14. La máscara de Dimitrios

Las facciones de un hombre, la estructura ósea y los tejidos que la cubren son resultado de un proceso biológico; pero cada uno se crea su propio rostro: es el reflejo de su actitud emocional, la actitud de sus deseos exigen verse satisfechos y que sus temores requieren para permanecer a cubierto de ojos inquisidores. Llevará ese rostro como si fuera una máscara demoníaca, un artificio necesario para despertar en los demás las emociones que habrán de complementar las suyas propias. Si ese hombre tiene miedo, querrá ser temido; si el deseo le domina, querrá ser deseado. Y su rostro le servirá de pantalla tras la que poder esconder la desnudez de su mente. Tan sólo unos pocos hombres, los pintores, son capaces de desvelar una mente a través de un rostro. En sus juicios, los demás hombres tratarán de invocar el don de la palabra y de los hechos que expliquen la máscara que ven ante sus ojos. No obstante, aunque instintivamente sepan que la máscara no puede confundirse con el hombre mismo que hay detrás de ella, normalmente se sorprenden ante lo que ven de hecho. La duplicidad de los demás siempre causa una gran impresión cuando el sujeto no tiene conciencia de su propia duplicidad.

Así pues, cuando Latimer vio a Dimitrios y trató de leer en las facciones de aquel hombre que le miraba desde el extremo opuesto de la habitación la perversidad que intuía en él, tuvo la sensación de aquella duplicidad.

Con el sombrero en la mano, con sus oscuras y pulcras ropas, con su delgada y erguida figura y su pelo gris brillando bajo la tenue luz, Dimitrios era la personificación misma de la más distinguida respetabilidad.

Su distinción era la típica de un invitado de escasa importancia en una gran recepción diplomática. Daba la impresión de medir algo más de un metro ochenta y dos, la estatura que le adjudicara la policía búlgara. Su piel tenía esa palidez marfileña que en los adultos reemplaza a ese color amarillento de la juventud. Sus pómulos prominentes, su nariz delgada, su labio superior parecido al pico de un ave eran rasgos que le hubieran podido confundir con un miembro de una legación diplomática de Europa oriental. Pero la expresión de sus ojos se adecuaba con algunas de las ideas que con anterioridad se había formado Latimer de su aspecto.

Ojos de un intenso color castaño que uno hubiera dicho que miraba un tanto oblicuamente, como si de una persona miope o preocupada se tratara. Pero no se advertía ninguna contracción en su entrecejo y Latimer observó que la expresión de ansiedad de sus salientes pómulos y de sus ojos por su situación en el rostro no era más que una falsa ilusión óptica producida por la forma de la cabeza.

En realidad, aquella cara era absolutamente inexpresiva: tan impasible como la de un lagarto. Por un instante, sus ojos castaños se detuvieron en Latimer; después, cuando Peters cerró la puerta, Dimitrios volvió su rostro y, con marcado acento francés, dijo:

– Presénteme a su amigo. Creo que nunca le había visto.

Latimer estuvo a punto de dar un brinco. La cara de Dimitrios podía ser poco expresiva, pero su voz suplía aquella deficiencia, con creces. Su tono, áspero y contenido, poseía un dejo agrio que anulaba cualquier delicado matiz implícito en las palabras. Dimitrios hablaba muy suavemente y Latimer dio en pensar que ese hombre sabía que su voz era desagradable y que trataba de ocultarlo o disimularlo; pero se equivocaba, porque su pronunciación despertaba aquella amenaza mortal que se percibe en el ruido de una serpiente de cascabel.

– Este es monsieur Smith -dijo Peters-. Tiene una silla detrás de usted. Siéntese.

Dimitrios hizo caso omiso de la invitación.

– ¡Monsieur Smith! Un inglés. Tengo entendido que usted conocía a monsieur Visser.

– Le vi.

– De esto queríamos hablar con usted, Dimitrios -intervino mister Peters.

– ¿Sí?-Dimitrios se sentó en la silla que estaba a sus espaldas-. Hable, pues, y rápido. Tengo que asistir a una reunión. No puedo perder mi tiempo en tonterías.

Peters meneó la cabeza con aire desconsolado.

– Veo que no ha cambiado en nada, Dimitrios. Siempre impetuoso, siempre poco cortés. Después de todos estos años, ni una palabra de saludo, ni de disculpa por todas las desdichas que me ha causado. Quiero que lo sepa: fue una crueldad por su parte entregarnos a todos a la policía de ese modo. Éramos sus amigos. ¿Por qué lo hizo?

