. Claro que a muy bajo precio. Hacía que en tu interior pugnaran tu sentido común y tu instintiva sospecha contra él.
»Ya le he explicado cómo ganamos esos primeros cinco mil francos sin ningún problema. Los segundos, en cambio, nos acarrearon numerosos problemas.
»Las autoridades polacas hicieron algunas pesquisas y, al poco, la policía francesa nos visitaba para hacernos algunas preguntas. Lo peor del caso fue que nos vimos obligados a mantener a esas mujeres en Le Kasbah, para demostrar que les habíamos dado un empleo. Esas mujeres no eran capaces de dar un solo paso de baile y nos colocaban en una situación embarazosa: estábamos obligados a ser amables con ellas para que ninguna acudiera a la policía y contara toda la verdad.
»Por otra parte, bebían champaña continuamente. Si Dimitrios no hubiera aceptado pagar sus copas, hubiéramos tenido que hacer frente a una gran pérdida de dinero.
»Dimitrios se mostró muy compungido, por cierto, y nos aseguró que había habido un error. Después de pagarnos diez mil francos por nuestras molestias, prometió que si seguíamos ayudándole, no habría más muchachas polacas ni más investigaciones policiales. Después de una no muy larga discusión, por cierto, accedimos y durante varios meses recibimos nuestros diez mil francos. Durante ese tiempo sólo recibimos visitas ocasionales de la policía y no se produjeron situaciones desagradables.
»Pero, por último, surgieron nuevamente problemas. En esta segunda ocasión, con las autoridades italianas. Giraud y yo fuimos interrogados por el juez de instrucción del distrito y estuvimos detenidos durante veinticuatro horas, en la jefatura de policía. Al día siguiente se produciría una violenta riña entre Giraud y yo.
»Le acabo de decir que se produjo una violenta riña entre nosotros. A decir verdad, lo que ocurrió realmente fue que nuestra animosidad latente se desbordó. Mi socio era grosero y estúpido y a menudo intentaba timarme. También era suspicaz; lo era de un modo estúpido, por supuesto, se comportaba con bajeza, como un animal, y siempre trataba de atraer la clientela de peor calaña. Sus amigos eran detestables: maquereaux todos ellos. Tenía por costumbre llamar mon gar [41] a cualquiera. Mejor si hubiese tenido un bistro [42] y, según me he enterado, ahora tiene uno. Aunque creo que es más probable que esté en la cárcel. A menudo, cuando se enfadaba, se convertía en una persona violenta y muchas veces llegó a herir de gravedad a algún ocasional adversario.
»Al día siguiente de nuestra detención, le dije a Giraud que no colaboraríamos más en aquel negocio de tráfico de mujeres. Eso provocó su enfado. Me replicó que sólo un par de tontos podían despreciar una suma de diez mil francos al mes, sólo porque algunos policías metieran las narices y porque yo estaba demasiado nervioso, según su opinión.
»A decir verdad, el punto de vista de mi socio era comprensible: había tenido muchos jaleos con la policía tanto en Marrakesh como en Argel y la despreciaba profundamente. Se conformaba con estar fuera de la cárcel y hacer dinero.
»Por mi parte, ese tipo de ideas me parecía inaceptable. No soporto que la policía se interese por mi persona, aun cuando no puedan arrestarme. Giraud estaba en lo cierto: mis nervios me traicionaban. Pero aunque comprendía su posición, yo no participaba de ella y así se lo dije. También le dije que, si lo quería, podía comprar mi parte de Le Kasbah Parisien, por la misma cantidad de dinero que yo había invertido de entrada.
»Era un sacrificio para mí, sabe usted, pero me molestaba tener que soportar a Giraud y quería desembarazarme de él. Y lo logré: aceptó mi propuesta.
»Esa noche vimos a Dimitrios y le explicamos la situación. Giraud estaba exultante, complacido con el trato que habíamos hecho y se divertía gastándome bromas de mal gusto. Dimitrios festejaba esas bromas, pero en cuanto Giraud nos dejó a solas me pidió que saliera después de él de Le Kasbah y que fuera a verle a un café próximo: quería decirme algo importante.
»Estuve a punto de no acudir a aquel café. Ahora, al cabo ya de varios años, pienso que hice bien en ir a verle. De mi colaboración con Dimitrios he sacado cierto provecho. Y, según creo, pocos son los que colaborando con Dimitrios pueden decir lo mismo: yo he tenido suerte. Además, creo que él ha respetado mi inteligencia. Normalmente, era capaz de engañarme, pero no siempre.
»Me esperaba, pues, en aquel café. Me senté a un lado y le pregunté qué quería. Debo reconocer que nunca me he comportado cortésmente con él.
