A las once en punto, Latimer, después de haber permanecido adormilado durante un cuarto de hora, se decidió a abrir los ojos finalmente. Allí, sobre la mesita de noche, estaban los tres papeles que le entregara Peters. Ellos le traían el desagradable recuerdo de que debía reflexionar y adoptar después algunas decisiones. De no haber sido por esos papeles y por el hecho de que su habitación, a la luz de la mañana, había tomado el aspecto del almacén de una trapería, bien habría echado al olvido sus recuerdos de aquella visita, considerándolos tan sólo como parte de los malos sueños que habían alterado su reposo. También hubiera deseado olvidar esos sueños.
En cuanto a Peters, con su misterio, sus absurdas alusiones a medio millón de francos, sus amenazas y sugerencias, no veía cómo dejarlo fácilmente de lado. Ese hombre…
Latimer se sentó en la cama y cogió los tres papeles.
El primero, tal como Peters se lo había dicho, llevaba escrita una dirección de Ginebra.
WLADYSLAW GRODEK
Villa Acacias
Chambésy
(a 7 km de Ginebra)
Aquella caligrafía era airosa, muy florida y difícil de leer.
El número siete tenía una barra que lo atravesaba en el centro del trazo descendente, a la francesa.
Cogió la carta, con la esperanza de saber algo más. Eran sólo seis líneas, escritas en un idioma y con un alfabeto que le resultaron demasiado desconocidos. Al cabo de un instante, dedujo que tal vez era polaco. Por lo que pudo apreciar, la nota comenzaba sin el «Estimado Grodek» preliminar y terminaba con una inicial indescifrable. En la mitad de la segunda línea, descubrió su propio apellido, escrito con lo que parecía ser una «y» en lugar de una «i».
Latimer suspiró. Sin duda podía llevar ese texto a algún lugar para que se lo tradujeran; sin embargo, Peters tenía que haber pensado en esa posibilidad y no era demasiado probable que obtuviera por ese camino la respuesta de tantas preguntas que él, Latimer, quería que le formularan casi a cualquier precio: ¿quién y qué era Peters?
Examinó la segunda dirección:
MISTER PETERS
c/ Caillé
3, Impasse des Huits Anges
París 7
Y con esto sus pensamientos volvieron de nuevo al punto de partida. ¿Por qué motivo, pensándolo razonablemente, podía estar interesado Peters en que él fuera a París? ¿Qué información era la que valía tanto dinero? ¿Qué persona pagaría por esa información?
Intentó recordar en qué momento de la entrevista, con exactitud, Peters había cambiado su táctica de manera tan repentina. Tenía la vaga impresión de que el cambio se había producido después de que él afirmara que había visto el cadáver de Dimitrios en el depósito. Pero eso, sin duda, no podía tener ningún significado especial. Quizá había sido su alusión al «tesoro» de Dimitrios lo que…
Latimer hizo crujir sus dedos. ¡Pues claro que sí! ¡Qué tonto había sido por no haberlo pensado antes! Había desestimado un hecho importante. Dimitrios no había muerto de muerte natural. Dimitrios había sido asesinado.
Las dudas del coronel Haki referentes a la posibilidad de descubrir al asesino y su preocupación personal por el pasado de aquel hombre le habían hecho olvidarse del hecho en sí, le habían impulsado a ver aquel asesinato como el final lógico de una historia desagradable.
Latimer había hecho caso omiso de dos hechos evidentes; en primer término, el asesino estaba todavía en libertad (y probablemente vivo); en segundo lugar, tenía que haber existido un móvil para el crimen.
Un asesino y un motivo. El motivo tendría que ser el dinero. ¿Qué dinero? El dinero obtenido con la venta de drogas en París, por supuesto; aquel dinero que había desaparecido de modo tan inexplicable.
El medio millón de francos prometido por Peters con tanta insistencia no parecía algo tan fantástico, cuando no miraba el asunto desde ese ángulo. Y el asesino… ¿por qué no podía ser Peters?