– Usted sigue hablando demasiado -replicó Dimitrios-. ¿Qué quiere de mí?

Mister Peters se sentó con extrema cautela en el borde de la cama.

– En vista de que usted insiste en que esto no sea más que una reunión de negocios… queremos dinero.

Los ojos castaños dirigieron una fulgurante mirada a Peters.

– Ya veo. ¿Y a cambio?

– Nuestro silencio, Dimitrios. No tiene precio.

– ¿Ah, sí?¿Y qué precio le pone usted?

– Un millón de francos, aunque creo que es poco.

Dimitrios se arrellanó sobre la silla y cruzó las piernas.

– ¿Y quién va a pagarles esa suma?

– Usted, Dimitrios. Y se sentirá muy dichoso de que le cueste tan poco dinero.

En ese instante, Dimitrios sonrió.

Fue un mohín pausado que estiró sus pequeños y delgados labios. Nada más. Pero había algo brutal, inexpresable en aquel rictus, algo que hizo que Latimer se sintiera feliz al ver que le tocaba en suerte a Peters afrontarlo. En ese momento, Dimitrios parecía preparado más para asistir a una reunión de tigres cebados con carne humana que para acudir a una recepción diplomática, por importante que fuese.

La sonrisa se desvaneció.

– Creo que tendrá que decirme con exactitud qué es lo que quiere -prosiguió Dimitrios.

Latimer comprendía que su mente había respondido de inmediato a la amenaza que latía en aquella voz; y las blandas vacilaciones de Peters le parecían una temeridad enloquecedora. Al parecer, el chantajista disfrutaba de aquella situación.

– Es muy difícil determinar dónde comienza todo.

No hubo respuesta. Peters estuvo a la espera durante unos segundos y prosiguió, tras encogerse de hombros:

– Hay muchas cosas que la policía querrá saber y sentirá un gran placer en enterarse de ellas. Por ejemplo: yo podría revelar quién fue la persona que envió aquel dossier, en el año 1931. Y para la policía supondría una enorme sorpresa saber que un respetable director del Banco de Crédito Eurasiático es, en realidad, el mismo Dimitrios Makropoulos que enviaba mujeres a Alejandría hace algunos años.

Latimer creyó observar que Dimitrios se tranquilizaba un tanto.

– ¿Usted supone que le pagaré un millón de francos por eso? Mi buen amigo Petersen, no sea chiquillo.

Peters sonrió.

– Siempre el mismo, Dimitrios. Usted siempre ha despreciado la sencillez con que afronto los problemas de la vida cotidiana. Pero nuestro silencio respecto a esos temas tiene gran valor para usted, ¿no es verdad?

Dimitrios le observó unos segundos, antes de responder, y preguntó:

– ¿Por qué no va al grano, Petersen? Aunque tal vez sólo esté preparándole el camino a su amigo el inglés. -Antes de seguir hablando, Dimitrios giró la cabeza-: ¿Qué dice, mister Smith?¿O es que ninguno de ustedes está seguro de sí mismo?

– Petersen habla por mí -farfulló Latimer, mientras anhelaba con fervor que Peters diera por terminada aquella conversación de negocios.

– ¿Puedo continuar?-preguntó Peters.

– Siga.

– También la policía yugoslava podría estar interesada en usted. Si le dijéramos que monsieur Talat…

– ¡Vaya! -Dimitrios se echó a reír con maliciosas carcajadas-. De modo que Grodek se ha ido de la lengua. Ni un céntimo por eso, amigo mío. ¿Algo más?

– Atenas, mil novecientos veintidós. ¿Le dice algo eso, Dimitrios? El nombre era Taladis, creo que le recordará. El cargo, robo e intento de asesinato. ¿Le parece divertido?

La cara de Peters había adoptado el mismo semblante serio, vicioso y repugnante que Latimer había visto durante unos segundos, una noche, en un hotel de Sofía. Dimitrios observaba a su interlocutor sin pestañear. En un segundo, la atmósfera del cuarto se había convertido en un fluido letal, revelador de un odio desnudo que horadaba el pecho de Latimer. Experimentaba la misma sensación que le había invadido cierta vez, de niño, al ver una riña callejera entre dos hombres de mediana edad.