»-Creo que ha sido muy razonable al abandonar a Giraud -me dijo-. El negocio de las mujeres se ha vuelto demasiado arriesgado. Siempre ha sido difícil. Pero ahora me he propuesto dedicarme a otra cosa.
»Le pregunté si le diría eso mismo a Giraud; me sonrió.
»-No todavía; no antes de que usted haya recibido su dinero de manos de él.
»Con mucha suspicacia le repliqué que era muy amable esa actitud suya, pero Dimitrios sacudió la cabeza.
»-Giraud es un pelmazo -dijo-. De no haber estado usted de por medio, yo habría hecho otros arreglos en el negocio de las mujeres. Lo que ahora me importa es proponerle un trabajo conmigo. Y sería muy estúpido si, para empezar, le impidiera cobrar el dinero que invirtió en Le Kasbah. Usted se enfadaría conmigo.
»Después me preguntó si sabía algo acerca del negocio de la heroína. Sí, sabía algo. Dimitrios me dijo que poseía capital suficiente para comprar veinte kilogramos cada mes y para financiar la distribución en París y que quería saber si yo estaba interesado en trabajar para él.
»Pues bien, mister Latimer: veinte kilogramos de heroína es como quitarse el sombrero. Cuesta muchísimo dinero. Le pregunté cómo se proponía distribuir una cantidad tan grande. Me respondió que, de momento, él mismo se encargaría de ello y me explicó que de mí sólo necesitaba que me ocupara de negociar las compras en el extranjero y de hallar el medio de introducir la mercancía en el país. Si aceptaba su proposición, tendría que ir a Bulgaria, en primer lugar, como representante suyo, para tratar allí con los abastecedores a quienes él ya había conocido. Después debía arreglar el transporte de la mercancía hasta París.
»Me ofreció el diez por ciento del valor de cada kilogramo que le entregara.
»Le respondí que debía pensarlo detenidamente. Pero, en realidad, ya había tomado una decisión. De acuerdo con el precio de entonces de la heroína, mis ganancias mensuales podían ascender a unos veinte mil francos. No ignoraba yo, por cierto, que Dimitrios ganaría muchísimo más que eso.
»Aun en el caso de que, incluidos mis gastos y mi comisión, él tuviera que pagar quince mil francos por kilogramo, haría un buen negocio. De vender heroína desmenuzada en gramos en París, puedes obtener cien mil francos por kilo. Deducidas las comisiones para los vendedores que recorrían los cafés y para quienes conseguían más adictos, no podía ganar menos de treinta mil francos por kilo. Esto ascendería a más de medio millón de francos cada mes.
»Oh, sí, el capital es algo magnífico, si sabes qué hacer con él precisamente y si, además, no te importa tener que correr algún que otro riesgo.
»En setiembre de 1928 hice un viaje a Bulgaria para Dimitrios. Me había dado instrucciones precisas: en noviembre tendría que entregarle los primeros veinte kilogramos de droga.
»Por su parte, él ya había iniciado los contactos con los agentes y vendedores. Cuanto antes pudiera disponer de la mercancía, mejor para todos.
»Dimitrios me había pedido, también, que viera en Sofía a un hombre, a quien él conocía, para que me pusiera en contacto con los abastecedores.
»Aquel hombre lo hizo así y también se encargó de que yo dispusiera de crédito para hacer las compras de ese cargamento. Este hombre…
A Latimer se le ocurrió una idea. Interrumpió, pues, a su interlocutor:
– ¿Cómo se llamaba ese hombre?
Cogido de sorpresa por esa interrupción, Peters frunció el entrecejo.
– No me parece pertinente su pregunta, si he de serle sincero, mister Latimer.
– ¿Se llamaba Vazoff?
La mirada acuosa de Peters se clavó en el rostro de Latimer.
– Sí.
– ¿Y el crédito que le consiguió era del Banco de Crédito Eurasiático?
– Al parecer usted sabe mucho más de lo que yo hubiera pensado -dijo mister Peters con visible disgusto ante esa circunstancia-. ¿Puedo preguntarle…?
– Ha sido sólo una intuición. Pero no se preocupe, no puede ya comprometer a Vazoff: murió hace tres años.
– Ya lo sabía. ¿También ha sido una intuición lo de la muerte de Vazoff?¿Ha intuido usted muchas otras cosas más, mister Latimer?
– No, eso es todo. Le ruego que continúe.
– La franqueza… -comenzó a decir Peters y se detuvo para tomar un sorbo de café-. Sí, mister Latimer, reconozco que fue así. Por medio de Vazoff obtuve la mercancía que Dimitrios necesitaba y pude pagarla con letras de cambio libradas contra el Banco de Crédito Eurasiático de Sofía. En ese aspecto no hubo problemas. Mi verdadera tarea consistiría en transportar la mercancía hasta Francia. Decidí que lo mejor era enviarla por ferrocarril hasta Salónica, y desde allí, por barco hasta Marsella.
