7. Medio millón de francos

Peters empuñó con mayor firmeza su pistola.

– ¿Podría usted -dijo con gentil tono de voz- cerrar la puerta? Creo que si estira su brazo derecho lo hará sin necesidad de mover sus pies. -La Lüger estaba nivelada en una posición inconfundible.

Latimer obedeció. Por cierto que en ese instante tuvo un miedo considerable. Temía recibir un balazo; casi podía sentir al médico buscando el proyectil en su cuerpo. Iba a rogarle que utilizara algún anestésico. Temía que Peters no supiera manejar bien la pistola, que disparara accidentalmente. Temía mover su mano con demasiada rapidez y que ese brusco movimiento fuera mal interpretado.

La puerta se cerró. Latimer comenzó a temblar de la cabeza a los pies y no pudo discernir si lo estaba haciendo a causa de la ira, del miedo o de la sorpresa. De pronto logró articular algunas palabras.

– ¿Qué diablos significa esto?-preguntó con voz ronca y echando, después, un par de maldiciones; en verdad es que no se había propuesto soltar tacos: no era un hombre que acostumbraba a hacerlo; y en ese momento comprendió que la ira le estaba haciendo temblar. Echó una mirada furibunda a los húmedos ojos de Peters.

El obeso intruso bajó la pistola y se sentó en un borde del colchón.

– Esta situación es muy embarazosa -dijo con una expresión de desdicha en la cara-. No esperaba que regresara tan pronto. Su maison close [26] debe haberle resultado poco agradable. Las inevitables muchachas armenias, por supuesto. Están bien para un rato, pero después no son más que unas rústicas. Muy a menudo he dado en pensar que este enorme mundo en el que vivimos quizá sería un lugar mucho más bonito si… -se detuvo-. En fin, de esto podríamos hablar en alguna otra ocasión. -Con un gesto cuidadoso puso los restos del tubo de crema dental sobre la mesa de noche-. Había pensado dejar todo esto un poco mejor arreglado antes de marchar -agregó.

Latimer decidió que debía ganar tiempo.

– ¿Libros incluidos, mister Peters?

– ¡Oh, sí! ¡Los libros! -sacudió la cabeza con un marcado aire de abatimiento-. Un acto de vandalismo. Un libro es una cosa bonita, un jardín lleno de bellas flores, una alfombra mágica sobre la que puedes volar hacia lugares desconocidos. Lo siento. Pero ha sido necesario.

– ¿Qué ha sido necesario? ¿De qué me está hablando usted?

Peters sonrió: era una sonrisa triste, que arrastraba un viejo sufrimiento.

– Un poco de franqueza, mister Latimer, por favor. Sólo puede haber una única razón por la que se haya de registrar su habitación y usted la conoce tan bien como yo mismo. Puedo comprender cuál es su problema. Ahora mismo usted se pregunta en qué situación exactamente me encuentro yo. Si le sirve de consuelo, podría asegurarle que mi problema consiste en que me estoy preguntando en qué situación se encuentra precisamente usted.

Aquello era fantástico. En medio de su exasperación, Latimer había olvidado su miedo. Llenó de aire sus pulmones.

– Mire usted, mister Peters o cualquiera que sea su nombre. Estoy muy cansado y quiero acostarme. Si no recuerdo mal, hice el viaje con usted en un tren, desde Atenas, hace ya varios días. Según creo recordar, usted se dirigía a Bucarest. Por mi parte, he estado aquí, en Sofía. He salido con un amigo. Y regreso a mi hotel para encontrar mi habitación convertida en un lamentable campo de batalla, mis libros destrozados y usted blandiendo una pistola en su mano, en mis propias narices. He llegado a la conclusión de que es usted un ratero, un ladrón o un borracho. De su pistola que, se lo digo sinceramente, me da miedo, he pensado que me autorizaba a pedir auxilio. Pero también he pensado que los ladrones no tienen por costumbre buscar a sus víctimas en coches-litera de primera clase ni destrozarles los libros. Además, no me parece que esté usted borracho. Como es natural, he comenzado a preguntarme si no estará usted loco. Si lo está, no puedo hacer otra cosa que entretenerle, por supuesto, y esperar que la cosa no pase a mayores. Pero si está usted relativamente cuerdo, debo pedirle una vez más una explicación. Lo repito, mister Peters: ¿qué diablos significa esto?