Latimer frunció en seguida el entrecejo ante la idea. Dimitrios había sido acuchillado. Comenzó a reconstruir mentalmente la imagen de Peters dándole cuchilladas a alguien. La escena no surgía con nitidez. No era fácil imaginar a Peters blandiendo un cuchillo. Y esa dificultad hizo que volviera a reflexionar sobre el tema.
No existía ninguna razón para sospechar de mister Peters y endilgarle el asesinato. Y aun cuando tal causa existiera, que Peters hubiera asesinado a Dimitrios no era un hecho que bastase para explicar la posible conexión (si es que existía una conexión) entre ese dinero y el medio millón de francos (si es que existía ese medio millón). Y fuera como fuese, ¿cuál era esa misteriosa información que, al parecer, poseía?
Latimer se veía enfrentado con un problema de álgebra con muchas incógnitas que despejar, para lo cual sólo disponía de una ecuación de cuarto grado. Claro que ignoraba si sería capaz de despejar las incógnitas…
¿Por qué, pues, se mostraba Peters tan interesado porque fuera a París? Porque era obviamente más sencillo pensar obtener aquellos recursos casi inagotables desde la misma ciudad de Sofía, significara lo que significase aquello de la «fuente de recursos».
¡Maldito Peters! Latimer saltó de la cama para dirigirse hacia el lavabo.
Sentado en el agua caliente y algo amarilla que llenaba casi la bañera, redujo sus conjeturas a lo que le parecía más esencial.
Podía elegir dos caminos a seguir.
Podía regresar a Atenas, dedicarse a trabajar en su nuevo libro y olvidarse de Dimitrios, de Marukakis, de Peters y de aquel Grodek. O bien podía ir a Ginebra, entrevistarse con Grodek (si es que existía una persona con ese apellido) y posponer la decisión sobre lo que le había propuesto Peters.
Sin duda, lo primero era lo más sensato que podía hacer. Después de todo, la búsqueda de datos sobre la vida anterior de Dimitrios estaba justificada por su deseo de llevar a cabo un experimento impersonal como investigador. Ese experimento no debía dejar que se convirtiera en una obsesión. Había descubierto ya algunas cosas interesantes acerca del hombre. Su orgullo quedaba satisfecho y a salvo. Y ya se había retrasado con respecto a la fecha de iniciar su libro. Tenía que trabajar para ganarse la vida y ninguna cantidad, por grande que fuera, de información acerca de Dimitrios y Peters, o cualquier otra persona, podría paliar una cuenta bancaria sin fondos al cabo de seis meses.
Aquello del medio millón de francos era algo que no podía tomarse en serio. Sí, por supuesto, regresaría a Atenas inmediatamente.
Salió de la bañera y comenzó a secarse.
Por otra parte, aquel asunto de Peters tenía que ser aclarado. Nadie iría a imaginar que él fuese a dejar las cosas tal como se encontraban y marcharse a Atenas, a escribir una novela policíaca. Era demasiado pedir a un hombre.
Además, se había producido un verdadero asesinato: no el asesinato limpio y primoroso de los libros, con un cadáver y unos sospechosos y un verdugo. No, éste era un asesinato ante el que un jefe de policía se había encogido de hombros, se había lavado las manos y había metido el maloliente cadáver en un ataúd. Sí, así era. Un hecho auténtico. Dimitrios era o había sido un hombre de carne y hueso. En esa historia no había garbosas figuras reflejadas en un papel, sino hombres y mujeres palpables, cargados de recuerdos, tan reales como Proudhon, Montesquieu y Rosa Luxemburg.
En voz alta, Latimer murmuró:
– ¡Cómodo, muy cómodo! Quieres ir a Ginebra. No quieres trabajar. Te estás convirtiendo en un holgazán y se ha despertado tu curiosidad.
Se afeitó, se vistió, recogió sus cosas, las empacó y bajó a la conserjería del hotel para preguntar por el horario de trenes para ir a Atenas. El conserje le entregó un horario, abierto en la página de servicios para Atenas.