– ¿Como heroína?
– Por supuesto que no. Pero he de confesarle que me resultaba difícil hallar un buen medio para disimularla. Las únicas mercancías que llegan a Francia desde Bulgaria con regularidad y que, además, no están sujetas a una inspección especial por parte de las autoridades de la aduana francesa, son cosas como el trigo, el tabaco y el aceite de rosas. Dimitrios, en tanto, me presionaba para que hiciera el envío a toda prisa. Tenía que poner a prueba, pues, mis facultades.
Peters hizo una pausa dramática.
– Bueno, ¿y cómo pudo pasar la droga?
– En un ataúd, mister Latimer. Reflexioné sobre el punto débil de los franceses: sin duda, es una raza que profesa un enorme respeto por la solemnidad de la muerte. ¿Ha asistido alguna vez a un funeral en Francia? Pompe Funèbre, ya conoce usted la expresión. Es una ceremonia impresionante. De modo que llegué a la conclusión de que ningún oficial de la aduana francesa se atrevería a representar el papel de un vampiro.
»En Sofía compré un bonito ataúd: era un objeto precioso, con hermosas tallas. También compré ropas de luto: yo mismo acompañaría al féretro.
»Soy una persona fácilmente emocionable, mister Latimer, y le aseguro que me sentía conmovido ante las sencillas demostraciones de respeto por mi luto, que dejaban traslucir los mozos de cordel que se ocuparon del ataúd en el puerto. En la aduana ni siquiera echaron una ojeada a mi equipaje personal.
»Dimitrios ya estaba advertido de mi llegada y una carroza fúnebre me esperaba, a mí y al ataúd, en el puerto.
»Mi contento por mi propio éxito se enfrió un tanto cuando vi a Dimitrios que, encogiéndose de hombros, me dijo que yo no podría llegar a Francia cada mes con un ataúd. Llevaba razón. Creo que consideró, en aquel momento, que todo ese asunto era poco apropiado para el negocio.
»En fin, estaba en lo cierto. Y me hizo una sugerencia. Existía una línea marítima italiana que despachaba cada mes un vapor de carga desde Varna hacia Génova. Se podía enviar la droga a Génova, en pequeñas cajas, declarando que se trataba de un cargamento de tabaco especial, destinado a Francia. De esa manera se evitaría que la aduana de Génova examinara el contenido.
»En Niza había un hombre que podía arreglar el transporte de la mercancía desde Génova. Sobornaría a los encargados de los almacenes del puerto para que le permitieran deshacer los bultos y los pasaría de contrabando por carretera.
»Al comprender que parte del negocio se haría sin mi intervención, quise saber en cuánto se verían afectados mis intereses económicos. Dimitrios me aseguró que no perdería nada, porque otra tarea me estaba aguardando.
»Era extraño ver cómo todos aceptaban el liderazgo de aquel hombre, sin discusión ninguna. Sí, por supuesto, él era quien tenía el dinero, pero no se trataba de eso solamente. Creo que nos dominaba porque sabía exactamente lo que buscaba y también sabía cómo obtenerlo, con el menor número de problemas posible y al coste más bajo.
»Y tampoco hay que olvidar que sabía descubrir a la gente que trabajaba para él. Cuando la encontraba, por supuesto, sabía manejarla provechosamente.
»Éramos siete los que recibíamos instrucciones directas de Dimitrios y ninguno de nosotros era el tipo de persona que recibe instrucciones sin rechistar.
»Visser, el holandés, por ejemplo, había vendido armas alemanas a los chinos, había trabajado como espía para los japoneses y había cumplido una condena de prisión por haber matado a un coolie en Batavia. No era hombre fácil de manejar. Visser era el encargado de ponerse en contacto con los clubs y los bares de los que nos servíamos para obtener nuevos adictos.
»Verá usted: el sistema de distribución estaba muy bien organizado. Tanto Lenôtre como Galindo habían distribuido droga durante años. La compraban a un individuo empleado en los almacenes de una gran droguería francesa. Ese tipo de venta al por menor era bastante sencillo antes de las leyes promulgadas en el año 1931. Lenôtre y Galindo conocían muy bien a los compradores y sabían dónde encontrarlos.
»Antes de que Dimitrios apareciera en escena, estos dos hombres habían traficado con morfina y cocaína, en especial, pero siempre con el inconveniente de no tener un abastecimiento constante y adecuado.
»Cuando Dimitrios les ofreció suministrarles grandes cantidades de heroína, ambos se mostraron dispuestos a abandonar a su abastecedor y a vender heroína a sus clientes.