Los ojos colmados de lágrimas de Peters permanecían entornados.

– ¡Perfecto! -dijo el intruso, casi en éxtasis-. ¡Perfecto! No, mister Latimer, manténgase alejado de ese timbre, por favor. Así es mejor. Sabe usted: por un momento casi me ha convencido de su sinceridad. Casi. Pero, desde luego, no del todo. No está bien que trate de engañarme. No, no está bien, y además es una falta de consideración y supone una lamentable pérdida de tiempo.

Latimer dio un paso hacia delante.

– Escúcheme usted…

La Lüger se elevó bruscamente. La sonrisa abandonó la boca de Peters, cuyos fláccidos labios se entreabrieron. Tenía el aspecto de un individuo visceral, peligroso. Latimer volvió a su posición anterior de inmediato. La sonrisa volvió a distender lentamente aquellos labios.

– Vaya, mister Latimer. Sea un poco franco, por favor. No he pensado hacerle ningún daño. No he buscado esta entrevista. Pero, ya que ha regresado a hora tan intempestiva, y en vista de que ya no le podré ver dentro de los esquemas de, digámoslo así, una desinteresada amistad, seamos francos el uno con el otro -Peters se inclinó hacia delante-. ¿Por qué está tan interesado en Dimitrios?

– ¡Dimitrios!

– Sí, mi querido mister Latimer, Dimitrios. Usted ha venido desde el Levante. Dimitrios también había llegado desde allí. En Atenas usted ha buscado con empeño los datos de ese hombre en los archivos de la comisión de socorro. Aquí, en Sofía, usted se ha valido de un agente para tener acceso a los antecedentes policiales de ese individuo. ¿Por qué? Espere un poco antes de responder. No siento ningún odio hacia usted; ni le deseo ningún mal. Créame, se lo aseguro. Pero ocurre que yo también estoy interesado en Dimitrios y por ese motivo estoy interesado en usted. Ahora, mister Latimer, dígame con franqueza cuál es su situación. Explíqueme (y le pido excusas por la expresión) cuál es su juego.

Latimer guardó silencio durante unos instantes. Trataba de pensar de prisa, pero era incapaz de hacerlo. Se encontraba confuso. Había llegado a creer que Dimitrios era algo tan exclusivamente suyo, un problema tan académico como el de la autoría de un poema lírico anónimo del siglo dieciséis. Y he aquí que ahora se había presentado aquel odioso Peters, con su dios zaparrastroso y sus sonrisas y su pistola Lüger, reivindicando sus derechos, como si él, Latimer, fuera el intruso, en realidad. Desde luego que no existía motivo alguno para sorprenderse. No cabía duda de que Dimitrios tenía que haber conocido a mucha gente. Sin embargo, de modo instintivo o inconsciente, Latimer había pensado que todos debieron haber muerto junto con Dimitrios. Era una tontería, por cierto, pero…

– Bueno, mister Latimer -la sonrisa del gordo no había perdido ni un ápice de su dulzura, pero en esas palabras su voz ronca había adquirido un timbre que hizo pensar a Latimer en un niño que estuviera arrancando las patas a una mosca.

– Creo que de responder a sus preguntas -dijo- tendría usted que permitirme hacerle unas preguntas, por mi parte. En otras palabras, mister Peters: si usted me dice cuál es su juego, le hablaré del mío. No tengo nada que esconder, por cierto, pero tengo una curiosidad que satisfacer. ¿Le importaría decirme qué esperaba encontrar aquí… en las páginas de mis libros o en el tubo de crema dental?