Latimer observó aquellos números en silencio durante unos segundos. Después, lentamente, comenzó a decir:
– En el caso de que tuviese que ir a Ginebra desde aquí…
En la segunda tarde de su estancia en Ginebra, Latimer recibió una carta con sello de correos de Chambésy. La había remitido Wladyslaw Grodek, en respuesta a una carta que Latimer le enviara, adjuntando la nota de Peters.
Herr [27] Grodek había escrito, en francés, una breve nota:
Villa Acacias, Chambésy
Viernes
Mi estimado Mr. Latimer:
Sería un placer para mí recibirle mañana, a la hora de la comida, en Villa Acacias. A menos que usted me avise de que no podrá venir, mi chófer pasará a recogerle por su hotel a las once y media.
Reciba usted mis más cordiales saludos,
GRODEK
El chófer llegó puntualmente, saludó, escoltó a Latimer con actitud ceremoniosa hasta un imponente coupé de ville [28] de color chocolate y se puso en marcha bajo la lluvia, como si huyera del lugar del crimen.
Con una mirada casi distraída, Latimer examinó el interior del coche. Desde el revestimiento interno de rica madera y las incrustaciones de marfil, hasta el excesivamente confortable tapizado, todo en ese coche denotaba que el dueño era hombre rico.
Riqueza, pensó Latimer, que había sido amasada, si se podía fiar de las palabras de Peters, con el espionaje. Sin ningún fundamento, encontró extraño que en el coche no hubiera nada que delatara la siniestra fuente de esa riqueza.
Se preguntó qué aspecto tendría herr Grodek. Tal vez tenía una barba puntiaguda y blanca. Peters había dicho que era oriundo de Polonia, que amaba a los animales y que era un personaje estupendo, en el fondo. ¿Significaba eso que, en apariencia, demostraba tener un pésimo carácter? Lo del amor por los animales podía no querer decir nada. A menudo los que aman con entusiasmo a los animales resultaban despreciables por su odio hacia la humanidad.
¿Un espía profesional, que no trabajase por motivos patrióticos, podría odiar el mundo en que trabajaba? Esa pregunta era estúpida.
Durante un rato el coche avanzó por la carretera que bordeaba la costa norte del lago; en Pregny giraron hacia la izquierda e iniciaron el ascenso por la ladera de una colina bastante elevada. Después de haber recorrido un kilómetro, poco más o menos, el coche penetró en un estrecho sendero que atravesaba un bosque de pinos.
Se detuvieron ante una puerta de hierro; el chófer bajó para abrirla. Prosiguió después el camino por una senda que giraba en ángulo recto hacia la mitad de su recorrido. Por fin se detuvieron frente a un enorme y feo chalet.
El chófer abrió la puerta; Latimer descendió del coche y caminó hacia la casa. Entretanto, una mujer robusta, de aspecto jovial, que podía ser el ama de llaves, abrió la puerta de entrada. El visitante entró.
Latimer se encontró en un recibidor pequeño, de no más de dos metros de ancho. En una pared había una fila de perchas de las que colgaban sombreros y abrigos, colocados como al desgaire, de hombre y de mujer, una cuerda especial para escalar montañas y un extraño palo de esquí. Contra la pared opuesta estaban apoyados tres pares de esquíes en muy buen estado.
El ama de llaves cogió el abrigo y el sombrero del escritor, que a través del recibidor pasó a un amplio salón.
Parecía el salón de una posada, con escaleras que daban acceso a una especie de corredor que se extendía a ambos lados de la habitación. En un extremo de la sala destacaba una chimenea. Un fuego de leños crepitaba tras la rejilla y el piso de madera de pino lo cubrían gruesas alfombras. La atmósfera era cálida y todo daba la sensación de una gran limpieza.