»Pero eso era tan sólo una mínima parte del negocio. Ya sabe usted que los drogadictos siempre ansían inducir a otras personas a que consuman drogas. De modo que el círculo de consumidores crece cada vez más y más.
»Tiene, pues, una importancia fundamental, como bien puede usted suponer, que los nuevos clientes que se acerquen al vendedor no resulten ser miembros de la División de Estupefacientes o cualquier otra clase de indeseables.
»En esto consistía el trabajo de Visser. El presunto futuro comprador acudía primeramente a Lenôtre, digamos, con la recomendación de un viejo cliente, conocido por todos. Pero, al oír un pedido de droga, Lenôtre tenía que mostrarse asombrado. ¿Drogas? El no sabía nada de eso. Personalmente, no tomaba. Pero quien quisiera conseguirla, según le habían dicho alguna vez, podía ir a un lugar que era el mejor en ese sentido: el bar Tal y Tal.
»En ese bar, que estaba dentro de la lista de Visser, el presunto futuro comprador recibía la misma respuesta. ¿Drogas? No. Allí no se traficaba con eso, pero si podía volver al día siguiente, por la noche tal vez se encontraría con alguien que le echaría una mano en el asunto. A la noche siguiente se encontraría con La Gran Duquesa.
»Era una extraña mujer aquélla. Visser la había metido en el negocio y, según creo, fue la única de los Siete no reclutada por el propio Dimitrios. Era una dama muy inteligente. Su capacidad para valorar y juzgar a una persona totalmente desconocida era extraordinaria. Creo que era capaz de descubrir al detective mejor y más hábilmente disfrazado con sólo echarle una ojeada desde el extremo opuesto de un salón. Su tarea consistía en examinar a la persona que quería convertirse en comprador o compradora y decidir si se le proporcionaría la droga y cuánto se le cobraría. Dentro de la organización, la Gran Duquesa ocupaba un puesto de enorme importancia.
»El otro hombre, Werner, era de origen belga. Su trabajo consistía en tratar con los vendedores de droga ya desmenuzada en pequeñas dosis. En otro tiempo había trabajado como químico y a menudo, creo yo, diluía la heroína con pegamentos u otras sustancias con el pretexto de comprobar su pureza.
»Dimitrios jamás hizo mención de esa parte del negocio dentro del Consejo.
»Al cabo de poco tiempo se hizo necesario diluir la droga. A los seis meses tuve que aumentar el suministro mensual de heroína a cincuenta kilogramos. Además, me vi embarcado en otro trabajo distinto.
»Lenôtre y Galindo, durante las primeras reuniones, habían informado que, para servir a todos los clientes que conocían necesitaban abastecerse de morfina y cocaína, además de la heroína que les proporcionábamos.
»Los adictos a la morfina no siempre se habitúan a consumir heroína y los adictos a la cocaína la rechazan, siempre que logran obtener su droga predilecta. De modo que me tocaba comprar morfina y cocaína.
»El problema de la morfina tenía una solución fácil, porque me la proporcionarían las mismas personas que me vendían la heroína y los embarques de ambas drogas se harían al mismo tiempo. Pero la cocaína implicaba entrar en otro campo de acción.
»Había que viajar a Alemania. De modo que tenía mucho trabajo entre manos.
»Teníamos nuestros problemas, por supuesto. Por lo general, provenían de mi área de acción. Para al cabo de un año de nuestro negocio, ya había planeado yo varios posibles conductos para introducir los suministros en Francia.
»Además de la carretera de Génova, atendida por Lamare y utilizada para la heroína y la morfina, contacté con un camarero del Expreso Oriente.
»Este hombre recibía la droga en Sofía y la entregaba cuando el tren se encontraba fuera de servicio en alguna vía muerta, en París. Esta vía no era verdaderamente segura y me vi obligado a adoptar muchas precauciones para quedar a cubierto en el caso de que se produjeran inconvenientes, pero era una manera rápida de enviar la droga.
»La cocaína, en cambio, llegaba dentro de las cajas de maquinaria que provenían de Alemania. También habíamos comenzado a recibir cargamentos de heroína enviados por una factoría de Estambul. Estos cargamentos llegaban por barco y quedaban flotando, en envases anclados, fuera del puerto de Marsella. Lamare los recogía por la noche.
»Se produjeron entonces, en el lapso de unos pocos días, varios desastres. Durante la última semana de junio de 1929, fueron descubiertos quince kilogramos de heroína en el Expreso Oriente y la policía arrestó a seis de mis hombres, incluido el camarero que trataba el negocio conmigo.
»Aquello, de por sí, constituía un grave problema. Además, durante esa misma semana, Lamare tuvo que abandonar un cargamento de cuarenta kilos de heroína y morfina cerca de Sospel. El pudo escapar.