– He buscado una respuesta a mis preguntas, mister Latimer. Pero lo único que he encontrado ha sido esto -y le alargó un trozo de papel hacia Latimer; era la tabla cronológica que el escritor había hecho en Esmirna, y que, según él creía recordar, había quedado plegado, entre las páginas de un libro que estaba leyendo-. Ya ve usted, mister Latimer, pensé que si escondía ciertos papeles entre las páginas de un libro, bien podría esconder otras cosas más interesantes en las encuadernaciones de las tapas.

– Pero si yo no había escondido ese trozo de papel.

Peters, al parecer, ni siquiera se percató del sentido de aquella frase, sino que alzó el papel, delicadamente cogido entre el pulgar y el índice, tal como lo hubiera hecho un profesor que estuviera a punto de juzgar el trabajo de uno de sus alumnos. Peters sacudió la cabeza.

– ¿Es esto todo lo que usted sabe de Dimitrios, mister Latimer?

– No.

– ¡Ah! -el gordo echó una mirada patética a la corbata de Latimer-. Ahora bien, ¿quién es, me pregunto yo, este coronel Haki, que parece estar tan bien informado y ser tan indiscreto? El apellido es turco. Y el pobrecito Dimitrios nos ha sido arrebatado en Estambul, ¿verdad? Y usted ha iniciado este viaje en Estambul, ¿no es cierto?

Con un gesto involuntario, Latimer asintió y en ese mismo instante se hubiera propinado a sí mismo una buena patada: la sonrisa de Peters se había iluminado.

– Gracias, mister Latimer. Ya veo que está preparado para cooperar. Veamos, pues. Usted estaba en Estambul; también estaba allí Dimitrios y otro tanto ocurría con el coronel Haki. Aquí hay una anotación sobre un pasaporte a nombre de Talat. Ese también es un apellido turco. Y aquí dice Adrianópolis y, a su lado, ha sido escrita la frase «atentado contra Kemal». «Atentado…» ¡Ah, sí! Me figuro que usted ha traducido literalmente la palabra francesa attentat. ¿No quiere decirme nada? Bueno, bueno. Supongo que es mejor que demos por sentado que es así. ¿Sabe usted?, tengo la impresión de que ha estado leyendo un dossier de la policía turca. ¿No es así?

Latimer comenzaba a sentirse como un perfecto idiota. Y sólo atinó a decir:

– No creo que pueda avanzar demasiado por ese camino. Se ha olvidado que por cada pregunta que me haga tendrá que responderme a otra mía. Por ejemplo: me interesaría muchísimo saber si usted alguna vez ha conocido a Dimitrios de verdad.

Peters le echó una mirada y se mantuvo en silencio. Al cabo de algunos segundos, dijo tranquilamente:

– No me parece que esté usted muy seguro de sí mismo, mister Latimer. Tengo la impresión de que yo podría decirle muchas más cosas de las que usted podrá decirme a mí. -La Lüger desapareció dentro de uno de los bolsillos de la chaqueta de Peters mientras él se ponía en pie-. Debo irme -agregó.

Eso no era, de ninguna de las maneras, lo que Latimer había esperado ni tampoco lo que quería que ocurriese, pero logró mantener la calma al decir:

– Buenas noches.

El obeso visitante se encaminó hacia la puerta. Pero se detuvo junto a la jamba.

– Estambul -le oyó murmurar Latimer, con voz que denotaba un activo análisis-. Estambul. Esmirna, 1922. Atenas, en el mismo año. Sofía en 1923. Adrianópolis… no, porque ha venido de Turquía. -Con un movimiento brusco, Peters giró sobre sí mismo-. Me estoy preguntando, ahora mismo… -hizo una pausa y luego, al parecer, decidió proseguir- me estoy preguntando si no será una estupidez de mi parte suponer que usted debe haber pensado ir a Belgrado los próximos días. ¿Lo hará usted, mister Latimer?

Latimer sintió que lo cogía por sorpresa y, aun cuando comenzó a decir con tono firme que no era más que una tontería que Peters supusiera tal cosa, supo por la sonrisa triunfante de su interlocutor que su sorpresa había sido detectada e interpretada con corrección.