Con una sonrisa, el ama de llaves anunció que herr Grodek bajaría en seguida y se marchó. Frente al fuego había varios sillones y Latimer se encaminó hacia ellos. Cuando se acercaba a uno de ellos oyó un pequeño ruido: un gato siamés había saltado al asiento de una silla y le observaba con sus ojos azules y hostiles. Otro gato siamés se unió al primero. Latimer se acercó a los animales, que se echaron hacia atrás, arqueando sus lomos. Antes de proseguir su camino hacia un sillón, el escritor se apartó de los gatos, que le escrutaron fijamente. Los leños silbaban y crepitaban sin cesar. Hubo un momento de silencio. Herr Grodek bajaba ya por la escalera.
El primer signo que Latimer advirtió de la llegada de su anfitrión fue la reacción de los gatos: ambos alzaron sus cabezas de pronto, miraron por encima de sus lomos y luego, de un brinco, bajaron al suelo. Entonces él mismo echó un vistazo a su alrededor. Grodek estaba ya al pie de la escalera; se dirigió hacia Latimer, con la mano tendida y algunas palabras de disculpa preparadas.
Era un hombre alto, de anchos hombros, que frisaría los sesenta años, con escaso y fino cabello grisáceo que en parte dejaba entrever su color rubio de otro tiempo; las mejillas afeitadas y los ojos de un gris azulado completaban armónicamente aquel rostro, con forma de pera: una frente amplia, una boca pequeña y firme, un mentón que casi se confundía con el cuello. Cualquiera le habría tomado por un inglés o danés, un hombre de un elevado coeficiente intelectual, quizá un ingeniero consultor retirado. Sus pantuflas, sus gruesos pantalones de tweed y sus firmes ademanes hacían pensar en un hombre que estuviera disfrutando de los bien ganados años de descanso después de haber ejercido una profesión irreprochable y digna.
Grodek se excusó:
– Perdón, monsieur, no había oído el ruido del coche.
Aunque de deficiente dicción, el francés de Grodek era correcto y a Latimer le pareció algo incongruente. Aquella boca pequeña parecía más adecuada para la fonética inglesa.
– Ha sido muy amable al recibirme de forma tan hospitalaria, monsieur Grodek. No sé qué le diría a usted Peters en su carta, porque…
– Porque usted, con gran sensatez, jamás se ha molestado por aprender el polaco -le interrumpió Grodek con un tono cordial-. Le comprendo muy bien: es una lengua horrible. Ya ha tenido ocasión de conocer a «Anton» y a «Simone» -dijo, mientras señalaba a los gatos-. Estoy convencido de que ambos lamentan que yo no hable siamés. ¿Le gustan los gatos?«Anton» y «Simone» tienen inteligencia crítica, estoy seguro de ello. No son gatos como los demás, ¿verdad, mes enfants? [29] -cogió a uno de los gatos y lo tendió hacia delante, para que Latimer lo examinara-. Ah, «Simone», cherie, comme tu es mignonne! Comme tu es bête! [30] -mantuvo a la gata sobre las palmas de sus manos-. Allez vite! Va a promener avec ton vrai amant, ton cher «Anton»! [31] -La gata saltó al suelo y se alejó con aire de indignación. Grodek se restregó las manos-. Son bonitos, ¿verdad? Y tan humanos. Se vuelven irritables con el mal tiempo. Me hubiera gustado que su visita hubiera coincidido con un buen día, monsieur. Cuando brilla el sol, la vista desde aquí es estupenda.
Latimer le aseguró que, por lo que había podido ver, estaba convencido de la belleza del lugar. En realidad, se debatía en medio de una absoluta perplejidad. Tanto su anfitrión como el recibimiento que le brindaba no eran lo que él había esperado.
Aunque Grodek tuviera el aspecto de un ingeniero consultor retirado, había algo en su persona que hacía absurda tal comparación. Era una cualidad que, de alguna manera, nacía del contraste entre su apariencia y sus ademanes rápidos y netos, la urgencia del movimiento de sus finos labios. Era muy fácil imaginarlo en el papel de un amante; cosa que puedes decir (reflexionó Latimer) de muy pocos hombres de sesenta años y pocos por debajo de los sesenta. Se preguntó cómo sería aquella mujer cuyas ropas había visto en el recibidor.