»Nos encontrábamos, pues, ante serias dificultades, porque la pérdida de cincuenta y cinco kilos de droga significaba que no teníamos más de ocho kilos para servir un pedido de más de cincuenta. Durante muchos días, el barco proveniente de Estambul no trajo nada. Estábamos desesperados. Lenôtre, Galindo y Werner pasaron unos días terribles. Dos de los clientes de Galindo se suicidaron y en uno de los bares se produjo una pelea de la que Werner salió con una herida en la cabeza.
»Yo, por mi parte, hice todos los esfuerzos posibles. Viajé a Sofía y regresé con diez kilos escondidos dentro de un baúl. Pero esa cantidad no bastaba. Dimitrios, debo decirlo, no me reprochó nada. En realidad, hubiera sido injusto hacerlo. Pero parecía irritado. En ese momento decidiría que, en el futuro, mantendríamos reservas importantes de drogas.
»Poco tiempo después de aquella catastrófica semana compró estas casas. Hasta ese día nos habíamos reunido en un salón que estaba encima de un café cercano a la Porte d'Orléans. Pero a partir de la compra, nos dijo que estas casas serían nuestro cuartel general. Ninguno de los siete habíamos sabido nunca dónde vivía Dimitrios y no podíamos ponernos en contacto con él, a menos que 61 mismo decidiera telefonearnos, a uno u otro de los siete.
»Más tarde descubriríamos que esta ignorancia de sus señas nos ponía en una desastrosa situación de desventaja. Pero antes de que hiciéramos ese descubrimiento habrían de suceder muchas otras cosas.
»La tarea de hacer una reserva me correspondía aún. Y no era una tarea fácil. Si queríamos conseguir una reserva y seguir los pedidos al mismo tiempo, debíamos aumentar la cantidad de droga en los cargamentos. Esto significaba que también aumentarían los riesgos de ser descubiertos y arrestados.
»Al mismo tiempo, necesitábamos hallar nuevos métodos para introducir los cargamentos en el país. Por otra parte, las cosas se complicaron aún más porque el Gobierno de Bulgaria había cerrado la factoría de Radomir, nuestra abastecedora de la cantidad más importante que negociábamos. Muy pronto esa misma factoría se abrió en otro lugar de Bulgaria; sin embargo, hubo demoras, inevitables. Y así nos veíamos obligados a depender, cada día más, de los embarques provenientes de Estambul.
»Aquellos días fueron una dura prueba. En dos meses nos fueron descubiertos y confiscados cargamentos que totalizaban noventa kilos de heroína, veinte de morfina y cinco de cocaína. Pero, a pesar de estos altibajos, nuestras reservas aumentaban considerablemente. A finales del año 1930, bajo las maderas de los pisos de estas dos casas contiguas, teníamos doscientos cincuenta kilos de heroína, algo más de doscientos de morfina, noventa kilos de cocaína y una pequeña cantidad de opio turco preparado.
Peters sirvió un último sorbo de café y apagó el infiernillo. Después cogió un cigarro, humedeció un extremo con la lengua, lo colocó entre sus labios y lo encendió.
– ¿Ha conocido usted a algún drogadicto, mister Latimer?-preguntó de pronto.
– No, creo que no.
– Ah, usted cree que no. No lo sabe con certeza. Bueno, es posible que un adicto a las drogas pueda ocultar su debilidad durante un corto tiempo. Pero un hombre (y en especial una mujer) no puede ocultarlo por tiempo indefinido, sabe usted.
»En líneas generales, el proceso es siempre el mismo. En un principio se trata sólo de simple experiencia nueva. Tal vez se inhala medio gramo. Es posible que esa primera vez produzca un cierto malestar, pero la persona en cuestión lo probará una segunda vez y entonces todo resultará como debe resultar. Una sensación deliciosa, cálida, brillante. El tiempo se detiene; pero tu mente se mueve a pasos agigantados y te parece que lo hace con una eficacia increíble. Si te considerabas un estúpido, te conviertes en una persona de elevada inteligencia. Si eras desdichado, te liberas de todos los problemas. Lo que no te agrada, lo olvidas. Lo que te resulta placentero lo sientes con una intensidad tal que te hace alcanzar un goce jamás soñado antes. Tres horas de permanencia en el Paraíso.
»Lo que viene después no es tan malo; ni siquiera tan malo como la resaca después de haber bebido demasiado champaña. Sólo quieres estar en silencio; te sientes sólo un poco enfermo. Y eso es todo. Muy pronto vuelves a ser tú mismo. Nada te ha sucedido, pero has podido gozar, experimentar un placer muy intenso.