– Belgrado le encantará -continuó Peters en un tono exultante-; es una ciudad muy hermosa. Las vistas desde el Terazija y el Kalemegdan son magníficas.

Latimer quitó las sábanas que cubrían la silla y se sentó cara a su interlocutor.

– Mister Peters -dijo-, en Esmirna he podido examinar ciertos dossiers policiales de hace quince años. Después de mis pesquisas descubrí que esos mismos papeles habían sido examinados tres meses antes por otra persona. Ahora me pregunto si no le importará decirme si esa persona era usted mismo.

Los ojos lacrimosos del gordo Peters permanecieron fijos en el vacío. Una arruga apenas visible le atravesaba la frente. Como si quisiera controlar algún posible error de entonación en la voz de Latimer, le rogó:

– ¿Sería usted tan amable de repetir esa pregunta?

Latimer la repitió.

Hubo otro silencio. Después Peters sacudió la cabeza con un firme movimiento:

– No, mister Latimer, no era yo.

– Pero usted ha estado haciendo averiguaciones sobre Dimitrios en Atenas, ¿no es cierto? Usted es la persona que llegó a aquella oficina mientras yo preguntaba por Dimitrios, ¿verdad? Creo recordar que salió muy de prisa de allí. Por desgracia, yo no me fije, pero el empleado sí lo hizo y comentó algo al respecto. Y fue por su propia voluntad, no por una casualidad, por lo que hizo el viaje a Sofía en el mismo tren que el mío, ¿no es verdad? También se encargó de sonsacarme (y debo admitir que lo ha hecho con gran astucia) en qué hotel me hospedaría, antes de que yo fuera a parar aquí. ¿Me he equivocado en algo?

Peters había vuelto a desplegar su sonrisa resplandeciente. Hizo un gesto negando.

– No, mister Latimer, no se ha equivocado. Sé todo lo que usted ha hecho a partir del momento en que se marchó de la oficina de Atenas. Ya le he dicho que me interesa cualquier persona interesada por Dimitrios. Supongo que ya habrá averiguado todo lo que había de averiguar acerca de ese hombre que estuvo en Esmirna antes que usted, ¿no es así?

La última frase había sido articulada en un tono tal vez demasiado casual. Latimer respondió:

– No, mister Peters, no lo he averiguado.

– Pero sin duda se habrá interesado por conseguirlo.

– No mucho.

El gordo suspiró.

– Creo que usted no está hablando con franqueza. Todo saldría mejor si…

– ¡Oiga! -le interrumpió Latimer con rudeza-, estoy dispuesto a serle franco: usted está haciendo grandes esfuerzos para sonsacarme lo que pueda. No le permitiré que lo logre. Y que esto quede bien claro. Le he hecho un ofrecimiento: si usted responde a mis preguntas, yo responderé a las suyas. Las únicas preguntas que me ha contestado, de momento, son aquellas cuyas respuestas ya había supuesto o intuido yo mismo. Todavía me pregunto por qué le interesa a usted Dimitrios, un hombre que está muerto.

»Usted me ha dicho que podría decirme más de lo que yo podría decirle a usted. Tal vez sea así. Pero yo, mister Peters, creo que le importa más a usted obtener mis respuestas que a mí oír las suyas. Irrumpir en las habitaciones de un hotel y hacer estos destrozos no es una actividad propia de quien lleva a cabo una investigación con espíritu desinteresado. Y, para serle sincero, he de decirle que no logro imaginarme por qué motivo puede estar usted interesado por Dimitrios. Ni se me ha ocurrido pensar que tal vez Dimitrios guardara parte del dinero obtenido en París… Usted estará enterado de todo eso, supongo… -En respuesta a una débil inclinación de cabeza afirmativa, Latimer prosiguió-: Sí, por supuesto, ya se me había ocurrido que lo sabría. Pero, como le he dicho ya, no puedo creer que Dimitrios haya ocultado su tesoro y que usted se esfuerce por encontrarlo. Por desgracia mi información niega esa posibilidad. Las pertenencias de Dimitrios estaban en el depósito de cadáveres, en la mesa en que descansaba el suyo: allí no había ni siquiera un penique; sólo un montón de ropas baratas. En cuanto a…

Peters se había acercado al escritor y le observaba con una peculiar expresión en su rostro. Latimer dejó que la frase que había iniciado se desvaneciera en el aire, en el silencio de la habitación. Al cabo de unos segundos preguntó:

– ¿Qué sucede?