Con un tono convencional, Latimer comentó:
– Debe ser agradable este lugar en verano.
Grodek asintió con un movimiento de cabeza, mientras abría una vitrina que había junto a la chimenea.
– Sí, muy agradable. ¿Qué quiere tomar? ¿Whisky inglés?
– Sí, gracias.
– Ah, muy bien, también yo lo prefiero como aperitivo.
Sirvió whisky en dos esbeltos vasos.
– Durante el verano trabajo fuera de casa. Eso no me va muy bien a mí, pero sí a mi trabajo, me imagino. ¿Usted puede trabajar al aire libre?
– No, no puedo. Las moscas…
– ¡En efecto! Las moscas. Estoy escribiendo un libro, sabe usted.
– Oh, ¿sus memorias?
Grodek apartó sus ojos de la botella de agua mineral con gas que estaba abriendo y Latimer advirtió una chispa divertida en los ojos de su anfitrión, que sacudía la cabeza en señal de negación.
– No, monsieur. Una vida de San Francisco. Ahora, sinceramente le digo que espero vivir tanto como para acabarlo.
– Sin duda, será un estudio muy extenso.
– Oh, sí -respondió Grodek mientras le alargaba la copa-. Verá usted, desde mi punto de vista, la ventaja que ofrece la vida de San Francisco es la de que se ha escrito tanto acerca de él y tan extensamente que no necesito acudir a las fuentes para buscar el material. No tengo por qué realizar ninguna investigación original. Y por esto, es un trabajo que se adapta de manera extraordinaria a mis propósitos: me permite vivir aquí sumergido en una holgazanería casi absoluta, pero con la conciencia tranquila -Grodek alzó su copa-. À votre santé
– À la vôtre [32].
Latimer comenzaba a preguntarse si aquel hombre, después de todo, no seria más que un borrico sofisticado. Tomó un sorbo de su whisky e inquirió:
– Me pregunto si Peters le mencionaría el motivo de mi visita en la carta que traje desde Sofía.
– No, monsieur, no lo ha hecho. Pero ayer recibí una carta suya en la que me habla de ello. -Grodek había depositado su copa sobre una mesa y miró a Latimer con el rabillo del ojo mientras añadía-: Todo esto me parece muy interesante. ¿Hace mucho tiempo que conoce usted a Peters?
Antes de pronunciar aquel apellido había hecho una breve pero visible pausa. Latimer comprendió que los labios de Grodek se disponían a decir algo más.
– Le he visto una o dos veces… Una vez en un tren y otra en la habitación de mi hotel. ¿Y usted, monsieur? Sin duda usted le debe conocer muy bien.
Grodek arqueó las cejas.
– ¿Qué es lo que le hace estar tan seguro, monsieur?
Latimer sonrió con facilidad porque se encontraba ante una situación difícil. Comprendía que había cometido alguna indiscreción.
– De no haberle conocido a usted muy bien, sin duda no se habría atrevido a darme una carta de presentación para usted ni le habría pedido que me proporcionara información de carácter tan confidencial. -Después de haberla expresado, aquella perorata le parecía bastante satisfactoria.
– Monsieur -dijo herr Grodek-, me pregunto cuál sería su actitud si yo le hiciera una pregunta indiscreta o impertinente; si, por ejemplo, le pidiera que se sincerara y me dijese si el nuevo interés literario en la debilidad humana es el único motivo por el que me ha hecho esta visita.
Latimer sintió que se ruborizaba.
– Puedo asegurarle que… -comenzó a decir.
– No dudo de que pueda asegurármelo -le interrumpió Grodek con voz muy suave-. Pero… le ruego que me perdone… ¿cuánto vale la seguridad que está dispuesto a ofrecerme?
– Sólo puedo darle mi palabra de que consideraré toda información que quiera proporcionarme como confidencial, monsieur -replicó Latimer con cierta rigidez.