»Si la persona en cuestión no quiere volver a tomar la droga, se dice a sí misma que no necesitará hacerlo: tiene inteligencia suficiente para ser más fuerte que la droga. O sea, que no existe ninguna razón lógica para no volver a gozar de ese placer, ¿verdad? ¡Claro que no la hay! Y vuelve a tomarla. Pero esta vez la experiencia no es muy satisfactoria. Ese medio gramo ya no basta.
»Hay que luchar por las propias satisfacciones. Por esto, todos se dicen que vagarán una vez más por el Paraíso antes de decidirse a rechazar para siempre la droga. Un poco más, pues; casi un gramo, quizá. Otra vez el Paraíso y lo que sigue tampoco es tan malo. Y ya que no pasa nada malo, ¿por qué no continuar?
»De todo el mundo es sabido que la droga, a la larga, causa problemas graves. Pero en cuanto detectas algo de esto, te dices, dejarás de tomarla, tú dejarás de tomarla. Sólo los tontos se convierten en adictos. Un gramo y medio, pues. Es algo que te comunica con otro tipo de vida. Tres meses atrás eras una persona tan triste, pero ahora… Dos gramos.
»Como es lógico suponer, como cada vez tomas un poco más, te irás sintiendo poco a poco algo más enfermo, deprimido. Ya han pasado cuatro meses. Dentro de poco tiempo renunciarás a la droga. Dos gramos y medio. Tu nariz y tu garganta están resecas. Todo el mundo te cae mal, ahora, te pone los nervios de punta. Quizá es porque duermes muy mal. El ruido que hacen los demás es insoportable, hablan a gritos. ¿Y qué dicen? Sí, ¿qué? Van diciendo cosas acerca de ti, mentiras gordísimas. Si ya lo veo en sus caras, otros peligros. Tienes que tener mucho cuidado. La comida te sabe muy mal, no puedes recordar lo que debes hacer, por importante que sea. Y, aun en el caso de que lograras recordar todo eso, hay tantas otras preocupaciones que debes afrontar, aparte de lo asqueroso que resulta vivir.
»Por ejemplo, tu nariz gotea constantemente; es decir, en realidad, no gotea, pero te parece que así sientes la necesidad de cerciorarte de lo que pasa, palpándolo a cada instante. Y aún hay algo más: una mosca te molesta constantemente. Esa terrible mosca jamás te dejará tranquilo, en paz. Se posa sobre tu cara, sobre tu mano, sobre tu cuello. Tienes que espantarla, moverte. Tres gramos y medio. ¿Comprende usted, mister Latimer?
– Al parecer, usted no lo aprueba, no le parece bien el consumo de drogas.
– ¡Aprobarlo! -Peters le echó una mirada despavorida-. Es terrible, ¡terrible! Los drogadictos arruinan sus vidas. Pierden la capacidad de trabajo, aunque necesitan conseguir mucho dinero para pagar la droga. En tales circunstancias caen en la desesperación y son capaces de cometer un crimen para obtener el dinero. Ya veo qué ha pensado usted, mister Latimer. Le resulta extraño que yo me haya metido en el tráfico, que haya ganado dinero con un negocio que desapruebo absolutamente. Pero piénselo bien. Si yo no lo hubiera hecho, alguna otra persona se habría metido en el negocio. Ninguna de esas desgraciadas víctimas se habría beneficiado y yo habría perdido mucho dinero.
– ¿Y qué hay del aumento constante de su clientela? Usted no me puede asegurar que todas aquellas personas a las que su organización proveía de drogas ya habían adquirido el hábito antes de que comenzaran el tráfico masivo.
– Por supuesto que no. Pero esa parte del negocio no era de mi incumbencia. De eso se encargaban Lenôtre y Galindo. También puedo asegurarle que Lenôtre, Galindo e incluso Werner eran drogadictos. Tomaban cocaína; aunque es una droga más fuerte, se corre menos peligro. Puedes convertirte en adicto a la heroína y llegar a dosis peligrosas en pocos meses, en tanto que con la cocaína te puedes pasar muchos años matándote lentamente.
– ¿Qué droga tomaba Dimitrios?
– Heroína. Cuando lo supimos, todos nos llevamos una gran sorpresa. Cada tarde, a eso de las seis, nos reuníamos en esta misma habitación. Eso era lo dispuesto. Durante una de aquellas reuniones, en la primavera de 1931, fue cuando nos llevamos esa sorpresa.
»Dimitrios había llegado tarde. De por sí, este hecho era poco corriente. Pero hicimos poco caso. Era normal que durante las reuniones Dimitrios se sentara casi inmóvil, con los ojos entornados, como si tuviera jaqueca, de modo que, aunque estábamos acostumbrados a verle así, deseábamos constantemente preguntarle si se encontraba bien.