– No sé si he comprendido bien -dijo el obeso intruso lentamente-. ¿Dice usted que ha visto el cadáver de Dimitrios en aquel depósito?

– Así es, ¿y qué?¿He dejado escapar otra valiosa información?

Pero Peters no contestó a la pregunta. Había sacado de algún bolsillo un cigarro largo y fino y lo estaba encendiendo con especial atención. De pronto expulsó una bocanada de humo y echó a andar de un lado a otro de la habitación, con lentitud, con sus ojos clavados en lo alto, como si estuviera sintiendo una aguda pena. Entonces comenzó a hablar.

– Mister Latimer, debemos llegar a un acuerdo. Debemos poner punto final a esta disputa. -Tras esa afirmación se detuvo y fijó otra vez sus ojos en los de Latimer-. Es absolutamente necesario, mister Latimer, que yo sepa qué se propone usted. ¡No, no, por favor! No me interrumpa. Admito que, tal vez, sus respuestas me interesan más a mí que las mías a usted. Pero, de momento, no puedo responderle. Sí, sí, ya he oído lo que me ha dicho. Pero le estoy hablando muy en serio. Le ruego que me preste atención.

»Usted está interesado en la historia de Dimitrios. Y ha decidido ir a Belgrado para averiguar algo más sobre él. No lo niegue, no puede hacerlo. Ahora bien: ambos sabemos que Dimitrios estuvo en Belgrado en mil novecientos veintiséis. Y yo puedo asegurarle que nunca volvió a esa ciudad. ¿Por qué quiere saber todo lo concerniente a ese hombre? Se niega a decírmelo. De acuerdo. Le diré algo más. En el caso de que fuera a Belgrado, no descubriría ni una sola pista de Dimitrios. Y lo que es más, tal vez tuviera algunos problemas con las autoridades si persiste en su investigación. Existe sólo una persona que podría decirle y, bajo ciertas condiciones lo diría, aquello que usted quiere saber. Es un súbdito polaco que vive cerca de Ginebra.

»¡Pues bien! Le daré el nombre de esta persona y una carta de presentación para que usted se la entregue. Lo haré por usted. Pero antes quiero que me diga para qué quiere esa información. En un principio pensé que, tal vez, estuviera en contacto con la policía turca… hay tantos ingleses en los departamentos de policía de los países del cercano Oriente, en estos tiempos que corren… pero ya he desechado esa posibilidad. Su pasaporte dice que es escritor, pero esa palabra tiene un significado muy elástico. ¿Quién es usted, mister Latimer? ¿Cuál es su juego?

Hubo una pausa de expectación. Latimer le devolvió a su interlocutor una mirada que pretendía ser inescrutable.

Sin mostrar ninguna confusión, Peters prosiguió con su exposición:

– Por supuesto que cuando le pregunto cuál es su juego, empleo estas palabras en un sentido específico. Desde luego que su juego es el de conseguir dinero. Pero no es ésa la respuesta que necesito. ¿Es usted rico, mister Latimer? ¿No? Bueno, eso simplificará lo que tengo que decirle. Le propongo establecer una alianza, mister Latimer, una fuente de recursos inagotable. Estoy al corriente de ciertos hechos que, de momento, no puedo transmitírselos a usted. Por otra parte, usted posee una importante información. Quizá usted no lo sepa, pero de todas formas, se trata de algo importante. Pues bien, los hechos que conozco, en sí, poco valen. Lo que usted sabe carece de valor si no lo relacionamos con mis hechos. Sin embargo, ambas cosas juntas valen por lo menos -Peters se acarició el mentón-, por lo menos cinco mil libras esterlinas, un millón de francos franceses. -Una sonrisa triunfal había invadido su rostro-. ¿Qué me dice usted de esto?