Peters había extraído la Lüger del bolsillo de su abrigo y la sopesaba entre sus manos.

– ¿No tiene nada que decir, Dimitrios? Seguiré adelante, pues. Ese mismo año, unos meses antes, usted había asesinado a un hombre en Esmirna, a un prestamista. ¿Cómo se llamaba aquel hombre, monsieur Smith?

– Sholem.

– Sholem, sí, desde luego. Monsieur Smith ha sido lo suficientemente astuto para descubrir eso, Dimitrios. Un trabajo excelente, ¿no lo cree usted? Monsieur Smith es un gran amigo de la policía turca, sabe usted, casi se podría decir que es confidente de las autoridades superiores de la policía. ¿Aún piensa que pagar un millón de francos sería demasiado, Dimitrios?

Dimitrios no miró las caras de sus adversarios.

– El asesino de Sholem fue ahorcado -dijo con lentitud.

Peters alzó las cejas.

– ¿Es cierto, monsieur Smith?

– Un negro llamado Dhris Mohammed fue ahorcado por el asesinato, pero firmó una confesión en la que acusaba a monsieur Makropoulos. En el año mil novecientos veinticuatro se publicó una orden de detención contra él. El cargo era asesinato, pero la policía turca estaba deseosa de detenerle por otro motivo. Había estado complicado en un complot para asesinar al Kemal, en Adrianópolis.

– Ya lo ve, Dimitrios. Nuestra información es contundente. ¿Puedo seguir?-Peters guardó silencio. Dimitrios tenía aún los ojos fijos en algún punto indefinible; ni un músculo de su cara se había movido; Peters echó una mirada a Latimer, para decirle-: Creo que Dimitrios está impresionado. Estoy seguro de que querrá que continuemos. -Y así lo hizo-: Monsieur Smith ya le ha dicho que vio a Manus Visser. Pues sí: le vio en Estambul, en un depósito de cadáveres. Como ya le he dicho, mi amigo mantiene estupendas relaciones con las autoridades de la policía turca, que le permitieron ver aquel cadáver. Allí, un oficial turco le aseguró que ése era el cuerpo de un criminal llamado Dimitrios Makropoulos. Fue una tontería que se dejaran engañar de esa manera, ¿no es verdad? Aunque debo confesarle que también monsieur Smith lo creyó durante cierto tiempo. Por suerte, yo podía asegurarle que Dimitrios vivía aún. -Peters hizo una pausa-. ¿Quiere hacer algún comentario? Muy bien. ¿Le gustaría saber cómo descubrí dónde se encontraba usted y quién era?-Otro silencio-. ¿No? Tal vez prefiera saber cómo me enteré de que usted estaba en Estambul precisamente cuando el pobre tonto de Visser fue asesinado; o tal vez le importe saber que monsieur Smith ha identificado con gran facilidad una fotografía de Visser: el mismo individuo cuyo cadáver vio en el depósito de Estambul. -Otro silencio-. ¿No? Pues entonces quizá quiera que le expliquemos cómo podríamos despertar el interés de la policía turca, contándoles el curioso caso de un asesino muerto que aún sigue con vida. O tal vez no desdeñe nuestra simpática idea de comunicar a la policía griega qué sucedió con aquel refugiado de Esmirna que se esfumó de Tabouria tan inesperadamente. Me pregunto si no se estará diciendo que nos resultaría muy sencillo probarlo. Yo puedo identificarle como Makropoulos y también pueden hacerlo Werner, Lenôtre, Galindo o la Gran Duquesa. Sin duda, alguno de ellos estará vivo y a disposición de la policía. Y cualquiera de ellos se sentirá dichoso por contribuir a su ahorcamiento.

»Monsieur Smith podría jurar ante un tribunal que el hombre enterrado en Estambul es Manu Visser. Además, está la tripulación del yate de bandera griega que usted alquiló durante el mes de junio. Todos ellos saben que Visser desembarcó con usted en Estambul.

»Luego está aquel conserje de la avenue de Wagram, que puede identificarle como Rougemont.

»Su pasaporte actual no le servirá de protección, ¿verdad? Usted es una persona con demasiados nombres. Y aun en el caso de que saliera con éxito de alguna maniobra de chantaje y evitara la amenaza que representan la policía de Francia y la de Grecia, los amigos de monsieur Smith, las autoridades de la policía turca, no serían tan venales.