»Algunas veces, al observarle, yo me preguntaba, asombrado, por qué permitía que ese hombre me mandara. Pero siempre que veía su cambio de expresión al responder a las objeciones de Visser (Visser era el único que planteaba objeciones cada día), comprendía los motivos de mi obediencia.
»Visser era un hombre violento, ágil y astuto al mismo tiempo. Pero al lado de Dimitrios parecía un niño. En cierta ocasión en que nuestro jefe se había burlado duramente de él, al verse en ridículo, Visser había desenfundado una pistola, blanco de ira. Recuerdo haber visto su dedo temblando sobre el gatillo, presto para disparar: yo, de Dimitrios, me hubiera puesto a rezar. Pero Dimitrios se limitó a sonreír, con aquella sonrisa suya tan insolente, le dio la espalda a Visser y empezó a hablar conmigo acerca de nuestro negocio. Dimitrios siempre se mantenía sereno, aun en los momentos en que se sentía invadido por la cólera.
»Por eso nos quedamos tan sorprendidos aquel día. Dimitrios había llegado tarde y, tras cerrar la puerta, permaneció de pie, en silencio, observándonos durante más de un minuto. Luego se dirigió a su sitio y se sentó. Visser ya nos había adelantado algo sobre el dueño de un café y de los problemas que ese individuo nos podría acarrear y siguió con el tema. Nada de lo que decía era demasiado interesante. Creo que le advertía a Galindo que tendrían que dejar de utilizar ese café, porque ya no era un sitio seguro.
»De pronto, Dimitrios se inclinó sobre la mesa y gritó: Imbécile! [43], y después escupió a Visser en la cara.
»Tan sorprendido como todos nosotros, Visser abrió la boca para decir algo, pero Dimitrios no le dio tiempo ni para decir una palabra. Antes de que lográramos comprender lo que estaba ocurriendo, nuestro jefe había comenzado a acusar a Visser con los más fantásticos cargos que se puedan imaginar. Las palabras fluían sin descanso de su boca y le vimos escupir varias veces, como si fuera un golfo.
»Visser había empalidecido; se puso en pie y se llevó una mano al bolsillo en el que llevaba la pistola. Pero Lenôtre, que estaba a su lado, se levantó también y murmuró algo a su oído. Aquellas palabras lograron que Visser sacara la mano de su bolsillo.
»Lenôtre estaba habituado a ver gente drogada; él, Galindo y Werner habían reconocido los síntomas tan pronto como Dimitrios entró en la habitación. Pero al ver que Lenôtre murmuraba algo al oído de Visser, Dimitrios se volvió contra él. Después nos llegó el turno a cada uno de nosotros.
»Nos dijo que éramos unos idiotas si pensábamos que ignoraba nuestra confabulación contra él. En griego y en francés nos aplicó un buen número de motes desagradables. A continuación empezó a vociferar que él solo era muchísimo más listo que todos nosotros juntos, que a no ser por él todos seríamos unos muertos de hambre, que sólo a él se podía atribuir el éxito que habíamos obtenido (lo cual era cierto, aunque no nos gustara oírselo decir) y que podía hacer de nosotros lo que mejor le pareciese. Prosiguió durante media hora alternando insultos y bravatas. Ninguno de nosotros dijo ni mu. De pronto, bruscamente, tal como había empezado su número, se detuvo, se puso en pie y salió de la habitación.
»Supongo que, después de aquella escena, hubiéramos tenido que pensar en la posibilidad de una traición. Los adictos a la heroína son a menudo traicioneros. Y sin embargo, no estábamos preparados para eso. Alguna vez he pensado que tal vez teníamos una idea demasiado exacta de la cantidad de dinero que Dimitrios ganaba. Recuerdo muy bien que, una vez se hubo marchado, Lenôtre y Galindo se echaron a reír y preguntaron a Werner si el jefe pagaba por la droga que consumía. El mismo Visser sonrió. Ya lo ve usted: el resultado fue un chiste.
»Cuando volvimos a ver a Dimitrios, su estado era normal y nadie aludió a su acceso de ira. Pero a medida que transcurrían los meses, a pesar de que no se produjeron escenas violentas, nuestro jefe se mostraba de mal talante y cualquier pequeño problema despertaba sus iras. También había cambiado su aspecto físico. Estaba delgado, enfermo, con los ojos apagados. Y ya no acudía a las reuniones con regularidad.
»Por entonces se produjo la que tendría que haber sido la segunda advertencia para nosotros.
»A principios de setiembre, Dimitrios anunció de pronto que se proponía reducir las compras durante los tres meses siguientes y echar mano de nuestras reservas. Esto nos sorprendió y presentamos objeciones.