– Perdóneme usted -replicó Latimer con frialdad-, pero le aseguro que no sé de qué me está hablando, ¿no es verdad? En fin, poco importa que usted me disculpe o no. Estoy cansado, mister Peters, muy cansado. Lo único que deseo, de momento, es meterme en la cama. -Se puso en pie y cogió las sábanas para rehacer la cama-. Supongo que no hay ninguna razón por la que usted no pueda saber por qué estoy interesado en la historia de Dimitrios -prosiguió diciendo, mientras acomodaba las sábanas-. No es por motivos de dinero, por cierto. Me gano la vida escribiendo novelas policíacas. En Estambul, el coronel Haki, un hombre que tiene alguna relación con la policía turca, me habló de un criminal llamado Dimitrios, al que habían hallado muerto en las aguas del Bósforo. Medio para divertirme (como quien se pone a resolver un crucigrama), medio para poner a prueba mi habilidad como verdadero investigador, decidí seguir la pista de ese hombre, reconstruir su historia. Eso es todo. No espero que usted me comprenda. Tal vez ahora mismo se esté preguntando por qué no he pensado en algún otro subterfugio más convincente. Lo siento. Si no le gusta la verdad, olvídela.

Peters había permanecido en silencio, escuchando con interés. Antes de hablar se acercó a la ventana, arrojó la colilla de su cigarro y se encaró con Latimer desde el otro lado de la cama.

– ¡Novelas policíacas! Pues eso me parece muy interesante, mister Latimer. Son mis preferidas. ¿Le importaría decirme el título de algunos de sus libros?

Latimer dijo varios títulos.

– ¿Cuál es su editorial?

– ¿Inglesa, americana, francesa, sueca, noruega, holandesa o húngara?

– Húngara, por favor.

Latimer se lo dijo.

Peters asintió con lentos cabeceos.

– Es una buena editorial, según tengo entendido. -Al parecer había adoptado una decisión-. ¿Tiene una estilográfica y un papel, mister Latimer?

Con un gesto de hastío, Latimer señaló el escritorio. Peters se sentó y comenzó a escribir.

Mientras terminaba de arreglar su cama y recogía algunas de sus pertenencias diseminadas por el piso, Latimer oyó el rasguido de la pluma del hotel sobre un trozo de papel. Peters se atenía a la palabra dada.

Por fin cesó el rasguido y la silla crujió cuando el gordo se puso en pie. Latimer, que estaba guardando sus zapatos, se enderezó. Peters había recuperado su dulzona sonrisa. Toda su figura reflejaba una actitud benevolente.

– Aquí tengo, mister Latimer -anunció-, tres papeles. En el primero he escrito el nombre de la persona de la que le he hablado. Se llama Grodek… Wladyslaw Grodek. Vive en las cercanías de Ginebra. El segundo es una carta para este hombre. Si le entrega esta carta él sabrá que usted es amigo mío y que puede hablar con entera franqueza. Ahora vive retirado de sus actividades, de modo que no es nada arriesgado decirle a usted que ha sido, en otros tiempos, el más hábil de los agentes profesionales europeos. Ha tenido en sus manos más información naval y militar secreta que la que pueda haber visto ningún otro hombre. Y lo que es más importante aún, ha sido siempre certero. Ha tenido tratos con muchos gobiernos. Operaba desde su cuartel general de Bruselas. Creo que, para un escritor, la personalidad de Grodek ha de resultar fascinante. Me figuro que le parecerá encantador. Es amante de los animales. Un personaje estupendo en el fondo. Dicho sea de paso, él fue quien empleó a Dimitrios en mil novecientos veintiséis.

– Ya entiendo. Le doy las gracias. ¿Y qué ocurre con ese tercer papel?

Peters vacilaba. Su sonrisa había adquirido un matiz de complacencia.

– Creo que me ha dicho que no es usted un hombre demasiado rico.

– No, no lo soy.