»¿Cree que un millón de francos es demasiado dinero para salvarse de la horca, Dimitrios?

Peters calló. Durante largos segundos, Dimitrios continuó con los ojos fijos en la pared. Por fin, estiró las piernas y observó una de sus pequeñas manos enguantadas. Al hablar, sus palabras resonaron como piedras que caen, una tras una, en un sosegado estanque.

– Me estoy preguntando -dijo-, por qué me piden tan poco dinero. ¿Sólo piensan pedirme un millón?

Peters dejó oír una risita despectiva.

– ¿Quiere usted decir que si no iremos a la policía cuando hayamos obtenido nuestro millón de francos? ¡Oh, no, Dimitrios! Queremos ser justos con usted. Este millón es un gesto que demuestra de antemano nuestra buena voluntad, nada más. Ya se le presentarán nuevas ocasiones. Pero no tema, no nos dejaremos llevar por la codicia.

– Sí, de eso estoy seguro. Ustedes no querrán que yo acabe desesperándome, me figuro. ¿Sólo son ustedes quienes tienen esta curiosa teoría sobre el asesinato de Visser?

– Así es, nadie más que nosotros dos lo sabe. Mañana me entregará el millón de francos, en billetes de mil.

– ¿Tan pronto?

– Recibirá instrucciones acerca de cómo hacernos llegar ese dinero, en el correo de la mañana. Si las instrucciones no se siguen al pie de la letra… no le ofreceremos una segunda oportunidad, Dimitrios. La policía recibirá todos los datos inmediatamente. ¿Me ha comprendido?

– Perfectamente.

Dimitrios se puso en pie y, de pronto, pareció que le asaltara alguna idea. Se volvió hacia Latimer:

– Ha estado muy silencioso, monsieur Smith. Me acabo de preguntar si tal vez usted no sabe que su vida está en manos de su amigo Petersen. Por ejemplo, si él decidiera revelarme su nombre y decirme dónde podría encontrarle, bien podría yo ordenar que le mataran.

Peters dejó ver sus falsos dientes blancos.

– ¿Por qué habría de privarme de la ayuda de monsieur Smith? Monsieur Smith es una persona de incalculable valor. Puede probar que Visser ha muerto. Sin él, usted podría volver a respirar en paz.

Dimitrios no hizo caso de la interrupción.

– ¿Y bien, monsieur Smith?

Latimer fijó su mirada en lo más profundo de aquellos ojos castaños que parecían llenos de ansiedad y en sus oídos resonó una frase de madame Irana Preveza. Eran los ojos de un hombre que está dispuesto a causarte algún daño, pero no eran los ojos de un médico. Esa mirada dejaba traslucir a un asesino.

– Le aseguro que Petersen no tiene ningún motivo para querer que me maten -respondió el escritor-. Verá usted…

– Verá usted -intervino Peters rápidamente-, no somos unos pobres estúpidos, Dimitrios. Se puede ya marchar.

– Desde luego. -Dimitrios se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo junto al umbral.

– ¿Qué ocurre?-preguntó Peters.

– Quiero hacerle un par de preguntas a monsieur Smith.

– Diga.

– ¿Qué ropa llevaba cuando encontraron ese hombre al que usted ha tomado por Visser?

– Llevaba un traje de sarga azul, barato. Un carnet de identidad, expedido en Lyon hace un año, estaba cosido en la parte interior del forro de la chaqueta. El traje había sido comprado en Grecia, pero la camisa y la ropa interior eran de procedencia francesa.

– ¿Cómo había sido asesinado?

– De una cuchillada en el vientre y luego lo arrojaron al mar.

Peters sonrió.

– ¿Está satisfecho, Dimitrios?

Dimitrios clavó sus ojos en él.

– Visser era demasiado codicioso -dijo pausadamente-. Usted no se dejará llevar por la codicia de esa manera, ¿verdad, Petersen?

Peters le devolvió la mirada.

– Ya me cuidaré de ello -dijo-. ¿Quiere hacerme alguna otra pregunta…?Muy bien. Mañana por la mañana recibirá nuestras instrucciones.

Dimitrios abandonó la habitación sin decir palabra. Peters cerró la puerta, aguardó durante unos segundos y después la volvió a abrir, con gran precaución. Con un gesto ordenó a Latimer que permaneciera donde estaba y de inmediato se hundió en la penumbra del rellano. Latimer oyó que algunos peldaños crujían. Un minuto más tarde, Peters estaba de regreso.