»Uno de los impugnadores fui yo. Mis dificultades para reunir la mercancía de reserva habían sido grandes y no quería que se distribuyera esa droga sin una buena razón. Los demás le recordaron los inconvenientes que habían surgido con anterioridad, cuando carecíamos de reservas. Pero Dimitrios no quiso escucharnos. Le habían advertido, nos dijo, de que la policía estaba dispuesta a tomar medidas para dar un giro a la situación. Agregó que esa cantidad de droga podía llegar a comprometernos seriamente si era descubierta; y no sólo eso: la incautación de esas reservas representaría para nosotros una enorme pérdida financiera. También él lamentaba desprenderse de nuestras existencias, pero era lo mejor que se podía hacer para salvaguardar nuestra seguridad.
»No creo que ninguno de nosotros se nos haya ocurrido pensar que Dimitrios estaba liquidando, tal vez, sus haberes, antes de largarse de la organización. Supongo que pensará que, por ser gente con experiencia, todos nosotros éramos demasiado confiados. No anda muy errado.
»Salvo uno de nosotros: Visser, que siempre parecía ponerse a la defensiva cuando hablábamos con Dimitrios. Incluso a Lydia, que tan bien conocía a la gente, la engañó. En cuanto a Visser, un inútil de tan engreído como era, era incapaz de pensar que alguien, ni siquiera un drogadicto, fuera a traicionarle. Además, ¿por qué sospechar de Dimitrios? Ganábamos dinero, todos, pero Dimitrios ganaba más, mucho más que nosotros. ¿Había algo razonable para que sospecháramos de él? ¿Quién hubiera sido tan sagaz como para pensar que se comportaría como un loco?
Peters hizo una pausa y se encogió de hombros.
– Ya conoce usted todo lo demás. Se convirtió en soplón. Todos fuimos arrestados. Yo estaba en Marsella, con Lamare, cuando nos cogieron. La policía obró con mucha astucia. Nos vigilaron durante una semana entera antes de arrestarnos. Me figuro que esperaban sorprendernos con las manos en la masa. Por suerte, advertimos la vigilancia la víspera del día que debíamos recibir un importante cargamento proveniente de Estambul.
»Lenôtre, Galindo y Werner fueron menos afortunados. Llevaban algo de droga en sus bolsillos. La policía, por supuesto, trató de obligarme para que dijera lo que sabía sobre Dimitrios. Me enseñaron el dossier que él les había enviado. Habría sido igual si me hubieran preguntado por la luna.
»Tiempo después supe que Visser conocía más detalles que nosotros; pero tampoco quiso revelar nada sobre nuestro negocio. En realidad, tenía otra idea en la cabeza. Informó a la policía acerca de un apartamento que Dimitrios tenía, en el distrito decimoséptimo. En rigor se trataba de una mentira. Visser pretendía obtener, merced a su colaboración, una sentencia más leve que las nuestras. Pero no fue así. Murió hace un tiempo, pobre hombre.
Peters exhaló uno de sus profundos suspiros y se sacó un cigarro del bolsillo.
Latimer bebió un sorbo de su segunda taza de café. Estaba frío; cogió un cigarrillo y aceptó la lumbre del mechero de su anfitrión.
– Y bien -dijo cuando vio que el cigarro de Peters estaba ya encendido-. ¿Qué hay? Aún me falta saber cómo puedo ganarme aquel medio millón de francos.
Peters sonrió como si estuviera presidiendo la merienda dominical de una escuela y Latimer hubiera pedido que le sirvieran una segunda pasta de grosellas.
– Eso, mister Latimer, forma parte de otra historia.
– ¿Qué historia?
– La historia de lo que le ha sucedido a Dimitrios después de haber desaparecido de escena.
– Bueno, ¿y qué le ha sucedido?-preguntó Latimer con gran displicencia.
Sin responder, Peters cogió la fotografía que descansaba sobre la mesa y se la tendió por segunda vez.
Latimer la observó y frunció el ceño.
– Sí, ya la he visto. Era Dimitrios, lo sé. ¿Qué significa esto?
Peters le obsequió con una sonrisa llena de dulzura.
– Esa, mister Latimer, es una fotografía de Manus Visser.
– ¿Qué demonios quiere decir usted?
– Ya le he explicado que Visser tenía ideas muy particulares acerca de cómo utilizar los datos que, con gran inteligencia, había obtenido sobre la vida de Dimitrios. Lo que usted vio sobre la mesa del depósito de cadáveres en Estambul, mister Latimer, era el cuerpo de Visser, después de que tratara de poner en práctica sus ideas.
– Pero si era Dimitrios. He visto…
– Usted ha visto el cuerpo de Visser, mister Latimer, después de haber sido asesinado por Dimitrios. El mismo Dimitrios, y me alegro de poder decírselo, está vivo y goza de buena salud.