– ¿Le vendría mal medio millón de francos, dos mil quinientas libras esterlinas?

– No, desde luego.

– Pues bien, mister Latimer, cuando se haya cansado de Ginebra, quisiera que… por decirlo así, matara usted dos pájaros de un solo tiro. -Tras decir esto, Peters se sacó de un bolsillo la lista cronológica de Latimer-. En esta lista elaborada por usted, hay fechas posteriores a la del año mil novecientos veintiséis, y tendrá que investigar sobre esos hechos si quiere enterarse de cuanto se pueda saber acerca de Dimitrios. El lugar donde puede obtener esa información es París. Esto lo primero. Lo segundo que, si usted va a París, si se pone en contacto conmigo allá, si quiere tomar en cuenta lo que le he dicho sobre esa fuente de recursos, sobre la alianza que podríamos establecer, puedo garantizarle con absoluta certeza que en pocos días recibirá dos mil quinientas libras inglesas, que le serán pagadas a su nombre… ¡medio millón de francos franceses!

– Me agradaría mucho que fuera un poco más explícito -replicó Latimer, enfadado-. ¿Medio millón de francos a cambio de qué?¿Quién me pagará ese dinero? Desde luego que es usted demasiado misterioso, señor Peters… demasiado misterioso, a decir la verdad.

La sonrisa de Peters se fortaleció: había en él un cristiano, denigrado, pero no abrumado por la amargura, un cristiano que aguardaba sin claudicar que los leones fueran introducidos en la arena.

– Sé que usted no confía en mí, mister Latimer -dijo con tono cortés-. Por ese motivo le he entregado esa carta para Grodek y sus señas. Quiero ofrecerle una muestra concreta de mi buena voluntad para con usted, quiero demostrarle que puede confiar en mis palabras. Y también quiero demostrarle que tengo confianza en usted, que he creído todo lo que me ha dicho.

»De momento no puedo decirle nada más. Pero si me cree, si llega a confiar en mí, irá entonces a París. Aquí, en este papel hay una dirección. Cuando llegue a la ciudad envíeme una nota por correo. No vaya allí, esta dirección es la de un amigo. Con sólo que me envíe una nota con sus señas, iré a verle para explicárselo todo. Se trata de algo muy simple.

Latimer decidió que ya era hora de desembarazarse del intruso.

– Bueno -dijo-, todo esto me parece muy confuso. Según veo, usted ha llegado a muchas conclusiones. Todavía no he decidido definitivamente ir a Belgrado. No es seguro que pueda disponer de tiempo para viajar a Ginebra. Y en cuanto a mi ida a París… es algo que ahora mismo no puedo ni pensar en ello. Tengo muchísimo trabajo, por supuesto, y…

– Por supuesto -asintió y después, con una extraña nota de urgencia en la voz, dijo-: pero si usted puede ir a París, no dejará de enviarme esa nota, ¿verdad? Ya le he causado tantas molestias, que me gustaría compensárselo de algún modo, práctico, palpable. Medio millón de francos es una suma que merece tenerse en consideración, ¿no cree? Y le garantizo que la recibirá. Pero hemos de confiar el uno en el otro. Eso es lo más importante. -Peter tendió su mano-. Buenas noches, mister Latimer. No quiero decirle «adiós».

Latimer estrechó la mano tendida hacia él: seca y muy suave.

– Buenas noches.

Peters se detuvo junto a la puerta.

– Medio millón de francos, mister Latimer. Con ese dinero podrá conseguir muchas cosas buenas. Espero que nos veamos pronto en París. Buenas noches.

– También yo lo espero así. Buenas noches.

La puerta se cerró. Peters se había marchado. Pero para la imaginación sobreexcitada de Latimer, la sonrisa del visitante, como la sonrisa del gato de Cheshire, había quedado tras él, flotando en el aire.

Se apoyó contra la puerta y observó sus maletas deshechas. Fuera comenzaba a alborear. Miró su reloj. Las cinco en punto. Ya ordenaría el cuarto más tarde. Se desvistió y se metió en la cama.

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