– Ya se ha ido -anuncio-. Dentro de unos minutos, lo haremos nosotros. -Se sentó sobre la cama, encendió uno de sus cigarros y saboreó el humo con delectación, como si se tratara de un cigarro recién salido de la cajetilla; su sonrisa dulzona volvía a florecer, brillante como una rosa después de la tormenta-. Pues sí, éste era el Dimitrios de quien usted ha oído hablar tanto en estos últimos tiempos. ¿Qué impresión le ha causado?

– No sé qué pensar de ese hombre. Quizá el desagrado hubiera sido menor si no supiera tantas cosas sobre él. No lo sé. Es muy difícil apreciar a un hombre que, sin lugar a dudas, se está preguntando en qué momento puede asesinarte… -Latimer vaciló antes de proseguir-: No me había percatado antes de cuánto le odia usted.

– Le aseguro que ha sido una sorpresa para mí comprobarlo, mister Latimer. Nunca me había gustado. Jamás he confiado en él. Y después de aquella traición, se comprende que sea así. Pero al verle aquí, en esta habitación, hace unos pocos minutos, he comprendido que le odio tanto como para matarle. Si fuera un hombre supersticioso, pensaría que el espíritu del pobrecito Visser se ha apoderado de mí. -Peters calló y al cabo de unos segundos, exclamó entre dientes-: Salop! [53]. -Volvió a producirse un silencio, a cuyo término, Peters alzó los ojos-. Mister Latimer, me veo obligado a confesarle algo. Aun en el caso de que hubiera aceptado mi oferta, usted no habría recibido su medio millón de francos. Yo no le habría pagado ese dinero.

Peters apretaba con fuerza su boca, como si en ese momento se preparara para recibir un puñetazo.

– Precisamente eso es lo que me había figurado -replicó Latimer con sequedad-. Y he estado a punto de aceptar su ofrecimiento sólo por darme el gusto de ver cómo iba a estafarme usted. He imaginado cuál sería su método: usted habría fijado que la entrega del dinero se hiciese a una hora determinada; a mí me hubiese dicho que se haría una hora más tarde, y al llegar al lugar de la cita, yo me encontraría con que el dinero y usted ya se habrían esfumado. ¿No es así?

Peters dio un respingo.

– Ha sido muy sensato de su parte al no fiarse de mí, pero, al mismo tiempo, eso es una prueba de su poca cortesía. En fin, creo que no tengo derecho a reprocharle nada. Pero no he dicho que pensaba traicionarle para rebajarme ante sus ojos, mister Latimer. Lo he hecho para defenderme. Me interesaría poder hacerle una pregunta.

– Hágala.

– ¿Ha pensado… le ruego que me disculpe… ha pensado que yo le entregaría a Dimitrios y por ese motivo ha rechazado su parte del dinero?

– Eso no lo he pensado, no se me había ocurrido.

– Me agrada oírselo decir -declaró solemnemente Peters-. Me sabría muy mal que usted pensara tal cosa de mí. Está en su derecho de no sentir ninguna simpatía hacia mí, pero me sentaría muy real que me considerara un individuo carente de principios. Y le aseguro que ese pensamiento tampoco se me había ocurrido a mí. ¡Y ya ha visto a Dimitrios! Ya hemos discutido este tema usted yo; los dos hemos desconfiado el uno del otro y hemos tratado de protegernos de cualquier posible traición. Sin embargo, ha sido Dimitrios quien nos ha despertado esa idea. Ah, mister Latimer, he conocido a muchos hombres perversos y violentos, pero le podría probar que Dimitrios es un individuo único. ¿Por qué cree usted que le ha sugerido que yo podría traicionarle, mister Latimer?

– Me figuro que lo ha hecho con la idea de que la mejor manera de combatir contra un par de aliados es lograr que ambos se peleen entre sí.

Peters le obsequió con una de sus sonrisas.

– No, mi querido amigo. Esa argucia es demasiado ineficaz para que Dimitrios la utilice. De modo muy sutil, le ha sugerido que usted no necesitaba de mí en esta transacción y que podía eliminarme con facilidad: diciéndole dónde puede encontrarme.