El ex espía suspiró.
– Creo que esto no me aclara nada -dijo con cautela-. La información, en sí misma, no significa nada. Lo que ocurrió en Belgrado en el año 1926 carece de importancia ahora mismo. Pero pienso en mi propia posición. Para ser francos, nuestro amigo Peters ha incurrido en una verdadera indiscreción al hacerlo venir hasta mí. El mismo lo ha admitido en su carta, pero apela a mi indulgencia y me pide como un favor (me ha recordado que estoy en deuda con él, en cierta medida) que le proporcione información acerca de Dimitrios Talat. Me dice que usted es escritor y que su interés es, tan sólo, el propio de un escritor. Pues bien, a pesar de todo, hay una cosa que me resulta inexplicable -Grodek hizo una pausa, cogió su vaso y bebió-. Como buen observador de la naturaleza humana -prosiguió- debe haber advertido usted que la mayor parte de las personas, por debajo de sus acciones, obedecen a un estímulo más fuerte que los demás. En algunos se trata de vanidad, en otros el goce de los sentidos, y en los demás codiciar dinero u otras cosas. Pues… Peters es, precisamente, una de aquellas personas en las que la codicia del dinero está mucho más desarrollada que otros estímulos. Sin ser injusto con él, creo poder asegurarle que el amor de Peters por el dinero es el de un verdadero miserable. Por favor, quiero que me entienda bien. No he dicho que Peters actúe tan sólo por el dinero. Lo que he querido darle a entender es que, de acuerdo con lo que sé de ese hombre, no me imagino que no se haya molestado en enviarle a usted hasta aquí ni en escribirme tal como lo ha hecho sólo por el mero interés de mejorar la novela policíaca inglesa. ¿Me comprende usted? Soy un tanto suspicaz, monsieur. Aún tengo enemigos en este mundo. Por lo tanto, le ruego que me aclare cuáles son sus relaciones con nuestro común amigo Peters. ¿Sería tan amable, por favor?
– Lo haría con mucho gusto. Pero, por desgracia, no puedo. Y por una razón muy simple: ni yo mismo sé con exactitud cuáles son esas relaciones.
Los ojos de Grodek se endurecieron.
– No estoy de broma, monsieur.
– Tampoco yo. He estado investigando la historia de ese hombre, Dimitrios. Mientras lo hacía, conocí a Peters. Por alguna causa que ignoro, también él está interesado en Dimitrios. Por una casualidad, Peters me oyó preguntar sobre ese individuo en la oficina de los archivos de la comisión de socorro, en Atenas. Después, me siguió hasta Sofía y se acercó (detrás del cañón de una pistola, es necesario que se lo diga), para pedirme explicaciones sobre mi interés por ese hombre que, dicho sea de paso, ha sido asesinado hace algunas semanas, antes de que yo conociera siquiera que existía. A continuación, Peters me hizo una oferta. Me aseguró que si iba a verle a París y colaboraba con él en cierto plan que tiene in mente, ambos podríamos conseguir medio millón de francos. Me dijo que tenía un dato que, aunque en sí mismo carece de importancia, en relación con los informes con que él cuenta, podría adquirir un gran valor.
»En verdad, en un primer momento no le creí y rechacé participar en ese plan. De modo que, para convencerme y como prueba de su buena voluntad, me dio esa nota de presentación para usted. Yo le había dicho que mi intención era ir a Belgrado para obtener más datos allí, a ser posible. Pero Peters me aseguró que usted es la única persona que puede proporcionarme esos informes.
Las cejas de Grodek se arquearon una vez más.
– No quisiera ponerme en plan inquisidor, monsieur, pero me gustaría saber cómo se ha enterado usted de que Dimitrios Talat estuvo en Belgrado en el año 1926.
– Me lo dijo un oficial turco al que conocí en Estambul. Incluso me refirió la historia de ese hombre… es decir, la historia que de él corre por Estambul.