– ¿Pretende decir que se me ha ofrecido para asesinarle en mi favor?

– En efecto. Luego, sólo quedaría usted como contrincante. Claro que él ignora que usted desconoce el nombre que utiliza en la actualidad -dijo mister Peters con expresión pensativa; acto seguido se puso en pie y cogió su sombrero-. No, mister Latimer. Dimitrios no me gusta. Pero le ruego que no me interprete mal. Yo no soy una persona moral; sin embargo, reconozco que Dimitrios es una bestia salvaje. Ahora mismo, a pesar de que sé muy bien que he adoptado todas las precauciones necesarias, le temo. Me apoderaré del millón y me iré. Si pudiera autorizarle a usted para que lo entregase a la policía cuando hayamos terminado con él, lo haría de buena gana. Dimitrios no vacilaría ni un segundo, si estuviera en nuestra situación. Pero eso es imposible.

– ¿Por qué?

Peters le dirigió al escritor una mirada llena de curiosidad.

– Al parecer, Dimitrios le ha causado un extraño efecto. No, denunciarle a la policía después de cobrar el dinero sería demasiado peligroso. Cuando tuviéramos que justificar la procedencia de ese dinero (porque, desde luego, no podemos esperar que Dimitrios guarde silencio al respecto), nos veríamos en un apuro. Es una lástima. Será mejor que salgamos, ahora. Dejaré el dinero de la habitación sobre la mesa. Y la maleta de pourboire [54].

Bajaron por la escalera en silencio. Al dejar Peters la llave en el tablero, el conserje, siempre en mangas de camisa, apareció con unas fichas en la mano y le pidió que las rellenara con sus datos. Peters le respondió que lo haría más tarde, a su regreso.

Ya en la calle, el gordo de los ojos acuosos se detuvo y se encaró con Latimer.

– ¿Le han seguido alguna vez?

– No, que yo sepa.

– Pues ahora le seguirán. No creo que Dimitrios confíe realmente en que ese hombre pueda descubrir nuestro paradero, pero siempre se ha mostrado precavido -reflexionó mientras miraba por encima del hombro a Latimer-. Ah, sí. Estaba en ese mismo lugar cuando llegamos. No mire hacia atrás, mister Latimer. Es un hombre que lleva una gabardina gris y un sombrero oscuro, de fieltro. Ya le verá, dentro de un minuto.

La sensación de vacío, que había desaparecido después de la partida de Dimitrios, se apoderó una vez más del estómago de Latimer.

– ¿Qué haremos ahora?

– Regresaremos en el metro, como ya le dije.

– ¿Y con eso qué arreglaremos?

– Dentro de un minuto lo sabrá.

La estación de metro Ledru-Rollin estaba a cien yardas de distancia. Mientras se dirigían allí, Latimer sentía que los músculos de sus piernas se tensaban y sentía unas ridículas ganas de echarse a correr. De pronto comprendió que caminaba con rigidez, aunque apenas lograba darse cuenta de lo que hacía.

– No mire hacia atrás -repitió Peters.

Bajaron por la escalera del metro.

– Ahora no se aparte de mi lado -ordenó Peters.

Compraron dos billetes de segunda clase y comenzaron a andar por el túnel, en dirección a la zona donde paraban los trenes.

Era un túnel muy largo. Cuando pasaron a través de las barreras, Latimer se dijo que en ese momento podía echar un vistazo atrás. Al hacerlo, captó la vaga imagen de un hombre joven y poco pulcro, vestido con una gabardina gris; iba a unos dos metros de distancia. El túnel se bifurcaba en dos; en uno de ellos un letrero que rezaba: «Dirección Pte. de Charenton». El otro, en cambio, anunciaba: «Dirección Balard». Peters se detuvo.

– Lo prudente, ahora, sería aparentar que cada uno va a coger una dirección distinta -explicó el chantajista; con el rabillo del ojo observó al hombre que les seguía-. Sí, se ha detenido. Se está preguntando qué haremos ahora. Hable, mister Latimer, por favor, pero en voz no demasiado fuerte. Quiero oírle.

– ¿Oírme?

– Quiero oír el ruido de los trenes. Esta mañana he pasado media hora aquí, escuchándolos.

– ¿Pero por qué diablos? No comprendo…

Peters le cogió del brazo y él se interrumpió. A lo lejos se oía el chirrido de un tren.