– Ya comprendo. Permítame preguntarle, entonces, cuál es ese dato tan valioso que usted conoce.
– No lo sé.
Grodek frunció el entrecejo.
– Vaya, monsieur, me pide usted que le haga una confidencia. Lo menos que puede hacer a cambio es que haga usted alguna.
– Le he dicho la verdad. No lo sé. Estaba yo hablándole sinceramente a Peters cuando él, en cierto instante, se mostró muy excitado.
– ¿En qué instante?
– Creo que fue en el momento en que le explicaba por qué sabía yo que Dimitrios no llevaba dinero encima al morir. Después de eso fue cuando comenzó a hablarme de ese medio millón de francos.
– ¿Y por qué sabía usted que Dimitrios no llevaba dinero encima?
– Porque cuando vi su cuerpo, todo lo que llevaba estaba allí, sobre la mesa del depósito de cadáveres. Todo, a excepción de su carnet de identidad, que había sido hallado bajo el forro de la chaqueta y que había sido enviado a las autoridades francesas. No había dinero. Ni un penique siquiera.
Durante algunos segundos Grodek clavó sus ojos en el visitante. Después se acercó a la vitrina y cogió una botella.
– ¿Otra copa, monsieur?
Sirvió las copas en silencio, alargó la suya a Latimer y alzó su vaso con un gesto solemne.
– Un brindis, monsieur. ¡Por la novela policíaca inglesa!
Divertido, Latimer alzó su copa hasta los labios. Su huésped había hecho otro tanto. De pronto, sin embargo, Grodek empezó a toser y depositó su vaso sobre la mesa mientras se sacaba un pañuelo de un bolsillo. Con no poca sorpresa, Latimer comprobó que el ex espía estaba riéndose.
– Perdóneme, monsieur -jadeó apenas-, me ha pasado por la cabeza una idea que me ha hecho mucha gracia. Era… -se detuvo, dudando durante una fracción de segundo-, era la imagen de nuestro común amigo Peters enfrentándose a usted pistola en mano. Le aseguro que ese hombre siente verdadero pánico ante las armas de fuego.
– Pues, al parecer, se ha sabido dominar muy bien esos terrores y con gran eficacia -replicó Latimer con un dejo de irritación en la voz. Al mismo tiempo, tuvo la sospecha de que se reía por otro motivo, por otra cosa, que no lograba descubrir.
– Oh, este Peters es un hombre inteligente -dijo Grodek e hizo chasquear su lengua, mientras le palmeaba en un hombro a Latimer; de pronto se había puesto de excelente humor-. Mi querido amigo, no me irá a decir que se ha ofendido, se lo ruego. Verá usted: ahora comeremos. Espero que le guste la idea. ¿Tiene apetito? Greta es una cocinera estupenda y le aseguro, para su tranquilidad, que mis vinos no son suizos. Después de la comida le hablaré de Dimitrios, de los problemas que me ha causado, de Belgrado y del año 1926. ¿Le parece bien?
– Muy amable por su parte.
Latimer pensó que su anfitrión estaba a punto de echarse a reír de nuevo. Pero el polaco había cambiado de idea. Su aspecto había adquirido cierta solemnidad.
– Es un placer para mí, monsieur. Peters es un buen amigo mío. Además, usted me ha caído muy bien y en este lugar no abundan los visitantes -Grodek hizo una pausa-. Tal vez me permita que, como amigo, le haga una advertencia, monsieur.
– Hágala, se lo ruego.
– Pues bien, yo de usted, monsieur, no pensaría dos veces lo que le dijo nuestro amigo Peters e iría a París…
– No sé… -comenzó a decir lentamente.
Pero en ese instante entraba a la sala el ama de llaves, Greta.
– ¡La comida! -exclamó Grodek, satisfecho.
Más tarde, cuando se le presentó la ocasión de pedirle a Grodek que le explicara el sentido de su «advertencia», Latimer olvidó hacerlo. En esos momentos tenía otras muchas cosas en las que pensar.