– Dirección Balard -murmuró Peters de pronto-. Venga, vamos. No se aparte de mi lado y no vaya demasiado de prisa.

Se metieron en el túnel de la derecha. El ruido del tren aumentaba a cada instante. El túnel describía una curva. Frente a ellos había unas puertas verdes automáticas.

Vite! [55] -gritó Peters.

En ese momento, el tren se encontraba ya dentro de la estación. La puerta automática comenzó a deslizarse lentamente hacia el centro de la entrada a la plataforma. Cuando Latimer la alcanzó, pudo pasar con cierta holgura; por encima de su cabeza, resonó el silbido de los frenos neumáticos y también pudo oír el ruido de unos pies presurosos.

Latimer miró a su alrededor; a pesar de que la barriga de mister Peters había sufrido cierta compresión, el gordo había logrado deslizarse por entre las hojas de la puerta y se encontraba ya en la plataforma. Pero el hombre de la gabardina gris, a pesar de su rápida carrera en los últimos metros, no la alcanzó a tiempo. Allí estaba, al otro lado de los cristales, roja de ira su cara, sacudiendo sus puños amenazadores.

Subieron al tren casi sin resuello.

– ¡Excelente! -suspiró Peters, feliz-. ¿Ha visto, mister Latimer?

– Muy ingenioso.

El ruido del tren hacía imposible la conversación.

Peters tocó el brazo de su acompañante. Habían llegado a Chatelet. Bajaron y cogieron la correspondance [56] Porte d'Orléans, dirección St. Placide. Al llegar, mientras bajaban andando por la rue de Rennes, Peters canturreaba suavemente. Pasaron ante la puerta de un café.

Peters dejó de canturrear.

– ¿Quiere tomar un café, mister Latimer?

– No, gracias. ¿Qué hay de esa carta para Dimitrios?

Peters dio unos golpecitos sobre su bolsillo.

– Ya está escrita. La hora, las once en punto. En avenue de la Reine, esquina boulevard Jean Jaurès: allí se hará la entrega. ¿Querrá ir usted también o se marchará de París mañana?-Antes de que Latimer tuviera tiempo para responder, Peters prosiguió-: Lamento profundamente tener que decirle adiós, mister Latimer. Me ha encantado conocerle; en general, nuestra alianza ha sido muy agradable. Y también me ha dado buenos frutos. Sí -suspiró el chantajista-, me siento algo culpable, mister Latimer. Ha sido tan paciente y tan servicial conmigo que eso de marcharse sin ninguna compensación… ¿No aceptaría mil francos?-preguntó con un tono en el que vibraba la ansiedad-. Podría cubrir parte de sus gastos con ese dinero.

– No, gracias.

– No, desde luego que no. Pero, al menos, aceptará un vaso de vino, mister Latimer. ¡Sí, eso es! Vamos a celebrarlo. Venga, mister Latimer. Hay que saber disfrutar los pequeños placeres de la vida. Mañana por la noche recibiremos el dinero juntos. Usted tendrá la satisfacción de ver unas gotas de sangre de ese cerdo de Dimitrios. Y después lo celebraremos con un vaso de vino. ¿Qué le parece a usted?

Se habían detenido en la esquina de la manzana que contenía la impasse. Latimer miró con fijeza los ojos acuosos de mister Latimer.

– Me atrevería a asegurar -comenzó a decir subrayando cada una de sus palabras con especial énfasis- que usted se ha dicho que existe la posibilidad de que Dimitrios se decida a desafiar sus amenazas y que lo más sensato sería tenerme aquí, en París, hasta que el dinero esté en su bolsillo.

Los párpados se deslizaron lentamente sobre los ojos de Peters.

– Mister Latimer, no creo que… -empezó a decir el gordo, con amargura en la voz-. Jamás hubiera creído que usted fuera capaz de pensar semejante cosa de mí…

– Bueno, me quedaré en París -le interrumpió Latimer, irritado: había malgastado tantos días que uno más poco importaba-. Mañana iré con usted. Pero quiero ponerle ciertas condiciones: en vez de vino, champaña, y francés, no de Meknes; y tendrá que ser de las cosechas de los años mil novecientos diecinueve, veinte o veintiuno. Una botella -añadió vengativamente- le costará no menos de cien francos.

Peters abrió los ojos: encaraba la adversidad con valentía.

– Tendrá su champaña, mister Latimer.

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